Remaba en la oscuridad de manera que el viento me daba siempre en la cara. Había parado de llover. Sólo algunas gotas caían de vez en cuando. Estaba muy oscuro y el viento era frío; podía ver a Catherine atrás, pero no podía ver el agua donde se hundían los remos. Estos eran largos y no tenían cuero para impedir que se deslizaran. Bajaba, me levantaba, me inclinaba hacia delante, encontraba el agua, hundía los remos, bajaba; en resumen, remaba aunque mal. No me preocupaba en volver los remos planos, porque el viento nos empujaba. Sabía que se me harían ampollas, y quería retrasar ese accidente al máximo. La barca era ligera y la navegación era fácil. Yo los mantenía en el agua oscura. No veía nada, y esperaba que, llegaríamos pronto a Pallanza.
No vimos nunca Pallanza. El viento soplada de través. En la oscuridad doblamos la punta que esconde Pallanza y nunca vimos sus luces. Cuando, por fin, más tarde, vimos luces, junto a la orilla, era Intra. Llevados por las olas avanzábamos constantemente en la oscuridad. A veces, cuando una ola levantaba la barca, los remos, en la oscuridad, golpeaban el vacío. De repente nos encontramos contra la orilla, junto a los arrecifes que se levantaron a nuestro lado. Las olas rompían allí, saltaban muy altas y caían de nuevo. Bajé el remo derecho y empujé el agua con el izquierdo, y volvimos hacia dentro. La punta estaba fuera de vista y demontábamos el río.
—Estamos en el centro del lago —dije a Catherine.
—¿No teníamos que ver Pallanza?
—Hemos ido por otro sitio.
—¿Cómo estás, querido?
—Bien.
—Podría coger los remos un rato.
—No. Voy bien.
—¡Pobre Ferguson! —dijo Catherine—. Por la mañana irá al hotel y nos encontrará fuera.
—Más me preocupa llegar a la zona suiza antes del amanecer, para que los aduaneros no nos vean.
—¿Está lejos?
—A unos treinta kilómetros.
Remé toda la noche. Al fin tenía las manos tan maltrechas que casi no podía sostener los remos. Varias veces estuvimos a punto de estrellarnos contra la orilla. No me separaba mucho del borde porque tenía miedo de extraviarme adentro y perder tiempo. A veces estábamos tan cerca que podíamos distinguir una hilera de árboles, la carretera costera y las montañas detrás. La lluvia paró, el viento ahuyentó las nubes y salió la luna; y, volviéndome, vi la punta de Castagnola y el lago que cabrilleaba y, más lejos, la luna sobre las altas montañas nevadas. Luego la luna se escondió de nuevo detrás de las nubes, y las montañas y el lago desaparecieron, pero estaba mucho más claro que antes y podíamos ver la orilla. La veía incluso muy claramente y me alejé para no hacer visible nuestra barca, en el caso de que los aduaneros vigilasen el camino de Pallanza. Cuando la luna reapareció, advertimos las manchas blancas de las villas, en la orilla y en los flancos de las montañas, y la línea blanca de la carretera entre los árboles. No había parado de remar ni un minuto.
El lago se ensanchaba y, en la orilla, al pie de las montañas, al otro lado, vimos luces. Luino, seguramente. Había visto una brecha cuneiforme entre las montañas, en la otra orilla; es lo que me hizo pensar que debía ser Luino. Si era verdad, habíamos ido bien. Levanté los remos y me dejé caer en el banco. Estaba muy cansado de remar. Los brazos, los hombros y los riñones me dolían mucho, y tenía las manos maltrechas.
—Podría abrir el paraguas —dijo Catherine—. Podríamos ir a la vela con este viento.
—¿Eres capaz de dirigir?
—Me parece que si.
—Entonces coge el remo, mantenlo bajo el brazo, contra el borde de la barca, y conduce; yo sostendré el paraguas.
Fui atrás para enseñarle cómo tenía que sujetar el remo. Cogí el gran paraguas que nos había dado el conserje, me senté frente a la proa y lo abrí. Se abrió bruscamente. A caballo sobre el mango, cuyo puño estaba sujeto al banco, lo cogí por los dos lados. Dentro el viento se engolfaba de Lleno y noté cómo la barca corría, mientras yo me agarraba lo más fuerte posible a las varillas. El empuje era vigoroso; la barca corría mucho.
—Vamos maravillosamente —dijo Catherine.
Sólo veía las varillas del paraguas. El paraguas se extendía, estiraba, y sentía cómo nos llevaba. Sólidamente apuntalado sobre las piernas, me esforzaba en retenerlo cuando una ráfaga lateral lo giró bruscamente. Sentí que una varilla me cruzaba la frente. Probé de alcanzar la punta que se doblaba bajo el viento, pero se había vuelto completamente y me encontré a caballo de un paraguas hecho jirones, donde un minuto antes había una vela hinchada de viento. Desaté el puño del banco, puse el paraguas a proa y fui a coger el remo a Catherine. Ella se reía. Me cogió la mano sin parar de reír.
—¿Qué es lo que te pasa?
Cogí el remo.
—¡Oh! Estabas tan gracioso con este trasto en las manos.
—Ya lo supongo, en efecto.
—No te enfades, querido. ¡Era tan cómico! Parecías tener veinte pies de ancho y te agarrabas tan afectuosamente a los bordes del paraguas.
Se atragantó.
—Voy a remar.
—Descansa y bebe un poco. Hace buena noche y hemos ido bien.
—Tengo que vigilar la barca para que no se hunda entre las olas.
—Voy a darte de beber. Descansa un poco, querido.
Los remos que tenía en el aire nos servían de velas. Catherine abrió la maleta. Me dio la botella de aguardiente. La destapé con mi cortaplumas y bebí un gran trago. Era dulce y caliente, y su ardor me invadió, y me sentí animado y contento.
—Es un aguardiente estupendo —dije.
La luna se había ocultado de nuevo, pero podía distinguir las orillas. Me pareció ver otro pico, muy lejos, frente a nosotros.
—¿Estás bastante caliente, Cat?
—Estoy divinamente. Sólo siento un poco de agujetas.
—Entonces, vacía el agua y podrás extender las piernas.
Volví a remar mientras escuchaba el ruido de los toletes, la inmersión y el roce del cubo de hojalata bajo el banco de popa.
—¿Podrías darme el cubo? —imploré—. Quisiera beber.
—Está muy sucio.
—Es igual. Ya lo lavaré.
Oí cómo Catherine lo limpiaba por encima de la borda. Luego me lo pasó lleno, de agua. El coñac me había alterado, y el agua estaba helada, tan fría, que me hizo daño en los dientes. Miré hacia la orilla. Nos habíamos acercado al alto pico. En la bahía había luces.
—Gracias —dije, y le devolví el cubo de hojalata.
—A tu disposición —dijo Catherine—. Aún hay otro si lo quieres.
—¿No notas necesidad de comer algo?
—No. Pero pronto tendré hambre. Tenemos que guardar las provisiones para cuando esto ocurra.
—Muy bien.
Lo que parecía un pico era un gran promontorio alargado. Me adelanté para doblarlo. El lago se había estrechado. La luna había vuelto a aparecer y los guardia di finanza habrían podido ver muy bien nuestra embarcación si hubiesen vigilado.
—¿Cómo te encuentras, Cat? —le pregunté.
—Bien. ¿Dónde estamos?
—No creo que nos queden por hacer más de ocho millas, ahora.
—Aún tendrás que remar mucho rato, mi pobre querido. ¿No te has muerto de cansancio?
—No, estoy bien. Sólo me duelen las manos.
Continuamos nuestro viaje. Había una hendidura entre las montañas, en la orilla derecha. El terreno se allanaba hasta la línea costera muy baja. Pensé que aquello debía ser Cannobio. Procuraba mantenerme en el centro, pues era el momento en que más peligro teníamos de encontrar los guardias. En la otra orilla, frente a nosotros se elevaba una alta montaña con la cumbre redondeada. Estaba cansado. La distancia que aún teníamos que recorrer no era larga, pero, cuando se está cansado, todo parece muy largo. Sabía que tenía que dejar atrás esta montaña y remontar el río durante al menos cinco millas antes de encontrarme en aguas suizas. La luna iba a ponerse, pero aún no había desaparecido cuando el cielo se cubrió de nuevo, y la oscuridad fue profunda. Continué en el centro. De vez en cuando paraba de remar para descansar y mantenía los remos de manera que el viento les diera de plano.
—Déjame remar un poco —dijo Catherine.
—No creo que esté indicado en tu caso.
—Tú desatinas. Me irá muy bien. Impedirá que me anquilose.
—Creo que harías mejor absteniéndote, Cat.
—Tú desatinas. El remo, de una manera moderada, lo recomiendan a las mujeres encintas.
—¿De verdad? Entonces rema un poco… de una manera moderada. Voy a sentarme detrás. Tú, ven aquí. Agárrate a los dos lados cuando vengas.
Me levanté el cuello, me instalé detrás y miré cómo Catherine remaba. Lo hacia muy bien, pero los remos eran muy largos y la molestaban. Abrí la maleta y comí dos bocadillos; luego bebí un trago de aguardiente. En seguida vi las cosas bajo un aspecto menos sombrío, y bebí otro trago.
—Avísame así que estés cansada —dije. Luego, un rato después, añadí—: Ve con cuidado de no golpearte el vientre con los remos.
—Si todo fuera como esto, —dijo Catherine entre dos esfuerzos—, tal vez se simplificaría mucho la vida.
Bebí un poco de aguardiente.
—¿Qué tal vas?
—Bien.
—Dímelo cuando quieras dejarlo.
—Si.
Bebí otro trago de aguardiente. Después, apoyándome en los bordes, me adelanté.
—No, va divinamente.
—Vuelve atrás. Estoy completamente descansado.
Durante un rato, gracias al aguardiente, remé con facilidad y sin interrupción. Luego empecé a fallar las olas y, muy pronto, sólo iba sosteniéndome. Tenía un gusto negruzco de bilis en la boca, por haber remado demasiado fuerte después del aguardiente.
—¿Quieres darme agua? —dije.
—Es sencillo —contestó Catherine.
Al amanecer, empezó a lloviznar. El viento había parado o tal vez estábamos protegidos por las montañas que rodeaban el lago. Cuando vi que iba a hacerse de día, hice un esfuerzo y volví a remar vigorosamente. No sabía dónde estábamos y quería llegar a la zona suiza. Al apuntar el día estábamos muy cerca de la orilla. Podía ver las rocas y los árboles.
—¿Qué es esto? —dijo Catherine.
Descansé sobre los remos y escuché. Era una canoa automóvil que petardeaba en el lago. Me acerqué a la orilla y permanecí quieto. El ruido se acercaba y vimos la canoa, bajo la lluvia un poco más atrás. Había cuatro guardia di finanza en la popa. Llevaban sus sombreros alpini bien calados, el cuello de sus capotes levantado y las carabinas en bandolera. Todos parecían medio dormidos, por ser tan temprano. Distinguí el color amarillo de sus capotes. La canoa nos adelantó y desapareció bajo la lluvia.
Volví al centro. Si estábamos tan cerca de la frontera, no quería que nos llamara un centinela de la carretera. Me mantuve a una distancia que nos permitiera justo distinguir la orilla y remé bajo la lluvia durante tres cuartos de hora. Volvimos a oír una canoa automóvil. Me detuve y esperé hasta que el ruido del motor se alejó por el lago.
—Me parece que ya estamos en Suiza, Cat —le dije.
—¿De verdad?
—No lo podremos saber hasta que veamos soldados suizos.
—O la marina suiza.
—Por lo que nos concierne, la marina suiza no es una broma. Seguramente que la segunda canoa que hemos oído pertenecía a la marina suiza.
—Si estamos en Suiza tenemos que hacer un buen desayuno. Hay unos panecillos maravillosos en Suiza, y mantequilla, y mermelada.
Era completamente de día y caía una lluvia muy fina. La brisa seguía soplando en el lago y veíamos huir las olas encrespándose hacia el extremo del lago. Estaba seguro de que estábamos en Suiza. Había muchas casas en la espesura por detrás de la orilla, y, más arriba, un pueblo con casas de piedra, villas en la ribera y una iglesia. Había vigilado la carretera costera para ver si había guardianes. No había visto ninguno. La carretera costeaba el lago por aquel lugar y vi a un soldado que salía de un café. Llevaba un uniforme gris verde y un casco como los alemanes. Su rostro respiraba salud. Llevaba un bigote pequeño que parecía un cepillo de dientes. Nos miró.
—Hazle una señal —dije a Catherine.
Moví la mano y el soldado sonrió, turbado, y contestó también con la mano. Remé más lentamente. Pasábamos frente al pueblo.
—Debe hacer rato que ya hemos pasado la frontera —dije.
—Tenemos que estar muy seguros, querido. No quisiera que nos devolvieran a Italia.
—La frontera está lejos, detrás de nosotros. Me parece que estamos en el pueblo aduanero. Casi estoy seguro de que es Brissago.
—¿No habrá algún italiano aquí? Siempre hay gente de los dos países en las Aduanas.
—No en tiempo de guerra. No creo que dejen pasar la frontera a los italianos.
Era una pequeña ciudad de aspecto agradable. Había muchas barcas de pesca, a lo largo del muelle, y redes tendidas sobre los tablados. Caía una fina lluvia de noviembre, pero, a pesar de la lluvia, todo parecía limpio y alegre.
—¿Quieres que abordemos aquí para desayunar?
—Perfectamente.
Forcé el remo izquierdo para acercarme a la orilla y después, cuando estuvimos contra el muelle, enderecé la barca para poder atracar. Después de sujetar los remos, cogí una anilla de hierro y salté a la piedra húmeda. Estaba en Suiza. Até la barca y tendí la mano a Catherine.
—Ven pronto, Cat. Es una sensación magnífica.
—¿Y las maletas?
—Déjalas en la barca.
Catherine desembarcó. Estábamos juntos en Suiza.
—¡Qué hermoso país! —dijo.
—¿Verdad que es bonito?
—Vamos a desayunar.
—¿No es un país estupendo? Lo noto bajo los pies.
—Estoy tan anquilosada que aún no me doy cuenta de nada. Pero, verdaderamente, tengo la impresión de que es un lugar magnífico. Querido, ¿te das cuenta de que estamos aquí, en Suiza, lejos de aquel sucio país?
—Si, me doy cuenta, me doy cuenta completamente. Me parece que hoy es el primer día que me doy verdadera cuenta de algo.
—Mira las casas. ¿No es bonita esta plaza? Mira, un buen sitio para desayunar.
—Y esta lluvia, ¿no es bonita también? En Italia no llueve de esta manera. Aquí es una lluvia alegre.
—Y estamos en Suiza, querido. ¿Te das perfecta cuenta de que estamos en Suiza?
Entramos en el café y nos sentamos a una mesa de madera, muy limpia. Estábamos locos de alegría, Una mujer magnífica con delantal, de aspecto muy limpio, vino a preguntarnos qué queríamos.
—Panecillos, mermelada y café —dijo Catherine.
—Lo siento, pero desde que empezó la guerra no tenemos panecillos.
—Entonces pan corriente.
—Puedo hacerles tostadas.
—También quisiera huevos al plato.
—¿Cuántos huevos para el señor?
—Tres.
—Toma cuatro, querido.
—Cuatro huevos.
La mujer se alejó. Besé a Catherine y cogí su mano muy apretada en la mía. Nos mirábamos y contemplábamos la sala.
—Querido, querido, ¿no es delicioso?
—Es maravilloso, —dije.
—Me es igual que no tengan panecillos —dijo Catherine—. Toda la noche he pensado en ellos, pero me da lo mismo.
—Supongo que no tardarán en detenernos.
—No importa, querido. Desayunaremos primero. Después de desayunar no tendrá importancia. Y además no pueden hacernos nada. Somos un ciudadano inglés y otro americano en regla.
—Tienes tu pasaporte, ¿no es verdad?
—Naturalmente. Oh, ¡no hablemos de esto! Seamos felices.
—No podría ser más feliz de lo que soy —dije.
Una gran gata gris, con la cola en penacho, se acercó a nuestra mesa y rozó mi pierna runruneando. Me incliné para acariciarla. Catherine me sonrió feliz.
—Aquí está el café —dijo.
Nos detuvieron después de desayunar. Hicimos un pequeño paseo por la ciudad y después bajamos al muelle para buscar las maletas. Un soldado hacía guardia junto a la barca.
—¿Es de ustedes esta barca?
—Sí.
—¿De dónde vienen?
—Del extremo del lago.
—Entonces tendré que pedirles que me sigan.
—¿Y las maletas?
—Pueden llevarlas.
Yo llevé las maletas y Catherine andaba a mi lado.
El soldado nos siguió hasta la Aduana. En la Aduana un teniente muy delgado y muy militar nos interrogó.
—¿Qué nacionalidad?
—Soy americano y la señora es inglesa.
—Enséñenme los pasaportes.
Le di el mío y Catherine buscó el suyo en el bolso.
Los examinó largo tiempo.
—¿Por qué entran en Suiza de esta forma, en barca?
—Soy un deportista —dije—. El remo es mi deporte favorito. Remo siempre que se me presenta la ocasión.
—¿Por qué vienen a Suiza?
—Para los deportes de invierno. Viajamos como turistas y queremos practicar deportes de invierno.
—Aquí no es lugar para practicar deportes de invierno.
—Lo sé. Queremos ir donde se pueda hacer deportes de invierno.
—¿Qué hacían en Italia?
—Estudiaba arquitectura y mi prima estudiaba pintura.
—¿Por qué se han ido?
—Queríamos practicar deportes de invierno. Con esta guerra no hay manera de estudiar arquitectura.
—Quédense aquí —dijo el teniente.
Desapareció con nuestros pasaportes.
—Eres estupendo, querido —dijo Catherine—. Continúa así.
—Quieres practicar deportes de invierno.
—¿Sabes algo de pintura?
—Rubens —me contestó.
—Alto y gordo —dije.
—Ticiano —dijo Catherine.
—Cabellos rubios… rubio Ticiano. ¿Y Mantegna?
—¡Oh, no me pongas pegas! —dijo Catherine—. No obstante, a este también lo conozco. Muy rudo.
—Muy rudo —dije—, seguro. Señales de clavos por todas partes.
—¿Ves como seré una preciosa esposa? —inquirió Catherine—. Podré hablar de pintura con tus clientes.
—Ya están aquí —dije.
El teniente alto y delgado cruzaba la Aduana con nuestros pasaportes en la mano.
—Me veo obligado a enviarlos a Locarno —dijo—. Pueden coger un coche. Un soldado los acompañará.
—Muy bien —asentí—. ¿Y la barca?
—La barca queda confiscada. ¿Qué llevan en sus maletas?
Registró las dos maletas y confiscó la botella de whisky.
—¿Quiere usted que bebamos juntos? —le pregunté.
—No, gracias. —Se enderezó—. ¿Cuánto dinero tiene?
—Dos mil quinientas liras.
Se quedó favorablemente impresionado.
—¿Cuánto tiene su prima?
Catherine tenía algo más de mil doscientas liras. El teniente se mostró satisfecho. Su actitud se volvió menos altanera.
—Si quieren practicar deportes de invierno —dijo—, Wengen es el único lugar. Mi padre tiene un hotel en Wengen. Está abierto todo el año.
—Perfectamente —dije—. ¿Podría darme la dirección?
—Voy a escribírsela en una tarjeta.
Me dio la tarjeta atentamente.
—El soldado los conducirá hasta Locarno. Se cuidará de sus pasaportes. Lo siento, pero es necesario. Casi estoy seguro de que en Locarno les darán un visado o un permiso de residencia.
Dio los pasaportes al soldado y, con las maletas en la mano, fuimos al pueblo en busca de un coche.
—¡Eh!
El teniente llamó al soldado. Le dijo algo en dialecto alemán. El soldado se puso el fusil al hombro y cogió las maletas.
—¡Qué país tan estupendo! —dije a Catherine.
—¡Y tan práctico!
—Muchas gracias —dije al teniente.
Saludó con la mano.
—Service —dijo.
Seguimos a nuestro guardia a través de la ciudad.
Fuimos a Locarno en coche. El soldado subió al asiento junto al cochero. En Locarno todo fue muy bien. Nos interrogaron, pero muy atentamente a causa de nuestros pasaportes y de nuestro dinero. Estoy seguro de que no creyeron una sola palabra de mi historia y yo mismo la encontraba estúpida, pero era algo así como hallarse delante de un tribunal, al que no le preocupara que las cosas fueran razonables o no, en tanto fueran técnicamente perfectas y que pudieran aceptarse legalmente. Teníamos pasaportes y dinero para gastar, así es que nos dieron un visado provisional. En cualquier momento nos podían retirar el visado y donde fuéramos tendríamos que hacer una declaración a la policía.
—¿Somos libres de ir adonde queramos? ¿Adónde queríamos ir?
—¿Adónde quieres ir, Cat?
—A Montreux.
—Es un sitio muy bonito —dijo el empleado—. Creo que les gustará.
—Aquí, en Locarno, también se está muy bien —dijo otro empleado—. Estoy seguro de que les gustará mucho estar aquí, en Locarno. Es una ciudad muy bonita.
—Buscamos una ciudad donde podamos practicar deportes de invierno.
—No se hacen deportes de invierno en Montreux.
—Perdone —dijo el otro empleado. Soy de Montreux. Se hacen deportes de invierno sobre Montreux-Oberland-Bernois. No puede decirme lo contrario.
—No digo lo contrario. Sólo digo que no se hacen deportes de invierno en Montreux.
—Pongo en duda esta afirmación. Yo mismo he corrido en trineo de patines por las calles de Montreux. No lo he hecho una vez, sino cien veces. El trineo de patines es, en verdad, un deporte de invierno.
El segundo empleado se volvió hacia mí.
—¿Usted cree que el trineo de patines es un deporte de invierno, señor? Créame, estarán muy bien aquí, en Locarno. Verán que el clima es sano y los alrededores preciosos. Se divertirán.
—El señor ha expresado el deseo de ir a Montreux.
—¿Qué es eso del trineo de patines? —pregunté.
—¿Ve? ¡Ni tan siquiera ha oído hablar nunca del trineo de patines!
Esto tuvo una gran importancia para el segundo empleado. Lo dejó muy satisfecho.
—El trineo de patines —dijo el primero—, es como el tobogán.
—Perdone. —El otro empleado movió la cabeza—. Me permito contradecirle. El tobogán es muy diferente del trineo de patines. Los toboganes los fabrican en el Canadá con superficies planas; el trineo de patines es un trineo corriente montado sobre patines. Hay que decir lo que sea justo.
—¿Podríamos ir en tobogán allí? —pregunté.
—Claro que sí, naturalmente. Podrían ir en tobogán —dijo el primer empleado—. Podrían ir perfectamente en tobogán. En Montreux venden excelentes toboganes canadienses. Compran todos los toboganes en el extranjero.
El segundo empleado se volvió.
—Para el tobogán —dijo— se necesita una pista especial. No podrán ir en tobogán por las calles de Montreux. ¿Por dónde han venido?
—Aún no lo sé —dije—. Llegamos de Brissagw. Nuestro coche está en la puerta.
—Hacen bien en ir a Montreux —dijo el primer empleado—. Encontrarán un buen clima, muy agradable. Y tendrán los deportes de invierno a la puerta.
—Si realmente quieren deportes de invierno, tienen que ir al Engadine o a Murren. Considero que mi deber es protestar contra este consejo de ir a Montreux para los deportes de invierno.
—En los Avants, sobre Montreux, hay excelentes deportes de invierno de todas clases.
El campeón de Montreux fulminó a su colega con la mirada.
—Señores —dije—, me parece que deberíamos retirarnos. Mi prima está muy satisfecha. Iremos provisionalmente a Montreux.
—Los felicito.
El primer empleado me estrechó la mano.
—Me temo que sentirán haber dejado Locarno —dijo el segundo empleado—. De todas formas, deben presentarse a la policía de Montreux.
—No tendrán complicaciones con la policía —me aseguró el primer empleado—. Ya verán que todos los habitantes son extremadamente amables y cordiales.
—Les doy muchas gracias a los dos —dije—. Apreciamos muchísimo sus consejos.
—Adiós —saludó Catherine—. Muchas gracias.
Nos acompañaron hasta la puerta, inclinándose, el campeón de Locarno con un poco de frialdad. Bajamos los peldaños y volvimos a subir al coche.
—¡Por todos los dioses! Querido —dijo Catherine—, ¿no podríamos haber salido antes?
Di al cochero la dirección de un hotel que me había recomendado uno de los empleados. Cogió las riendas.
—Te has olvidado del ejército —dijo Catherine. El soldado estaba de pie, junto al coche. Le di un billete de diez liras.
—Aún no tengo dinero suizo —dije.
Me dio las gracias, saludó y se marchó. El cochero se puso en marcha hacia el hotel.
—¿Cómo se te ha ocurrido escoger Montreux? —pregunté a Catherine—. ¿Es que realmente quieres ir allí?
—Es la primera ciudad que me ha venido a la memoria —me contestó—. No es agradable. Ya encontraremos algún buen sitio en la montaña.
—¿Tienes sueño?
—Ahora, sí.
—Verás qué bien dormiremos. Pobre Catherine, has pasado una noche muy mala.
—De todas maneras ha sido divertido —dijo Catherine—, sobre todo cuando sostenías el paraguas.
—¿Tienes la impresión de que estamos en Suiza?
—No, tengo miedo de despertarme y comprobar que no es verdad.
—Yo también.
—¿Es verdad? Dime, querido. ¿No será que voy a acompañarte a la stazione de Milán a ver cómo te vas?
—Espero que no sea así.
—No digas eso. Tengo miedo. Tal vez vamos allí.
—Estoy tan extenuado que ya no sé nada.
—Enséñame las manos.
Las enseñé. Estaban en carne viva.
Me sentía cansadísimo y con la cabeza atontada. Toda la excitación había desaparecido. El coche recorría las calles.
—¡Pobres manos! —exclamó Catherine.
—No me las toques —dije—. ¡Al diablo si sé dónde estamos! ¿Adónde vamos, cochero?
El cochero detuvo el caballo.
—Al hotel Metropole. ¿No es aquí donde deseaban ir ustedes?
—Sí —contesté—. ¿Vas bien, Catherine?
—Muy bien, querido. No te pongas nervioso. Dormiremos bien y mañana ya no estarás cansado.
—Si, tengo la sensación de estar borracho —dije—. Hemos pasado un día que parece una ópera cómica. En realidad, quizá es que tengo hambre.
—Sencillamente, es que te encuentras cansado, querido. Ya se te pasará.
El cochero se paró frente al hotel. Alguien salió para coger las maletas.
—Me encuentro bien —dije.
Estábamos en la acera delante del hotel.
—Estoy segura de que te pasará. Estás cansado, eso es todo. Hace mucho rato que estás de pie.
—En fin, lo que sí es seguro es que hemos llegado.
—Si, estamos aquí de verdad.
Entramos en el hotel detrás del mozo que traía las maletas.