8

La inminencia de la Navidad ya se anunciaba por las calles de Barcelona. Escaparates, luces, bullicio, los guardias urbanos con las primeras botellas y turrones al pie de sus pedestales. La expectación por cambiar de década y pasar de la primera mitad del siglo XX a la segunda era casi parecida a la que, seguramente, habría al cambiar de siglo. Llegaba 1950. Los años treinta, guerra incluida, quedaban cada vez más lejos.

Aunque los presos siguieran en sus cárceles y los muertos repartidos por las cunetas y los montes de todo el país.

Seguía fusilándose.

—¡Qué bonito está todo!, ¿verdad?

—La Navidad me deprime —dijo Miquel.

—¡Cómo es!

—Es el momento en que todos los muertos reaparecen y te pesan en el alma.

—Pues a mí me gusta mucho: Nochebuena, Nochevieja, el día de los Reyes Magos…

—A ti, con la gente cobrando la paga extra, debe de salirte el negocio redondo.

—Ni que fuera todo el día afanando cosas —protestó Lenin.

—Anda, cállate.

—¿Por qué está enfadado, hombre?

—No estoy enfadado.

—Entonces será la edad, porque avinagrado sí que…

Se detuvo. Le miró. Lenin tragó saliva.

Cerró la boca.

Por lo menos tuvo para tres o cuatro minutos de silencio.

Fueron a pie. Subieron por las Ramblas, cruzaron la plaza de Cataluña y enfilaron la Ronda de la Universidad a buen ritmo, que en el caso de Miquel, pese a la edad, era mucho más vivo que el de su compañero.

—Hay tranvías, ¿sabe?

Se sintió perverso y apretó el paso un poco más.

Subieron por Aribau y doblaron por la calle Diputación a la izquierda. Si no le fallaba la memoria, su objetivo vivía en el chaflán de Diputación con Muntaner. De todas formas, memoria o no, después de tantos años, lo más lógico era que estuviese muerto o que ya no viviese allí.

Una portera les detuvo en la entrada. Le habló a Miquel pero no apartó los ojos de Lenin. La casa mantenía la dignidad del pasado, su clase. Incluso había ascensor.

—¿El señor Folch, Marcelino Folch?

—Cuarto primera.

—Gracias.

Se olvidaron del brillo réprobo de sus ojos y se metieron en el camarín del ascensor. El mismo Miquel pulsó el botoncito. El cubículo de madera arrancó a cámara lenta, con toda la parsimonia del mundo.

Un viaje plácido.

—No me diga a quién vamos a ver, no.

—Ya lo has oído: Marcelino Folch.

—¿Y ése quién es?

—Un experto en arte.

Lenin se hizo el digno.

—A fin de cuentas, ahora soy su compañero. Como cuando era inspector, que siempre le acompañaba uno.

—Lo que me faltaba. —Suspiró.

Llegaron a la cuarta planta y eso evitó la nueva respuesta de Lenin. El timbre del piso sonó igual que una campanilla diáfana al otro lado, esparciendo sus ecos por el interior de la vivienda. Les abrió una criada de uniforme, cofia incluida. Lenin estaba por detrás de Miquel, pero dio lo mismo. La criada enderezó un poco la espalda, llena de prevención.

—¿Está el señor Folch? —habló el primero Miquel.

—No. A esta hora no, señor.

Pragmática.

Se evitó la segunda pregunta porque, por detrás de la criada, apareció la dueña de la casa. Miquel no la conocía, pero se imaginó que era ella.

—¿Quién es, Amalia?

—Piden por el señor, señora.

La aparecida, elegante, bien vestida aunque estuviera en su casa, unió sus manos con displicencia.

—Mi marido está en el museo, claro. ¿Usted es…?

—Miquel Mascarell. —Le tendió la mano confiando en que Lenin cerrara la boca y no quisiera imitar su gesto—. Era inspector de policía y amigo de Marcelino. —Prefirió la palabra «amigo» a «conocido»—. Hace mucho que no le veo.

—¿Es por algún tema oficial? —se extrañó ella.

—No, no. —La tranquilizó—. Visita de cortesía.

—Pues en ese caso…

—¿Podría decirme en qué museo está?

—En el de la Ciudadela. —Pareció asombrarse por la pregunta.

—Llevo años fuera. —La tranquilizó antes de despedirse—. Ha sido usted muy amable.

Un nuevo estrechamiento de manos y de vuelta al camarín del ascensor, que seguía en el rellano sin que nadie lo hubiera reclamado. La puerta se cerró con discreción a sus espaldas.

—Vamos a coger un taxi —dijo Miquel nada más llegar a la calle.

—¿Un taxi? —Se impresionó Lenin.

—Es más rápido y directo.

—Caray.

Quizá nunca hubiera subido a uno. Tampoco se lo preguntó. Montaron guardia en Muntaner y la espera no se prolongó más allá de un par de minutos. Una vez acomodados, el taxista recibió la orden e inició la carrera.

O más bien el paso de tortuga, porque no era de los que corrían.

Al menos tampoco hablaba.

—Se lo compensaré —dijo Lenin en voz baja.

—¿El qué?

—Los gastos. Siento que ande en ésas por mí.

—No te preocupes.

—Pues lo hago, ¿qué quiere que le diga? Cada cual sabe lo suyo.

—¿No me has dicho al salir de casa que yo sí que vivía bien, con mi pensión…?

—Sí, ya, pero… —Miró el taxímetro, que iba subiendo los céntimos al ritmo de la lenta marcha del coche.

—Dame la cartera. Quiero ver una cosa.

Le pasó la bolsa y él extrajo la cartera de su interior. La abrió y examinó el falso catálogo con los recortes de los cuadros pegados a sus páginas. Buscó los marcados como «Conexión Barcelona». Dos Picassos, un Kandinsky, un Van Gogh…

—Son pequeños —dijo al terminar el listado de los diecisiete.

—¿Qué?

—Los cuadros marcados con la palabra «Barcelona». Todos son pequeños, como mucho de medio metro.

—¿Y eso es importante?

—Tal vez.

—Yo eso de que un cuadro valga millones sólo porque es viejo no lo entiendo.

—El arte no tiene precio.

—¿Que no tiene precio? Pues pagar miles de pesetas por una cosa de ésas ya me dirá si no es precio.

—¿No te das cuenta de que en esos cuadros está parte de la historia de la humanidad?

—¿Y de qué nos sirve la historia a los pobres? Hay que comer cada día, ¿sabe? Aquí y ahora.

—No seas bruto, va.

—Ahí hay un cuadro de una mujer con tres ojos. —Lenin señaló el libro—. Y dice «Retrato». ¿Con tres ojos? O estaba borracho o la odiaba, eso seguro. Y todo son rayas, ninguna curva.

—Se llama cubismo.

—Donde esté un buen paisaje o una pintura con comida…

—Naturaleza muerta y bodegón.

—Lo que sea. Eso sí que está bien. Se ve lo que se ve, y punto.

Miquel guardó el libro en la cartera y la cartera en la bolsa. Se encontró con los ojos del taxista en el retrovisor. Una mirada rápida. Ya no hubo más. Probablemente fueran una extraña pareja.

Lenin consiguió callarse un rato.

No habló hasta haber bajado del taxi y que Miquel pagara el servicio.

—Propina en el bar, al taxista… Está usted muy generoso.

—Vive y deja vivir, Agustino.

—Qué poca gente hay como usted.

El museo estaba vacío. Nadie mostraba el menor interés por las pinturas albergadas en sus paredes. En la entrada les atendió una mujer mayor, con cara de llevar allí tantos años como el edificio. Seria y paciente, les indicó un pasillo y una puerta. La siguiente mujer, al otro lado de esa puerta, copia de la primera, les informó de que el señor Folch tenía una visita, y que la cosa iba para largo.

—Son unos señores de Italia. Al menos tienen para una hora, si no más.

Miquel se resignó.

—Esperaré —dijo.

—Oiga, yo me voy a dar una vuelta y le aguardo fuera, si le parece —objetó Lenin sin sentarse a su lado en una de las sillas—. A mí estos sitios tan serios y con tanta cultura… De todas formas, hablará mejor con ese hombre a solas.

Lo de hablar a solas con Marcelino Folch era lo de menos. Lo agradecido era perderle de vista un rato y estar en silencio.

—Bien —asintió.

Le vio alejarse con su deshilachada figura movida por hilos invisibles y suspiró.

Agustino Ponce, Lenin.

El mundo daba muchas vueltas.

Miquel apoyó la cabeza en la pared y cerró los ojos. La paz y el silencio eran tales, que acabó por adormilarse. A la segunda cabezada decidió desperezarse para no caer al suelo. Se levantó y le preguntó a la mujer si tenía algún periódico. Ella le pasó La Vanguardia del día anterior, el domingo. Ya la había leído, pero no le dijo nada. Regresó a la silla y la ojeó de nuevo. En portada aparecía el viejo mariscal Carmona celebrando su cumpleaños: el jefe del Estado portugués llevaba ya veintidós años en el cargo. Al menos eso ponía en el periódico. Todos los militares se eternizaban en sus puestos. Franco estaba en ésas. Además había fotos del presidente de Panamá y del de Turquía, y también de la reina de Bélgica.

Fue directamente a los anuncios de cine, para no tener que discutir tanto con Patro la siguiente vez que salieran.

Junto con los libros, era la única evasión posible, pese a la censura.

Media hora después dejó el periódico y se levantó para estirar las piernas.

A la hora ya no sabía qué hacer.

A la hora y cuarto empezó a sentirse tan impotente como cansado.

Lenin ni siquiera regresó para ver por qué tardaba tanto.

Los visitantes de Marcelino Folch no salieron hasta la hora y media desde su llegada al museo. Se marcharon muy serios. Entonces la mujer le preguntó a Miquel su nombre y desapareció con él.

Reapareció en diez segundos.

—Pase, por favor.

Marcelino Folch le esperaba de pie, en el centro de su despacho, que no era precisamente grande ni lujoso, más bien todo lo contrario. Parecía el lugar de trabajo de un catedrático. Su rostro denotaba la sorpresa que le producía la visita.

—¡Inspector Mascarell!

—¿Cómo está, señor Folch?

Tenían más o menos la misma edad. Se estrecharon la mano y se observaron con expectación e interés. Uno y otro se reconocieron pese al paso de los años. En sus miradas crepitó la historia, el tiempo, la distancia.

—Le creía muerto. —Se asombró el experto en arte.

—Yo tampoco estaba muy seguro de que usted estuviera vivo.

—Mala hierba… —Sonrió—. Siéntese, siéntese.

Le obedeció. Su anfitrión se fijó en la bolsa a cuadros blancos y azules, tan fuera de lugar y llamativa como una corbata roja en un funeral. No dijo nada. Miquel la depositó a su lado, en el suelo. Sabía que, primero, las normas sociales exigían un intercambio de convencionalismos, palabras, recuerdos o vivencias de los últimos años.

Algo que siempre le costaba poner en solfa.

No duró demasiado. En cuanto hablaron de la guerra, los hijos muertos o el regreso a la vida, uno y otro comprendieron que bastaba con lo dicho. Miquel recordaba a su anfitrión como una persona reservada, discreta, cien por cien volcada en el mundo del arte. Para él no había nada más. La humanidad entera no era sino un punto intermedio entre el vacío universal y las grandes obras de los maestros que habían iluminado la historia. La única diferencia entre ellos residía en que Marcelino Folch estaba casado con una Vidal Enrich, y eso eran palabras mayores.

Él no había ido a la cárcel.

Un erudito del mundo del arte tampoco parecía muy peligroso.

—Las guerras pasan, Mascarell, el arte queda —le dijo como final de su breve intercambio.

—Si sobrevive.

—Por el camino se pierden algunas obras, es lógico. Una bomba, un incendio… ¿Nunca se ha preguntado cómo, después de tantas contiendas salvajes durante los últimos quinientos años en Europa, todavía se conservan joyas como la Mona Lisa, el David de Miguel Ángel o las pinturas que llenan el Louvre, el Prado…? —Su sonrisa fue exquisita—. Siempre hay alguien capaz de sacrificar hasta la vida por preservar la belleza de una obra mayor.

Miquel pensó en Alexander Peyton Cross.

—Creo que ésa es la razón de mi visita —le expuso.

—¿Así que no se trata de una cortesía?

—Lo siento.

—¿En qué puedo ayudarle?

Recogió la bolsa del suelo, extrajo la cartera y de ella, en primer lugar, el grueso y gastado libro con las imágenes de todos aquellos cuadros.

Se lo tendió a su recuperado conocido del pasado.

Folch no dijo nada.

Pero le bastó con ver su cara.

El cambio de expresión nada más abrirlo y pasar las primeras páginas.

Aquella palidez.

—Dios mío… —Marcelino Folch jadeó como si le faltara el aire de pronto—. Jamás creí que vería uno.

—¿Qué es? —preguntó Miquel.

El experto pasó algunas páginas más, casi acarició las fotografías recortadas y pegadas en su superficie. Sus ojos estaban muy abiertos, sus dedos temblaban, su voz flotaba.

—Uno de los catálogos de Hitler, Mascarell —exhaló abrumado—. Eso es exactamente lo que acaba de ponerme en las manos.