Lenin también se echó para atrás, apoyando la espalda en la silla. Había estado hablando minuto tras minuto inclinado hacia delante, ansioso. Ahora que lo acababa de vomitar todo, daba la impresión de estar más relajado aunque siguiera aturdido por el cúmulo de circunstancias.
Agustino Ponce, alias Lenin, seguía pareciéndose al ilustre revolucionario ruso. Pero si antes de la guerra era un simple raterillo de poca monta, joven e inexperto, ahora, más o menos en los cuarenta, no dejaba de ser lo mismo aunque azuzado por los perros de la posguerra.
Una víctima más.
—Podría echarle un vistazo a esa cartera, a ver qué le parece —dijo sin estar muy seguro.
—¿Sólo eso?
—No sé, inspector. —Empezó a venirse abajo, como si fuese a llorar.
Nunca le había visto llorar. En los años treinta cada cual jugaba su papel. Unas veces se ganaba, otras se perdía. Uno era un ladrón y otro un policía. Cuando aquella noche del 30 al 31 de mayo, medio año antes, Lenin le contó que había combatido con Durruti, por primera vez vio en él algo más que al desgraciado carne de presidio que era antes de la guerra.
Aunque Lenin siguiese siendo un ladrón.
—Yo ya no soy policía —le recordó—. Amador me dijo que la próxima vez que se tropezara conmigo, me mataría o me devolvería a presidio, que en mi caso es ya lo mismo.
—¿Se lo dijo aquella mañana?
—Sí.
—Es un mal bicho. Por eso me he asustado más, al verlo. Un inglés, un falso suicidio… Yo es que… me huelo algo raro, ¿entiende? Algo raro y malo.
—Por eso no quiero ni puedo meterme.
—Pero mirar esa cartera no le comprometería a nada. Vamos, hombre —quiso animarle—. Si ese tipo da conmigo, me matará y entonces usted se sentirá culpable.
—¿Yo?
—Sí, usted. Ya se lo dije: es una buena persona, nunca dejará de ser poli, aunque no ejerza. Encima ahora estamos los dos del mismo lado.
—Buena persona quizá, lo de que no dejaré de ser poli tal vez, pero lo último… ¿Del mismo lado?
—El de los perdedores, inspector, el de los perdedores.
—Derrotados sí, perdedores no. —Apretó las mandíbulas.
—Señora… —se dirigió a Patro.
—No la metas en esto. Es entre tú y yo.
—Piense en mis hijos.
—¿Por qué no pensabas tú en ellos?
—¡Eso hacía! ¿Por qué se cree que aún robo? ¡Han de comer!, ¿no?
Miquel se sintió furioso.
—Coño, Lenin —exclamó una vez más.
—Ya ve. Si me llega a decir alguien que un día le pediría ayuda a usted… —se angustió de nuevo—. Sé que ese hombre dará conmigo. Lo sé. No me pregunte cómo. Sólo lo sé.
—¿Puedes esconder a tu mujer y a tus hijos?
—¿Dónde? —Abrió las manos con las palmas hacia arriba—. No tenemos a nadie, ni ella ni yo. Mar es de Almería. Se vino aquí y tiene a los suyos allá. Yo lo perdí todo en la guerra.
—¿Y tu hermana?
—Que es puta, hombre —repuso con la evidencia que eso encerraba—. Recibe en casa.
—Miquel —intervino Patro.
Era lo que temía. Que ella intercediese.
—No —le dijo.
—Un día o dos, por precaución.
Si realmente estaba embarazada, debía de tener la sensibilidad a flor de piel.
Encima.
—No puede ser. —Fue categórico.
Lenin supo de qué estaban hablando.
—Usted tiene un piso enorme, y sólo son dos, inspector. Nosotros nos metemos en un rincón, juntitos, todos. Que los niños son muy buenos, en serio. Ni los oirá.
—Que no, Lenin.
Esperaba que ella le insistiera, siempre tan niña, tan inocente, no que se levantara y saliera del comedor, con sus pantuflas golpeando levemente el suelo.
Miquel fue tras ella.
La alcanzó justo en la puerta de la habitación.
—Patro.
—Es cosa tuya. —Bajó la cabeza sin mirarle a los ojos.
—Tú no le conoces.
—Tampoco conozco a esos niños, pero la simple idea de que alguien pueda hacerles daño…
—Hoy es este lío, y mañana será otro. Lenin es un quinqui, siempre lo ha sido, siempre lo será. Si le dejamos instalarse aquí ya no sale, se queda.
—No seas tonto.
—¿Y el problema en que se ha metido? ¡Por Dios, ya hay un muerto! ¿No te dice nada eso? Si han matado a un inglés, ¿qué no harán con un desgraciado como ése o incluso con nosotros? —se excitó aún más—. ¿Amador en un suicidio? ¡Venga ya! Eso tiene que ser algo gordo, te lo digo yo. No quiero más miedos, cariño. Sólo deseo vivir en paz, contigo, disfrutar de esta oportunidad.
—¿Por qué no le echas un vistazo a esa cartera y luego decides?
—¿Acaso no me conoces? —Dejó caer los hombros, aplastado por el peso que Patro le echaba encima—. Si miro el contenido de esa cartera acabaré siendo el policía que llevo dentro.
—Que es el hombre al que quiero.
—No seas tonta.
Patro le abrazó. Miquel sintió la dureza de sus pechos hundidos en el suyo, pero más sus manos, una en la nuca, otra en la cintura. Su cuerpo era cálido. Intentó tocarla por debajo de la bata pero no pudo.
El beso fue dulce.
—Te cae bien. —Le sonrió al separarse.
—¿Quién? ¿Lenin? —Se horrorizó.
—Sí. Te recuerda los buenos tiempos.
—No seas absurda. En los «buenos tiempos», como dices, los chorizos acababan entre rejas. Ahora, en cambio, son los que nos gobiernan.
—Me contaste que aquella noche, en comisaría, te ayudó, sin rencores, sin decirle a nadie que habías sido inspector, y que lo hizo de corazón, como si en lugar de ser el que fuiste se acabase de encontrar con un amigo.
—Fueron las circunstancias.
—Lo mismo que ahora. —Le acarició la mejilla.
Miquel se rindió.
Comprendió que había sido una batalla perdida desde el comienzo.
—¿Por qué ha de pasarme esto a mí? —gimió.
—Porque tienes la suerte de tenerme a tu lado. —Patro le guiñó un ojo.
Ahora sí, le abrió la bata por delante y la contempló, desnuda, tan suave como una seda.
Tan suya.
Acarició su vientre sin darse cuenta.
Y ella tembló.
No quiso seguir. Se la cerró, le dirigió una última y silenciosa mirada y regresó al comedor. Lenin estaba doblado sobre sí mismo, hecho un pequeño guiñapo. En el calabozo de la Central incluso se habían echado unas risas juntos, a pesar del miedo. Risas de inesperados camaradas unidos por el destino. La última vez que le había detenido había sido en el 36, poco antes de la guerra.
Una eternidad.
—De acuerdo, Agustino. —Prescindió de su apodo.
—¿De verdad? —Se puso en pie de un salto, con los ojos muy abiertos.
—Vete a casa y mañana por la mañana, o nada más amanecer, vente con tu familia. Hay un cuarto en la galería.
—Es usted un santo, ¡un santo! —No supo si abrazarle y se quedó con los brazos abiertos, a medio camino.
—Agradéceselo a ella.
—A los dos, por Dios… —Empezó a llorar—. De verdad que esto… Por mis muertos, inspector…
Esta vez, el abrazo fue inevitable.
Miquel se quedó tieso, como un palo.
—¿Quieres hacer el favor?
Lenin se separó y entonces él se llevó una mano al bolsillo, donde tenía la cartera.
Seguía allí.
—Caray, hombre. —Se dolió su invitado al darse cuenta del gesto.
—Te conozco. —Le dio por sonreír.
—Le juro que sólo serán un día o dos, hasta ver qué pasa. Y le juro que luego me portaré bien, ¡por ésas! —Se llevó tres dedos a los labios, los besó y los abrió como si echara el beso al aire.
—No jures tanto y vete.
—Yo…
—¿Quieres irte de una vez, antes de que cambie de opinión?
Fue suficiente.
Llegaron a la puerta y allí se estrecharon la mano. Miquel recordó otra escena de aquella noche compartida en comisaría en mayo: cuando Lenin se había orinado en las manos. Según él, era una de las pocas cosas buenas que le había enseñado su padre. Así no se le secaban.
Cuando se quedó solo, tras el enésimo agradecimiento de Agustino Ponce, Miquel se quedó mirando la suya.
Fue directo al fregadero.
Por su cabeza revolotearon algunas de las frases de su inesperado «amigo» almacenadas en su memoria desde mayo:
«Yo luché en el frente, con Durruti. Lástima que esos cerdos le mataran tan pronto, porque gente como él era la que hacía falta», «Hago lo que puedo, hombre. ¿Qué quiere? No nací ilustrado, ni tuve mucha suerte, usted bien lo sabe. Y encima la guerra. ¿Cree que hay trabajo para nosotros? Para ser legal hay que tener estudios, amigos, una oportunidad», «Los pobres nunca salimos de pobres, pero a veces eso también nos mantiene a flote», «Tranquilo, que aquí está conmigo», «Usted siempre me trató bien. Ni una hostia ni nada. Yo siempre decía: “El inspector Mascarell es buena tela. Él, a lo suyo pero legal”. Y eso se agradece, ¿sabe? Cuántos de mis amigos se quedaron sin dientes, porque usted tenía colegas que…».
Regresó a la habitación.
Patro ya no llevaba la bata.
Estaba desnuda, esperándole.
—¿Crees que me había olvidado de lo de estar calentitos en cama? —le dijo con cara de niña mala.