Al llegar a Milán salté del tren cuando este aminoraba la marcha, antes de entrar en la estación. Era muy temprano. El día no había nacido. Atravesé la vía y después de pasar por entre algunos edificios, llegué a la calle. Un bar estaba abierto. Entré para tomar un café. Se respiraba una atmósfera matinal, partículas de polvo de haber barrido, cucharas en los vasos de café, círculos húmedos dejados por el fondo exterior de dos vasos de vino. El dueño se hallaba detrás del mostrador. Dos soldados estaban sentados a una mesa. Me quedé delante del mostrador. Bebí un vaso de café y comí un pedazo de pan. La leche le daba un tono gris al café, y saqué la nata con un trozo de pan.
El dueño me contempló.
—¿Le apetece una copa de grappa?
—No, gracias.
—Invito yo —dijo. Llenó una copita y me la ofreció—. ¿Qué es lo que pasa en el frente?
—No lo sé.
—Están borrachos —dijo, señalando a los dos soldados.
No era difícil creerlo. Parecían estar muy borrachos.
—Pero, dígame, ¿qué pasa en el frente?
—No sé nada del frente —dije.
—Le he visto seguir esta pared. Bajaba del tren.
—Se ha producido una gran retirada.
—He leído los periódicos. ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Es que esto es el fin?
—No lo creo.
Volvió a llenar mi vaso con grappa de una pequeña botella.
—Si está en peligro —dijo—, yo puedo esconderle.
—No estoy en peligro.
—Si lo está, quédese conmigo.
—¿Dónde?
—En esta casa. Hay muchos que se han quedado. Todos los que están en peligro se han quedado.
—¿Y hay muchos en peligro?
—Depende de la clase de peligro a que usted pueda referirse. ¿Es usted sudamericano?
—No.
—¿Habla español?
—Un poco.
Secó el mostrador.
—Es difícil salir del país, pero no imposible.
—Yo no deseo salir.
—Puede quedarse aquí el tiempo que quiera. Así me irá conociendo.
—Es necesario que me marche mañana, pero me acordaré de esta dirección.
Movió la cabeza.
—Cuando se habla así, nunca se vuelve. Creía que realmente estaba en peligro.
—No estoy en peligro, pero sé apreciar en lo que vale la dirección de un amigo.
Dejé diez liras sobre el mostrador para pagar el café.
—Tome un grappa conmigo —dije.
—No se crea obligado…
—Tómeselo.
Llenó dos vasos.
—Acuérdese —dijo—. Vuelva aquí. No se deje engañar por otros. Aquí estará usted seguro.
—Estoy convencido.
—¿Lo está verdaderamente?
—Si.
Estaba muy serio.
—Entonces permítame que le diga una cosa: no salga con esta guerrera.
—¿Por qué?
—En las mangas se ve, perfectamente el lugar en donde estaban las estrellas. El tejido es de un color diferente.
No dije nada.
—Si le falta algún documento puedo proporcionárselo.
—¿Qué clase de documento?
—Un permiso.
—No lo necesito. Tengo documentación.
—De acuerdo. Si alguna vez lo necesita, acuérdese de que yo puedo proporcionarle el que más le convenga.
—¿Y cuál es su precio?
—Depende. Mi precio es razonable.
—De momento no me son necesarios.
Se encogió de hombros.
—Lo tengo en regla.
Cuando salía me dijo:
—No olvide que soy su amigo.
—Perfectamente.
—¿Lo volveré a ver? —me dijo.
—De acuerdo —respondí.
Una vez fuera evité pasar por la estación, que estaba custodiada por la policía militar y tomé un coche al lado de un pequeño parque. Di al cochero la dirección del hospital. Al llegar entré en el alojamiento del conserje. Él me estrechó la mano. Su mujer me abrazó.
—¿Ha regresado sano y salvo?
—Sí.
—¿Ha desayunado?
—No.
—¿Cómo está usted, teniente? ¿Cómo le ha ido? —preguntó la mujer.
—Muy bien.
—¿Quiere desayunar con nosotros?
—No, gracias. Dígame, ¿está la señorita Barkley ahora en el hospital?
—¿La señorita Barkley?
—La enfermera inglesa.
—Su buena amiga —dijo la mujer.
Me golpeó el brazo y sonrió.
—No —dijo el conserje—. Se ha ido.
Me sentí desfallecer.
—¿Está usted seguro? ¿Sabe a quién me refiero? A la muchacha alta y rubia.
—Lo sé. Se ha ido a Stresa.
—¿Cuándo se marchó?
—Se marchó hace dos días con la otra señorita inglesa.
—Bien —dije. Desearía que hiciesen algo por mí. No digan a nadie que me han visto. Es extraordinariamente importante.
—No se lo diré a nadie —dijo el conserje.
Le ofrecí un billete de diez liras, pero lo rehusó.
—Le prometo no decir nada. Pero no quiero dinero.
—¿Qué podríamos hacer por usted, signor tenente? —preguntó la mujer.
—Solamente eso —dije.
—Seremos mudos —dijo el conserje—. ¿Me avisará cuando pueda servirle en algo?
—Si —dije—. Adiós. Hasta pronto.
Se quedaron en la puerta hasta que me vieron partir.
Subí al coche y di la dirección de Simmons, uno de los cantantes que conocía.
Simmons habitaba muy lejos, cerca de Porta Magenta.
Cuando entré estaba todavía en la cama medio adormecido.
—Te levantas muy temprano, Henry —me dijo.
—He llegado en el primer tren.
—¿Cuál es la historia de la retirada? ¿Has estado en el frente? ¿Quieres un cigarrillo? Encontrarás un paquete encima de la mesa.
La habitación era espaciosa. Había una cama en la pared y al otro lado un piano, una cómoda y una mesa. Me senté en una silla, junto a la cama. Simmons, apoyado en las almohadas, fumaba.
—Simmons, me encuentro en una difícil situación —dije.
—Yo también. Siempre estoy en situaciones difíciles. ¿No fumas?
—No —dije—. ¿Qué sucede cuando uno se pasa a Suiza?
—¿Tú? Los italianos no te dejarán salir del país.
—Ya lo sé. Pero ¿qué hacen los suizos?
—Te internarán.
—Ya lo sé. Pero ¿en qué consiste la cosa?
—Oh, nada. Es muy sencillo. Te dejan en situación de ir por todas partes. Sólo tienes que hacer una cosa, creo: presentarse o algo así. ¿Por qué? ¿Es que huyes de la policía?
—Aún no está definido.
—Oh, si prefieres no decir nada, tú mismo… No obstante, debe ser interesante. Aquí no pasa nada. He dado una gira por todo Piacenza.
—Estoy desolado.
—Si, ha ido muy mal. De todas maneras he cantado muy bien. Aún probaré una vez en el Lírico.
—Me gustaría oírte.
—Eres demasiado amable. Espero que no tengas dificultades graves.
—No lo sé.
—Si prefieres no decir nada, eres libre. ¿Qué pasa que no estás en el frente?
—Me parece que he terminado con este asunto.
—Bravo, siempre pensé que tenías buen sentido. ¿Te puedo ayudar en algo?
—Estás muy ocupado.
—No del todo, querido Henry, no del todo. Estaré encantado de hacer algo por ti.
—Eres más o menos de mi estatura. ¿Te molestaría ir a comprarme un traje de paisano? Tengo, pero están en Roma.
—¿Has vivido allí, no? Es una ciudad desagradable. ¿Cómo has podido vivir allí?
—Quería ser arquitecto.
—No es un sitio para esto. No compres trajes. Te daré todos los que quieras. Te equiparé admirablemente. ¿Ves este ropero? Hay una alacena. Coge todo lo que quieras, querido amigo. ¡Comprar un traje! Quieres reírte, vamos.
—No obstante, preferiría comprar uno, Simmons.
—Querido, es mucho más fácil para mi darte uno que írtelo a comprar. ¿Tienes un pasaporte? No irás lejos sin pasaporte.
—Sí, aún tengo mi pasaporte.
—Vamos, vístete, querido, y en marcha hacia Helvecia.
—No es tan fácil como eso. Primeramente tengo que ir a Stressa.
—Ideal, querido. Sólo tendrás que cruzar el lago en barco. Si no fuera porque quiero intentar cantar aún una vez, iría con nosotros. Algún día iré.
—Podrías estudiar la tirolesa.
—Ciertamente, querido, algún día estudiaré la tirolesa. Sin embargo, puedo cantar, aunque parezca curioso.
—No tengo la menor duda. Apostaría todo lo que quisieran a que sabes cantar.
Fumaba un cigarrillo echado en la cama.
—No apuestes mucho. Sin embargo, sí, sé cantar; es gracioso, pero, sin embargo, es así. Y me gusta cantar. Escucha.
Se puso a gritar la Africaine, con el cuello hinchado y las venas salientes.
—Sé cantar —dijo—, les guste o no.
Miré por la ventana.
—Voy a bajar para despedir mi coche.
—Vuelve a subir, querido; comeremos juntos. Saltó de la cama, se estiró, respiró profundamente y empezó a hacer ejercicios de flexibilidad.