5

Las pesadillas ya no eran frecuentes. Los malos sueños se desvanecían. Dormía incluso siete u ocho horas. ¿Cuánto hacía que no regresaba al Valle de los Caídos para trabajar o ser humillado por los vencedores? ¿Y cuánto que no escuchaba el sonido de las bombas sobre Barcelona? ¿O cuánto que ni siquiera hablaba con Quimeta?

Aunque esto último no lo hiciera en sueños, sino despierto.

La había enterrado definitivamente cuando fue al Ebro, a ponerle flores a la tumba de su hijo.

Tan sólo un año antes.

Abrió los ojos y los fantasmas que pululaban por su cabeza desaparecieron barridos por la claridad del amanecer. Fantasmas de rostros reales e irreales. Fantasmas conocidos y desconocidos. Fantasmas que, por el largo túnel del tiempo de los sueños, le llevaban a veces a la misma infancia, con sus padres.

Hizo lo que solía hacer siempre en los últimos meses.

Volver la cabeza y mirar a Patro.

Dormía plácida, a su lado, con el rostro vuelto hacia él y la boca entreabierta. Su jugosa boca de labios tan cálidos. Verla le daba paz. Tocarla, serenidad. Era la viva imagen del amor, del futuro, de lo inesperado.

¿Cuántas veces había reflexionado acerca de ello desde que estaban juntos?

¿Cuántas preguntas se había hecho?

Miró su desnuda delgadez recortada bajo la manta y recordó la noche pasada, la forma en que se habían amado, y cómo él había besado su perfecto ombligo, preguntándose si ahí abajo latía ya una nueva vida.

Si tenían un hijo, lo cambiaría todo.

Todo.

Miquel se incorporó un poco y siguió observándola, embelesado, como el estudiante de arte extasiado ante el David de Miguel Ángel o la Mona Lisa de Da Vinci.

Podía pasarse horas así.

Aunque no esa mañana.

—Me estás mirando —rezongó la voz pastosa de Patro sin siquiera abrir los ojos.

—¿Cómo lo sabes? —le preguntó impresionado por aquel sexto sentido.

—Porque lo sé.

—Dímelo.

—Te quedas quieto, pero sé que no duermes. Respiras de otra forma. Y además es como si pudiera leer tu mente. Te gusta hacerlo.

—Sí.

—Eres un viejo libidinoso.

—Primera vez que me llamas viejo.

—¿Cómo lo dicen los franceses? Vo… voyu…

Voyeur —lo pronunció debidamente.

—Pues eso.

Seguía quieta, con los ojos cerrados. Ni siquiera movía los labios. Era como si un ventrílocuo excelso hablase por ella y fuese una muñeca.

Una muñeca.

Miquel le acarició el pelo.

La noche pasada había gemido en sus brazos, entregada y vital, turbulenta y apasionada. El día que le dijo que jamás había tenido un orgasmo hasta que le amó a él, casi no la había creído. Le pareció imposible aunque resultase lógico. Tantos hombres quebrando su ánimo, rompiéndola, y ningún sentimiento hasta que él la había compuesto, o recompuesto.

Quid pro quo.

Por la calle todavía caminaba con la cabeza baja y la mirada huidiza, siempre temerosa de que alguno de ellos la reconociera. Poco a poco, con el tiempo, se había ido mostrando más firme, más segura, especialmente yendo a su lado. Desde que se habían casado, todo iba incluso a mejor. A solas, en la intimidad del hogar, en cambio, era libre. Vivían su mundo.

Tan discretos, aunque el dinero de aquella caja metálica encontrada en la residencia de Rodrigo Casamajor en julio del 47 no durara siempre.

Patro le demostró que sí, que era capaz de leerle la mente, porque de pronto abrió los ojos y dijo:

—La señora Ana quiere que me quede la mercería.

Miquel tuvo que concentrarse en sus palabras.

—¿En propiedad?

—Sí.

—¿Con qué dinero?

—Dice que ya nos arreglaríamos. Ella tiene algunos ahorros, no necesita el dinero de golpe, así que podríamos pagarla a plazos, mes a mes, con lo que dé. Cree que tú cobras una pensión o algo así.

—¿Y por qué la deja?

—Porque se siente cansada y su hija ya le ha dicho que no está por la labor, que cuando acabe los estudios quiere hacer otras cosas.

Transcurrieron unos segundos, con la cabeza de Miquel repentinamente acelerada. Su estómago le recordó que no había cenado.

—¿Te gustaría a ti tener un negocio?

—No lo sé. —Fue sincera—. Pero el dinero no durará siempre.

—Falta mucho para eso.

—Se terminará. —Fue categórica.

—¿Y si estás embarazada?

Parecía la pregunta clave.

—Muchas mujeres tienen hijos y hacen algo más, incluso trabajar. Puedo tenerlo conmigo en la tienda, y sé que tú me ayudarás, ¿no?

No supo qué contestar, por eso agradeció que en ese instante sonara el timbre de la puerta.

Patro alzó las cejas.

—Maldita sea… —protestó Miquel.

Se había olvidado de Lenin.

Ella fue la primera en saltar de la cama y recoger la bata de la silla mientras se calzaba las pantuflas. Lo hizo todo de forma sincronizada. Él se aseguró de llevar debidamente el pijama y abrió el armario para coger la suya. Tardó un poco más en salir, pero fueron juntos hasta el recibidor para abrir la puerta.

En el rellano envuelto en penumbra aparecieron ellos.

Los cuatro.

La esposa de Agustino Ponce, Mar, era menuda como él y, por lo menos, diez años más joven. Daba la impresión de ser graciosa y vivaracha, algo que se le notaba en los ojos, el rostro, la abierta luz de sus rasgos, aunque ahora los tuviese cubiertos por una pátina de incertidumbre y recato. Los dos críos se parecían a ella, no a su padre, lo cual era una bendición para ambos. Pablito, el de cinco años, tenía la cara alargada y más ojos que frente, pómulos o boca. Maribel, de cuatro, era apenas un hilo humano con algo de carne, delgada hasta lo extremo. Llevaba un peinado primoroso con trenzas cortas y lacitos. Los dos eran bajos y se notaba que venían de un mundo cargado de privaciones. Ni siquiera vestían ropa de abrigo, sólo algunas prendas amontonadas una encima de otra, con rotos y remiendos visibles.

No supieron muy bien qué hacer, ni unos ni otros.

—Pasen, pasen —reaccionó la primera Patro.

Fue como si disparase el pistoletazo de salida de una carrera.

—¡Ay, señorita, señor…! —exclamó Mar—. ¡Dios les bendiga! ¡Dios les dé salud! ¡Dios les premie! ¡Gracias, gracias, gracias!

Cruzaron el umbral con todos sus dioses por delante. Lenin llevaba dos hatos con ropa, no muy grandes, probablemente lo imprescindible para su estancia allí. Miquel calibró si se trataba de «su» equipaje o si podían ser todas sus cosas, porque en este caso la invasión no tendría nada de temporal. Los dos pequeños no apartaban los ojos de él.

—¿Veis? —los alentó su padre—. Éstos son el yayo Miquel y la tía Patro.

El «yayo Miquel» lo fulminó con una mirada cargada de dinamita.

—¿Yayo?

—Venga, hombre, que me los asusta, sonría un poco —le dijo Lenin entre dientes—. Ponga cara de abuelo.

—¿Cómo es una cara de abuelo?

—Se les cae la baba, digo.

—¿Y por qué yo soy yayo y ella es tía?

Mar empujó a los dos pequeños hacia Patro.

—Un besito, ¿eh? Vamos, vamos, sed educados. ¿Qué os he dicho antes?

—Hola, señora. —Pablito la besó en la mejilla.

—Gracias, señora. —Hizo lo mismo Maribel.

—Llamadme Patro, ¿de acuerdo? Tía Patro. —Siguió el juego ella.

El piso debió de parecerles enorme, porque miraron pasillo arriba con los ojos más y más abiertos.

Mar no se atrevió a darle la mano a Miquel.

—Siempre está serio, pero no es que esté enfadado —quiso tranquilizarla su marido.

Miquel abrió la boca pero, esta vez, no encontró las palabras adecuadas, sobre todo con los niños delante.

—Vengan, les enseñaré su habitación —se ofreció Patro para dar un poco de movimiento a la escena y romper aquel hielo extraño.

—Yo voy a vestirme y nos vamos. —Suspiró Miquel sintiéndose derrotado—. Porque no habrás traído la cartera, ¿verdad?

—No, sigue en casa de Consue.

—Anda, ve a «tu habitación» —lo pronunció con ironía.

Lenin siguió a su mujer y a sus hijos como si flotara, dando saltitos, igual que la sombra huidiza que siempre había sido. Miquel fue al fregadero para lavarse. Mientras el eco de las conversaciones fluía hasta él, con más dioses en solfa lanzados por la vehemente gratitud de Mar, se miró en el espejito y se preguntó cómo demonios se metía siempre en problemas, propios o ajenos.

—Te vas a arrepentir —le dijo a su otro yo.

Su otro yo no respondió.

Se lavó con agua fría, temblando, y luego fue a la habitación a vestirse antes de que los dos niños, ya familiarizados y sin miedo, arrasaran su plácido hogar con sus juegos, gritos y carreras. Porque lo normal, lo lógico, era que jugaran, gritaran y corrieran. En unos segundos su hogar, la casa de Patro que ahora era suya, se había olvidado de su silencio habitual.

De momento, la que más se hacía oír era Mar.

—¡No toquéis nada! ¡Las manos quietas! ¡Mirad que, si rompéis algo, el yayo Miquel se va a enfadar! ¡Pablito! ¡Maribel, deja la cortina! ¡Venga, a lavarse las manos, que la tía Patro dice que vamos a desayunar!

Miquel apoyó la cabeza en la puerta de la habitación.

Ya estaba vestido, sólo le faltaba salir.

Salir.

Cuando lo hizo se encontró con Lenin en el pasillo.

Le agarró por la solapa de su desvencijada chaqueta.

—Como vuelvan a llamarme yayo te tiro por el balcón.

—¿Y… cómo quiere que… le llamen? —Bizqueó el padre de las criaturas.

—Como mucho, abuelo. Y de ahí no paso. Aunque sería mejor Miquel.

—Son unos críos…

—Edúcalos.

—Sí, señor inspector.

De vuelta a los viejos tiempos.

Le soltó la chaqueta.

Pablito apareció en aquel momento, ya perdido el recelo inicial.

—¿Tú eres policía? —le endilgó sin más.

—No. —Fue categórico.

—¿Lo ves? —se dirigió a su padre—. ¿Cómo vas a ser amigo de un policía?

Se llevó un cachete en la cabeza.

Suficiente para que, nada más oír el chasquido, apareciera la madre.

—¡No le pegues en la cabeza, que saldrá como tú!

En la cocina, la niña se puso a llorar.

—Tranquila, que los papás no se pelean. —Oyó la voz de Patro.

Miquel se dijo que, de momento, era suficiente.

—A la calle —ordenó dirigiéndose a Lenin.

—¿No desayunamos antes? —se preocupó él.