Capítulo XXXVIII

Aquel año la nieve llegó muy tarde. Vivíamos en un chalet de color pardo, en medio de abetos, en la ladera de la montaña. Por las noches helaba, y en los jarros de agua, de encima de la cómoda, había cada mañana una fina capa de hielo. Por la mañana, madame Cuttingen entraba temprano en la habitación para cerrar las ventanas y encender una gran estufa de piedra. La madera de abeto crujía, lanzaba chispas, luego el fuego crepitaba en la estufa y cuando, por segunda vez, madame Cuttingen entraba en la habitación, traía grandes tocones para el fuego y un jarro de agua caliente. Cuando la habitación se había calentado, traía el desayuno. Sentados en la cama, mientras nos desayunábamos, contemplábamos el lago y las montañas del otro lado, de la orilla francesa. Había nieve en las cumbres de las montañas y el lago era de un color acerado grisazul.

Fuera, frente al chalet, un camino subía hacia la montaña. Las rodadas y los hoyos estaban duros como el hierro a causa de la helada. El camino subía directamente a través del bosque, y, rodeando la montaña, atravesaba las praderas, uniendo granjas y chozas que en ellas había, dirigiéndose luego al lindero de los bosques, por encima del valle. Este era profundo y, en el fondo, había un arroyo que iba para al lago, y cuando el viento soplaba en el valle se oía el ruido del agua sobre las piedras.

Algunas veces dejábamos el camino para seguir un atajo a través de los abetos. El suelo del bosque era suave bajo los pies. La helada no lo endurecía como endurecía el camino. Pero poco nos importaba la dureza del camino, ya que llevábamos clavos en las suelas y en los tacones de los zapatos, y los clavos se hundían en las rodadas heladas. Con esta clase de calzado era agradable y vivificante andar por los caminos. Pero era todavía más encantador andar por los bosques.

Frente a la casa que habitábamos, la montaña bajaba perpendicularmente hacia una pequeña llanura a la orilla del lago, y nos sentábamos en la galería de la casa, al sol, y veíamos el camino que serpenteaba por los flancos montañosos, y los viñedos en arriates en la vertiente de la menos alta de las montañas, con las vides que el invierno había matado y los muros de piedra que separaban los campos y, por debajo de los viñedos, las casas de la ciudad en la llanura reducida, a la orilla del lago. En este había una isla con dos árboles, que se parecían mucho a las dos velas de una barca de pesca. Las montañas del otro extremo del lago, eran abruptas y escarpadas y, a lo lejos, al extremo del lago, se extendía el valle del Ródano, muy liso entre dos hileras de montañas.

Remontando el valle, en la hendidura montañosa, se encontraba el Dent du Midi. Era una alta montaña nevada que dominaba el valle pero estaba tan lejos que no hacía sombra.

Cuando el sol era fuerte, comíamos en la galería, pero si no lo era comíamos arriba, en una pequeña habitación que tenía las paredes de madera natural, y una gran estufa en un rincón. Compramos libros y revistas en la ciudad, y un ejemplar de Hoyle, y aprendimos muchos juegos de cartas para dos. La pequeña habitación de la estufa era nuestro salón. Había dos sillas muy cómodas y una mesa para los libros y las revistas; y cuando la habían levantado, jugábamos a cartas en la mesa de comer. El señor y la señora Guttingen ocupaban los bajos, y a veces los oíamos hablar por la noche, y, juntos, también eran muy felices. Él había sido maître d’hotel y ella camarera en el mismo hotel, y habían hecho economías para poder comprar esta casa. Tenían un hijo que hacía el aprendizaje para ser mayordomo. Estaba en un hotel de Zurich, En los bajos había una sala donde vendían vino y cerveza, y algunas veces, al atardecer, oíamos carreteros que se paraban en el camino, y los hombres subían los peldaños para ir a la sala, a beber un vaso de vino.

En el pasillo, junto a la puerta del salón, había una arca para la leña. Servía para alimentar nuestro fuego. Pero nunca velábamos hasta muy tarde. Nos acostábamos en la oscuridad, en la gran habitación, y una vez desnudo abría las ventanas, contemplaba la noche, las estrellas heladas y los abetos bajo la ventana, y corría muy aprisa a meterme en la cama. Se estaba muy bien en ella, con la noche más allá de la ventana y con un aire tan frío y tan puro.

Dormíamos profundamente y, si me despertaba, ya sabía el único motivo; tiraba más arriba el edredón de pluma, con suavidad para no despertar a Catherine, y volvía a dormirme, muy caliente, bajo la novedad de las mantas tan ligeras y suaves. La guerra me parecía tan lejos como los partidos de fútbol de cualquier colegio. Pero sabía por los periódicos que aún luchaban en las montañas, porque todavía no nevaba.

Algunas veces bajábamos a pie hasta Montreux. Había un atajo que venía de la montaña, pero era muy perpendicular y, generalmente, íbamos por la carretera, sobre el camino ancho y duro, y andábamos entre los campos, luego, más abajo, por entre las casas de los pueblos que encontrábamos a nuestro paso.

Había tres pueblos: Chemeux, Fontanivent y otro cuyo nombre he olvidado. Siguiendo nuestro camino pasábamos frente a un viejo castillo de piedra. Elevaba su mole cuadrada sobre una especie de plataforma en la ladera de la montaña, con viñedos en arriates, cada cepa atada a un tutor, las viñas secas y pardas, y la tierra preparada para la nieve, y abajo, el lago, liso y gris como el acero. La carretera hacía mucha pendiente, después del castillo, en seguida tiraba a la derecha y por fin entraba en Montreux por una bajada muy pronunciada, llena de puntiagudas piedras.

No conocíamos a nadie en Montreux. Bordeábamos el lago, mirábamos los cisnes y la gran cantidad de gaviotas y golondrinas marinas que huían al acercarnos nosotros y gritaban mirando el agua. En el centro había bandadas de somormujes, pequeños y negros, que al nadar trazaban estelas en el agua. Por la ciudad seguíamos la calle Mayor mirando los escaparates de los almacenes. Había muchos grandes hoteles cerrados, pero la mayoría de los almacenes estaban abiertos y la gente estaba muy contenta de vernos. Había un gran salón de peluquería en el cual un día entró Catherine para hacerse arreglar el pelo. La mujer que lo dirigía era muy jovial y era la única persona que conocíamos en Montreux. Para esperar a Catherine fui a una cervecería donde bebí cerveza negra de Munich mientras leía los periódicos. Leí el Corriere della Sera y los periódicos ingleses y americanos de París. Habían suprimido todos los anuncios, seguramente para impedir comunicarse por este medio con el enemigo. Los periódicos no traían nada bueno. Todo iba muy mal, por todas partes.

Estaba sentado en un rincón de la sala, con un gran jarro de cerveza negra y una bolsa de papel, llena de pretzels. Me gustan los pretzels por su sabor salado y también por el buen gusto que daban a la cerveza, mientras leía las noticias del desastre. Esperaba la llegada de Catherine que no venía. Volví el periódico a su sitio y subí por la calle para irla a buscar. Era un día frío, triste y brumoso; incluso las piedras de las casas parecían frías. Catherine aún estaba en la peluquería. La mujer le ondulaba el pelo. Me senté en su departamento y miré. Era un espectáculo excitante. Catherine sonreía y me hablaba, y porque estaba excitado, mi voz era ronca. Las tenacillas hacían un ruido agradable y veía a Catherine en tres espejos. En el departamento, se estaba caliente y bien. Luego, la mujer levantó los cabellos a Catherine, y esta se miró en el espejo e hizo algunos cambios, sacando y poniendo horquillas. Por fin se levantó.

—Siento haber tardado tanto —se excusó.

—El señor estaba muy interesado contemplando la operación, ¿no es verdad, señor?

La mujer sonreía.

—Sí —le contesté.

Salimos y subimos por la calle. Hacía frío y había bruma, y el viento soplaba.

—¡Oh, querida, cuánto te quiero! —le dije.

—¿No somos felices? —me contestó ella—. Dime, ¿y si fuéramos a tomar cerveza en vez de té? Va bien para la pequeña Catherine: impide que se desarrolle demasiado.

—¡La pequeña Catherine! —exclamé—. ¡Esta holgazana!

—Es muy buena —dijo Catherine—. Casi no la noto. El doctor dice que la cerveza es buena para mí y a ella no la deja engordar.

—Si no le dejas engordar, y es un chico, quizá podamos hacer de él un jockey.

—Si este niño llega al mundo —dijo Catherine—, tendremos que acabar casándonos.

Estábamos en la cervecería, en la mesa de un rincón. Fuera empezaba a oscurecer. Aún era temprano, pero el día estaba oscuro y pronto caería la noche.

—Casémonos en seguida —le dije.

—No —dijo Catherine—. Me da vergüenza ahora. Se ve demasiado. No quiero casarme así.

—Tendríamos que haberlo hecho antes.

—Seguramente habría sido mejor. Pero ¿cuándo hubiéramos podido, querido?

—No lo sé.

—De todas formas, yo sé una cosa, y es que no me quiero casar con esta presencia tan majestuosa.

—Aún no estás majestuosa.

—¡Oh, sí, querido! La peluquera me ha preguntado si era el primero. He mentido, le he dicho que no; he dicho que ya teníamos dos niños y dos niñas.

—¿Cuándo nos casaremos?

—Así que vuelva a estar delgada. Tenemos que hacer un buen casamiento y que la gente diga: ¡Qué hermosa pareja!

—¿Y no te molestará no estar casada?

—No, querido. ¿Por qué quieres que me moleste? La sola vez que me he sentido molesta fue en Milán, cuando tuve la impresión de ser una cualquiera y sólo duró unos minutos, y aún la culpa la tenía la habitación. —¿Es que no soy una buena mujercita?

—Eres una mujercita encantadora.

—Entonces no des tanta importancia a los principios, querido. Nos casaremos así que vuelva a estar delgada.

—De acuerdo.

—¿Te parece bien si tomo otra cerveza? El doctor me ha dicho que tengo las caderas un poco estrechas y cuanto menos gorda esté la pequeña Catherine, mejor.

—¿Qué más ha dicho? —inquirí. Estaba inquieto.

—Nada. Tengo la presión arterial perfecta, querido. Se ha admirado mucho de mi presión arterial.

—¿Qué es lo que piensa el doctor de la estrechez de las caderas?

—Nada, nada en absoluto. Ha dicho que era mejor que no engordara.

—Tiene razón.

—Dijo que era demasiado tarde para empezar si no lo había hecho nunca. —Dijo que podría esquiar si estuviera segura de no caer.

—Es muy bromista.

—Fue muy amable, sí. Lo Llamaremos para el nacimiento del niño.

—¿Le has preguntado si sería mejor que te casaras?

—No. Le he dicho que hacía cuatro años que estábamos casados. ¿Comprendes, querido? Si me caso contigo, seré americana y entonces poco importa la fecha de la boda; según la ley americana, nuestro hijo será legítimo.

—¿Dónde has leído esto?

—En el New York World Almanac, en la biblioteca.

—Eres una mujercita estupenda.

—Me gustara mucho ser americana, y viviremos en América, ¿no es verdad, querido? Quiero ver las cataratas del Niágara.

—Eres una mujercita encantadora.

—Hay otra cosa que quisiera ver, pero no me acuerdo cuál.

—¿Los mataderos de Chicago?

—No. No puedo acordarme.

—¿El edificio Woolworth?

—No.

—¿El Gran Cañón?

—No. Pero eso también me gustaría verlo.

—Bueno, pero ¿qué es, pues?

—¡Ah, ya sé! El Golden Gate. Esto es lo que quiero ver. ¿Dónde está el Golden Gate?

—En San Francisco.

—Entonces iremos allí.

—De momento, volvamos a la montaña, ¿quieres? ¿Llegamos a tiempo para alcanzar el tren?

—Sale uno poco después de las cinco.

—Podemos cogerlo.

Como quieras, pero aún tomaré otra cerveza.

Cuando salimos para ir a la estación, hacía mucho frío. Un viento helado soplaba del valle del Ródano. Los escaparates de las tiendas estaban iluminados y subimos por las empinadas escaleras de piedra hasta la calle de más arriba, luego por otra escalera y llegamos a la estación. El tren eléctrico esperaba, todo iluminado. Había un cuadrante que señalaba las horas de salida. Las minuteras marcaban las cinco y diez. Miré el reloj de la estación. Eran las cinco y cinco. Al subir al vagón, vi al mecánico y al inspector que salían del bar. Nos sentamos y bajamos el cristal. El tren tenía calefacción eléctrica y la atmósfera era pesada, pero el aire fresco entró por la ventana.

—¿Estás cansada, Cat? —le pregunté.

—No, me encuentro divinamente.

—El trayecto no es muy largo.

—Me gusta este trayecto. No te preocupes por mi, querido. Me encuentro muy bien.

La nieve no apareció hasta tres días antes de Navidad. Una mañana nos despertamos y nevaba. Nos quedamos en la cama mirando cómo caía la nieve. Fui a la ventana para mirar, pero me fue imposible ver el otro lado del camino. El viento soplaba con violencia y la nieve se arremolinaba. Volví a acostarme y nos pusimos a hablar.

—Me gustaría poder esquiar —dijo Catherine—. Me fastidia no poder esquiar.

—Cogeremos un trineo y bajaremos por la carretera; para ti no será peor que el coche.

—¿No será mucho traqueteo?

—Ya veremos.

—Espero que no sea mucho traqueteo.

—En seguida daremos un paseo por la nieve. Antes del desayuno —dijo Catherine—, eso nos abrirá el apetito…

—Siempre tengo hambre.

—Yo también.

Salimos a la nieve, pero se había amontonado de tal manera que no pudimos ir muy lejos. Yo andaba delante y abrí un camino hasta la estación. Una vez llegados allí, no tuvimos ganas de ir más lejos. La nieve caía tan espesa que casi no veíamos y entramos en una pequeña posada que había junto a la estación. Nos limpiamos con una escoba; nos sentamos en un banco y tomamos un vermut.

—Es una gran tempestad —dijo la muchacha que nos sirvió.

—Este año la nieve ha llegado tarde.

—Sí.

—¿Puedo comer una tableta de chocolate? —preguntó Catherine—. ¿O estará demasiado cerca de la comida? Siempre tengo hambre.

—Claro que sí, cómela —le contesté.

—Me gustaría con avellanas —dijo Catherine.

—Es muy bueno —dijo la criada—. Es el que prefiero.

—Yo tomaré otro vermut —dije.

Cuando volvimos a la carretera, nuestro camino estaba colmado de nieve. Casi no se veían los hoyos que yo había hecho. La nieve nos golpeaba de lleno en la cara y casi no podíamos ver nada. Nos sacudimos la nieve y nos sentamos a la mesa. El señor Guttingen servía la comida.

—Mañana se podrá esquiar —dijo—. ¿Es usted esquiador, señor Henry?

—No, pero puedo aprender.

—Aprenderá fácilmente. Mi hijo estará aquí por Navidad. Ya le enseñará.

—¡Ah, muy bien! ¿Cuándo Llegará?

—Mañana por la tarde.

Mientras estábamos sentados en la pequeña sala, junto a la estufa, después de comer, ocupados en mirar cómo caía la nieve, Catherine me dijo:

—¿No te gustaría ir de excursión a algún sitio, querido, solo, con hombres y esquís?

—No, ¿por qué?

—A veces pienso que quizá te gustaría ver a otras personas.

—Y tú, ¿tienes ganas de ver a otras personas?

—No.

—Yo tampoco.

—Ya lo sé, pero es diferente. Yo voy a tener un niño, y, por eso mismo, estoy completamente satisfecha de no hacer nada. Ya sé que ahora soy una estúpida con mi charlatanería, y creo que deberías ausentarte un poco para evitar que te canses de mi.

—¿Quieres que me vaya?

—No, quiero que te quedes.

—Es lo que tengo ganas de hacer.

—Ven aquí —dijo—. Quiero tocarte el chichón de la cabeza. Abulta mucho. —Pasó el dedo por encima—. Dime, querido, ¿no te gustaría dejarte crecer la barba?

—¿Lo querrías?

—Tal vez resultaría un poco raro. Me gustaría verte con barba.

—Está bien, me la dejaré crecer. En seguida comenzaré. Es una buena idea. Así tendré algo que hacer.

—¿Te aburres sin tener nada que hacer?

—No, me gusta. Llevo una vida estupenda. ¿Y tú no?

—Mi vida es encantadora, pero tenía miedo de molestarte ahora que estoy embarazada.

—¡Oh, Cat! ¿Es que no sabes lo loco que estoy por ti?

—¿Incluso estando así?

—Exactamente tal como eres. Soy feliz. ¿No llevamos una buena vida?

—Yo sí; pero tal vez te gustaría un poco de cambio.

—No. Algunas veces pienso en el frente y en las personas que conozco, pero no me preocupa. Además, pienso poco.

—¿En quién piensas?

—En Rinaldi, en el capellán y en montones de personas que conozco. Pero no pienso mucho en ellos. No quiero pensar en la guerra. Está acabada para mi.

—¿En qué piensas en este momento?

—En nada. Mira cómo nieva.

—Me gusta más mirarte a ti. Querido, ¿por qué no te dejas crecer el pelo?

—¿Cómo?

—Si, sólo un poquito.

—Encuentro mis cabellos suficientemente largos.

—No. Déjalos crecer un poco más y yo me cortaré los míos; así iremos iguales, con la diferencia de que yo seré rubia y tú moreno.

—No dejaré que te cortes los tuyos.

—Estaría gracioso. Estoy cansada de ellos. Es muy pesado por la noche, en la cama.

—A mí me gustan.

—¿No te gustarían cortados?

—Tal vez. Pero me gustan así como los llevas.

—Quizá estarían muy bien cortos. Seriamos iguales. ¡Oh, querido! Te deseo tanto que me gustaría ser tú mismo.

—Lo eres. Los dos somos uno.

—Ya lo sé… por la noche.

—Las noches son magnificas.

—Yo quisiera ser completamente el uno del otro. No quiero que te vayas. En una manera de decirlo. Puedes irte si quieres con la condición de que te des prisa en volver, porque, ya lo sabes, querido, sólo vivo cuando estás conmigo.

—No me iré nunca —dije—. No soy bueno para nada cuando tú no estás. Ahora no tengo vida aparte.

—Quiero que tengas una vida para ti. Quiero que tengas una vida bonita. La tendremos juntos, ¿verdad?

—Y ahora, ¿continúas teniendo ganas de que me deje crecer la barba?

—Si. Déjatela crecer. Sera divertido.

—¿Quieres jugar al ajedrez?

—Preferiría que jugásemos los dos.

—No. Juguemos al ajedrez.

—Y después, ¿jugaremos los dos?

—Bueno.

Cogí el tablero y coloqué las piezas. Seguía nevando.

Una noche me desperté y sabía que Catherine no dormía. La luna brillaba sobre la ventana y proyectaba la sombra de los travesaños sobre la cama.

—¿Te has despertado, amor mío?

—Si. ¿No puedes dormir?

—Acabo de despertarme pensando qué loca era cuando te vi por primera vez. ¿Te acuerdas?

—Si, eras un poco loca, pero muy poco.

—Ahora ya no lo soy. I’m grand now. Dices grand con tanta gracia. Di grand.

Grand.

—¡Oh, eres un primor! Ahora ya no soy loca. Soy solamente muy, muy feliz.

—Vamos, duérmete —le dije.

—Sí. Durmámonos exactamente en el mismo momento.

Pero no pasó así. Me quedé desvelado mucho rato pensando en mil cosas y mirando a Catherine durmiendo al claro de luna. Sin embargo, también acabé por dormirme.