Un poco más tarde nos encontramos en una carretera que conducía al río. Había una larga hilera de camiones y de carretas abandonadas en la carretera. Pasaba por sobre un puente. A nuestro alrededor, nadie. El río estaba crecido y habían volado el puente por el centro. El arco de piedra se había desplomado en el río y el agua oscura pasaba por encima. Seguimos el río en busca de un sitio para poder pasar. Más arriba, sabía que había un puente de ferrocarril, y pensé que tal vez pudiéramos utilizarlo. ¡El camino estaba húmedo y enlodado! No se veían tropas, sólo camiones y material abandonados. En el ribazo no había nadie. Sólo se veía maleza mojada y lodo. Seguimos por la ribera y por fin vimos el puente.
—¡Qué puente tan bonito! —dijo Aymo.
Era un gran puente de ferrocarril, muy corriente, que cruzaba lo que generalmente era un lecho seco.
—Haremos bien en apresurarnos y pasar antes de que lo hagan saltar —dije.
—No hay nadie para hacerlo saltar —dijo Piani—. Todos se han ido.
—Seguramente está minado —dijo Bonello—. Usted pasará el primero, tenente.
—Escúchame tú, anarquista —dijo Aymo—. Hazle pasar primero.
—Yo pasaré —dije—. No estará tan minado que salte al contacto de un solo hombre.
—¿Lo oyes? —dijo Piani—. Esto es razonar. ¿Es que no tienes cerebro, anarquista?
—Si tuviera cerebro, ya no estaría aquí —dijo Bonello.
—Bien contestado, teniente —dijo Aymo.
—Sí, está bien contestado —dije.
Estábamos cerca del puente. El cielo estaba de nuevo cubierto y una lluvia ligera empezaba a caer. El puente parecía largo y sólido. Subimos al terraplén.
—No en fila india —dije—. Uno solo.
Y entré en el puente. Vigilaba las traviesas y raíles para ver si había algún hilo o algún indicio de explosivos, pero no vi nada. Bajo mis pies, entre las traviesas, el río corría, enloquecido y rápido. Enfrente, al fondo del campo mojado, podía distinguir Udine a través de la lluvia. Miré al otro lado del puente. Muy cerca, hacia arriba, había otro puente. Mientras lo examinaba, vi llegar un coche de un color amarillo sucio. Los parapetos del puente eran altos y, cuando el coche entró, desapareció. Pero podía ver la cabeza del conductor y de su vecino, y las de los hombres sentados detrás. Todos llevaban cascos alemanes. Cuando el coche hubo cruzado el puente, lo perdí de vista, detrás de los árboles y los vehículos abandonados en la carretera. Aymo ya estaba sobre el puente. Le hice señal de venir hacia mí, lo mismo que a sus compañeros. Aymo me siguió.
—¿Has visto el coche? —pregunté.
—No. Le mirábamos a usted.
—Un coche del Estado Mayor alemán cruzó ese puente por allí abajo.
—¿Un coche del Estado Mayor?
—¡Virgen Santa María!
Los otros llegaron y nos quedamos agachados, los cuatro, detrás del terraplén, vigilando por encima de los rieles, el puente, la línea de los árboles, la cuneta y la carretera.
—Entonces, ¿usted cree que estamos cercados, tenente? ¿No nota sensaciones raras en la cabeza?
—No hagas bromas, Bonello.
—¿Y si bebiéramos un trago? —propuso Piani—. Si estamos cercados es mejor beber un trago. Descolgó la cantimplora y la destapó.
—Miren, miren —dijo Aymo señalando la carretera.
A lo largo del parapeto del puente avanzaban cascos alemanes. Estaban inclinados hacia delante y se movían lentamente, de una forma casi sobrenatural.
Aparecieron a la salida del puente. Eran ciclistas. Vi el rostro de los dos primeros, colorados y llenos de salud. Llevaban los cascos muy metidos sobre la frente y a los dos lados de la cara. Llevaban carabinas colgadas al cuadro de sus bicicletas. De sus cinturas colgaban granadas. Sus cascos y sus uniformes grises estaban mojados.
Rodaban con naturalidad, mirando hacia delante y por los lados. Iban dos en cabeza, después una fila de cuatro, después dos, después casi una docena, luego otra docena, y por último uno solo. No hablaban. De todas formas el ruido del río nos habría privado de oírlos. Pronto desaparecieron por la cantera.
—¡Santa Virgen María! —exclamó Aymo.
—Eran alemanes —dijo Piani—. No eran austriacos.
—¿Por qué no hay nadie aquí para detenerlos? —dije—. ¿Por qué no han hecho volar el puente? ¿Por qué no hay ametralladoras a lo largo de este terraplén?
—No es a nosotros a quien tiene que preguntar, tenente —indicó Bonello.
Estaba furioso.
—Todo este revuelo es idiota. Más abajo hacen volar un puente pequeño y sin importancia, y dejan uno aquí en la carretera principal. ¿Dónde se han ido, pues? ¿Es que ni tan sólo intentan detenerlos?
—No es a nosotros a quien tiene que preguntar, tenente —replicó Bonello.
Me callé. Esto no me concernía, después de todo. Mi trabajo consistía en conducir tres ambulancias a Pordenone. No lo había logrado. Sólo podía hacer una cosa: procurar llegar yo a Pordenone. Ahora bien, parecía que no podría llegar ni a Udine. Pero ¿por qué no? Lo importante era conservar la sangre fría y no dejarse matar ni capturar.
—¿No tenía una cantimplora destapada? —pregunté a Piani.
Me la dio. Bebí un trago.
—Haríamos bien en marchar —dije—. No obstante, nada nos apremia. ¿Quieren comer algo?
—No es un sitio para quedarse —dijo Bonello.
—Entonces, vamos.
—¿Tenemos que quedarnos de este lado, a cubierto?
—Es mejor ir hacia arriba. También podrían llegar por este puente y no tengo ganas de que aparezcan por encima de nosotros de improviso.
Seguimos por los rieles. A derecha e izquierda se extendía la llanura mojada. Delante de nosotros, al final de la llanura, se alzaba la colina y el campanario de Udine. Podía distinguirse la torre y el campanario. En los campos había muchos morales. Delante de nosotros vi un lugar donde los raíles habían sido arrancados. Las traviesas también estaban desenterradas, y las habían tirado terraplén abajo.
—Échense, échense —dijo Aymo.
Nos tendimos detrás del terraplén. Otro grupo de ciclistas pasaba por encima del puente. Miré por encima de la pendiente. Los vi alejarse.
—Nos han visto, pero han continuado —dijo Aymo.
—Nos van a matar aquí, teniente —dijo Bonello.
—No les importamos —contesté. Tienen algo más que hacer. Estaríamos más en peligro si nos los encontráramos encima bruscamente.
—Preferiría andar por aquí resguardado —dijo Bonello.
—Como quiera —dije—. Nosotros vamos a seguir los raíles.
—Seguramente. Aún no son muy numerosos. Pasaremos esta noche cuando esté oscuro.
—¿Qué hacía este coche del Estado Mayor?
—¡Qué diablos sé! —grité.
Seguíamos los rieles. Bonello, cansado de andar en el fango del terraplén, subió con nosotros. La vía se dirigía hacia el Sur y se apartaba de la carretera principal, y ya no podíamos ver lo que ocurría en ella.
Llegamos a un pequeño puente sobre un canal. Estaba derrumbado, pero pasamos sobre lo que quedaba de la bóveda. Oímos tiros delante de nosotros.
Al otro lado del canal encontramos de nuevo los rieles. Seguían rectos hacia la ciudad, a través de los campos, de arriba abajo. Enfrente se veía la vía del otro ferrocarril. Al Norte estaba la carretera principal donde habíamos visto a los ciclistas. Al Sur, un camino transversal cortaba los campos entre dos espesas hileras de árboles. Juzgué preferible cortar hacia el Sur y, después de haber rodeado la ciudad, dirigirnos, a través de los campos, hacia Campo Formio y la carretera de Tagliamento. Podríamos evitar la columna principal en retirada quedándonos por los caminos lindantes, más allá de Udine. Sabía que la llanura estaba surcada de atajos. Empecé a descender del terraplén.
—Vengan —dije—. Vamos a probar de alcanzar el camino y llegar a la ciudad por el Sur.
Bajamos los cuatro por la pendiente del terraplén. Un tiro salió de la carretera. La bala penetró en el terraplén.
—Media vuelta —grité.
Empecé a trepar por el barro resbaladizo. Los tres conductores me precedían. Trepaba tan aprisa como podía. Dos nuevos tiros salieron de la espesa maleza y Aymo, que cruzaba los raíles, se tambaleó, tropezó y cayó de cara al suelo. Lo deslizamos al otro lado y lo acostamos sobre la espalda.
—Tendrían que ponerle boca arriba —dije.
Piani le dio la vuelta. Estaba acostado en el barro de la pendiente, con los pies hacia abajo. Tenía la respiración irregular y cada vez que respiraba le salía sangre de la nariz. Estábamos inclinados sobre él. Llovía. Lo habían alcanzado bajo la nuca, y la bala había subido y salido bajo el ojo derecho. Murió mientras le taponaba los dos agujeros. Piani le dejó caer la cabeza, le secó la cara con un trozo de venda de socorro, y eso fue todo.
—Los cochinos —dijo.
—No eran alemanes —dije—. No puede haber alemanes allí abajo.
—Italianos —dijo Piani, empleando la palabra a moda de epíteto—. ¡Italiani!
Bonello no decía nada. Sentado junto a Aymo, no lo miraba. Piani recogió el quepis de Aymo, que había rodado por la pendiente, y se lo puso sobre la cara. Cogió su cantimplora.
—¿Quieres beber?
Piani se la tendió a Bonello.
—No —le contestó este.
Se volvió hacia mí.
—Esto también hubiera podido ocurrir en los rieles.
—No —dije—. Es porque nos hemos ido por el campo.
Bonello movió la cabeza.
—Aymo ha muerto —dijo—. ¿A quién le tocará ahora, teniente? ¿Qué haremos ahora?
—Son italianos los que han tirado —dije—. No son alemanes.
—Me imagino que si fuesen alemanes nos habrían matado a todos dijo Bonello.
—Los italianos son más peligrosos que los alemanes. La retaguardia tiene miedo de todo. Los alemanes saben lo que quieren.
—Tiene razón, teniente —dijo Bonello.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Piani.
—Es mejor que nos escondamos en alguna parte hasta que oscurezca. Si pudiéramos pasar al Sur, sería perfecto.
—Tendrían que matarnos a los tres para comprobar que tenía razón la primera vez —dijo Bonello—. No quiero yo darles la ocasión.
—Intentemos encontrar un sitio donde escondernos, lo más cerca posible de Udine. Ya pasaremos más tarde, cuando esté oscuro.
—Vamos —dijo Bonello.
Seguimos por el lado norte del terraplén. Yo miraba hacia atrás. Aymo yacía en el fango, sobre la pendiente del terraplén. Parecía muy pequeño con los brazos estirados a cada lado del cuerpo, las piernas envueltas con las bandas, sus zapatos enfangados el uno contra el otro, y su quepis que le cubría el rostro. Se veía muy bien que era un cadáver. Llovía. Lo prefería a todos los que había conocido. Tenía su documentación en mi bolsillo. Escribiría a su familia. Delante de nosotros, al otro extremo del campo, había una granja rodeada de árboles, con dependencias contiguas a la casa. A la altura del segundo piso había un balcón sostenido por unas columnas.
—Haríamos bien en quedarnos un poco apartados —dije—. Voy a pasar delante.
Me adelanté hacia la granja. Un sendero cruzaba el campo.
Mientras cruzaba me preguntaba si de detrás de los árboles que rodeaban la granja, o desde la misma granja, no iban a tirar sobre nosotros.
Me acercaba y veía la casa muy claramente. El balcón del segundo piso daba al henil, y por entre las columnas salían haces de heno. El patio estaba enlosado, y la lluvia se escurría de los árboles. Había una gran carreta de dos ruedas, vacía, las varas al aire, y parecía muy alta bajo la lluvia. Al llegar al patio, lo crucé y me resguardé bajo el balcón. La puerta de la casa estaba abierta. Entré, Bonello y Piani me siguieron. Dentro estaba oscuro. Fui a la cocina. En la gran chimenea había ceniza. Las marmitas estaban colgadas sobre las cenizas, pero estaban vacías. Busqué por todas partes, pero no encontré nada que comer.
—Subamos a acostarnos en el henil —dije—. ¿Podría encontrar algo de comer, Piani, y traerlo arriba?
—Voy a ver —contestó Piani.
—Yo también voy a verlo —dijo Bonello.
—Muy bien —dije—. Voy a echar una ojeada al henil.
Encontré una escalera de piedra que salía del establo. En medio de tanta lluvia, el establo exhalaba un buen olor a seco. No había ganado. Seguramente se lo habían llevado al huir. El granero estaba lleno de heno por la mitad. Había dos buhardillas en el techo. Una estaba tapada con tablas; la otra, del lado norte, era un pequeño tragaluz. Había una corredera por donde echaban el heno al ganado. Unas vigas cruzaban la corredera bajo la cual las carretas se paraban para que pudieran echar el heno con la horca. Oía la lluvia sobre el techo, y cuando bajé, sentí el sano olor de las boñigas secas en el establo. Podríamos desclavar una tabla y mirar al patio por la buhardilla del Sur. La otra daba al Norte, sobre los campos. Podíamos trepar sobre el techo por una de las aberturas y bajar en seguida, o bien escapar por la corredera en el caso de que la escalera fuera impracticable. El henil era grande y podíamos escondernos entre el heno si oíamos a alguien. El lugar parecía favorable. Estaba seguro de que habríamos podido pasar al Sur si no nos hubiesen tirado encima. Era imposible que hubiera alemanes por aquel lado. Llegaban por el Norte y bajaban por el camino de Cividale. No podían haber pasado por el Sur. Los italianos eran más peligrosos. Tenían miedo y tiraban sobre todo lo que veían. La noche anterior, durante la retirada, oímos decir que había muchos alemanes con uniforme italiano que se habían unido a los fugitivos. No creía nada. Dicen esto en todas las guerras. Es una de estas cosas que siempre hacen los enemigos. Nunca se oía decir que alguien hubiese ido con uniforme alemán a sembrar la confusión entre ellos. Era posible, pero parecía difícil. No creía que los alemanes hicieran esto. No veía por qué tenían que hacerlo. No había necesidad de enredar nuestra retirada. Ya se cuidaban de hacerlo la dimensión del ejército y la penuria de las carreteras. Nadie daba órdenes. Que dejaran, pues, a los alemanes tranquilos. Y, no obstante, nos tomaban por alemanes y nos mataban. Habían matado a Aymo. El heno olía bien, y estar acostado en el heno de un granero era suficiente para que se olvidasen todos los años pasados. Cuántas veces nos habíamos acostado en el heno para hablar y matar gorriones con nuestras carabinas de aire comprimido cuando se paraban en el triángulo abierto, arriba de todo, en la pared de la granja. El granero había desaparecido, y un año habían cortado los abetos y, de lo que era un abetal, sólo habían quedado trozos, cimas de árboles secos, ramas, leña para encender el fuego. Imposible retroceder. Y si no avanzábamos, ¿qué pasaría? Oía el tiroteo al Norte, en dirección a Udine. Reconocía el ruido de las ametralladoras. No bombardeaban. Siempre era algo. Seguramente habían encontrado tropas por el camino. Sumí la mirada en la penumbra del granero, y vi a Piani de pie bajo la corredera. Llevaba un largo salchichón debajo del brazo, un botijo de algo y dos botellas de vino.
—Suba —le dije—. Allí está la escalera.
En seguida, al verlo tan cargado, comprendí que haría bien en ayudarlo, y bajé. Sentía la cabeza un poco tonta por haber estado echado en el heno. Si llego a estar echado un poco más, de seguro que el fuerte aroma me hubiera mareado bastante.
—¿Dónde está Bonello? —pregunté.
—Se lo explicaré —contestó Piani.
Subimos por la escalera. Una vez aposentados en el heno, dejamos las cosas por el suelo. Finai sacó su cuchillo con sacacorchos y destapó una de las botellas de vino.
—Están lacradas —dijo—. Debe ser del bueno.
Sonrió.
—¿Dónde está Bonello?, —pregunté.
Piani me miró.
—Se ha ido, teniente —dijo—. Quiere rendirse.
No contesté.
—Tenía miedo de que nos matasen.
Cogí la botella sin decir nada.
—¿Sabe usted, teniente? Nosotros no creemos en la guerra.
—Pues ¿por qué no se ha ido usted también?
—No quería abandonarlo.
—¿Adónde ha ido?
—No lo sé, teniente. Se ha marchado.
—Bueno —dije—. ¿Quiere cortar el salchichón?
Piani me miró a la media luz.
—Ya lo he cortado mientras hablábamos —me contestó.
Sentados en el heno comimos el salchichón rociado con vino. Debía ser vino que guardaban para una boda. Era tan viejo que empezaba a pasarse.
—Usted atisbará por esa ventana, Luigi —dije—. Yo vigilaré por esta.
Habíamos empezado cada uno una botella. Me llevé mi botella y fui a acostarme boca abajo en el heno, y, por el tragaluz, miraba el campo mojado. Yo no sé qué esperaba ver, pero lo que sí es cierto es que no veía nada más que los campos y los morales sin hojas y la lluvia que caía. Bebí el vino pero sin notar sus efectos. Lo habían guardado demasiado tiempo. Se había oreado y había perdido al mismo tiempo la calidad y el color. Contemplé cómo caía la noche. Se hacía oscuro rápidamente. La noche sería muy lóbrega con esta lluvia. Cuando fue completamente de noche, no habiendo ya motivo para vigilar, me fui con Piani. Dormía. Me quedé un rato sentado junto a él, sin despertarlo. Era un muchachote robusto y dormía profundamente. Después de algunos minutos, lo desperté y nos pusimos en camino.
Fue una noche extraña. No, sé qué me había imaginado, tal vez la muerte, tiros en la noche, la huida; pero no pasó nada. Tendidos en el suelo, en la cuneta; después, cuando hubieron desaparecido, cruzamos la carretera y nos dirigimos al Norte. Por dos veces nos encontramos muy cerca de los alemanes, pero bajo la lluvia no nos vieron. Pasamos por la ciudad sin ver a un solo italiano, y poco después alcanzamos una de las principales columnas en retirada. Anduvimos toda la noche en dirección al Tagliamento. No me había hecho cargo de la enormidad de la retirada. No era sólo el ejército, sino todo el país el que huía. Anduvimos toda la noche más rápidamente que muchos vehículos. La pierna me dolía y estaba cansado, pero íbamos a buen paso. ¡Parecía tan tonto por parte de Bonello ir a rendirse conmigo! No había ningún peligro. Habíamos cruzado dos ejércitos sin incidentes. Si no fuera porque habían matado a Aymo, no nos hubiéramos dado cuenta de que había peligro. Nadie nos había molestado cuando anduvimos al descubierto, por entre los rieles. La muerte había llegado bruscamente, sin razón alguna. Me preguntaba a menudo dónde podía estar Bonello.
—¿Cómo vamos, teniente? —preguntó Piani—, íbamos por el borde de una carretera atestada de vehículos y tropas.
—Bien.
—Yo ya tengo bastante de andar.
—No tenemos otra cosa que hacer ahora. No nos atormentemos.
—Bonello es un idiota.
—Un completo idiota, en efecto.
—¿Qué hará usted con él, teniente?
—No lo sé.
—¿No podría comunicar simplemente que desapareció?
—No lo sé.
—Es que si la guerra continúa, esto llevaría malas consecuencias a su familia.
—La guerra no va a continuar —dijo un soldado—. Volvemos a casa. La guerra ha terminado.
—Todos vuelven a casa.
—Nosotros volvemos a casa.
—Venga, teniente —dijo Piani.
Quería pasarles delante.
—¿tenente? ¿Quién es tenente? Abasso gli ufficiatil ¡Abajo los oficiales!
Piani me cogió por el brazo.
—Haría mejor en llamarle por su nombre —dijo—. Podrían causarnos complicaciones. Los hay que han matado a sus oficiales.
Los adelantamos.
—No haré ninguna declaración susceptible de causar molestias a su familia —dije, reanudando nuestra conversación.
—Si la guerra ha terminado, esto no tiene importancia —dijo Piani—. Pero no la creo terminada. Sería demasiado agradable.
—No tardaremos en saberlo —dije.
—No creo que haya terminado. Todos creen que se ha acabado, pero yo no lo creo.
—¡Viva la pace! —gritó un soldado—. Volvemos a casa.
—Seria magnífico si todos volviéramos a casa —dijo Piani—. ¿No le gustaría volver a su país?
—Si.
—Esto no llegará nunca. No creo que haya terminado.
—¡Andiamo a casa! —gritó otro soldado.
—Tiran los fusiles —dijo Piani—. Los descuelgan y los tiran al suelo sin dejar de andar, y después gritan.
—Tendrían que conservar los fusiles.
—Creen que si tiran los fusiles no les podrán forzar a luchar.
En la oscuridad y bajo la lluvia, siguiendo por el borde de la carretera, pude constatar que muchos soldados aún tenían sus fusiles. Se veían salir por encima de los capotes.
—¿A qué brigada pertenece usted? —gritó un oficial.
—¡Brigata di pace! —dijo uno—. ¡La brigada de la paz!
El oficial no contestó.
—¿Qué le ha dicho? ¿Qué ha dicho el oficial?
—¡Abajo el oficial! ¡Viva la pace!
—Vamos —dijo Piani. Pasamos a dos ambulancias inglesas abandonadas en el tropel de vehículos.
—Vienen de Goritzia —dijo Piani—. Reconozco los coches.
—Han ido un poco más lejos que las nuestras.
—Salieron antes.
—Me pregunto dónde están los conductores.
—Hacia delante, seguramente.
—Los alemanes se han detenido frente a Udine —dije—. Toda esta gente logrará cruzar el río.
—Si —dijo Piani—. Es por esto por lo que creo que la guerra va a continuar.
—Los alemanes podrían avanzar. Me pregunto por qué no lo hacen.
—No lo sé. Esta guerra no la entiendo en absoluto.
—Supongo que deberán esperar medios de transporte.
—No lo sé —dijo Piani.
Solo era mucho más agradable. Con los demás tenía una forma de hablar muy brutal.
—¿Está usted casado, Luigi?
—Sabe muy bien que lo estoy.
—¿Es por esto por lo que no quiere que lo cojan prisionero?
—Es una de las razones. ¿Está usted casado, teniente?
—No.
—Bonello tampoco.
—El hecho de estar casado no significa mucho; pero, no obstante, creo que un hombre casado debe tener ganas de volver junto a su esposa —dije.
—Tenía ganas de hablar de mujeres.
—Sí.
—¿Cómo van sus pies?
—Me duelen bastante.
Cuando alcanzamos la ribera de Tagliamento aún no era de día. Seguimos el río desbordado hasta el puente, donde la circulación era más intensa.
—Tendríamos que quedarnos detrás de este río —dijo Piani.
En la oscuridad el agua parecía muy crecida. Se arremolinaba y se extendía sobre una gran anchura. El puente de madera estaba a unos tres cuartos de milla y el río, que generalmente corría a chorrillos sobre un ancho lecho de guijarros, a muy poca altura bajo el puente, ahora casi tocaba las tablas de madera. Seguimos por el río, y después nos colamos en el tumulto que cruzaba el puente. Avanzaba lentamente bajo la lluvia, a pocos pasos del agua, empujado por la multitud. Me encontraba junto a un cajón de artillería y miraba el río por encima del parapeto. Ahora que no podía andar a mi paso, me sentía muy cansado. El paso por el puente se efectuaba sin la menor alegría. Probaba de imaginarme el efecto que produciría, en pleno día, un bombardeo de la aviación.
—Piani —dije.
—Estoy aquí, teniente.
Iba un poco adelantado, con la multitud. Nadie hablaba. Todos pensaban sólo en pasar el río lo más rápidamente posible. Era el único pensamiento. Casi llegábamos al otro lado del río. Al final del puente había oficiales y carabineros, a cada lado, de pie, provistos de lámparas eléctricas. Veía sus siluetas destacarse bajo el cielo. Al acercarnos vi a uno de los oficiales que señalaba con el dedo a un hombre de la columna. Un carabinero fue a buscarlo y lo condujo por el brazo. Lo hizo poner a un lado. Casi estábamos frente a ellos. Los oficiales observaban a cada hombre de la columna. Algunas veces hablaban entre ellos y se adelantaban para proyectar sobre un rostro la luz de la lámpara. Hicieron adelantar a alguien en el preciso momento en que pasábamos. Vi al hombre. Era un teniente coronel. Advertí las estrellas en su manga cuando lo iluminaron. Tenía el cabello gris. Era bajo y grueso. El carabinero lo empujó detrás de la hilera de oficiales. Al pasar nosotros, vi a uno o dos que miraban. Después, uno de ellos me señaló con el dedo y habló a un carabinero. Vi cómo el carabinero se adelantaba hacia mí. Se abrió paso entre los fugitivos y me sentí cogido por el cuello.
—¿Qué quiere usted? —dije.
Le pegué en la cara. Vi su rostro bajo el sombrero, con los bigotes retorcidos y la sangre que corría por la mejilla. Otro se precipitó hacia nosotros.
—¿Qué es lo que quiere? —dije.
No contestó. Esperaba el momento de cogerme. Me Llevé el brazo al dorso para empuñar el revólver.
—¿No sabe que no tiene derecho a tocar a un oficial?
El otro oficial me cogió por detrás y por poco me desarticula el brazo torciéndomelo hacia arriba. Giré con él y el otro me cogió por el cuello. Le di puntapiés en las tibias y, con la rodilla, le golpeé la ingle.
—Mátelo si se resiste —dijo alguien.
—¿Qué significa todo esto?
Probé a gritar, pero mi voz no se oía. Me encontré al borde de la carretera.
—Mátelo si se resiste —dijo un oficial—. Póngalo allá atrás.
—¿Quién es usted?
—Policía del ejército —dijo otro oficial.
—¿Por qué no me piden que venga en vez de hacerme detener por uno de estos bravucones?
No contestaron. No tenían por qué responderme. Formaban parte de la policía del ejército.
—Condúzcalo atrás, con los otros —dijo el primer oficial—. ¿Ve?, habla italiano con acento.
—Tú también, cerdo indecente —dije.
—Condúzcalo detrás, con los demás —dijo el primer oficial.
Me condujeron detrás de la hilera de los oficiales, hacia un grupo que esperaba en un campo, cerca del río. Mientras andábamos tiraron. Vi el relámpago de los fusiles y oí las detonaciones. Nos juntamos con el grupo. Se componía de cuatro oficiales, delante de los cuales había un hombre con un carabinero a cada lado y varios hombres vigilados por carabineros. Otros cuatro carabineros, apoyados en sus fusiles, escoltaban los jueces militares. Eran carabineros con unos sombreros muy grandes. Los dos que me habían detenido me empujaron al grupo que iba a ser interrogado. Miré al hombre al que los oficiales preguntaban. Era el teniente coronel bajo y grueso de los cabellos grises que habían sacado de la columna. Los jueces tenían todo el celo, la flema y la sangre fría de italianos que matan sin correr riesgo de ser matados.
—¿Su brigada?
Respondió.
—¿Regimiento?
Respondió.
—¿Por qué no está usted con su regimiento? Respondió.
—¿Es que no sabe que un oficial debe quedarse con sus hombres?
Lo sabía.
Esto fue todo. Otro oficial habló.
—Han sido usted y sus iguales los que han permitido a los bárbaros poner los pies sobre el sagrado territorio de la patria.
—¿Qué dice usted? —preguntó el teniente coronel.
—Es a consecuencia de traiciones parecidas por lo que hemos perdido los frutos de la victoria.
—¿Ha tenido usted que retirarse alguna vez? —preguntó de nuevo el teniente coronel.
—No se debería haber obligado a Italia a retirarse.
Nosotros estábamos allí, bajo la lluvia, ¡para escuchar esto! Estábamos frente a los oficiales, y el prisionero estaba delante de ellos, ligeramente a un lado por deferencia a nosotros.
—Si usted me quiere fusilar —dijo el teniente coronel—, fusíleme en seguida, sin más interrogatorio. El interrogatorio es idiota.
Hizo la señal de la cruz. Los oficiales se consultaron. Uno de ellos escribió algo en una hoja de papel.
—Abandono de tropas. Condenado a ser fusilado —dijo.
Dos carabineros condujeron al teniente coronel a la orilla del río. Se alejó bajo la lluvia, viejo, abatido, con la cabeza descubierta, escoltado por dos carabineros. No vi cómo le fusilaban, pero oí las detonaciones.
Ahora preguntaban a otro. Era igualmente un oficial al que habían encontrado separado de sus tropas. Ni siquiera le permitieron explicarse. Se puso a llorar cuando leyeron la sentencia escrita en el memorándum. Cuando lo fusilaron ya estaban interrogando a otro. Fingían estar muy absortos por los interrogatorios mientras fusilaban al que acababan de condenar. Esto hacía imposible ninguna intervención de su parte. Me pregunté si debía esperar mi turno para ser preguntado, o si sería mejor intentar algo en seguida. Evidentemente, me tomaban por un alemán con uniforme italiano. Veía como funcionaban sus cerebros, admitiendo que tuviesen cerebros que funcionasen. Eran jóvenes y trabajaban por el bienestar de la patria. Estaban volviendo a formar el Segundo Ejército por detrás del Tagliamento. Ejecutaban a todos los oficiales superiores que habían sido separados de sus tropas. También se ocupaban, someramente, de los agitadores alemanes con uniforme italiano. Llevaban cascos de acero. Algunos carabineros llevaban aquel sombrero grande. Les llamábamos «aviones».
Esperábamos bajo la lluvia y, los unos y los otros, éramos interrogados y fusilados. Hasta entonces habían fusilado a todos los interrogados. Los jueces tenían este desapego, esta devoción a la estricta justicia de los hombres que dispensan la muerte sin que ellos se expongan. Estaban a punto de interrogar a un coronel de infantería. Tres oficiales más habían aumentado nuestro grupo. ¿Dónde estaba su regimiento?
Miré a los carabineros. Examinaban a los recién llegados. Los otros miraban al coronel. Me agaché, empujé a dos hombres y con la cabeza baja, me lancé hacia el río, choqué contra el ribazo y caí al agua con un gran ¡plaf! El agua estaba muy fría. Aguanté sumergido todo el tiempo que pude. Me di cuenta de que la corriente me hacía dar vueltas y me quedé bajo el agua hasta el momento en que creí que no sería capaz de volver a subir. Así que llegué a la superficie, respiré hondamente, y me sumergí de nuevo. Me resultaba fácil permanecer bajo el agua con mis vestidos y mis botas. Cuando volví a subir por segunda vez vi un trozo de madera delante de mi. Lo cogí y me agarré con una mano. Resguardé la cabeza detrás, sin tan sólo mirar por encima. No tenía ganas de mirar hacia la orilla. Habían tirado cuando huí y también la primera vez que salí a la superficie. Había oído las detonaciones en el momento en que iba a sacar la cabeza fuera del agua. Ahora ya no tiraban. El tablón daba vueltas en la corriente y yo lo así con una mano. Miré a la orilla. Parecía correr mucho, Había muchas maderas en la corriente. El agua estaba muy fría. Rocé las cañas de una isla. Agarrado con las dos manos al tablón, me dejé llevar. La orilla ya no se veía.