Capítulo XLI

Una noche me desperté a eso de las tres y sentí cómo Catherine se agitaba en la cama.

—¿Te encuentras mal, Cat?

—Tengo algunos dolores.

—¿Regularmente?

—No, no mucho.

—Si los tienes regularmente, debemos ir al hospital.

Tenía mucho sueño y volví a dormirme. Un poco más tarde me desperté de nuevo.

—Tal vez sería mejor que llamaras al doctor —dijo Catherine—. Me parece que ha comenzado. Fui al teléfono y llamé al doctor.

—¿Con qué frecuencia tienes los dolores, Cat?

—Más o menos me parece que cada cuarto de hora.

—Entonces, debemos ir al hospital, dice el doctor. Voy a vestirme y marchar en seguida.

Colgué el aparato y telefoneé al garaje contiguo a la estación para que mandaran un taxi. Tardaron mucho en contestar, pero por fin me prometieron que mandarían un taxi inmediatamente. Catherine se vestía. La maleta estaba llena de lo que ella necesitaría en un hospital y la canastilla del niño. En el pasillo llamé para que subieran el ascensor. No contestaron. Bajé la escalera. Abajo no había nadie, excepto el guarda de noche. Hice subir yo mismo el ascensor. Metí dentro la maleta. Catherine entró y bajamos. El guarda de noche nos abrió la puerta, y esperamos el taxi, sentados afuera en las losas de piedra de la escalinata. La noche era clara y brillaban las estrellas. Catherine estaba muy nerviosa.

—Estoy muy contenta de que haya empezado —dijo—. Dentro de un rato todo habrá terminado.

—Eres una mujercita muy valiente.

—No tengo miedo, pero me gustaría que llegase ese taxi.

Lo oímos subir por la calle y vimos los faros. Dio la vuelta por la avenida, y yo ayudé a Catherine a subir, y el chofer puso la maleta a su lado.

—A la Maternidad —le dije.

Salimos por la avenida y subimos por la cuesta. Entramos en el hospital. Yo llevaba la maleta. En las oficinas una mujer registró el nombre de Catherine, su edad, la dirección, el nombre de su familia y religión, y la mujer trazó una raya en la casilla correspondiente. Declaró llamarse Catherine Henry.

—La acompañaré a su habitación —dijo.

Subimos en el ascensor. La mujer lo paró. Salimos y seguimos por el pasillo. Catherine se agarraba a mi brazo.

—Esta es su habitación —dijo la mujer—. Haga el favor de desnudarse y acuéstese. Aquí tiene un camisón.

—He traído un camisón —dijo Catherine.

—Es mejor que se ponga este —le contestó la mujer.

Salí y me senté en una silla del corredor.

—Ya puede usted entrar —me dijo la mujer desde el umbral.

Catherine estaba acostada en una estrecha cama.

Llevaba un camisón muy sencillo con escote cuadrado y que parecía de una tela muy gruesa. Me sonrió.

—Ahora tengo dolores fuertes —me dijo. La mujer le tomaba el pulso y, con un reloj en la mano, cronometraba los dolores.

—Este ha sido fuerte —dijo Catherine.

Ya se lo había notado en la cara.

—¿Dónde está el doctor? —pregunté a la mujer.

—Duerme abajo. Subirá cuando sea necesario.

—Tengo que hacer algo a la señora —dijo la enfermera—. Haga el favor de salir, se lo ruego.

Salí al corredor. Era un corredor desnudo, con dos ventanas y con puertas cerradas a todo lo largo. Se olía a hospital. Me senté en una silla con los ojos fijos en el suelo y recé por Catherine.

—Puede entrar —dijo la enfermera. Entré.

Hello, querido —dijo Catherine…

—¿Cómo va eso?

—Ahora son muy seguidos.

Su rostro se contrajo Después sonrió.

—Este sí que ha sido fuerte. ¿Quiere hacer el favor de volver a ponerme la mano en la espalda, enfermera?

—Si esto la alivia… —contestó.

—Vete, querido —dijo Catherine—. Ve a tomar algo. La enfermera dice que esto aún puede durar mucho.

—Generalmente el primero es muy largo —dijo la enfermera.

—Te lo ruego, ve a comer algo —dijo Catherine—. Me encuentro bien, de verdad.

—Me quedaré un poco más.

Los dolores se producían regularmente, luego se calmaban. Catherine estaba muy nerviosa. Cuando los dolores eran muy fuertes, decía: Este sí que era fuerte… Cuando no llegaban, se desconcertaba y le causaba vergüenza.

—Vete, querido —dijo—. Me parece que me haces contener. —Se le contrajo el rostro—. ¡Ah! Sería mejor. Me gustaría portarme bien y tener un hijo sin hacer tonterías. Te lo ruego, vete a desayunar, querido, y ya volverás después. No me harás falta. La enfermera se porta muy bien conmigo.

—Tiene tiempo de sobra para desayunar —dijo la enfermera.

—Entonces, me voy. Adiós, amor mío.

—Hasta luego —dijo Catherine—, y toma un buen desayuno por mí.

—¿Dónde puedo ir a desayunar? —le pregunté a la enfermera.

—Hay un café en la plaza, al final de la calle. Ya debe estar abierto.

Afuera amanecía. Bajé por la calle desierta hasta el café. Había luz en la ventana. Entré y permanecí de pie junto al mostrador de cinc. Un anciano me sirvió un vaso de vino blanco y un bollo. El bollo era del día anterior. Lo mojé en el vino y luego tomé un café.

—¿Qué hace aquí tan temprano? —me preguntó el viejo.

—Mi mujer va de parto en el hospital.

—Oh, le deseo buena suerte.

—Déme otro vaso de vino.

Incline, la botella y el vino rebosó del vaso y se deslizó sobre el cinc. Después de beber, pagué y salí. Afuera, a lo largo de la calle, los cubos de la basura esperaban a ser vaciados. Un perro husmeaba uno de los cubos.

—¿Qué quieres? —dije, y miré dentro del cubo por si veía algo para darle. No había nada por encima, excepto marro de café, polvo y flores marchitas—. No hay nada para ti, mi pobre perro.

El perro cruzó la calle. Subí por la escalera del hospital hasta el piso en que estaba Catherine y avancé por el pasillo hasta su habitación. Llamé a la puerta. La habitación estaba vacía. Sólo había la maleta de Catherine sobre una silla, y su bata colgaba de una percha en la pared. Salí y seguí por el pasillo en busca de alguien. Encontré una enfermera.

—¿Dónde está la señora Henry?

—Acaban de llevar a una señora a la sala de partos.

—¿Dónde está?

—Yo lo acompañaré.

Me condujo al extremo del corredor. La puerta de la sala estaba entreabierta. Vi a Catherine tendida sobre una mesa, cubierta con una sábana. La enfermera estaba al lado de la mesa, y el doctor se encontraba al otro lado junto a unos cilindros altos que sin duda debían contener algún anestésico. El doctor tenía en la mano una máscara de caucho unida a un tubo.

—Le daré una bata y así podrá entrar —dijo la enfermera—. Venga por aquí, por favor.

Me dio una bata y me la cerró al cuello con un imperdible.

—Ahora ya puede entrar —me dijo.

Entré en la habitación.

Hello, querido —dijo Catherine con una voz extenuada.

—Esto no adelanta mucho.

—¿Es usted el señor Henry? —preguntó el doctor.

—Si. ¿Cómo va, doctor?

—Muy bien —dijo el doctor—. Hemos venido aquí porque es más cómodo para dar el cloroformo en el momento de los dolores.

—Ahora lo quisiera —dijo Catherine.

El doctor le colocó la máscara de caucho sobre la cara y giró una manecilla. Miré a Catherine. Respiraba aprisa y profundamente. En seguida rechazó la máscara. El doctor cerró la manecilla.

—Este no es muy fuerte. Hace un rato he tenido uno muy fuerte y el doctor lo ha hecho desaparecer, ¿no es verdad, doctor?

Se le notaba una voz rara. Cuando pronunciaba la palabra doctor era más fuerte. El doctor sonrió.

—Quiero otra vez —dijo Catherine.

Jadeante, se apretó la mascara contra la cara. La oí gemir dulcemente. En seguida rechazó la máscara y sonrió.

—Este ha sido fuerte —dijo—, muy fuerte. No te preocupes, querido. Vete. Ve a tomarte otro desayuno.

—No, me quiero quedar —le contesté.

Habíamos llegado al hospital a las tres de la mañana. Al mediodía, Catherine aún estaba en la sala de partos. Los dolores se habían espaciado otra vez. Se la veía extenuada, pero aún estaba alegre.

—No lo hago muy bien, querido. Estoy desolada. Yo que pensaba que lo haría tan fácilmente. Oh… vuelve a empezar…

Alargó la mano para coger la máscara y se la puso sobre la cara. El doctor dio vuelta a la manecilla y vigiló. Después de un momento pasó.

—No ha sido gran cosa —dijo Catherine. Sonrió—. Adoro el cloroformo. Es maravilloso.

—Procuraremos tener en casa —dije.

—Esto vuelve a empezar —dijo Catherine precipitadamente.

El doctor abrió la manecilla y miró al reloj.

—¿A qué intervalos son ahora? —pregunté.

—Casi cada minuto.

—¿No quiere usted desayunar?

—Ya tomaré algo dentro de un rato —contestó.

—Tiene que comer, doctor —dijo Catherine—. Siento mucho que esto sea tan largo. ¿No podría darme el cloroformo mi marido?

—Si usted quiere. Sólo tiene que girar hasta el número 2.

—Está bien —dije.

En el cuadrante había una aguja que se movía con una manecilla.

—Ahora —dijo Catherine.

Apretó la máscara contra su cara. Hice girar la aguja hasta el número 2, y cuando Catherine se quitó la máscara, cerré. El doctor era muy amable de dejarme hacer algo.

—¿Eres tú quien lo has hecho marchar, querido? —me preguntó Catherine.

Me acarició la muñeca.

—Si.

—¡Qué bueno eres!

El gas la había mareado un poco.

—Comeré en una bandeja, en la sala de al lado —dijo el doctor—. Sólo tienen que llamar.

El tiempo pasaba. Yo lo miraba cómo comía y luego se tendió y encendió un cigarrillo. Catherine empezaba a agotarse.

—¿Te parece que llegará algún día este niño? —me preguntó.

—Pues claro que sí.

—Hago todo lo que puedo. Empujo, pero no sale. Oh… vuelve a empezar… dame…

A las dos salí para comer. En la taberna había algunos hombres y sobre las mesas tazas de café y vasos de kirsch o de mart. Me senté a una mesa.

—¿Podría comer algo? —pregunté al mozo.

—Es demasiado tarde para comer.

—¿No sirven ciertas cosas a todas horas?

—Podría darle choucroute.

—Dame choucroute y cerveza.

—¿Media o un jarro?

—Media de blanca.

El mozo me trajo un plato de choucroute con una lonja de jamón encima. Debajo de la col hirviente saturada de vino había una salchicha. Comí y bebí la cerveza. Traía mucha hambre. Miré a la gente de las mesas del café. Algunos jugaban a las cartas en una mesa. Dos hombres, en la mesa de al lado, hablaban y fumaban. El café estaba lleno de humo. Ahora había tres personas detrás del mostrador de cinc en el cual había desayunado por la mañana: el viejo, una mujer bastante gruesa, vestida de negro, que, sentada a la caja, tomaba nota de todo lo que se servía a las mesas, y un muchacho con delantal. Me pregunté cuántos hijos debía tener esta mujer y cómo le habría ido.

Cuando terminé la choucroute volví al hospital. Ahora la calle estaba muy limpia. En las aceras ya no había los cubos de la basura. El cielo estaba cubierto, pero el sol quería salir. Subí en el ascensor y seguí por el pasillo hasta la habitación de Catherine donde había dejado la bata. Me la puse y la cerré con un imperdible en el cuello. Me miré al espejo y me hice el efecto de un falso médico con barba. Fui a la sala de partos. La puerta estaba cerrada. Llamé. Nadie contestó. Volví el pomo y entré. El doctor estaba sentado junto a Catherine. La enfermera hacia algo al otro extremo de la habitación.

—Aquí está su marido —dijo el doctor.

—Oh, querido, tengo un doctor maravilloso —dijo Catherine con una voz rara—. Me ha explicado una historia maravillosa, y cuando los dolores eran muy fuertes, los hacía desaparecer en seguida. Es verdaderamente maravilloso. Es usted maravilloso, doctor.

—Estás mareada —dije.

—Ya lo sé —dijo Catherine—, pero no tienes que decirlo. —Continuó—: Déme… déme más…

Se agarró a la máscara y, oprimida, aspiró rápida y profundamente, haciendo silbar la boquilla. Después dio un gran suspiro y el doctor le retiró la máscara.

—Este si que era fuerte —dijo Catherine.

Su voz era muy extraña.

—Ahora ya no estoy en peligro, querido. He pasado el periodo en el que se muere. ¿Estás contento, dime?

—No vuelvas a ese período.

—No. No obstante, no tengo miedo. No me moriré, ¿verdad querido?

—Usted no hará esta tontería —dijo el doctor—. No quiere morirse, ¿verdad?, y dejar solo a su marido.

—Oh, no. No me moriré. Es tan tonto morir. Ohh… vuelve a empezar… déme…

Después de un rato, el doctor dijo:

—¿Quiere hacer el favor de salir, un momento, señor Henry? Quisiera hacer un examen.

—Quiere ver cómo va —dijo Catherine—. Podrás volver después, querido, ¿verdad, doctor?

—Sí —dijo el doctor—, ya le haré avisar tan pronto como pueda volver.

Abrí la puerta y fui por el corredor a la habitación que debía ocupar Catherine cuando hubiera nacido el niño. Me senté en una silla y miré por la habitación. En el bolsillo tenía el periódico, que había comprado por la mañana al salir a desayunar, y lo leí. Después de un rato dejé de leer. Apagué la luz y contemplé cómo se hacia de noche. Me preguntaba por qué el doctor no mandaba a buscarme. Tal vez fuera mejor que yo no estuviera allí. Seguramente quería que estuviera fuera un rato. Miré el reloj. Si dentro de diez minutos no ha mandado a buscarme, iré yo solo…

¡Pobre, pobre Cat! Y este era el precio que había de pagar por dormir juntos: Esto era el final de la trampa. Esto era todo el beneficio que se sacaba del amor. Gracias a Dios había el cloroformo. ¡Qué debía ser antes del descubrimiento de los anestésicos! Una vez se había empezado te encontrabas en el engranaje. Catherine había tenido un buen embarazo. No había sido pesado. Casi no había estado indispuesta. No se había encontrado molesta hasta los últimos días. Pero al fin la acechaban. No había manera de escapar. ¡Escapar! ¡Qué va! Habría pasado lo mismo si nos hubiéramos casado cincuenta veces. ¿Y si se moría? No, no se moriría. Hoy en día no se muere de parto. Es la opinión de todos los maridos. Sí, pero de todas maneras, ¿y si se muriera?… No, no se moriría. Es un mal rato que hay que pasar, esto es todo. Después, hablaremos de este mal rato y Catherine dirá que después de todo no era tan terrible como eso. Pero ¿y si se moría?… No puede morirse… Sí, pero no obstante, ¿y si se muriera? No puede morirse, digo que no hay que ser estúpido. Es un mal rato que se tiene que pasar, esto es todo. Es sencillamente la naturaleza que la molesta. El primer parto siempre es laborioso. Sí, pero ¿y si se moría?… No puede morirse… ¿Por qué tendría que morirse?… ¿Qué motivos hay para que se muera? Es sencillamente una criatura que quiere nacer, el fruto de las hermosas noches de Milán. Causa molestias, nace, uno se ocupa de él y tal vez termina queriéndola. Pero ¿y si se muriera? No se morirá. Está muy bien. Pero, de todas formas, ¿y si se muriera?… No puede morirse… Pero ¿y si se muriera? ¿Qué es lo que dirías, eh, si se muriera?

El doctor entró en la habitación.

—Y bien, doctor, ¿cómo va esto?

—No va.

—¿Qué quiere decir?

—Sencillamente esto. He procedido a un examen. —Me dio detalles del examen—. He esperado para verlo, pero no va.

—¿Qué aconseja usted?

—Hay dos soluciones: usar los fórceps, que siempre tienen el peligro de destrozar la carne y, además, de que también puede herirse a la criatura, o bien hacer la operación cesárea.

—¿Qué peligros tiene la operación?

—No tiene más peligro que un parto normal.

—¿Lo haría usted?

—Tal vez necesite una hora para prepararlo todo y buscar los ayudantes que necesito, tal vez menos.

—¿Qué aconseja?

—Soy partidario de la cesárea. Si fuera mi mujer es lo que haría.

—¿Cuáles son las consecuencias?

—Nada, sólo una cicatriz.

—¿No hay peligro de infección?

—Mucho menos que en un parto con fórceps.

—¿Y si esperáramos sin hacer nada?

—Tenemos que hacer algo. La señora Henry ha perdido ya muchas fuerzas. Será mejor que lo hagamos rápidamente.

—Entonces, opere lo más pronto posible.

—Voy a dar instrucciones.

Fui a la sala. La enfermera estaba con Catherine, que yacía sobre la mesa, gruesa bajo la sábana, muy pálida y fatigada.

—¿Le has dicho que podía hacerlo? —me preguntó.

—Si.

—Mejor, Dentro de una hora estaré lista. Ya no puedo más, querido. Estoy agotada. Déme, se lo ruego… Ya no me hace nada.

—Respire profundamente.

—Es lo que hago. Oh. Ya no me hace nada… no me hace nada.

—Vaya a buscar otra botella.

—Es una nueva.

—Soy estúpida, querido —dijo Catherine—, pero ya no me hace nada.

Se puso a llorar.

—Oh, yo que quería tener este niño sin estorbar a nadie, y ahora se ha acabado, ya no puedo más, y esto no me hace nada. Oh, me sería igual morir si al menos se parara este dolor. Oh, querido, dime, haz que se pare. Oh… Oh… vuelve a empezar. Oh… Oh… Oh…

Respiró sollozando dentro de la máscara.

—Esto ya no me hace nada… esto ya no me hace nada… esto ya no me hace nada… No me hagas caso, querido… Te lo ruego, no llores… No me hagas caso. Ya no puedo más, esto es todo. Pobre amor mío, te quiero tanto… Ya volveré a ser razonable… Esta vez seré razonable… ¿No podrían darme algo? Oh, si al menos pudieran darme algo…

—Lo haré funcionar. Lo abriré todo.

Maniobré la manecilla y mientras ella aspiraba profundamente, su mano se relajó bajo la máscara. Cerré la manecilla y le quité la máscara. Pareció que volvía de muy lejos.

—Era maravilloso, querido. Oh, qué bueno eres conmigo.

—Sé valiente. No puedo hacerlo siempre. Te podría matar.

—Ya no soy valiente, querido. Estoy agotada. Me han agotado, ya lo sé.

—A todas les pasa lo mismo.

—Pero es horrible. Te dejan luchar hasta que estás agotada.

—Dentro de una hora todo habrá terminado.

—Mejor. Querido, no voy a morirme, ¿verdad?

—Claro que no. Te aseguro que no.

—Porque no quiero morirme y dejarte… Pero estoy tan exhausta que siento que voy a morir.

—No digas tonterías. Siempre se tiene esta impresión.

—A veces me parece que voy a morir.

—No, no te morirás. No puedes morir.

—Pero ¿y si así fuera?

—No te dejaré morir.

—Dame… aprisa… dame… —Después añadió—: No me moriré, no dejaré que me muera.

—Naturalmente.

—¿Te quedarás conmigo?

—Sí, pero no miraré.

—No, sólo porque estés allí, conmigo…

—Sí, estaré siempre a tu lado.

—Eres tan bueno para mí. Aprisa, dame… dame más… ya no me hace nada.

Puse la aguja al 3, después al 4. Deseaba que volviera el doctor. Tenía miedo de los números por encima del 2.

Por fin otro doctor llegó con dos enfermeras, y pusieron a Catherine en una camilla con ruedas y salimos al pasillo. Empujaron rápidamente la camilla por el corredor y la entraron en el ascensor, donde todos tuvimos que apretarnos contra la pared para hacer sitio. Después, la subida, la puerta abierta, la salida del ascensor y, sobre las ruedas de caucho, por el largo corredor, el trayecto hasta la sala de operaciones. No reconocí al doctor con su gorro y la máscara. Había otro doctor y enfermeras.

—Tienen que darme algo —dijo Catherine—. Tienen que darme algo. Oh, se lo ruego, doctor, deme algo que me alivie.

Uno de los médicos le puso una máscara sobre la cara, y desde la puerta vi el pequeño anfiteatro de la sala de operaciones muy iluminado.

—Puede ir a sentarse junto a la otra puerta —me dijo una de las enfermeras.

Había bancos detrás de una balaustrada, desde los cuales se dominaba la mesa resplandeciente de luz. Miré a Catherine. Tenía la mascarilla puesta y estaba muy quieta. Adelantaron la camilla. Di media vuelta y me alejé por el corredor. Dos enfermeras se precipitaron a la entrada de la galería.

—Es una operación cesárea —dijo una de ellas—. Van a hacer una cesárea.

La otra se echó a reír.

—Llegamos a tiempo. ¡Qué suerte!

Traspasaron la puerta que conducía a la galería. Llegó otra enfermera. También se daba prisa.

—Entre por allí. Entre —dijo.

—No. Me quedo fuera.

Desapareció. Hice los cien pasos por el corredor. Tenía miedo de entrar. Miré por la ventana. Estaba oscuro. Por el alféizar mojado de la ventana comprendí que llovía. Entré en una habitación del extremo del pasillo y miré las etiquetas de las botellas de una vitrina. En seguida salí y esperé en el corredor, con los ojos fijos en la puerta de la sala de operaciones.

Uno de los doctores salió, seguido de una enfermera. Con las dos manos sostenían algo que parecía un conejo recién desollado. Se alejó rápidamente por el corredor y desapareció por otra puerta. Me adelanté hasta esta puerta y en la sala vi que hacía algo a un recién nacido. Levantó los brazos para enseñármelo. Lo sostenía por los pies y le daba cachetes.

—¿Cómo está?

—Es magnífico. Debe pesar cinco kilos.

Me era del todo indiferente. Era un extraño para mí. No notaba ningún sentimiento de paternidad.

—¿No está orgulloso de su hijo? —me preguntó la enfermera.

Lo lavaban y lo envolvían en algo. Vi una carita negra y una manecita negra, pero no lo vi moverse ni le oí gritar. El doctor volvía a hacerle algo. Parecía trastornado.

—No —dije. De poco mata a su madre.

—Oh, pobre tesoro, él no tiene la culpa. ¿Quería usted un niño?

—No —dije.

El doctor estaba muy ocupado. Lo sostenía por los pies y lo golpeaba. No me quedé a mirarlo. Salí al corredor. Ahora podía ir a enterarme. Traspasé la puerta y llegué a la galería. Las enfermeras que estaban sentadas junto a la balaustrada me hicieron una seña para que bajara con ellas. Meneé la cabeza. Lo veía muy bien desde donde estaba.

Tuve la impresión de que Catherine estaba muerta. Parecía realmente una muerta. Su rostro estaba lívido, al menos el trozo que yo veía. Más abajo, bajo la lámpara, el doctor suturaba la larga incisión de labios gruesos que las pinzas mantenían abiertos. Otro doctor con mascarilla daba el cloroformo. Dos enfermeras con mascarilla daban los instrumentos. Parecía una escena de la Inquisición. Comprendí, mientras miraba, que hubiera podido asistir a toda la operación, pero me alegró el no haberlo hecho. No creo que hubiera podido mirar cómo cortaban, pero miraba cómo se formaba un gran rodete alrededor de la herida que el doctor, hábil como un zapatero, cosía con grandes puntadas. Me sentía feliz. Cuando la incisión estuvo cosida, salí a hacer los cien pasos por el corredor. Después de un instante llegó el doctor.

—¿Cómo está?

—Está bien. ¿Ha asistido a la operación? —Parecía cansado.

—Le he visto coser. La incisión parece muy larga.

—¿Usted cree?

—Sí. ¿Se reducirá la cicatriz?

—¡Oh, sí!

Después de un rato sacaron la camilla de ruedas y la llevaron rápidamente por el pasillo hasta el ascensor. Anduve a su lado. Catherine, gemía. Abajo, en la habitación, la acostaron en la cama. Me senté en una silla, a la cabecera. En la habitación había una enfermera. Me levanté y permanecí de pie junto a la cama. La habitación estaba oscura. Catherine alargó la mano.

Hello, querido —dijo.

Su voz era débil y cansada.

Hello, amor mío.

—El nene… ¿qué es?

—Calle. No hable —dijo la enfermera.

—Un niño. Es alto, gordo y moreno.

—¿Está bien?

—Sí —le contesté—, está muy bien.

Noté que la enfermera me miraba de una manera un tanto rara.

—Estoy terriblemente cansada —dijo Catherine—. ¡Y me duele tanto…! Y tú, querido, ¿estás bien?

—Si. No hables.

—Has sido tan bueno conmigo. Oh, querido, sufro horrores. ¿Qué parece?

—Parece un conejo desollado, con una arrugada carita de viejo.

—Tiene que salir —dijo la enfermera—. La señora Henry no debe hablar.

—Me quedaré en la puerta.

—Ve a comer algo.

—No, me quedaré en la puerta.

Besé a Catherine. Tenía mala cara y estaba débil y cansada.

—¿Puedo decirle una palabra? —dije a la enfermera.

Salió conmigo al pasillo. Di algunos pasos.

—¿Qué le pasa al niño? —le pregunté.

—¿No lo sabe?

—No.

—No ha vivido.

—¿Ha nacido muerto?

—No han podido hacerle respirar. Tenía el cordón o algo así en el cuello.

—Entonces, ¿ha muerto?

—Sí. ¡Lástima, un niño tan hermoso! Creía que usted ya lo sabía.

—No —dije—. Vuelva junto a la señora.

Me senté en una silla delante de una mesa que tenía colgados a un lado los uniformes de las enfermeras. Miré por la ventana. Sólo podía ver la oscuridad y la lluvia que caía por la luz de la ventana.

¡De manera que era esto! El niño había muerto. Era por esto por lo que el doctor parecía tan cansado.

Pero ¿por qué se habían portado así en la habitación? Sin duda pensaban que volvería en sí y empezaría a respirar. No tenía religión, pero sabía que deberían haberlo bautizado. No obstante, ¡si no llegó a respirar! Nunca había vivido, solamente en el seno de Catherine. Muchas veces lo había oído cómo se movía. Pero la última semana no.

Tal vez ya estuviera ahogado. ¡Pobre pequeño! ¡Cómo hubiera querido que me ahogaran así! ¡No! Y no obstante, la muerte me evitaría así tener que pasar este momento doloroso. Ahora moriría Catherine. Siempre ocurre así. Se muere. No se sabe nada. Nunca se llega a tiempo para saber. Te empujan al juego. Te enseñan las reglas y, a la primera falta, te matan. O te matan sin motivo, como a Aymo. O bien atrapas la sífilis, como Rinaldi. Pero siempre acaban matándote. Con esto hay que contar. Un poco de paciencia y te llegará el turno.

Un día, en el campo, tiré al fuego un tronco lleno de hormigas. Cuando empezó a arder, las hormigas se trastornaron y se precipitaron primero hacia el centro, donde había fuego; luego, dando media vuelta, corrieron al otro extremo. Cuando estuvieron todas allí, cayeron al fuego. Algunas escaparon, con el cuerpo quemado y chafado, y huyeron sin saber dónde iban. Pero la mayoría corrió hacia el fuego, luego hacia la extremidad fría, donde se amontonaron para caer finalmente al fuego. Me acuerdo que me imaginé que era el fin del mundo y una ocasión única para hacer el papel de Mesías, retirando el tronco del fuego y echándolo a cualquier parte donde las hormigas pudieran huir hacia tierra. Pero me contenté con rociar el tronco con el agua de un vaso, que una vez vacío me sirvió para preparar un whisky con agua. Me parece que este vaso de agua sobre el tronco sólo sirvió para recalentar a las hormigas.

Y ahora yo estaba en este corredor, esperando noticias de Catherine. Después de un rato, al ver que la enfermera tardaba en venir, fui a la puerta, la abrí suavemente y di una ojeada. Al principio no pude ver nada porque la fuerte luz del corredor contrastaba con la oscuridad de la habitación. No obstante, no tardé en distinguir a la enfermera sentada a la cabecera de la cama y la cabeza de Catherine sobre la almohada, y a ella misma, muy lisa bajo la sábana. La enfermera se puso su dedo sobre sus labios, después se levantó y vino hacia la puerta.

—¿Cómo está?

—Está bien —dijo la enfermera—. Tendría que ir a cenar. Vuelva en seguida, si quiere.

Seguí por el corredor, bajé la escalera, traspasé el umbral del hospital y, bajo la lluvia, bajé por la calle oscura hasta el café. Había mucha luz y todas las mesas estaban ocupadas. No vi ningún sitio libre y un camarero se me acercó y cogió mi abrigo y mi sombrero mojados y me indicó un sitio en una mesa frente a un viejo que bebía cerveza leyendo el periódico de la noche. Me senté y le pregunté al camarero cuál era el plat de jour.

—Ternera guisada, pero se ha terminado.

—¿Qué puede darme?

—Huevos con jamón, huevos con queso o choucroute.

—Ya he tomado choucroute al mediodía —dije.

—Es verdad —dijo—. Es verdad. Ha tomado choucroute al mediodía.

Era un hombre de mediana edad, con un cráneo calvo sobre el que juntaba algunos cabellos dispersos. Tenía un rostro compasivo.

—¿Qué quiere? ¿Huevos con jamón o con queso?

—Huevos con jamón —dije— y cerveza.

—¿Una blanca pequeña? Me acuerdo —dijo. Al mediodía ha encargado una blanca pequeña.

Comí los huevos con jamón y bebí la cerveza. Los huevos con jamón estaban en una fuente redonda. El jamón estaba debajo y los huevos encima. Estaban muy calientes y al primer bocado tuve que beber un trago de cerveza para refrescarme la boca. Tenía mucha hambre y pedí al camarero que me trajera otra ración. Bebí varios vasos de cerveza. No pensaba. Leía el periódico del hombre que estaba frente a mí. Se trataba de la rotura del frente británico, Cuando se dio cuenta de que leía la vuelta de su periódico lo dobló. Tuve la idea de pedir un periódico al camarero, pero no podía concentrarme. Hacía calor en el café, y la atmósfera era desagradable. Muchos clientes se conocían. Muchos jugaban a las cartas. Los camareros tenían mucho trabajo para llevar la cerveza del mostrador a las mesas.

Dos hombres entraron y al no encontrar sitio quedaron de pie frente a mi mesa. Pedí otra cerveza. Aún no tenía ganas de marcharme. Era demasiado temprano para volver al hospital. Me esforzaba en no pensar y estar tranquilo. Los dos hombres aguardaron un momento, pero como nadie se movía, se fueron. Bebí otra cerveza. Encima de la mesa, frente a mi, había un montón de platillos. El hombre que estaba enfrente se quitó los lentes. Los había puesto en el bolsillo y, con su copa de licor en la mano, miraba la sala. De repente, tuve la impresión de que debía marcharme. Llamé al camarero, pagué mi nota, me puse el abrigo y el sombrero y me lancé a la calle. Subí hasta el hospital bajo la lluvia.

Encontré a la enfermera en el corredor.

—Acabo de telefonear a su hotel —dijo.

Tuve la impresión de que algo se desgarraba dentro de mí.

—¿Qué pasa?

—La señora Henry ha tenido una hemorragia.

—¿Puedo entrar?

—No, aún no. El doctor está con ella.

—¿Es grave?

—Muy grave.

La enfermera entró en la habitación y cerró la puerta. Me senté en el corredor. Me sentí vacío. No pensaba, no podía pensar. Sabía que iba a morir y recé para que no muriera.

No la dejes morir. Oh, Dios mío, te lo ruego, no la dejes morir. Haré todo lo que quieras si no la dejas morir. Te lo ruego, te lo ruego, te lo ruego. Dios mío, no la dejes morir… Dios mío, no la dejes morir… Te lo ruego, te lo ruego, te lo ruego, no la dejes morir… Dios mío, te lo ruego, no la dejes morir… Haré todo lo que quieras si no la dejas morir… El niño ha muerto, pero a ella no la dejes morir. Tenías razón, pero no la dejes morir… Te lo ruego, te lo ruego, Dios mío, no la dejes morir…

La enfermera abrió la puerta y, con el dedo, me indicó que entrase. La seguí a la habitación. Catherine no levantó la vista cuando entré. Me acerqué a la cama. El doctor estaba de pie al otro lado. Catherine me miró y sonrió. Me incliné sobre la cama llorando.

—Mi pobre querido —dijo Catherine dulcemente. Tenía mal aspecto.

—No es nada, Cat —dije—, te curarás.

—Voy a morir —dijo. Se calló y añadió—: Y no quiero morir… no quiero.

Le cogí la mano.

—No me toques —dijo.

Le solté la mano. Sonrió.

—Mi pobre querido… sí, ya, tócame tanto como quieras.

—Te curarás, Cat. Sé que te curarás.

—Quería escribirte una carta por si pasaba algo, pero no lo hice.

—¿Quieres que vaya a buscar un sacerdote o alguien para que te vea?

—No quiero ver a nadie más que a ti. —Luego, después de un silencio—. No tengo miedo, pero la idea de la muerte me causa horror.

—No debe hablar tanto —dijo el doctor.

—Bueno —dijo Catherine.

—¿Puedo hacer algo por ti, Cat? ¿Puedo ir a buscarte algo?

Catherine sonrió.

—No. —Un momento después añadió—: Lo que hacíamos juntos, ¿no lo harás con otra mujer, dime? ¿No le dirás las mismas cosas?

—Nunca.

—Sin embargo, quiero que vayas con otras mujeres.

—No me interesan.

—Habla demasiado —dijo el doctor—. Tiene que irse, señor Henry. Puede volver un poco más tarde. No va a morirse. No tiene que decir tonterías.

—Bueno —dijo Catherine—. Volveré para hacerte compañía todas las noches.

Le costaba mucho hablar.

—Váyase de la habitación, se lo luego —dijo el doctor—. No debe hablar.

Catherine, con el rostro grisáceo, me hizo un ligero guiño con el ojo.

—Me quedaré en la puerta —dije.

—No te atormentes, querido —dijo Catherine—. No tengo miedo, es una broma de mal gusto, eso es todo.

—Mi valiente, mi pequeña querida…

Esperé en el corredor. Esperé mucho tiempo. La enfermera abrió la puerta y se acercó.

—La señora Henry está peor —dijo—. Tengo miedo…

—¿Ha muerto?

—No, pero ha perdido el conocimiento.

Parece que las hemorragias se habían repetido. No las habían podido detener con nada. Entré en la habitación y me quedé con Catherine hasta que murió. No le volvió el conocimiento y no tardó mucho en morir.

En el corredor hablé con el doctor.

—¿Puedo hacer algo esta noche?

—No, no hay nada que a hacer. ¿Quiere que le acompañe al hotel?

—No, gracias, quiero quedarme aquí un rato.

—Ya sé que no puedo decirle nada… No puedo decirle…

—No —dije—, no hay nada que decir.

—Adiós —dijo—. ¿De verdad no quiere que le lleve al hotel?

—No, gracias.

—Era lo único que podía hacerse. La operación ha comprobado que…

—No quiero que me hablen más —dije. Quisiera llevarle al hotel.

—No, gracias.

Se alejó por el corredor. Me acerqué a la puerta de la habitación.

—No puede entrar ahora dijo una de las enfermeras.

—Permítame… —dije.

—Aún no puede entrar.

—Salga —dije—, usted y la otra también.

Pero después que las hice salir, después de cerrar la puerta y apagar la luz, comprendí que todo era inútil. Era como si me despidiera de una estatua. Transcurrió un momento, salí y abandoné el hospital. Y volví al hotel bajo la lluvia.