JUAN se echó a reír.
—Yo no entiendo de esas cosas… Decíme, ¿querés venir conmigo a ver un poeta? Tiene dos o tres libros publicados y como soy secretario de una biblioteca, estoy encargado de surtirla de libros. Por lo tanto, visitamos a todos los escritores. ¿Querés venir? Vamos esta noche.
—¿Cómo se llama?
—Alejandro Villac. Tiene un libro «La Caverna de las Musas» y otro «El collar de terciopelo».
—¿Qué tal son esos versos?
—Yo no los he leído. Publica en «Caras y Caretas».
—¡Ah! Si publica en «Caras y Caretas» debe ser buen poeta.
—Y en «El Hogar» le publicaron el retrato.
—¿En «El Hogar» le publicaron el retrato? —repetí asombrado— pero entonces no es un poeta cualquiera. Si en «El Hogar» le publicaron el retrato… caramba… para que le publiquen en «Caras y Caretas» y el retrato en «El Hogar»… Esta misma noche vamos —y asaltado de súbito temor— pero, ¿nos recibirá?… ¡Porque para que le publiquen el retrato en «El Hogar»!
—Bueno, claro que nos va a recibir. Yo llevo una carta del bibliotecario. ¿Entonces esta noche me venís a buscar? ¡Ah! esperá que te traigo «Electra» y la «Citá Morta».
Cuando nos apartamos, yo no pensaba en los libros, ni en el empleo, ni en la sincera generosidad de Juan el magnífico pensaba emocionado en el autor de «La Caverna de las Musas», en el poeta que publicaba en «Caras y Caretas» y cuyo retrato exhibiera gloriosamente «El Hogar».
El poeta vivía a tres cuadras de la calle Rivadavia, en una callejuela sin empedrar, con faroles de gas, veredas desniveladas, árboles añosos y casitas adornadas de jardines insignificantes y agradables, es decir, en una de esas tantas calles que en los suburbios porteños tienen la virtud de recordarnos un campo de ilusión, y que constituyen el encanto de la parroquia de Flores.
—Como Juan no conocía exactamente la dirección del autor de «La Caverna de las Musas», tuvimos que informarnos en el barrio, y una niña apoyada en la pilastra de un jardín nos orientó.
—¿Es la casa del poeta la que buscan, no?, el señor Villac.
—Sí, señorita al que le publicaron el retrato en «El Hogar».
—Entonces es el mismo. ¿Ven esa casita de frente blanco?
—¿Aquella con el árbol caído?…
—No, la otra esa antes de llegar a la esquina, la de la puerta de reja.
—¡Ah, sí, sí!
—Ahí vive el señor Villac.
—Muchas gracias —y saludándola nos retiramos.
Juan conservaba su sonrisa escéptica. ¿Por qué? Aun no lo sé. Siempre sonreía así entre incrédulo y triste.
Sentíame emocionado percibía nítidamente el latido de mis venas. No era para menos. Dentro de pocos minutos me encontraría frente al poeta a quien habían publicado el retrato en «El Hogar» y apresuradamente imaginaba una frase sutil y halagadora que me permitiera congraciarme con el vate.
Rezongué:
—¿Nos recibirá?
Como habíamos llegado a la puerta, Juan por toda respuesta se limitó a golpear reciamente la palma de sus manos, lo que me pareció una irreverencia. ¿Qué diría el poeta? En esa forma sólo llamaba un cobrador malhumorado. Se escuchó el roce de suelas en las baldosas, en lo oscuro la criada atropelló una maceta, después se diseñó una forma blanca a cuyas preguntas Juan respondió entregándole la carta.
En cuanto aguardábamos, oíanse ruidos de platos en el comedor.
—Pasen el señor viene enseguida. Está terminando de cenar. Pasen por aquí. Tomen asiento.
Quedamos solos en la sala iluminada.
Frente a la ventana encortinada, un piano cubierto de funda blanca. Ocupaban los cuatro ángulos de la habitación esbeltas columnitas, donde ofrecían las begonias en macetas de cobre sus hojas estriadas de venas vinosas. Sobre el escritorio, adornado por retratos de marco portátil, veíase en poético abandono una hoja donde estaba escrito el comienzo de un poema, y olvidadas en cierto taburete color de rosa un montón de piezas musicales. Había también cuadritos, y delicadas chucherías, suspendidas de la araña, atestiguaban la diligencia de una esposa prudente. A través de los cristales de una biblioteca de caoba, los lomos de cuero de las encuadernaciones duplicaban con sus títulos en letras de oro el prestigio del contenido.
Yo, que curioseaba los retratos, dije:
—Mira, una fotografía de Usandivaras, y con dedicatoria.
Juan comentó burlonamente:
—Usandivaras… si no me equivoco, Usandivaras es un pelafustán que escribe versos pamperos… algo así como Betinotti, pero con mucho menos talento.
—A ver… este… José M. Braña.
—Este es un poeta lanudo. Escribe con herraduras.
En la galería escuchamos los pasos del vate que publicaba en «Caras y Caretas». Nos levantamos emocionados cuando el hombre apareció.
Alto, romántica melena, nariz aguileña, rizado bigote, renegrida pupila.
Nos presentamos y cordialísimamente indicó los sillones.
—Tomen asiento, jóvenes… ¿Así que ustedes vienen delegados por el centro Florencio Sánchez?
—Sí, señor Villac, y si no tiene ningún…
—Nada, nada, con el mayor agrado… ¿Gustan servirse una tacita de café?
Asomóse a la galería y al momento estuvo con nosotros.
—Cenamos algo tarde, porque la oficina, ocupaciones.
—Ciertamente…
—Efectivamente, las exigencias de la vida, y conversando en tanto saboreaba el café en su tacita, con sencillez encantadora, el poeta dijo:
—Agradan estas solicitudes. No dejan de ser un estímulo para el trabajador honrado. Ya he recibido varias de la misma índole y siempre trato de satisfacerlas. No se moleste joven… está bien así —acomodando la taza en la bandeja. Como les decía, la semana pasada recibí una carta de una dama argentina residente en Londres. Fíjense ustedes que «The Times» le pedía informes acerca de mi obra aplaudida en diarios argentinos.
—¿El señor tiene publicados «El Collar de Terciopelo» y la «Caverna de las Musas»?
—También otro volumen fue el primero. Se llama «De mis vergeles», pero naturalmente, una obra con defectos… entonces tenía 19 años.
—Tengo entendido que la crítica se ha ocupado de usted.
—Sí, de eso no me quejo. Principalmente «La Caverna de las Musas» ha sido bien acogida… Decía un crítico que yo uno a la sencillez de Evaristo Carriego el patriotismo de Guido Spano… y no me quejo… hago lo que puedo —y con magno gesto desvió el cabello de las sienes hacia las orejas.
—Y ustedes, ¿no escriben?
—El señor —dijo Juan.
—¿Prosa o verso?
—Prosa.
—Me alegro, me alegro… Si necesita alguna recomendación… Tráigame algo para leer… Si gustan visitarme los domingos a la mañana, haríamos un paseíto hasta el Parque Olivera. Yo acostumbro a escribir allí. ¡Ayuda tanto la naturaleza!
—¡Cómo no! Gracias vamos a aprovechar su invitación.
Juan viendo empalidecer el diálogo, preguntó mintiendo:
—Si no me equivoco, señor Villac, he leído un soneto suyo en «La patria degli italiani». ¿Usted escribe también en italiano?
—No, puede ser que lo hayan traducido no tendría nada de extraño.
Juan insistió:
—Sin embargo voy a ver si encuentro ese número y se lo envío. Bello idioma, ¿verdad, señor Villac?
—Efectivamente, sonoro, grandilocuente…
Yo con candidez, pregunté:
—Y a usted, señor Villac, ¿quién lo emociona más, Carducci o D’Annunzio?
—Como novelista, Manzoni… ¿eh? ¿Más vida, no es cierto? Me recuerda a Ricardo Gutiérrez.
—Sí, es verdad más vida —repitió Juan, mirándome casi asombrado.
—Además, Carducci… qué quiere que le diga… sinceramente… pocos poetas hay que me agraden tanto como Evaristo Carriego, esa sencillez, aquella emoción de la costurerita que dio el mal paso… esos sonetos… será porque yo soy sonetista y «El soneto es una lira de hebras de oro» «Una caja…»
—Ciertamente —observó Juan, impasible— ciertamente, me he fijado que la crítica lo aplaude mucho como sonetista. «Una caja de encantos» escribí vez pasada en «Caras y Caretas»… y no me he equivocado. Nuestro siglo prefiere el soneto, como en un estudio indi…
La entrada de la criada con un bulto que contenía «La Caverna» y otros volúmenes, interrumpió sus palabras y, desgraciadamente, no pudimos saber qué indicaba en su estudio el hombre del retrato en «El Hogar».
Para no pecar de indiscretos, nos levantamos, y acompañados hasta el umbral de la puerta, nos despedimos efusivamente del sonetista.
Yo le prometí volver.
Cuando pasamos frente a la casa de nuestra informadora, la niña estaba aún en la puerta. Con voz tímida preguntó:
—¿Le encontraron al señor?…
—Sí, señorita… gracias…
—¿No es verdad que es un talento?
—¡Oh!… —dijo Juan— un talento bestial. Fíjese que hasta en el «Times» se interesan por saber quién es.