7

Se sintieron a salvo nada más salir al frío exterior. En unos días sería Navidad, pero allí era como si eso fuese una entelequia. A las dos primeras prostitutas se habían sumado otras dos y su sola presencia parecía llenar la calle. Algunos hombres las miraban con ansiedad. Otros sonreían. Se notaba la diferencia entre los que eran vecinos y los que simplemente pasaban camino de cualquier otra parte. Ellas también los reconocían.

Llamaban a los posibles clientes, se lucían, mostraban sus encantos.

Encantos.

—No le haga caso, en el fondo me quiere —dijo Lenin.

—Se le nota.

—Si no me quisiera, no me gritaría —argumentó.

—Anda, vamos a examinar eso. —Señaló la bolsa.

—¿A su casa?

—No, ¿con los críos sueltos y las mujeres preguntando? Ni hablar. Mejor en un bar.

—¿Ahí en medio? —Puso cara de dolor de estómago.

—No seas paranoico. Nadie sabe que estamos aquí, ni que tenemos eso.

—Ya, paranoico —escupió las dos palabras—. Cómo se nota que a usted no le han hecho ver las estrellas por mucho menos, y así, en plan industrial.

—Porque te conoce todo el mundo.

—¡Qué va! Es por mi aspecto, hombre. Usted parece lo que es: un señor. Yo en cambio… Es como si lo llevara escrito en la frente, ¿sabe? Como los taxis: libre. Disponible para las hostias.

—Anda, cállate.

Buscaron un bar discreto, con una mesa apartada del ventanal. Lo encontraron cerca de la escuela Massana y de la Boquería. Se sentaron en la mesa más apartada y mientras Miquel lo hacía de cara a la puerta, para ver quién entraba y quién salía, Lenin lo hizo de espaldas, para tapar lo que pusieran sobre la mesa. Esperaron a que el camarero les preguntara qué iban a tomar y se lo hubiera servido, antes de sacar la cartera del interior de la bolsa.

Una bonita cartera de piel.

Cara.

—¿Comprende por qué la cogí? —se excusó Lenin.

—Sí, está pidiendo ser robada.

No supo si hablaba en serio, pero ya no se lo preguntó. Miquel colocó la cartera sobre sus piernas, la abrió, le echó un vistazo al contenido y luego decidió qué iba a sacar primero. Optó por el catálogo, o lo que fuera aquello.

Lenin apuró la mitad de su cerveza, expectante.

No era un catálogo, sino más bien un libro, o una libreta grande, muy usada, gastada, de unas cien páginas, hojas cuadriculadas, con una o dos fotografías recortadas y pegadas en cada hoja. Eso hacía que resultase bastante voluminoso. Las fotografías eran de cuadros. Todos firmados por grandes pintores, antiguos y modernos, clásicos o actuales. Eso lo comprobó por los textos escritos a mano, en inglés, al pie de cada recorte. Picasso, Modigliani, Rubens, Gauguin, Van Gogh, Monet, Cézanne, Rembrandt, Kandinsky, Turner, Munch, Klee, Matisse, Magritte… No le costó traducir o interpretar los textos en inglés, porque eran cortos y esquemáticos. Se describía el tamaño del cuadro, la técnica, el propietario o museo, y luego cada fragmento se cerraba con una fecha.

Todas anteriores a 1945.

Había algo más.

Se dio cuenta en su segunda inspección, más pausada.

Algunos cuadros tenían anotaciones en rojo. Consiguió traducir algunas.

«Pista Venecia», «Pista Lyon», «Seguimiento en Odessa», «Paradero desconocido», «Último rastro, Amsterdam 1948», «Conexión Barcelona»…

Otros una simple palabra, subrayada también en rojo.

«Recuperado».

Y una nueva fecha, entre 1946 y el presente.

Los que estaban señalados con las palabras «Conexión Barcelona» eran bastantes. Eso fue lo siguiente que le llamó la atención.

—¿Qué le he dicho? —Lenin no pudo contenerse—. ¿Entiende algo?

No le contestó. Contó los cuadros marcados con lo de «Conexión Barcelona» y fueron diecisiete. Todos los grandes otra vez, desde Picasso a Van Gogh, Matisse o Kandinsky. Sabía poco de arte, pero no era un ingenuo ni un lego en la materia. Los nombres pesaban.

Mucho.

—Diga algo, hombre.

—Espera.

Guardó el libro y buscó la llave de la habitación. Correcto. Del Ritz. La número 413. En un bolsillito interior encontró las tarjetas de Alexander Peyton Cross. La dirección era de Sussex, en Inglaterra. Debajo del nombre podía leerse «Art Consulting». Después extrajo los papeles, que no eran muchos, apenas un puñado de cuartillas, todas en inglés y, la mayoría, a máquina. Eso ya no lo pudo leer debido a la extensión, sólo pillar una palabra aquí y otra allá. Pero entre los documentos descubrió algunos muy significativos. Un informe sobre los juicios de Nuremberg, en los que se había juzgado a los criminales de guerra nazis, algo de lo que se sabía poco en España, pero que tampoco era un secreto. Fichas detalladas de tres oficiales alemanes, todos con sus cruces de hierro colgando del cuello. El último pliego venía a ser un listado hecho a mano, con anotaciones, tachones, letra irregular, ilegible en algunos casos, legible en otros. En la última página aparecía el nombre de uno de los tres alemanes, Klaus Heindrich, y al lado la frase «Lives in Barcelona». Debajo otros nombres, Jacinto José Rojas de Mena y Ventura, sólo Ventura, y, entre paréntesis al lado de este último, la frase «Friday out».

Miró el interior de la cartera por si se dejaba algo.

Y vio la fotografía.

La sacó del interior. En ella, sonriendo a la cámara, felices, un hombre y una mujer. Pelirroja y exquisita ella. Pelirrojo y jovial él. Labios rojos y ojos expresivos ella. Fibroso y de mirada viva él.

—Ése es el inglés. —Le hizo ver Lenin.

Volvió a la última página escrita a mano y la estudió mejor, más despacio. Era difícil interpretar todas las palabras o frases, especialmente las inglesas, sobre todo porque algunas no tenían sentido. Pero abajo encontró otro nombre, escrito probablemente a toda prisa, porque más parecía un garabato.

Alzó las cejas.

—Félix Centells —lo leyó en voz alta.

—¿Lo conoce? —Se sorprendió su compañero.

—Si es el mismo, sí. Y con ese nombre no creo que haya muchos. Pensé que estaba muerto.

—Hombre, que no todo Cristo la palmó en la guerra. ¿Quién es?

—El mejor falsificador que había en Barcelona.

—¿Falsificador de qué, de cuadros?

—No, de documentos: pasaportes, permisos, partidas de nacimiento… Todo lo que fuera más o menos oficial.

—Un manitas.

—Una maravilla. Los hacía mejor que los de verdad.

Volvió a meter la fotografía y los papeles en el interior de la cartera y la cerró. Examinar todo aquello más detenidamente había que hacerlo en otra parte, con calma. Encima tenía a Lenin pegado, sin parar de hablar.

—¿Le dice algo todo esto? —quiso saber el responsable de aquel lío.

—Sí y no.

—Caray, lo que cuesta sacarle las cosas. ¿Y eso qué significa?

—Significa que necesito ayuda, así que andando, pero antes… voy al servicio. Tú vete pidiéndole al camarero la cuenta.

Se levantó y caminó hasta los lavabos. Se alivió con la cabeza en otra parte, llena de luces y sombras. Las luces de su eterno pasado policial y las sombras de su nueva realidad. Las luces de un tiempo en el que dominaba su trabajo y las sombras de su ya inmediata vejez y olvido. Las voces iban y venían. «Vete a casa», «No te metas», «Oculta a Agustino y a su familia dos o tres días, por precaución, y luego adiós», «Esto no tiene buena pinta», «Cuidado».

Cuidado.

Se abrochó la bragueta, botón a botón, ensimismado, y cuando alcanzó la mesa la nota de la consumición ya estaba esperándole. Nada más sentarse se encontró con los ojos de Lenin fijos en él y una mirada de carnero degollado.

—Inspector, oiga, yo…

—¿Qué?

—Lo que está haciendo por mí no lo haría ni mi padre.

—¿Conociste a tu padre?

—No, pero ya me entiende.

—No estoy haciendo nada, sólo ver de qué va esto. —Sostuvo aquella mirada más y más dolorosa—. Eso sí, desde que te vi anoche, supe que me traerías problemas.

—Eso no, hombre.

—Los atraes como la miel a las moscas.

—Si es que estoy gafado.

—No, ésa es tu excusa. Los problemas se buscan. Raramente te encuentran ellos por las buenas, aunque también pueda suceder eso.

—¿Le pregunto una cosa? —Bajó la cabeza lleno de tristeza.

—Pregunta.

—Si me pasara algo… ¿cuidaría de mis niños?

—¿Yo? —se asombró por la idea.

—Al menos ayudar a mi mujer.

—¿Y qué te va a pasar?

—Esa cartera está envenenada. Mi instinto me dice que ahí hay algo muy gordo.

—En eso estamos de acuerdo. Esos cuadros valen millones, y si va de eso, como parece… —Movió la cabeza de lado a lado—. De todas formas basta con saber quién es el que te siguió, que presumiblemente será también el asesino del inglés.

—¿Así de fácil?

—No, así de lógico.

—Entonces dará con él, seguro.

—¿Ah, sí?

—Usted era minucioso, de los que nunca dejaba nada a medias o un cabo suelto sin investigar. ¡Anda que no tenía paciencia ni nada! Y puñetero con los detalles.

—Eso no era nada más que fama.

—Sí, sí. Eso dice usted. En la calle todos sabíamos que si el inspector Miquel Mascarell metía las narices en algo, la cosa estaba jodida. Pero como era legal y no se inventaba historias para trincarnos ni nos acusaba falsamente, le respetábamos.

Miquel pagó la consumición. Lenin se fijó en la propina.

—Generoso —dijo.

—Venga, mete la cartera en la bolsa y levántate.

—¿Adónde vamos?

—A ver si alguien nos aclara un poco qué es lo que contiene esa cartera.

Miquel enfiló la puerta seguido de Lenin, como si fuera su sombra.