Las únicas veces que discutían era para elegir la película de los domingos por la tarde.
Y aquel domingo había sido de los más reñidos.
—¿Qué tal Hamlet?, en el Windsor.
—¿Una sola? Ya sabes que prefiero ver dos, y así estamos más rato y calentitos.
—Pero la hace Laurence Olivier. Y Shakespeare siempre es Shakespeare…
—No sé quién es ése, y el Olivier me parece un señor muy serio. ¿Es un drama?
Su inocencia le fascinaba tanto como le desconcertaba.
—Sí —dijo Miquel—, es un drama. ¿No has oído nunca eso de «Ser o no ser»?
La mirada de Patro fue ingrávida.
No necesitó responder.
Miquel había seguido repasando la cartelera de La Vanguardia, con Patro arrebujada a su lado en el sofá.
—En la página dos anunciaban una de Ingrid Bergman —suspiró ella—. Juana de Arco, creo.
—Sabes que no soy creyente.
—¿No es de guerra?
—Pero la hicieron santa.
—Y antes de ser santa hizo guerras, ¿no? Lo he oído en la radio.
—Yo una película que en el cartel pone que es «de interés nacional», no voy a verla.
—Cómo eres.
—Ya me conozco yo «el interés nacional».
—La semana que viene estrenan una de Rita Hayworth, mira. Y con Victor Mature. A ti te gusta mucho Rita Hayworth —fue condescendiente Patro.
—Pues la semana que viene iremos a verla. —Miquel estudió el anuncio de la película, Mi chica favorita—. Pero ahora, como no salgamos en cinco minutos… Y si encima el cine está lejos…
Habían vuelto a concentrarse.
—Si te gustaran las varietés —dijo ella con un suspiro.
Miquel prefirió obviar el tema. Aborrecía que entre películas saliera una tonadillera a cantar y unos saltimbanquis a montar el número.
—¿Raíces de pasión, con Susan Hayward y Van Heflin? La hacen en el Aristos, el Cataluña y el Principal Palacio. A cualquiera de los tres llegamos a tiempo.
Patro no le hizo caso. Ni miró el pequeño anuncio. Si quería ver dos películas, verían dos películas. Señaló directamente la apretada cartelera con todos los cines juntos en bloque.
—En el Roxy hacen dos que prometen, Cielo amarillo y Una mujer cualquiera.
Así que habían ido al Roxy.
Ahora salían para enfrentarse de nuevo al frío de diciembre, Patro cogida de su brazo y pegada a él, y Miquel feliz porque lo era ella.
A fin de cuentas, ¿importaba algo más?
Dieron unos pasos, bajando los escalones de la fachada, despacio, y echaron a andar por la vieja calle Salmerón abajo, dejando la plaza de Lesseps a su espalda. Las preguntas de ritual eran las mismas:
—¿Te han gustado?
—Una mujer cualquiera sí. María Félix actúa muy bien. Pero claro, Cielo amarillo… Qué guapos están Gregory Peck y Richard Widmark. —Los pronunció con su inglés de estar por casa.
—Pues que sepas que el guión está parcialmente basado en La tempestad, que es una obra de ese tal Shakespeare del que hemos hablado antes.
—Tú es que eres muy listo. —Le sonrió con dulzura.
La hubiera abrazado y besado allí mismo.
Se contuvo.
—¿Vamos dando un paseo o cogemos el 26? —le preguntó a su mujer.
Su mujer.
Todavía se asombraba cuando lo pensaba o lo decía en voz alta.
—El tranvía nos deja a un poco más de mitad de camino —lo consideró ella—. Hace frío, pero me gusta caminar, y a ti te conviene.
—¿Sabes la de veces que me he pateado Barcelona?
—Por trabajo. Hoy es domingo y estamos paseando. ¿Quién era ese tal Sha… Shakes…?
—Shakespeare.
—Eso.
—Un inglés que vivió hace cientos de años y escribió los mejores dramas de su tiempo, como por ejemplo Romeo y Julieta.
—¿Ésa es suya? —Se maravilló de conocerla.
—Sí.
—¿Y vivió hace cientos de años y aún se le recuerda?
—Sí.
—Vaya. —Se sintió impresionada.
No volvieron a hablar en los dos o tres minutos siguientes, ella pensativa, él observándola de reojo. Cada día estaba más guapa. Y él más viejo. La guerra había acabado en el 39, había salido del Valle de los Caídos en julio de 1947, apenas dos años y cuatro meses antes.
Toda una vida.
Que sin Patro habría sido muy diferente.
Iba a preguntarle si quería cenar en el bar de Ramón o hacerlo en casa, cuando un hombre se volvió a su paso y se detuvo para contemplarla con el rostro iluminado.
Patro se dio cuenta, bajó la cabeza y su mano se tensó en torno al brazo de Miquel.
Su rostro se llenó de color.
—Te mira porque eres preciosa —dijo él.
—Gracias.
—No seas tonta.
Siempre era lo mismo. Cuando se fijaban en ella por la calle no sabía si era por ser joven y atractiva o porque el hombre la recordaba de antes.
De los años duros.
—Miquel.
—¿Qué?
—¿No piensas nunca en los hombres que…?
—Calla, no lo digas. —Fue terminante, pillado a contrapié por el comentario—. Y la respuesta es no.
Pensó que ella insistiría.
No fue así.
Otra larga serie de pasos se llevó su silencio con ellos. La mano de Patro se relajó de nuevo en torno a su brazo. El rostro perdió el súbito tono rojizo de la vergüenza. Miquel volvió a verla como la niña asustada con la que se había reencontrado en julio del 47, el primer año de su nueva vida, no como la mujer que le absorbía ahora.
—Miquel. —El tono fue mucho más dulce, casi un susurro.
—¿Qué? —Contuvo la respiración.
—Te quiero mucho.
—Vaya por Dios. —Soltó la bocanada de aire.
—¿Qué pasaría si tuviéramos un hijo?
La respiración se le cortó de pronto en seco. Sintió cómo la espalda se le volvía de piedra y un vértigo extraño le invadía el cerebro. Lo peor fue el estómago, contraído de golpe.
—Coño, Patro —exclamó.
—¿No lo has pensado?
—¿A mis años? No.
—No eres tan mayor.
—Viejo.
—Mayor.
—De acuerdo, no soy tan mayor, pero no creo que mis espermatozoides estén muy lozanos. Más bien deben de tener reuma. Eso si no están ciegos o han perdido la cola.
—No te pongas sarcástico. ¿Te gustaría o no?
—No lo sé. —Alzó las cejas aterrorizado.
—Ya sé que perdiste a tu hijo, y otro no va a sustituirlo, pero…
—Patro, mírame.
Le miró.
—¿Quieres un hijo? —hizo la pregunta Miquel.
—Ni lo había pensado.
—¿Entonces?
—Es que no me viene la regla.
Al vértigo, el estómago contraído y la espalda de piedra se le sumó una repentina flojera de piernas.
—¿Cuándo te tocaba?
—Hace dos días.
—Mujer, un pequeño retraso… —No supo si sentirse aliviado.
—Sabes que soy como un reloj.
—El cuerpo cambia, ha venido el frío de golpe… —Se quedó sin argumentos.
—¿Y si estuviera en estado?
No habían dejado de caminar mientras hablaban. Miquel sí lo hizo en ese instante. Estaban ya en la esquina de la calle Asturias. Se encontró con el rostro de ángel de su mujer lleno de luces y ternuras.
—¿Te sientes embarazada?
—Me siento rara.
—Es lo mismo.
—No, no lo es. Es sólo que de pensarlo… pues eso, que estoy rara. No quiero que te enfades conmigo.
—¿Cómo voy a enfadarme contigo?
—No sé. —Unas lucecitas titilaron en sus ojos.
—Mira, si lo estás… pues bien, ¿sabes? —Tragó saliva—. A veces pienso en lo sola que vas a quedarte cuando me muera.
—Vivirás veinte o treinta años más, y para entonces yo también seré mayor, no seas tonto.
—Pero te quedarás sola —insistió—. Si tienes un hijo…
—Si tenemos un hijo —lo rectificó antes de agregar—: Sin embargo te asusta, ¿verdad?
—Claro. He pasado muchos años preso, no sé cómo estará mi cuerpo y, por lógica, moriré mucho antes que tú. La idea de tener un hijo al que no veré crecer, o sabiendo que él lo hará sin padre, es muy dura.
—¿Quieres parar de decir que te vas a morir?
—Es que…
—¿Eres feliz?
—Sí.
—¡Pues entonces no vas a morirte! ¡La gente feliz está contenta y tarda más en estirar la pata!
Una lógica aplastante.
Muy suya.
Ella misma reanudó la marcha.
Un minuto, dos, antes de romper el inesperado silencio.
—¿Estás animada?
—No lo sé. —Hizo un gesto de inseguridad—. De verdad, no lo había pensado, y de pronto… Si estoy en estado, todo será diferente. ¿Qué vamos a hacer?
—¡Qué quieres que hagamos! —Se le antojó una pregunta absurda—. Seguir adelante.
—Me pondré gorda y fea.
—Y te querré igual.
—Eso es porque estás enamorado.
—También.
No había tenido una conversación así ni siendo joven. Jamás había sido tan niño con Quimeta. Si era cierto que una persona tiene la edad del ser al que ama, él era un casi treintañero y Patro una sesentona camino de los setenta. Inconcebible. A veces se preguntaba qué quedaba del Miquel Mascarell de antes de la guerra, o incluso de los días de la guerra, con Quimeta muriéndose y él asistiendo al fin de los tiempos, el derrumbe de todo lo conocido, comenzando por la libertad.
Patro se estremeció.
—Vamos a coger un taxi —sugirió él.
—¿Ya empezamos? No estoy enferma, y es mejor no tirar el dinero del 47.
Siempre lo llamaban así, «el dinero del 47».
Seguían viviendo de aquella pequeña fortuna, administrándola con cuidado.
Sin llamar la atención.
—Hace frío —insistió Miquel.
—Al llegar a casa ponemos el brasero y oímos la radio. —Se le iluminaron los ojos—. O mejor no.
—¿No?
—¿Por qué no nos metemos en cama, calentitos?
—¿Sin cenar?
—Sin cenar. —Le guiñó un ojo.
—Patro…
—Si me voy a poner gorda y fea… hay que aprovechar ahora, ¿no?
Miquel cerró los ojos. La risa de Patro fue como un bálsamo. Ella reía y lo demás dejaba de ser importante. Ella decía que él le había salvado la vida dos veces. Miquel pensaba lo mismo de julio del 47, cuando aquella primera noche con Patro marcó un antes y un después en su retorno a Barcelona. Luego, los dos habían estado a punto de morir en aquel amanecer de octubre del 48.
Y seguían juntos.
Patro capaz de reír.
Aparcaron el tema, pero los dos aceleraron el paso levemente. Llegaron a la avenida del Generalísimo y continuaron por ella. A la altura de Vía Layetana Miquel miró de soslayo por primera vez, creyendo ver o reconocer algo inesperado.
No le dio importancia.
Al pasar por delante del bar de Ramón, ya cerca de su casa, se encontraron con él en la puerta, en mangas de camisa a pesar del frío.
—¡Buenas noches, pareja!
—Buenas noches, Ramón —le correspondió Patro.
—¿Una cenita?
—No, hoy no, gracias.
—¿Del cine?
—Sí.
Miquel temía lo que iba a suceder.
Pero fue inevitable.
—Sabe lo del Barça, ¿no? —chasqueó la lengua Ramón.
—Pues no.
—¡Ha perdido! —lo dijo como si fuera un cataclismo—. ¡En Les Corts, y con los periquitos! ¿Qué me dice?
—Pues no sé.
—¡Por la mínima! —Se enfadó aún más—. ¡Ni César ha podido marcar! ¡Pierden en todas partes; pero, ah, al Barça le ganan! Desde luego…
—Mañana me lo cuentas. —Siguió caminando Miquel mientras tiraba suavemente de su mujer.
—¡Usted sí que vive bien, maestro! ¡Al cine, feliz, sin preocuparse de nada!
Se alejaron del bar. Patro volvía a sonreír con malicia.
—¡Qué manía con hablarme siempre de fútbol! —protestó él.
—Es que eres raro.
—¿Por no ser un forofo?
—Si no fuera por el fútbol, la mitad de los hombres se volverían locos.
Miquel no respondió.
Volvió la cabeza y esta vez le cazó de lleno.
Antes de que se escondiera detrás de un árbol lo suficientemente grueso como para ocultarle.
—¿Qué miras? —quiso saber Patro.
—Nada —disimuló—. Creía haber visto a alguien.
Llegaron a su portal y en un minuto abrían la puerta del piso sin encontrarse a nadie por la escalera, algo que él siempre agradecía, como si aún sintiera el peso de los vecinos criticándole por haberse casado con una mujer tan joven. Patro enfiló en dirección al retrete. Miquel, por contra, caminó hasta las ventanas que daban a la calle, sin quitarse el abrigo.
Apenas si corrió la cortina.
Allí estaba, en la calle, indeciso, nervioso.
Suspiró.
Fuera lo que fuere, cuanto antes lo resolviese, mejor.
No quería tener que levantarse de la cama, calentito.
—¡Ahora vuelvo! —le dijo a Patro desde la puerta del piso.
—¿Sales? ¿Adónde vas?
—¡Luego te lo cuento!
—¡Espera!
No lo hizo. Cruzó el umbral y cerró la puerta antes de que Patro saliera del retrete extrañada por su desaparición. Incluso bajó la escalera lo más rápido que pudo para que ella no se asomara al rellano.
Cuando regresó al frío de la calle no le vio.
Pero sabía que estaba allí.
—¡Lenin! —gritó.