No salió de inmediato. Volvía a ocultarse detrás de un árbol, en la misma esquina, a escasos cinco metros de él.
—Vamos, Lenin, sal.
El veterano ratero asomó la cabeza.
—Vaya, señor inspector, ¡qué sorpresa! —fingió de mala manera.
—No lo será tanto cuando llevas siguiéndome un buen rato. —Esperó a que emergiera del todo de su escondite.
—¿Yo?
—Lenin…
El chorizo al que tantas veces había trincado antes del 36 y con el que se había reencontrado en la cárcel la noche del 30 de mayo, apenas medio año antes, miró arriba y abajo de la calle con susto.
—¡No grite tanto, hombre!
El mismo miedo.
¿O quizá más?
—Entonces no me llames inspector —le espetó con un inesperado cansancio.
—Para mí será siempre el inspector Mascarell, ¿qué quiere que le diga? —Se acercó despacio, midiendo cada paso con recelo.
—Pues para mí eres Lenin, ¿qué quieres que te diga yo? —Le observó de hito en hito—. ¿Por qué me has seguido?
—Vaya. —Se mordió el labio inferior, se pasó una mano por el cabello desordenado y hundió los ojos en el suelo—. Sigue siendo bueno, ¿eh? Ojos en la nuca.
—Tú eras bueno distrayendo carteras, pero de seguir a la gente no tienes ni idea, y más con esta pinta.
Lenin miró su ropa.
—Es lo mejor que tengo —pareció excusarse.
—¿No esperabas a que estuviera solo? Pues ya lo estoy, va.
La última resistencia.
—Habla o me subo. Hace frío. —Le entró una tiritona.
—Bueno, sí —se rindió—. Le quería pillar solo.
—Pues adelante.
El ratero levantó la vista y la paseó por el edificio del que acababa de salir Miquel. Detuvo su mirada en las ventanas del piso que ocupaban Patro y él. Hubo un atisbo de envidia y ansiedad en sus ojos. Incluso pareció empequeñecerse más de lo menguado que siempre había sido.
—Guapa su señora, ¿eh? —musitó.
—Mucho.
—Y se la ve fina, con clase.
—Lenin…
Dio la impresión de que iba a ponerse a llorar. Se abrazó a sí mismo. Tenía los ojos salidos, el rostro enteco, y sin abrigo, con una vieja chaqueta abrochada hasta arriba y una bufanda descolorida, lo más normal es que estuviese helado. Miquel sintió lástima por él.
Aquella noche del 30 de mayo, en la Central de Vía Layetana, detenido sin saber por qué mientras buscaba al asesino de su amigo Mateo Galvany, Lenin había sido su único soporte. Un reencuentro extraño: el viejo policía y el viejo ladrón, unidos por las circunstancias.
—Estoy metido en un lío, inspector. —Envolvió sus palabras en un susurro ahogado.
—Ve a la policía.
Su rostro reflejó más incredulidad que estupor.
—¿Yo? No fastidie, oiga.
—¿Por qué acudes a mí?
—Se lo dije aquella noche, ¿recuerda? Usted siempre fue una buena persona, legal. Cumplía con su trabajo y punto. Nunca una hostia, nunca un palo de más. Cada cual a lo suyo, pero con respeto.
—Lenin, yo también te lo dije esa noche: estoy retirado. Soy un ex policía y algo peor, un ex convicto. Salí hace dos años y pico del Valle de los Caídos, me he casado, estoy viejo.
—Pero quien tuvo, retuvo. —Abrió las manos en un gesto implorante—. Al menos aconséjeme.
—¿Tan grave es?
—Creo que sí. —Se estremeció, y no por el frío—. Y si fuera por mí… pues mire, me lo habría ganado a pulso y ancha es La Mancha.
—Castilla.
—¿Cómo dice?
—Ancha es Castilla.
Lenin se encogió de hombros.
—Sigue, ¿qué ibas a decir? —Miquel notaba cada vez más el frío a medida que la noche caía y bajaba la temperatura.
—Eso, que si fuera por mí, pues nada, mala suerte. Pero ya le dije que me casé, y tengo dos niños, uno de cinco y una de cuatro añitos. Si les pasara algo a ellos me moriría, ¿entiende? Esos críos son lo mejor que me ha sucedido en la vida.
—Eres un cuentista.
—¡Que no, que hablo en serio! —Se desesperó empequeñeciendo los ojos—. ¡Usted también ha sido padre!
Miquel apretó los puños.
—Antes de que me lo cuentes, ya me estoy arrepintiendo —dijo.
Esta vez, Lenin no dijo nada.
La calle estaba vacía. El cruce de Gerona con Valencia parecía perdido en algún rincón de Barcelona. Si hubiera nevado se habrían convertido en dos muñecos de nieve.
—¿Cómo has dado conmigo?
—Después de aquella noche pregunté aquí y allá, para saber de usted.
—¿Por qué?
—Por curiosidad, para tenerlo localizado… no sé. Nunca se sabe cuándo puede necesitarse a los amigos.
—¿Amigos? ¿Ahora somos amigos?
—Yo le eché una mano en el calabozo.
—Me dejaste sentar y me ayudaste a mear.
—Eso une, ¿no?
Miquel se rindió. Conocía a Lenin. A pesar de los años, en lo básico no había cambiado nada. Mucha labia y pura supervivencia, por mucho que cayeran chuzos de punta.
—¿Lo que has de contarme es muy largo?
—Un poco.
Adiós a encamarse con Patro sin cenar.
Deseó que un rayo lo fulminara.
No sucedió nada.
—Vamos, sube arriba. —Dio media vuelta dirigiéndose de nuevo al portal—. Hace un frío que pela.
—¿Y la señora? —vaciló su inesperado compañero.
—¡Sube y calla!
Esta vez no tuvo suerte. La señora Gabriela, la portera, apareció por el vestíbulo, quizá ya dispuesta a cerrar el portal. Le dio a él las buenas noches y miró de arriba abajo, con desagrado, a su acompañante. Por lo menos no hubo preguntas triviales. Cuando llegaron al rellano Miquel jadeaba, como siempre. No le importaba andar, pero subir escaleras le mataba cada vez más. Cuando abrió la puerta temió que Patro apareciera por el pasillo sin ropa, dispuesta a cumplir su promesa.
Bueno, así al menos Lenin se moriría de un infarto y adiós.
Patro apareció por el pasillo, sí, pero embutida en su bata más discreta y calzando sus pantuflas. Se detuvo al ver que su marido regresaba acompañado.
Miquel hizo las presentaciones.
—Patro, éste es Agustino Ponce, aunque todos le llaman Lenin. —Chasqueó la lengua—. Lenin, ésta es Patro, mi mujer.
—Tanto gusto, señora. —Le tendió la huesuda mano y se inclinó con un arrebato de cortesía—. Y felicidades.
—¿Por qué? —se extrañó ella.
—Es usted muy guapa, oiga. Se lo decía aquí al señor inspector.
Miquel tomó la iniciativa. Le siguieron su invitado y su esposa. Al llegar a la sala indicó una silla.
—Siéntate.
—Gracias.
—Os dejo —vaciló ella.
—No, quédate —le pidió su marido.
—¿Ah, sí? —No le ocultó su sorpresa.
—Es por si ves que salto sobre él decidido a ahogarle, para que me sujetes.
—Usted siempre tan ocurrente e ingenioso, inspector —dijo Lenin haciendo que la duda de Patro quedara un tanto tamizada.
—No me provoques, Lenin.
El veterano chorizo tragó saliva.
—Perdone.
Patro ocupó la tercera silla, procurando que la bata no se abriera por la parte inferior y sujetando la superior con la otra mano.
—Y ahora suéltalo —disparó con grave seriedad Miquel—. Quiero acostarme en diez o quince minutos —dijo sin muchas esperanzas de cumplir con su deseo—. ¿En qué lío te has metido que me necesitas precisamente a mí?
Lenin buscó el apoyo, o el consuelo, de la paz que emanaba el rostro de Patro. Después tomó aire, hundió los ojos en el suelo y, finalmente, los depositó en su anfitrión.
Estaba muy serio.
El miedo fluía por todos los poros de su ser.
—Pues verá, señor inspector, todo empezó cuando robé ese maletín —inició su relato.