6

Si iban al bar de Ramón, en lunes, sería peor. Los lunes Ramón se empeñaba en hablarle de la jornada futbolística y contársela con todo detalle. Y si no iba el lunes, lo hacía el martes, inmisericorde. Habiendo perdido el Barcelona, además, estaría de un humor de perros. Si encima a Lenin se le ocurría darle carrete o seguirle la corriente, no acabarían nunca.

Así que tomaron un café con leche y una pasta en otra parte.

Su compañero se bebió lo primero y se zampó lo segundo en un abrir y cerrar de ojos.

—Usted sí que vive bien. —Movió la cabeza de arriba abajo sin dejar de mirar las restantes pastas del mostrador.

—Y tú qué sabes —rezongó Miquel.

—Una mujer joven, a sus años, y con lo que deben de darle de pensión, o lo que sea, porque trabajar no trabaja.

No le contestó.

No tenía ganas.

—Andando.

—¿Cómo vamos a Robadors?

—En el tranvía de San Fernando.

—Un rato a pie y al otro andando, ya —se resignó.

Echaron a andar en dirección al centro, con paso más que vivo, Miquel embutido en su abrigo y Lenin empequeñeciéndose más y más para ofrecer una menor resistencia al frío.

Pero era imposible que su compañero tuviera la boca cerrada mucho tiempo.

—No esté enfadado, hombre —manifestó con pesar.

—No estoy enfadado.

—Con esa cara, cualquiera lo diría.

—¿Era simpático antes del 36?

—No.

—Pues ya está.

—Pero ya le dije que ahora estamos del mismo lado, lo quiera o no. Usted un señor y yo lo que sea, pero lo estamos.

—Con una diferencia: si a ti te pillan, vas a la cárcel. Si me cogen a mí, en lo que sea, me fusilan o vuelvo a mi condena en el Valle de los Caídos.

Lenin se estremeció, y esta vez no de frío.

—¿Cómo sobrevivió a eso?

—¿De veras quieres saberlo?

—Sí.

—No me dio la gana de morirme, creo.

—Con dos.

—Sí, ya, con dos. Y una mierda, Agustino. Allí ni con dos cojones ni con tres. Pero si me moría, igual me enterraban en el Valle; y cuando se muera Franco y lo metan ahí, ¿qué? ¿De vecino?

—La leche. No lo había pensado. Pero…

—¿Quieres callarte? Se te va a helar la lengua.

Creyó que lo había conseguido. Dieron al menos dos o tres docenas de pasos. Sin embargo, a Lenin le bastó con cruzar una calzada, como si estuviera al otro lado de una imaginaria frontera, para volver a las andadas.

—Le juro que es la última vez que robo algo —dijo.

—No jures.

—Pues es verdad, se lo digo de corazón.

—Si no recuerdo mal, eso mismo me dijiste una vez, en el verano del 35. Lo recuerdo porque hacía un calor de muerte y tú ibas tapado de pies a cabeza, para que no se te viera lo que tenías debajo.

—Uno aprende con los años.

—Tienes dos hijos preciosos. —Aspiró y soltó el aire—. Deberías velar por ellos, y darles ejemplo. ¿Quieres que crezcan sin su padre, o que se harten de visitarlo siempre entre rejas?

—No —admitió.

—¿Y tu mujer qué? ¿Quieres matarla a disgustos? Parece una buena chica.

Lenin evaluó sus palabras.

—Ya sabe que tuve una vida muy chunga, y luego la guerra, y la derrota, el cautiverio… Sí, la verdad es que, cuando salí y encontré a Mar, todo cambió. No lo dudé. Lo malo, ya se lo dije, es que nadie da un trabajo honrado a alguien como yo, que los antecedentes pesan.

—Inténtalo.

—Qué fácil es decirlo —manifestó con amargura—. Usted tiene cultura, estudios. Yo no. Y lo más amargo es que a este país le interesa que haya muchos burros y pocos listos. Siempre es más fácil manejar un país de burros.

—Tú y tu filosofía de calle.

—¿Acaso no tengo razón?

La tenía.

Miquel continuó caminando en silencio, intentando que su compañero hiciera lo mismo.

Inútil.

—Le he dado muchas vueltas en la cabeza a lo del inglés —cambió de tercio.

—¿Y?

—Lo mataron por esa cartera, fijo.

—Yo también lo pienso.

—Aunque quizá sólo él supiera el significado de lo que contiene, porque de valor, lo que se dice valor, no hay nada.

—Un papel puede ser más valioso que una joya.

—Seguro que usted lo descubre en cuanto le eche un vistazo.

—Eres un optimista.

—Eso sí, ¿ve? —Se animó de pronto—. Sin optimismo, todo se ve más negro. ¿Qué hará después de examinar la cartera?

—Depende de lo que encontremos.

—No la irá a llevar a la policía, ¿verdad?

—¿Me tomas por idiota?

—Como mucho, coger un taxi y nos la dejamos en él. El taxista la llevará a objetos perdidos.

—No es mala idea.

—Pero si hay algo…

—No lo sé, Agustino, no lo sé y, cuanto más hables, menos vas a dejarme pensar.

—Ya no me llama Lenin —hizo notar.

No se iba a callar.

Miquel miró al cielo en busca de un rayo salvador, pero no había nubes. La mañana era limpia.

—Mira, desde que salí indultado del Valle me he metido en varios líos, queriendo o sin querer, como si fuera un reclamo para los problemas. Y cada vez que me pasa algo, me asusta pensar en lo que será de Patro si falto yo, ¿entiendes?

—Hombre, con la de años que le lleva, faltará tarde o temprano, digo yo.

Miquel se detuvo en mitad de la calle.

—Sólo era un comentario. —Se asustó Lenin—. No se lo tome a mal. Seguro que vive muchos años.

—Con amigos como tú, lo dudo.

Otra media docena de pasos.

—¿Cuando lo encontré en comisaría en mayo…?

—Ése fue mi último lío, sí. Y salí de él con bien por los pelos.

—Si quiere, puede contármelo.

—Ni en sueños.

Por su cabeza pasaron aquellas imágenes: Colón, el atentado contra Franco, la trama en la que se había envuelto Mateo Galvany.

Ni siquiera había vuelto a ver a María.

Por un momento pareció que Lenin renunciaba a hablar. Un minuto, dos, casi tres. Llegaban ya a paseo de Gracia. Después, plaza de Cataluña, la calle Hospital y Robadors.

En busca de una cartera llena de papeles.

En la pared de una casa en construcción vieron una imagen de Franco, silueteada en negro. A su lado, no menos negro, un yugo y unas flechas. Un poco más allá el lema «¡Arriba España!». Como en catalán «arribar» era llegar, alguien había añadido debajo la palabra: «¿Cuándo?».

Ninguno de los dos se rió.

—Cómo ha cambiado todo, ¿verdad? —dijo Lenin.

Miquel pensó en todas las guerras soportadas por España y los españoles en los últimos quinientos años, por culpa de reyes tarados y la maldita religión totalitaria que los ahogaba una y otra vez.

¿Cambiar?

Nada había cambiado.

Los mismos perros con distintos collares.

El signo de cada tiempo.

—Desde luego, al Paco no le echamos —convino su compañero.

—Desde luego —le dio la razón.

—Aislados del mundo. A nadie le importamos una mierda.

—Eso, tú alégrame el día, vas bien.

—Perdone.

—¿Te callas en algún momento?

—Mar dice que hablo en sueños.

—No me extraña.

—De acuerdo, ya no hablo más.

No le creyó.

Pero esta vez fue cierto.

Llegaron a la plaza de Cataluña, bajaron por las Ramblas y doblaron por Hospital. Cuando pasaron por delante de la pensión Rosa, Miquel la observó de soslayo.

Los mismos tres escalones, el mostrador de madera cubierto por el tapete verde, y ella, la dueña, en alguna parte.

Su primera nueva casa en Barcelona, en julio del 47.

Su reencuentro con Patro.

La vida.

Y aquella noche, en su habitación, esperando a la policía, muerto de miedo, hasta comprender que era libre.

No le dijo nada a Lenin. Su compañero tampoco reparó en su rostro, la nostalgia, el peso de los recuerdos, en este caso mucho más recientes. Unos pasos más y alcanzaron la calle d’en Robador, aunque todos la llamaban Robadors. Lenin no había vuelto a hablar. Un milagro. Dada la hora, todavía no había mucha actividad. Un par de mujeres apostadas en sus lugares desafiando al frío por exhibir la mercancía y poco más. La casa en la que vivía y trabajaba Consue era pequeña, estrecha, gris y fea. Un portal diminuto y apenas cuatro ventanas oscuras en las alturas. Olía a miseria, porque si alguna cosa olía en el mundo, además de la mierda, era la miseria. Subieron a la primera planta pisando los escalones de madera combados y gastados hasta lo imposible y, una vez en ella, el hermano pequeño de su objetivo ni llamó a la puerta.

—Está trabajando —anunció.

—¿Cómo lo sabes?

Lenin señaló un lacito atado al pomo.

Miquel miró su reloj.

—¿Tan temprano y ya…?

—Es que es muy buena, y siempre hay alguno que quiere empezar bien el día, con alegría, ya sabe.

Como si se hubiera establecido una comunicación directa con el interior, en ese momento oyeron unos gritos cada vez más desaforados. Primero masculinos, luego femeninos. Los del hombre eran orgasmáticos. Los de la mujer, de angelical placer, animándole.

—¡Sí, sí, mi toro, mi bestia salvaje, sí! ¡Más, dámelo todo, no te quedes con nada, así…!

—También es buena actriz. —Lenin le guiñó un ojo—. Si no se hubiese hecho puta a los quince habría sido de las que actúan en películas.

—¿Qué hacemos, esperamos en la calle?

—No, que ya ha acabado. Una vez ventilado, los echa en un minuto.

Miquel se sentó en el primer escalón del segundo tramo. Lenin siguió de pie. La escalera era tan estrecha que no habrían cabido. Tuvo razón, porque el cliente apareció por la puerta no mucho después, ya vestido aunque sin mucho acicalamiento.

—¡Coño, Consue, si tienes cola! —se sorprendió al verles.

—¿Celoso? —Le cogió las dos mejillas con una sola mano—. Si sabes que nadie me hace gozar tanto como tú, ladrón.

El hombre les miró de reojo.

—Perdón. —Fue lo único que pudo decir antes de echar escaleras abajo.

Quedaron los tres en el rellano.

—¿Y éste? —le preguntó Consue a su hermano como si Miquel no estuviera presente.

—¿No te acuerdas de mi amigo el inspector Mascarell?

La prostituta se quedó tiesa.

—¿Y ahora qué has hecho? —Se alarmó.

—Amigo —repitió él—. He dicho a-mi-go. Legal del todo. Anda, déjanos pasar.

No las tuvo todas consigo. Se apartó, olisqueó el aire que envolvía el paso de Miquel, y luego cerró la puerta mientras se enlazaba la combinación por delante. Su desnudez no era ya ni mucho menos atractiva, aunque se la notaba una mujer poderosa, fuerte, todo lo contrario que su hermano. Consue andaría por los cincuenta, quizá menos y estuviese prematuramente envejecida a causa de su trabajo. Tenía unos ojos bonitos aunque ajados, una boca generosa y un buen cuerpo que vender, aunque definitivamente perdido para la lozanía, entrado en carnes y abundancias. Desde luego, había donde agarrarse.

Miquel sólo la había visto una vez, en comisaría, preguntando por Lenin, y de eso hacía…

Consue ya ni se acordaba.

—¿Venís a por la cartera?

—Sí.

Su hermano miró las pesetas dejadas por el cliente sobre la mesilla de noche, porque el piso era tan pequeño que la cama estaba allí mismo, al otro lado del comedor, bajo la ventana, con la cocina a un lado. Los olores eran múltiples, incluido el de los sudores de tanto hombre pegados a las paredes.

Por si acaso, Consue las recogió y se las guardó entre los senos, apretándose la combinación.

Lenin abrió un armario. La bolsa con la cartera dentro estaba allí, empotrada entre algunas prendas de ropa. Era una bolsa discreta, para ir a la compra, sobre todo a por el pan, de tela, a cuadros blancos y azules, con una cinta para anudar su extremo y llevarla colgando de la mano. La cogió y la dejó en la mesa.

—¡Eh, eh! —lo detuvo ella—. ¿Qué haces?

—Vamos a examinarla. —Se extrañó él.

—¿Aquí? Ni hablar. Cógela y a la puta calle. —Fue terminante.

—Consue…

—¡Que te digo que a la calle, que tengo trabajo y no me gustan tus amigos policías, legales o no!

—Ex policía, señora —dijo Miquel.

Era peor que su hermano.

—Si te quedas cinco minutos aquí conmigo, pagas, guapo. —Se le enfrentó—. Si no, puerta.

—¡Cómo eres, Consue! —protestó Lenin.

—¿Te recuerdo las dos veces que acabé presa por tu culpa?

—Fueron…

—¡Que te largues, coño!

La puerta abierta, más que una invitación o una orden, era una salvación.

Miquel fue el primero en salir por ella.

—¿No le das un beso a tu hermano? —Oyó que se quejaba Lenin.

—¡Una patada en los huevos es lo que te voy a dar, si es que aún los tienes, gandul!

Apretó el paso, porque Lenin aceleró tanto el suyo que casi le derribó en su carrera hacia la calle.