Capítulo XXXV

Catherine siguió la orilla del lago para ir a ver a Ferguson en el pequeño local. Me fui al bar para leer los periódicos. En el bar había sillones de cuero muy confortables, y me senté en uno de ellos esperando la llegada del barman. El ejército no pudo seguir en el Tagliamento. Se retiraba sobre Piave. Me acordaba de Piave. El ferrocarril que iba al frente lo cruzaba cerca de San Dona. En aquel punto era profundo y corría lentamente sobre un lecho estrecho. Más abajo había pantanos llenos de mosquitos y canales. Había algunas bonitas villas. Un día, antes de la guerra, yendo a Cortina d’Ampezzo, lo había bordeado durante varias horas a través de las colinas. Por allí arriba parecía un río de truchas, de corriente rápida, con hoyos sin profundidad y agua dormida bajo la sombra de las rocas. La carretera lo dejaba en Cadore. Me preguntaba cómo lo haría el ejército que estaba en las alturas para descender. El barman llegó.

—El conde Greffi acaba de hablarme de usted —dijo.

—¿Quién?

—El conde Greffi. ¿No lo recuerda? Aquel señor de edad que estaba aquí cuando estaba usted.

—¿Está aquí?

—Sí, está aquí con su sobrina. Le he dicho que había usted llegado. Le gustaría jugar al billar.

—¿Dónde está?

—Ha salido a pasear.

—¿Cómo está?

—Más joven que nunca. Ayer, antes de comer, tomó tres cocktails de champaña.

—¿Y qué tal juega al billar ahora?

—Bien. Me ha ganado. Cuando ha sabido que estaba usted aquí se ha puesto muy contento. No tiene con quién jugar.

El conde Greffi tenía noventa y cuatro años. Había sido contemporáneo de Mettemich. Era un anciano con cabello gris y bigotes blancos, extremadamente bien educado. Había formado parte del cuerpo diplomático en Austria y en Italia, y las fiestas que daba por sus aniversarios eran el mayor acontecimiento mundano de Milán. Tenía madera de vivir cien años, y jugaba al billar con una gran soltura, que contrastaba con su fragilidad de nonagenario. Lo conocí un año que me encontraba en Stresa fuera de la temporada y mientras jugábamos al billar bebíamos champaña. Encontré que era una costumbre estupenda, y él me daba quince puntos de ventaja, y, no obstante, me ganaba.

—¿Por qué no me había dicho que estaba aquí?

—Lo había olvidado.

—¿Quiénes son los demás?

—No los conoce. Entre todos son seis personas.

—¿Tiene usted algo que hacer ahora?

—No.

—Venga a pescar conmigo.

—Puedo disponer de una hora.

—Bien. Vaya a buscar su caña.

El barman se puso la americana y salimos. Bajamos hasta la orilla del lago y cogimos una barca. Yo remaba mientras el barman, sentado a la parte de atrás, tiraba la caña. Era una caña especial para pescar truchas de lago. Tenía un carrete y al final un plomo muy pesado. Seguíamos la orilla. El barman sostenía la caña con la mano y de vez en cuando la sacudía ligeramente.

Vista desde el lago, Stresa parecía una ciudad desierta, con sus largas hileras de árboles sin hojas, sus villas y sus grandes hoteles cerrados. Crucé hasta Isola Bella y rocé los muros, allí donde el agua es más profunda y donde se ve la pared pedregosa hundirse en el agua clara. Entonces remé hacia la isla del Pescador. El sol estaba detrás de una nube y el agua estaba oscura, lisa y muy fría. Las truchas no picaban ni una sola vez, aunque veíamos los círculos que dibujaban los peces cuando subían a la superficie.

Me dirigí frente a la isla del Pescador, en el lugar en que había barcas amarradas a la orilla y hombres que reparaban las redes.

—¿Vamos a tomar algo?

—Encantado.

Conduje la barca hasta el muelle de piedra y el barman sacó la caña La dejó en el fondo de la barca y cogió el carrete a la regala. Desembarqué y amarré la barca. Entramos en un pequeño café. Nos sentamos en un banco de madera tosca y pedimos dos vermuts.

—¿Está cansado de remar?

—No.

—A la vuelta remaré yo —dijo.

—Me gusta remar.

—Si usted echa la caña, tal vez cambie la suerte.

—Bueno.

—¿Cómo va la guerra?

—Mal.

—Yo no tengo que ir. Soy demasiado viejo, como el conde Greffi.

—¡Oh! Sin embargo, tal vez llegue el día en que también tendrán que ir.

—Llamarán mi quinta el año que viene, pero no iré.

—¿Qué hará?

—Me iré del país No quiero ir a la guerra. Ya estuve una vez en Abisinia. Quedé satisfecho. ¿Por qué va usted?

—No lo sé. Fui un idiota.

—¿Otro vermut?

—Encantado.

El barman remó a la vuelta. Pescamos más allá de Stresa, después más abajo, no lejos de la orilla. Tenía la caña tirada y notaba la débil vibración del carrete que rodaba, mientras contemplaba el agua oscura de noviembre y la orilla desierta. El barman remaba a grandes brazadas. Una vez noté que el pez picaba. La caña se puso tirante bruscamente y tiró hacia atrás. Estiré y noté el peso vivo de la trucha, después la caña empezó a temblar. Había fallado.

—¿Parecía grande?

—Bastante grande.

—Un día que pescaba solo sostenía la caña con los dientes. Picó una trucha y por poco se me lleva la dentadura.

—Lo mejor es sostener la caña con la pierna —dije—, así se nota muy bien y no se corre el riesgo de perder los dientes.

Introduje la mano en el agua. Estaba muy fría. Estábamos casi enfrente del hotel.

—Ya es hora de que vuelva —dijo el barman—. Tengo que estar allí a las once, l’heure du cocktail.

—Está bien.

Retiré la caña y enrollé el hilo en un bastón que tenía una muesca en cada extremo. El barman condujo la barca hasta una pequeña cala en el muro de piedra y allí la ató a una cadena con candado.

—Siempre que quiera —dijo—, le daré la llave.

—Gracias.

Subimos al hotel y entramos al bar. Como aún no quería beber, por ser demasiado temprano, subí a nuestra habitación. La camarera acababa de terminarla y Catherine aún no había vuelto. Me tendí sobre la cama y me esforcé en no pensar.

Cuando Catherine volvió, me sentí reconfortado.

—Ferguson está abajo —me dijo—. Venía a comer con nosotros.

—Sabía que esto no te molestaría —dijo Catherine.

—No —le contesté.

—¿Qué te pasa, querido?

—No lo sé.

—Yo sí que lo sé. No tienes nada que hacer; sólo me tienes a mí y yo te dejo solo.

—Es verdad.

—Lo siento, querido. Comprendo, debe ser una sensación horrible el notar el vacío de repente.

—Había estado siempre tan llena mi vida —dije—. Y ahora, cuando tú no estás conmigo, no tengo nada en el mundo.

—Pero yo estaré siempre contigo. Sólo te he dejado dos horas. ¿No podrías encontrar algo que hacer?

—He ido a pescar con el barman.

—¿No te has divertido?

—Si.

—No pienses en mí cuando estoy ausente.

—Es lo que hacía en el frente. Pero entonces tenía algo que hacer.

—Otelo sin trabajo —dijo, para hacerme rumiar.

—Otelo era un negro —le contesté—. Además, yo no estoy celoso. Sencillamente, estoy enamorado de ti, y todo lo demás ha dejado de existir.

—¿Quieres ser bueno y amable con Ferguson?

—Siempre soy amable con Ferguson menos cuando me insulta.

—Sé amable con ella. Piensa en que nosotros lo tenemos todo y ella no tiene nada.

—No creo que desee lo que tenemos nosotros.

—Para ser un chico tan inteligente, querido, me parece que no lo ves claro.

—Seré muy amable con ella.

—Estaba segura. Eres tan bueno…

—¿No se quedará después, eh?

—No, ya me desharé de ella.

—¿Y entonces volveremos a subir?

—Naturalmente. ¿Qué es lo que crees que tengo que hacer?

Bajamos a comer con Ferguson. Estaba muy impresionada por el hotel y el esplendor del comedor. Nos sirvieron una buena comida con dos botellas de capri blanco. El conde Greffi entró en el comedor y nos saludó. Le acompañaba su sobrina, que parecía mi abuela. Hablé de el a Catherine y a Ferguson, y Ferguson se impresionó mucho. El hotel era muy grande, majestuoso y vacío, pero la comida era buena y el vino muy agradable; y al final, el vino nos puso a todos de buen humor. Gathering no lo necesitaba. Era muy feliz. Ferguson casi estaba alegre. Yo mismo me sentía muy animado. Después de comer Ferguson volvió a su hotel. Dijo que iba a descansar un poco después de la comida.

Al final de la tarde alguien llamó a la puerta.

—¿Quién es?

—El conde Greffi desea saber si podría jugar al billar con usted.

Miré el reloj. Me lo había quitado y estaba debajo de la almohada.

—¿Tienes que ir, querido? —murmuró Catherine. —Creo que sería mejor.

Mi reloj marcaba las cuatro y cuarto. Dije en voz alta:

—Dígale al conde Greffi que estaré en la sala de billar a las cinco.

A las cinco menos cuarto besé a Catherine y fui a vestirme al cuarto de baño. Mientras me hacía el nudo de la corbata delante del espejo, me encontraba raro vestido de paisano. Tengo que pensar en comprar otras camisas y calcetines.

—¿Estarás fuera mucho rato? —preguntó Catherine. Estaba encantadora en la cama—. ¿Quieres darme el cepillo?

La contemplé mientras se cepillaba el pelo, con la cabeza inclinada para que el peso de la cabellera cayese a un solo lado. Fuera estaba oscuro, y la luz, en la cabecera de la cama, brillaba sobre sus cabellos, su cuello y sus hombros. Me acerqué a ella y la besé, y le cogí la mano con el cepillo, y dejó caer la cabeza sobre las almohadas. Besé su cuello, sus hombros. Me sentía desfallecer de tanto amor.

—No quiero irme.

—No quiero que te vayas.

—Entonces, no me iré.

—Sí. Ve. Será sólo un rato. Después volverás.

—Cenaremos aquí.

—Vete y vuelve pronto.

Encontré al conde Greffi en el billar. Se estaba entrenando, frágil bajo la luz que inundaba el tapete. Sobre una mesa de juego, un poco en la sombra, había un cubo de plata con hielo. Los cuellos y tapones de dos botellas de champaña salían por encima del hielo. Cuando me acerqué al billar, el conde Greffi se enderezó y vino hacia mí. Me tendió la mano.

—Es un gran placer para mí volverle a ver aquí. Es usted verdaderamente muy amable al aceptar el venir a jugar conmigo.

—Es usted quien ha sido muy amable al pedírmelo.

—¿Se encuentra bien del todo? He oído decir que le hirieron sobre el Isonzo. Deseo que se haya restablecido.

—Me encuentro bien. ¿Y usted?

—Oh, yo siempre me encuentro bien. Pero me hago viejo. Empiezo a notar las señales de la vejez.

—No lo creo.

—Si. ¿Quiere usted un ejemplo? Ahora me es más fácil hablar italiano. Me resisto, pero compruebo que, cuando estoy cansado, me es mucho más fácil hablar italiano. Es una prueba de que me hago viejo.

—Podemos hablar italiano. Yo también estoy un poco cansado.

—Pero usted es diferente. Cuando está cansado le debe ser más fácil hablar inglés.

—Americano.

—Sí, americano. Se lo ruego, hable americano. Es un idioma delicioso.

—Casi nunca encuentro americanos.

—Lo debe encontrar en falta. Siempre se encuentran a faltar los compatriotas. Sobre todo a las mujeres. Yo sé algo de ello. ¿Jugamos o está demasiado cansado?

—No estoy cansado en absoluto. Era una broma. ¿Cuántos puntos de ventaja me da?

—¿Ha, jugado usted mucho?

—Nada.

—Juega muy bien. ¿Diez puntos sobre cien?

—Usted me halaga.

—¿Quince?

—Perfecto, pero de todas formas me ganará. —¿Jugamos algo? Siempre le gustaba dar interés a la partida.

—Creo que sería mejor.

—Muy bien. Entonces le doy dieciocho puntos, y jugaremos a una lira el punto.

Jugaba muy bien, y a pesar de mi ventaja, sólo tenía cuatro puntos más que él cuando llegué a cincuenta. El conde Greffi tocó un timbre de la pared para llamar al barman.

—Descorche una botella, por favor —dijo. Luego, volviéndose hacia mí:

—Vamos a tomar un ligero estimulante.

El vino era muy seco y muy bueno.

—¿Y si habláramos italiano? ¿No le molestará mucho? Ahora es mi debilidad.

Continuamos jugando, saboreando el vino entre las tiradas. Hablábamos italiano, pero estábamos absortos por el juego para hablar demasiado. El conde Greffi ganó sus cien puntos, y a pesar de mi ventaja sólo llegué a noventa y cuatro. Sonrió y me golpeó el hombro.

—Ahora vamos a beber la otra botella y me hablará de la guerra.

Esperó a que yo me hubiera sentado para sentarse él.

—De todo menos de esto —dije.

—¿No quiere usted hablar de ello? Como quiera. ¿Qué es lo que ha leído?

—Nada —dijo—. Tengo miedo de resultar poco interesante.

—Oh, pero usted debería leer.

—¿Qué es lo que se escribe en tiempo de guerra? —Hay Feu, de un francés, Barbusse. Hay Mister Brisling sees through it.

—No, no ve nada.

—¿Cómo?

—No ve nada. Estos libros estaban en el hospital.

—Entonces, ¿ha leído?

—Si. Pero nada bueno.

—Encontré que Mr. Brisling era un buen estudio del alma del inglés medio.

—No sé nada del alma.

—Pobre muchacho, nadie sabe nada de ella. ¿Es usted creyente?

—Por la noche.

El conde Greffi sonrió e hizo girar el vaso entre sus dedos.

—Yo esperaba volverme más devoto al hacerme viejo, pero no, no he cambiado. Es una lástima.

—¿Le gustaría vivir después de su muerte? —pregunté, y en seguida me di cuenta que había sido idiota al hablar de muerte. Pero la palabra no le dio miedo.

—Depende de qué clase de vida. Esta vida es muy agradable. Me gustaría vivir eternamente —sonrió— y a fe mía casi lo he conseguido.

Estábamos sentados en los grandes sillones de cuero, con el champaña en el cubo y los vasos sobre la mesa, entre nosotros.

—Si usted llega a vivir tanto tiempo como yo, encontrará cosas muy extrañas en esta vida.

—No parece usted viejo.

—Es el cuerpo el que está viejo. Algunas veces tengo miedo de romperme un dedo como se rompe un trozo de yeso. Pero mi espíritu no es viejo ni tampoco juicioso.

—Oh, estoy seguro de que es usted un sabio.

—No, la sabiduría de los viejos es un gran error. No es que se vuelvan más sabios, sino más prudentes.

—Tal vez en esto consiste la sabiduría.

—Es una sabiduría sin atractivo. ¿Qué es lo que más quiere en la vida?

—Alguien a quien quiero.

—Soy como usted. Esto no es ser sabio. ¿Le da usted valor a la vida?

—Sí.

—Yo también. Porque es todo lo que poseo y mi mayor deseo es poder ir celebrando mis aniversarios. —Se echó a reír—. Seguramente es usted más juicioso que yo. Usted no da fiestas por sus cumpleaños.

Cada uno bebió un poco de vino.

—¿Qué es lo que usted piensa realmente de la guerra? —pregunté.

—La encuentro estúpida.

—¿Quién se llevará la victoria?

—Italia.

—¿Por qué?

—Es una nación más joven.

—¿Es que las naciones jóvenes ganan siempre las guerras?

—Tienen la posibilidad de hacerlo durante un cierto periodo de tiempo.

—¿Y, luego, qué pasa?

—Se vuelven naciones viejas.

—¡Y usted me decía que no era un sabio!

—Querido muchacho, no es sabiduría, es cinismo.

—A mí esto me parece muy juicioso.

—Realmente, no. Podría darle ejemplos de lo contrario. Pero no está mal. ¿Hemos terminado el champaña?

—Casi.

—¿Bebemos un poco más? Tendré que irme a vestir en seguida.

—Quizá ya es suficiente.

—¿De verdad no quiere más?

—No, gracias.

Se levantó.

—Le deseo buena suerte y mucha felicidad, y una muy, muy buena salud.

—Gracias. Y yo le deseo que viva eternamente.

—Gracias. Ya lo hago. Y si algún día se vuelve piadoso, rece por mí si ya he muerto. He pedido esto a varios de mis amigos. Esperaba volverme piadoso, pero no ha sido así.

Me pareció notarle una sonrisa triste, pero no estaba seguro, pues era tan viejo, su cara estaba tan sumamente arrugada que una sonrisa deformaba muchísimo los surcos y los matices se perdían.

—Tal vez me vuelva muy piadoso —dije—. De todas maneras rogaré por usted.

—Siempre había esperado volverme piadoso. Toda mi familia ha muerto muy piadosa. Pero por alguna razón yo no he llegado a serlo.

—Es demasiado pronto.

—Tal vez sea muy tarde. Quizá he sobrepasado la edad de los sentimientos religiosos.

—Yo sólo los tengo de noche.

—Entonces es que está enamorado. No olvide que esto es también un sentimiento religioso.

—¿Lo cree usted?

—Naturalmente. —Se acercó a la mesa—. Ha sido muy amable al venir a jugar conmigo.

—Lo he hecho con mucho gusto.

—Subamos juntos.