La palabra, o más bien el nombre de Adolf Hitler, seguía teniendo mil y una resonancias.
Para Miquel, fue como si una bomba silenciosa acabase de explotar allí, entre los dos. —¿De dónde ha sacado esto, amigo mío?— volvió a hablar Marcelino Folch ante su mutismo.
—Pura casualidad.
—¿Todavía es policía? —Ahora sí le miró a los ojos.
—No, ya no. Ya le he dicho que me indultaron y poco más. Vuelvo a ser un civil.
—Entonces…
—Ayudo a un conocido.
—¿Y ese conocido sabe la naturaleza de esto?
—No.
Marcelino Folch cerró el catálogo y se echó para atrás.
No se lo devolvió.
—¿Ha oído hablar de la pasión de Hitler por las obras de arte?
—Algo.
—Hitler, su ministro de Propaganda Goebbels y muchos altos cargos de la Alemania nazi saquearon durante la guerra, incluso antes, cuando confiscaron los bienes de los judíos, los museos de Europa. Como un niño que colecciona cromos, Hitler guardaba sus tesoros en álbumes como éste. Los llamaba «catálogos». A veces incluso los hacía con las obras que todavía no habían sido encontradas e instaba a sus hombres a que las buscaran.
—¿Cómo sabe que ese libro es uno de esos catálogos?
—Porque las explicaciones de cada cuadro llevan su firma, Mascarell. Ésta es su letra.
Quedaron mirándose unos segundos.
Como si el fantasma de Adolf Hitler, verdugo de Europa y de la humanidad, estuviese allí presente.
—La guerra acabó hace más de cuatro años —dijo Miquel.
—Y se siguen buscando estas joyas —repuso Marcelino Folch—. ¿Ha oído hablar de los Monuments Men?
—No.
—Comenzaron su actividad en plena guerra. Eran unos trescientos o trescientos cincuenta hombres. No llevaban pistolas, sólo su amor por la historia del arte como bandera. Mientras las brigadas alemanas esquilmaban el continente, ellos trataban de recuperar los objetos robados, allá donde estuviesen. Voy a ponerle un ejemplo. —Se tomó unos segundos de pausa—. Cuando el grupo de saqueadores de Alfred Rosenberg, uno de los hombres fuertes de Hitler, aunque él lo llamaba Unidad de Tareas Especiales, vació París en octubre de 1940, un tren de veinticinco vagones con más de cuatro mil obras de arte fue llevado a Alemania. Esos tesoros no se colgaron en las paredes de los museos del Tercer Reich, y menos cuando los Aliados empezaron a bombardear Berlín. Se ocultaron en lugares insospechados, desde túneles hasta viejas minas, sótanos o cámaras acorazadas. Como puede imaginarse, la derrota nazi y la muerte de los responsables hicieron que esos escondites acabasen siendo casi ignorados después de 1945.
—Y los Monuments Men son los que los buscan.
—Los buscan y los encuentran —afirmó el hombre del museo—. Ya en 1943 los Monuments Men eran conocidos y famosos por sus logros. Su misión ha continuado evidentemente hasta hoy. Lo último que sé es que han hallado millones, y lo digo en plural: millones de objetos robados, no sólo pinturas, también tallas, libros, esculturas… La ronda nocturna, de Rembrandt, apareció en una caverna excavada por los holandeses en el siglo XVII, en Heilbronn, junto a miles de piezas. La dama de armiño, de Da Vinci, estaba en el mismísimo despacho de Hans Frank, el gobernador general de Polonia. Cuando fue recuperada tenía la huella de un tacón en una de sus esquinas. Y lo mismo la Madonna de Miguel Ángel, robada de la catedral de Brujas, o el cuadro favorito del Führer, El astrónomo, de Vermeer, robado a uno de los Rothschild, Édouard, que también tenía una esvástica impresa en uno de sus lados. —Detuvo por un instante su emoción para serenarse—. Podría estar horas hablándole de joyas y más joyas.
—¿Conoce a alguno de esos Monuments Men?
—No, ¿por qué habría de conocer a uno de ellos? Sé que prosiguen su búsqueda, que pertenecen a una docena o más de países, pero en España…
—Creo que han matado a uno de ellos aquí, en Barcelona.
Sus cejas se levantaron de golpe.
—¿Está seguro de eso?
—El catálogo era suyo. Y también todo esto. —Sacó los papeles de la cartera—. Están en inglés, así que no he podido leerlos.
—¿Y cómo tiene usted…?
—Ya le digo que ayudo a un conocido. Él es el que ha encontrado esta documentación.
—Este tesoro, diría yo. —Pasó algunas de las páginas echándoles una ojeada.
—Hay diecisiete cuadros en el catálogo marcados con la frase «Conexión Barcelona» —le hizo ver Miquel.
—Eso significa…
—Que el muerto, Alexander Peyton Cross, estaba aquí siguiendo la pista de esas obras de arte.
—¿Y le han matado por ello? —Se enervó Marcelino Folch.
—Si se ha acercado lo bastante a quien los tiene, es más que probable.
—Dios… —Volvió a jadear como si acabase de correr una larga carrera.
—¿Ha oído hablar de nazis o de cuadros expoliados por ellos en Barcelona?
—No. Y resulta…
—¿Asombroso? —Miquel hizo una mueca—. No lo creo. Poco a poco volvemos a estar en Europa. El día menos pensado, los americanos nos sonríen y el mundo habrá olvidado la Guerra Civil.
—Baje la voz. —El experto miró la puerta.
—Perdone.
—¿Quién puede tener esos cuadros? —continuó su anfitrión.
—Se me ocurren dos teorías: un nazi escondido que se las ingenió para llevárselos y consiguió asentarse en España, o un coleccionista dispuesto a pagar una fortuna para disfrutar en exclusiva de su contemplación. El inglés debió de hallar alguna pista al respecto.
—¿Por qué cree eso?
—En esos papeles —dijo señalando las hojas que tenía en la mano—, hay informaciones acerca de tres oficiales nazis, en especial uno que se repite en las anotaciones del final, Klaus Heindrich, y también algunos nombres en español, un tal Ventura y un tal Jacinto José Rojas de Mena…
—Rojas de Mena es un industrial muy conocido. —Frunció el ceño Marcelino Folch.
—¿Rico?
—Sí, y desde luego amante del arte. Lo he visto dos o tres veces en actos benéficos, inauguraciones o cenas con autoridades.
—¿Es de aquí?
—No, llegó acabada la guerra. En estos pocos años, ya se ha dado a conocer.
Miquel no dijo nada.
Le bastó con mirar a su interlocutor.
El experto en arte examinó un poco más los papeles, casi por inercia. Detuvo sus ojos en algunas páginas, leyó fragmentos sueltos aquí y allá. No debió de encontrar nada interesante, salvo más información acerca de las investigaciones de Peyton. La palabra «Barcelona» no volvía a salir salvo en las anotaciones del final, junto a los nombres y aquel enigmático «Friday out». Acabó devolviéndoselos junto con el catálogo.
De pronto quemaba.
—Mascarell, ¿se da cuenta de que esto es algo bastante gordo?
—Sí, ahora sí.
—Si han matado por todo ello…
—Mi amigo es un infeliz. —Esta vez no empleó la palabra «conocido»—. Imagino que corre incluso peligro, y con él su mujer y sus hijos.
—Debe de apreciarle mucho.
Tuvo ganas de reír. Se limitó a forzar una media sonrisa cargada de ironía. Lenin era un incordio, pesado, hablador, y sin embargo… ¿Apreciarle? Quizá aquella noche, en la Central, compartiendo celda, sucedió lo inesperado.
Le echó una mano.
El quinqui chorizo irredento ayudando al viejo policía. El mundo al revés.
—Es todo un personaje —se limitó a decir mientras pensaba en Patro.
Tanto riesgo…
Porque de pronto comprendió que, lo quisiera o no, ya estaba metido de lleno en el lío.
Podía asesinar a Lenin y tirar la cartera a la basura.
Lo primero, aunque sádico, le hizo suspirar.
—Me gustaría saber en qué termina todo esto —le pidió Marcelino Folch.
—Se lo contaré con gusto, le doy mi palabra de honor.
No añadió «si estoy vivo para contarlo».
—Y si me necesita como experto… cuente conmigo. —Se ofreció sinceramente—. La sola visión de estos cuadros ya lo vale todo.
Miquel guardó el catálogo y los papeles en la cartera, y luego ésta en la bolsa de tela. Tiró de la cuerda para cerrarla y se incorporó.
Sintió el peso de unos pocos años más sobre su cabeza.
—Gracias, Folch.
—No hay de qué.
Se estrecharon la mano.
Después, uno a cada lado de la puerta, llegó la despedida.
—Suerte.
—Gracias.
Echó a andar hacia la salida del museo y cuando llegó al exterior, con el parque de la Ciudadela desparramado a su alrededor, vio a Lenin sentado en el césped, como si tal cosa.
Eso sí, al sol.
Como un lagarto.
Al verle se levantó lo más rápido que pudo, con una agilidad que Miquel envidió de pronto. Se sacudió la parte de atrás del pantalón y caminó hacia él.
—¿Cómo ha ido? —se interesó expectante.
—Te lo cuento mientras comemos.
—¿Vamos a su casa?
Miró la hora. La espera en el museo se les había llevado media mañana.
—No, entre ir y volver a salir perdemos demasiado tiempo. Y además están tu mujer, los niños…
—Son muy divertidos —se enorgulleció su padre.
—Ya, por eso. Mejor nos concentramos en lo que nos ocupa.
—O sea que me ayuda a salir del lío.
La pregunta del millón.
—Esto es demasiado grande, Agustino.
—¿Y qué hago, me escondo hasta que todo pase? —Palideció él.
—¿Dónde vas a esconderte?
Le bastó con su silencio, de lo más elocuente.
—No.
—Vamos, inspector, que es por los niños, hombre. Además, ¿no le pica la curiosidad?
—¿Curioso yo?
—Venga ya. Es poli. Siempre será poli. Y siendo de izquierdas…
—¿Y si gritas más? —Miró a su alrededor por si había alguien cerca.
—Lo es —insistió Lenin en voz baja—. Como yo. Y a mucha honra.
—Venga, busquemos un lugar donde comer algo. —Echó a andar.
—De acuerdo, pero pago yo —se ofreció su compañero.
—¿Tú?
—Sí. —Extrajo unos billetes y monedas del bolsillo—. Mire, noventa pesetas.
—¿De dónde has sacado ese dinero? —Se alarmó Miquel.
—Lo llevaba.
En eso no había cambiado. No sabía mentir. Cuando soltaba un embuste se envaraba, endurecía el cuello, fijaba los ojos como para dar mayor vehemencia a cada palabra.
—¡Tú no llevabas noventa pesetas encima!
—Que sí.
—¿Lo has… robado?
—Que no.
—¡Lenin, coño! —Volvió a usar su apodo—. ¡Serás inconsciente!
El ratero bajó la cabeza, pillado y rendido.
—Venga, inspector, no se enfade. —Se encogió de hombros—. Era por colaborar. Además, le juro que se le veía adinerado, que yo a un pobre no le quito nada. Hasta tenía pinta de ser del Movimiento, porque llevaba una insignia con el yugo y las flechas en la solapa. Yo a ésos… —Remató su explicación con un lacónico y triste—: De todas formas ya ve, sólo noventa pesetas de mierda.
Miquel ya no supo qué decirle.
Reanudó el paso, mitad furioso, mitad alucinado.
—Que le invito, ¿eh? —Trotó Lenin a su lado.