Capítulo XL

Llevábamos una vida deliciosa. Pasaron enero y febrero. El invierno era muy hermoso y éramos muy felices. Al soplar el aire blanco, había habido algunos deshielos. La nieve se ablandaba y el aire olía a primavera, pero volvió el hermoso frío seco y el invierno continuó. Una noche empezó a llover. Llovió toda la mañana. La nieve se trocó en lodo y las vertientes de la montaña tomaron un tinte lúgubre. Las nubes estaban suspendidas sobre el lago y el valle. Llovía en las cumbres. Catherine se calzó unos chanclos y yo me metí las botas impermeables del señor Guttingen, luego bajo un gran paraguas, bajamos hacia la estación, chapoteando en la nieve derretida y el agua que corría y arrastraba el hielo de los caminos. Nos detuvimos en la posada para beber un vaso antes de comer. Fuera oíamos caer la lluvia.

—¿No te parece que sería mejor bajar a vivir en la ciudad?

—¿A ti qué te parece? —preguntó Catherine.

—Si el invierno ha terminado y la lluvia continúa, no será muy divertido aquí. ¿Cuánto tiempo falta ahora para la llegada de la pequeña Catherine?

—Aproximadamente un mes, tal vez un poco más.

—Podríamos bajar a vivir a Montreux.

—¿Por qué no vamos a Lausana? Allí está el hospital.

—Como quieras, pero pensaba que es una ciudad muy grande.

—También podemos vivir solos en una gran ciudad, y Lausana debe ser muy bonita.

—¿Cuándo nos iremos?

—Me es igual. Cuando quieras, querido. Si no tienes ganas, yo no quiero marchar.

—Esperemos a ver qué tiempo hace.

Llovió durante tres días. Más allá de la estación la nieve había desaparecido completamente. La carretera no era más que un torrente de lodo y nieve derretida. Había mucha humedad y los caminos estaban demasiado sucios para salir. Por la mañana del tercer día nos decidimos a bajar a la ciudad.

—Pueden hacerlo, señor Henry —dijo Guttingen—. No tenían que avisarme por anticipado. Ya imaginaba que no se quedarían ahora que ha empezado el mal tiempo.

—Además, de todas formas teníamos que acercarnos al hospital a causa de la señora —dije.

—Lo comprendo —dijo. ¿No volverán a pasar algún tiempo aquí con el niño?

—Si tienen habitaciones…

—En primavera, cuando los días son hermosos, podrían aprovechar el buen tiempo. Pondríamos el niño y el ama en la gran habitación que actualmente está cerrada, y usted y la señora podrían tener la misma habitación con la vista sobre el lago.

—Les escribiré cuándo volveremos.

Hicimos las maletas y partimos con el tren de la tarde. El señor y la señora Guttingen nos acompañaron a la estación. El señor Guttingen bajó nuestro equipaje en un trineo por la nieve derretida. Permanecieron junto a la estación, bajo la lluvia, moviendo la mano en señal de adiós.

—¡Eran tan simpáticos! —exclamó Catherine.

—Si, han sido muy amables.

En Montreux cogimos el tren para Lausana. Miramos por la ventanilla en dirección adonde habitábamos, pero las nubes impedían ver las montañas. El tren se detuvo en Vevey, después arrancó de nuevo, con el lago a un lado y, al otro, los campos pardos y mojados, los bosques desnudos, las casas húmedas. Al llegar a Lausana nos hicimos conducir a un hotel de mediana importancia. No paraba de llover mientras seguíamos por las calles y llegamos a la puerta del hotel. El conserje, que llevaba las llaves de cobre bajo las solapas, el ascensor las alfombras en el suelo y los lavabos blancos con los grifos muy bruñidos, la cama de metal y la gran habitación confortable, con todo esto nos parecía un gran lujo comparado con el chalet de los Guttingen. Las ventanas de la habitación daban sobre un jardín mojado, circundado por una pared con una reja de hierro por arriba. Al otro lado de la calle, que descendía por una acentuada pendiente, había otro hotel, con un muro y un jardín parecidos. Contemplé cómo caía la lluvia en el estanque del jardín.

Catherine encendió todas las luces y empezó a abrir sus maletas. Encargué un whisky con soda y, tendido en la cama, hojeé los periódicos que había comprado en la estación. Estábamos en marzo de 1918 y la ofensiva alemana había empezado en Francia. Bebí mi whisky y leía, mientras Catherine deshacía sus maletas y se movía por la habitación.

—¿No sabes lo que tengo que comprar, querido? —dijo.

—No. ¿Qué?

—La canastilla. No hay muchas mujeres que lleguen al octavo mes sin tener la canastilla.

—No tienes que hacer más que comprarla.

—Lo sé. Es lo que haré a partir de mañana. Ya me informaré de lo que se necesita.

—Deberías saberlo. Has sido enfermera.

—Si, pero en el hospital no había muchos soldados con niños.

—Yo tenía uno.

Me tiró una almohada y volcó el whisky con soda.

—Te voy a hacer subir otro —dijo—. Lo siento.

—No quedaba mucho. Ven a la cama.

—No. He de apresurarme para que esta habitación tenga aspecto de algo.

—¿De qué?

—De nuestra casa.

—Pon las banderas aliadas.

—¡Oh, qué lengua!

—Repítelo.

—¡Qué lengua!

—Lo dices con mucho cuidado —le dije—, como si tuvieras miedo de ofender a alguien.

—No.

—Entonces ven a la cama.

—Bueno. —Procedió a sentarse en la cama—. Ya sé que no te distraes conmigo, querido. Parezco un gran saco de harina.

—No lo creas. Eres hermosa y encantadora.

—Te has casado con un objeto sin gracia.

—No lo creas. Cada día eres más hermosa.

—Pero volveré a estar delgada, querido.

—Estás delgada.

—Has bebido demasiado.

—Sólo un whisky con soda.

—Te traerán otro —dijo ella—, y luego, ¿haremos la comida aquí?

—Es una buena idea.

—Entonces, ¿no saldremos? ¿Nos quedaremos aquí esta tarde?

—Y nos divertiremos —dije.

—Beberé vino —dijo Catherine—. No puede hacerme daño. Tal vez podamos beber nuestro añejo capri blanco.

—Seguramente —dije— deben tener vinos de Italia en un hotel de esta categoría.

El camarero llamó a la puerta. Traía el whisky en un vaso lleno de hielo y, al lado del vaso, en una bandeja, una botella pequeña de soda.

—Gracias —dije—. Póngalo allí. ¿Quiere hacer el favor de hacernos subir la comida para dos, con dos botellas de capri blanco helado?

—¿El señor y la señora quieren sopa para empezar?

—¿Quieres sopa, Cat?

—Si, por favor.

—Una sopa, entonces.

—Muy bien, señor.

Salió y cerró la puerta. Volví a mis periódicos y a la guerra que contaban, y por encima del hielo mezclé lentamente la soda con el whisky… Tendré que decirle que no ponga el hielo en el whisky, que traiga el hielo separado; así uno se da cuenta de la cantidad que hay de whisky y no hay peligro de echar de repente demasiada soda. Compraré una botella de whisky y les haré traer el hielo y la soda. Este será el mejor sistema. Un buen whisky es muy agradable. Una de las cosas más agradables de la existencia…

—¿En qué piensas, querido?

—En el whisky.

—Pero ¿aún?

—Pienso que es muy bueno.

Catherine hizo una mueca.

—Lo acepto.

Permanecimos tres semanas en aquel hotel. No se estaba mal. Generalmente el comedor estaba vacío y, muchas veces, por la noche cenábamos en nuestro habitación. Nos paseábamos por la ciudad y tomábamos el funicular para bajar a Ouchy a pasearnos por la orilla del lago. Durante algún tiempo casi hizo calor. Parecía que estuviéramos en primavera. Nos hubiera gustado estar de nuevo en la montaña, pero esta temperatura primaveral sólo duró algunos días. Después volvió la fría crudeza del invierno.

Catherine compró en la ciudad todo lo que necesitaba para el niño. Con el fin de hacer algún ejercicio, fui a boxear a un gimnasio. Solía ir por la mañana, mientras Catherine se quedaba algún tiempo más en la cama. Durante los días de falsa primavera me daba mucho gusto, después del boxeo y la ducha, andar por las calles que olían a primavera, y sentarme en un café para ver cómo pasaba la gente, mientras hojeaba los periódicos bebiendo un vermut. Luego, la vuelta al hotel y la comida con Catherine. El profesor de boxeo del gimnasio. Llevaba bigotes. Era muy metódico y nervioso y perdía los estribos cuando lo atacaban en serio. Pero el gimnasio era agradable. Estaba bien ventilado y la luz era buena y yo iba de buena gana. Saltaba a la cuerda, boxeaba frente al espejo, hacia gimnasia abdominal, tendido en el suelo, con un rayo de sol que entraba por la ventana abierta; y, de vez en cuando, asustaba al profesor boxeando con él. Al principio me resultaba difícil boxear frente al espejo alto y estrecho, porque me parecía raro ver boxear a un hombre con barba. Pero acabé por encontrarlo gracioso. Me hubiera gustado quitarme la barba así que empecé a boxear, pero Catherine se opuso.

Alguna vez, con Catherine, nos paseábamos en coche por el campo. Era muy agradable cuando hacia buen tiempo y encontrábamos buenos lugares para comer. Catherine ya no podía andar mucho y a mi me gustaba recorrer con ella los caminos del campo. Cuando hacía buen tiempo nos sentíamos completamente felices, y, en ningún momento, nos sentimos desgraciados. Sabíamos que el momento de la liberación se acercaba y esto nos daba a los dos la sensación de que teníamos que apresurarnos para no perder ni una sola ocasión de estar juntos.