De paisano me hacía el efecto que iba disfrazado. Había llevado mucho tiempo el uniforme y encontraba a faltar la sensación de las ropas ajustadas. Mi pantalón me parecía demasiado suelto. En Milán había comprado un billete para Stresa. También había comprado un sombrero. No podía ponerme un sombrero de Simmons, pero sus trajes me iban muy bien. Olían a tabaco. Sentado en el departamento miraba por la portezuela. Mi nuevo sombrero se veía muy nuevo, y mi traje se veía muy viejo. Yo me sentía tan triste como esta llanura húmeda de Lombardía que veía extenderse por la portezuela.
En el compartimento había unos aviadores que tenían una mala opinión de mí. Evitaban mirarme y desdeñaban profundamente a un paisano de mi edad. No me sentía ofuscado. Antes los habría insultado y me hubiese tirado encima de ellos. Bajaron en Gallarate, y me sentí contento de estar solo. Tenía un periódico pero no leía, pues no quería saber nada más de la guerra, quería olvidar la guerra. Había hecho una paz aparte. Pero me sentía completamente solo y estuve contento cuando el tren se detuvo en Stresa.
En la estación esperé ver los representantes de los hoteles, pero no había ninguno. La temporada había terminado hacía tiempo y ya no venían a esperar los trenes. Descendí del vagón con mi maleta —la maleta de Simmons, muy ligera de llevar, pues sólo contenía dos camisas— y permanecí bajo el cobertizo hasta que partió el tren. Llovía. Encontré un hombre en la estación y le pregunté el nombre de los hoteles que aún estaban abiertos. El Grand Hotel y el de Las Islas Borromeas estaban abiertos y algunos otros más pequeños que estaban abiertos todo el año. Con la maleta en la mano, me encaminé bajo la lluvia hacia el de Las Islas Borromeas. Se acercó un coche y le hice señal al cochero. Era mejor llegar en coche.
Nos detuvimos delante de la puerta de coches y el conserje salió con un paraguas. Era muy atento. Tomé una buena habitación. Era muy grande y clara y daba al lago. Las nubes, muy bajas, casi tocaban el lago; pero en días de sol, la vista debía ser soberbia. Dije que esperaba a mi esposa. Había una gran cama para dos personas, un letto matrimoniale, con un cubrecama de raso. El hotel era muy lujoso. A través de largos corredores de anchas escaleras, a través de muchas salas, me dirigí al bar. Conocía al barman. Me senté en uno de los altos taburetes y mordisqueé almendras saladas y patatas fritas. El martini tenía un sabor fresco y puro.
—¿Qué es lo que hace aquí como un borghese? —me preguntó el barman después de agitar el segundo martini.
—Estoy de permiso… permiso de convalecencia.
—No hay nadie aquí. Me pregunto por qué dejarán el hotel abierto.
—¿Ha ido a pescar?
—He cogido algunas piezas. Se pescan piezas hermosas en esta estación.
—¿Ha recibido el tabaco que le he mandado?
—Si. ¿No ha recibido mi carta?
Me eché a reír. No había podido procurarme el tabaco. Quería tabaco de pipa americano, pero mi familia había dejado de enviármelo, o tal vez me lo confiscaban. La cuestión es que ya no lo recibía.
—Ya encontraré en alguna parte —dije—. Dígame, ¿ha visto a dos inglesas en la ciudad? Llegaron anteayer.
—No están en el hotel.
—Son enfermeras.
—He visto dos enfermeras. Espere, voy a decirle dónde están.
—Una de ellas es mi esposa —dije—. He venido aquí para encontrarla.
—Y la otra es mi mujer.
—No lo digo en broma.
—Perdone mi broma estúpida —dijo—, no le había comprendido.
Se marchó y quedé solo un momento. Coral aceitunas, almendras saladas, patatas fritas, mirando mis ropas de paisano en el espejo de detrás del bar. El barman regresó.
—Están en un pequeño hotel cerca de la estación —dijo.
—¿Podría darme bocadillos?
—Voy a llamar para que traigan. Aquí no hay nada. Aquí no hay nada, ¿comprende?, como no hay nadie…
—¿De verdad no hay nadie?
—Quiero decir muy poca gente.
Los bocadillos llegaron. Comí tres y bebí dos martinis más. Nunca había comido nada tan fresco y ni tan pronto. Volví a ser civilizado. Estaba saturado de vino rojo, de pan, de queso, de café malo y de grappa. Sentado en el alto taburete, frente a la agradable caoba al cobre y a los espejos, no pensaba absolutamente en nada.
El barman me hizo una pregunta.
—No me hable de la guerra —dije.
La guerra estaba muy lejos. ¿En realidad había guerra? Aquí no la había. Fue sólo entonces cuando me di cuenta de que estaba terminada para mí. Pero no tenía la impresión de que lo estuviese definitivamente. Sentía la sensación de un chico que hace novillos y piensa, a una hora determinada, que entonces debe pasar a la clase.
Catherine y Helen Ferguson iban a comer cuando llegué al hotel. De pie en el corredor, las vi en la mesa. Catherine no miraba hacia donde estaba yo, y miré la línea de sus cabellos, su mejilla, su cuello y sus hermosos hombros. Ferguson hablaba. Se interrumpió cuando entré.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó.
—Hola —dije.
—¡Cómo, eres tú! —dijo Catherine.
Su rostro se iluminó. Parecía demasiado feliz para poder creerlo. La besé. Catherine enrojeció y me senté a su mesa.
—Es natural —dijo Ferguson—. ¿Qué hace usted aquí? ¿Ha comido ya?
—No.
La camarera llegó y le dijeron que me trajera un plato. Catherine no dejaba de mirarme con los ojos iluminados de felicidad.
—¿Qué es lo que hace aquí, de paisano? —me preguntó la Ferguson.
—Formo parte del Ministerio.
—¿Ha hecho alguna tontería?
—Vamos, Fergy, alégrese. Veamos, un poco de animación.
—El verle a usted no me pondrá contenta. Ya sé en qué atolladero ha metido a esta pobre muchacha. No, le aseguro que su presencia no me resulta divertida.
Catherine me sonrió y me tocó con el pie por debajo de la mesa.
—Nadie me ha puesto en un atolladero, Fergy, yo sola he sabido muy bien meterme en él.
—No puedo oír esto —dijo Ferguson—. Ha logrado deshonrarla con su socarronería italiana.
—Los escoceses son gente con demasiada moral puritana —dijo Catherine.
—No es esto lo que quiero decir. Quiero decir su socarronería italiana.
—¿Soy un bellaco, Ferguson?
—Si, y peor que esto. Es como una serpiente, una serpiente con uniforme italiano, con una esclavina en el cuello.
—En este momento no llevo uniforme italiano.
—Esto es precisamente otro ejemplo de su bellaquería. Ha tenido un lío todo el verano; ha dejado a esta muchacha encinta y ahora parece que quiere esquivarla.
Sonreí a Catherine y ella también lo hizo.
—Nos vamos a esquivar mutuamente —dijo.
—Los dos son de la misma ralea —dijo Ferguson—. Me avergüenzo de usted, Catherine Barkley. No tiene ni pudor ni honor, y es tan bellaca como él.
—Vamos, Fergy —dijo Catherine palmeándole la mano—. No me acuse. Los dos nos queremos.
—No me toque —dijo Ferguson. Tenía el rostro encendido—. Si al menos tuviera un poco de pudor sería otra cosa. Pero está sabe Dios a qué mes de su embarazo y lo encuentra divertido, y se deshace en sonrisas porque ha vuelto su seductor. No tiene ni pudor ni tacto.
Empezó a llorar. Catherine se le acercó y la abrazó. Mientras que, de pie, ella consolaba a Ferguson, no noté ningún cambio en su figura.
—Me es igual —sollozaba Ferguson—. Lo encuentro horrible.
—Vamos, vamos, Fergy. —Catherine intentaba consolarla—. Yo tendría vergüenza si estuviera en su lugar…
—No llore más, Fergy. No llore más mi buena Fergy.
—No lloro —sollozó Ferguson—. No lloro. Si no fuera por la horrible situación en que se encuentra… —Me miró—. Le odio —me dijo—. Ella no puede privarme de odiarle, ¡especie de puerco, bellaco americano-italiano!
Tenía los ojos y la nariz muy encarnados de tanto llorar.
Catherine me sonrió.
—No le sonría mientras tenga su brazo alrededor de mi cuello.
—No es usted razonable, Fergy.
—Ya lo sé —sollozó Ferguson—. No hagan caso de mí los dos. Estoy trastornada. No soy razonable, lo sé. Quería que fuesen felices juntos.
—Somos felices —le dijo Catherine—. Es usted muy amable, Fergy.
Ferguson volvió a llorar.
—No quiero que sean felices de esta manera. ¿Por qué no se casan? ¡Espero que no tendrá otra mujer!
—No —dije.
Catherine se echó a reír.
—No hace reír esta situación —dijo Ferguson—. No faltan los que tienen dos mujeres.
—Si esto puede hacerla feliz, nos casaremos, Fergy —dijo Catherine.
—No, no para hacerme contenta. Es usted misma la que debería tener ganas de casarse.
—Hemos estado tan ocupados…
—Sí, sí, ya lo sé. Ocupados en hacer niños.
Creí que iba a ponerse a llorar de nuevo, pero se contentó haciéndonos amargos reproches.
—¿Supongo que se marchará con él esta noche?
—Si —dijo Catherine—. Si él lo desea.
—¿Y yo, entonces?
—¿Tiene miedo de quedarse sola?
—Si, tengo miedo.
—Entonces me quedaré con usted.
—No, váyase con él. Váyase en seguida. No puedo verlos más, ni al uno ni al otro.
—Seria mejor que termináramos de cenar.
—No. Váyanse en seguida.
—Fergy, sea razonable.
—Les digo que se marchen en seguida. Váyanse los dos.
—Pues bien, vámonos —dije—. Ferguson me exaspera.
—¡Arde en deseos de marcharse! Ya ve que ni tan sólo quiere acompañarme a cenar. ¡Yo que siempre había deseado ver los lagos italianos, y mira en qué condiciones los veo! ¡Oh! ¡Oh!
Rompió a llorar, miró a Catherine, y se atragantó.
—Nos quedaremos hasta después de la cena —dijo Catherine—, no la dejaré sola si usted quiere que me quede. No la dejaré sola, Fergy.
—No, no. Quiero que se marchen. —Se secó los ojos—. Soy poco razonable. Se lo ruego, no me hagan caso.
La muchacha que servía la comida se trastornó mucho con tantas lágrimas. De manera que al traer el plato siguiente pareció tranquilizarse al ver que las cosas se habían arreglado.
Aquella noche, en el hotel; nuestra habitación, el largo corredor vacío, nuestros zapatos en la puerta, una gruesa alfombra en el suelo de la habitación; fuera, la lluvia contra los cristales y en la habitación, una bonita luz, agradable y dulce. Luego, la luz apagada y la voluptuosidad de la finura de las sábanas y de la cama confortable. Sentirse en su casa; no sentirse solo; despertarse en medio de la noche y encontrarla al lado, que no se ha marchado. Todo lo demás parecía irreal. Dormíamos cuando estábamos cansados, y si uno de los dos se despertaba, el otro se despertaba también; así nunca nos sentíamos solos. A menudo un hombre tiene necesidad de estar solo, y una mujer también tiene esta necesidad; y, si se quieren, están celosos de constatar este sentimiento mutuo; pero puedo decir con toda sinceridad que esto no nos había pasado nunca. Cuando estábamos juntos nos sentíamos solos, pero solos en relación a los demás. Sólo sentí esta impresión una vez. A menudo me había sentido solo estando con otras mujeres, y así es como se siente más solo; pero, nosotros dos, nunca nos sentíamos solos, y nunca teníamos miedo estando juntos. Ya sé que la noche no es parecida al día, que las cosas ocurren de otra manera, que las cosas de la noche no pueden explicarse a la luz del día porque entonces ya no existen; y la noche puede ser espantosa para una persona sola tan pronto como se dé cuenta de su soledad; pero, con Catherine, no había, por decirlo así, ninguna diferencia entre el día y la noche, sólo que las noches eran aún mejores que los días. Cuando los individuos se enfrentan con el mundo con tanto valor, el mundo sólo los puede doblegar matándolos. Y, naturalmente, los mata. El mundo quiebra a los individuos, y, en la mayoría, se les forma cal en el lugar de la fractura; pero a los que no quieren dejarse doblegar entonces, a estos, el mundo los mata. Mata indistintamente a los muy buenos, y los muy dulces, y a los muy valientes. Si usted no se encuentra entre estos, también lo matará, pero en este caso tardará más tiempo.
Recuerdo mi despertar, por la mañana. Catherine dormía y el sol entraba por la ventana. La lluvia había parado. Me levanté y fui a la ventana. Abajo estaban los jardines, sin florecer, pero hermosos en su regularidad, las avenidas enarenadas, los árboles, el muro de piedra a lo largo del lago y el lago bajo el sol, con las montañas a lo lejos. De pie, junto a la ventana, miraba, y cuando me volví vi a Catherine, que se había despertado y me observaba.
—¿Cómo te encuentras, querido? —me dijo—. ¡Qué día tan hermoso!
—Y tú ¿cómo te encuentras?
—Me encuentro muy bien. Hemos pasado una noche adorable.
—¿Quieres desayunar?
Ella quería desayunar, yo también; desayunamos en la cama, la bandeja sobre mis rodillas, con la luz de noviembre que entraba por la ventana.
—¿No tienes ganas de leer el periódico? En el hospital siempre querías el periódico.
—No —le contesté—, ya no quiero el periódico ahora.
—Así, pues, ¿lo has pasado tan mal que no quieres ni tan siquiera leer las noticias?
—No quiero saber nada de ello.
—Hubiera querido estar contigo. Así también lo sabría.
—Ya te lo explicaré, si es que algún día puedo poner un poco de orden a mis ideas.
—Pero ¿no te arrestarán si te encuentran de paisano?
—Seguramente me fusilarán.
—Entonces no podemos quedarnos aquí. Vámonos del país.
—Ya he pensado en ello.
—Nos marcharemos. Querido, no hay que arriesgar la vida inútilmente. Dime, ¿cómo fuiste de Mestre a Milán?
—En tren. Iba de uniforme.
—¿No estabas en peligro entonces?
—No mucho. Tenía una antigua hoja de ruta. Había cambiado las fechas en Mestre.
—Querido, corres el riesgo de que te arresten de un momento a otro. No quiero que ocurra esto. Es ridículo hacer tales cosas. ¿Qué sería de nosotros si te detuvieran?
—No pensemos en ello. Estoy cansado de tanto pensarlo.
—¿Qué es lo que harías si vinieran a detenerte?
—Los mataría.
—¿Ves como eres un estúpido? No te dejaré salir del hotel antes de partir.
—¿Adónde iremos?
—Te lo ruego, no seas así, querido. Iremos adonde quieras, pero te lo ruego, escoge un lugar donde podamos ir inmediatamente.
—Suiza está al otro extremo del lago. Podríamos ir allí.
—Sería encantador.
El cielo se cubría y el lago se oscurecía.
—Quisiera que tuviésemos que vivir siempre como criminales —dije.
—Querido, no hables así. No has vivido mucho tiempo como un criminal. Y nosotros nunca viviremos como criminales. Vamos a ser felices.
—Tengo la impresión de ser un criminal. He desertado.
—Querido, te lo suplico, sé razonable. A esto no se puede llamar desertar. Después de todo, se trata del ejército italiano.
Me eché a reír.
—Eres una buena chica. Acostémonos otra vez. Sólo me encuentro bien en la cama.
Un poco más tarde, Catherine me dijo:
—No tienes la impresión de ser un criminal, ¿verdad?
—No —dije—, por lo menos cuando estoy contigo.
—Eres un bobo —dijo—. Yo te cuidaré. ¿No es magnifico, querido, que no tengo ni tan sólo mareos por la mañana?
—Es maravilloso.
—No sabes apreciar qué buena mujercita tienes. Pero me da lo mismo. Te encontraré un sitio donde no te puedan detener, y seremos muy felices.
—Vamos allí en seguida.
—Si, querido. Iré donde tú quieras, siempre que te guste.
—No pensemos en nada.
—Bueno.