Capítulo XXIX

Al mediodía nos atascamos en un camino empapado, a unos diez kilómetros de Udine, según nos parecía. La lluvia había parado por la mañana y por tres veces habíamos oído los aviones. Habían pasado por encima de nosotros y se habían alejado hacia la izquierda, y nos habíamos apurado a través de una red de atajos. Nos habíamos metido en varios caminos sin salida; habíamos logrado acercarnos a Udine. Pero he ahí que ahora la ambulancia de Aymo, al recular para dejarnos salir de un camino sin salida, se había atascado en la tierra mojada, en el borde del camino, y las ruedas, al patinar, se habían hundido tan profundamente que el coche se a apoyaba sobre el diferencial. Sólo se podía hacer una cosa: cavar delante de las ruedas, extender ramas para que las cadenas pudieran agarrar, y empujar luego para poner el coche sobre el camino. Estábamos todos de pie alrededor del coche. Los dos sargentos lo miraron, examinando las ruedas; luego, sin decir palabra, se alejaron por el camino. Los seguí.

—A trabajar —dije. Corten ramas.

—Tenemos que irnos —dijo uno de ellos.

El otro no decía nada. Tenían prisa por marcharse. No se atrevían a mirarme.

—Les ordeno que vuelvan junto al coche y que corten ramas —les dije.

Uno de los sargentos se volvió.

—Tenemos que marcharnos. Dentro de poco los cercarán. Usted no tiene derecho a mandarnos. No es nuestro oficial.

—Les ordeno que corten ramas —repetí.

Me dieron la espalda y se alejaron por el camino.

—¡Alto! —grité.

Continuaron andando por el camino enlodado, entre los dos setos.

—¡Les ordeno que se detengan! —grité.

Aceleraron el paso. Abrí la pistolera, cogí mi revólver, apunté al que había hablado más y tiré. Erré el tiro. Se pusieron a correr. Tiré tres veces y derribé a uno. El otro pasó a través del seto. El revólver no tenía balas. Le puse otro cargador. Pero el sargento ya estaba fuera de mi alcance. Estaba al extremo del campo y corría con la cabeza agachada. Puse balas en el cargador vacío. Bonello llegó.

—Déjeme rematarlo —me dijo.

Le di mi revólver y se fue al sitio donde el sargento de ingenieros yacía, de cara al suelo. Bonello se inclinó sobre él, apoyó el revólver sobre la cabeza del hombre y apretó el gatillo. La bala no salió.

—Hay que cargarlo —dije.

Lo cargó y tiró dos veces. Entonces cogió el sargento por las piernas y lo arrastró hasta el borde del camino, a lo largo del seto. Volvió y me entregó el revólver.

—El hijo de p… —dijo. Miré en dirección al sargento—. Usted ha visto cómo lo remataba, ¿eh, teniente?

—Tenemos que apresurarnos a cortar ramas —dije—. ¿Le parece que he tocado al otro?

—No lo creo —dijo Aymo—. Estaba demasiado lejos para poderlo alcanzar con un revólver.

—El maldito cochino —dijo Piani.

Todos cortábamos ramas. Habíamos vaciado la ambulancia. Bonello cavaba delante de las ruedas. Cuando todo estuvo listo, Aymo puso el coche en marcha y embragó. Las ruedas patinaron lanzando hojas y barro. Bonello y yo empujábamos hasta crujirnos los huesos. El coche no se movía.

—Hágalo oscilar de delante hacia atrás, Barto —le dije.

Puso marcha hacia atrás, después hacia adelante. Las ruedas aún se hundieron más. El coche seguía apoyado sobre el diferencial y las ruedas giraban en el vacío en las rodadas que habían hecho. Me enderecé.

—Probaremos con una cuerda —dije.

—No creo que valga la pena, teniente. No podremos tirar en línea recta.

—De todas formas, podemos probar —contesté—. No tenemos otro recurso.

Las ambulancias de Piani y Bonello sólo podían andar en dirección del camino. Atamos las dos ambulancias y tiramos. Las ruedas se esforzaban sobre las rodadas.

—¡Esto no sirve para nada! —grité—. ¡Párense!

Piani y Bonello bajaron de sus ambulancias y volvieron con nosotros. Aymo se apeó. Las muchachas se habían sentado aparte, sobre una pared de piedra, al borde del camino, a unos cuarenta metros de las ambulancias.

—¿Qué hacemos, tenente? —preguntó Bonello.

—Cavemos y probemos otra vez con más ramas —le contesté.

Miré el camino. Yo tenía la culpa. Era yo el que los había conducido allí. El sol parecía que iba a rasgar las nubes y el cuerpo del sargento yacía contra el seto.

—Pongamos la guerrera y el capote del sargento debajo —dije.

Bonello fue a buscarlos. Yo cortaba ramas, y Aymo y Piani cavaron delante y entre las ruedas. Corté el capote; lo partí en dos y lo estiré bajo las ruedas, sobre el fango. Luego amontoné ramas para que las ruedas pudieran agarrar. Estábamos preparados para empezar. Aymo subió al asiento y puso el coche en marcha. Las ruedas giraron y nosotros empujamos hasta más no poder. Pero fue en vano.

—No hay nada a hacer —dije—. ¿Tiene que sacar algo de la ambulancia, Barto?

Aymo se instaló junto a Bonello, con el queso, las dos botellas de vino y su capote. Bonello, al volante, revisaba los bolsillos de la guerrera del sargento.

—Tire esta guerrera —le dije—. ¿Qué haremos con las doncellas de Barto?

—Pueden subir detrás —dijo Piani—. No creo que vayamos muy lejos.

Abrí la puerta trasera de la ambulancia. —Vamos —les dije—, suban.

Las dos mujeres subieron y se sentaron en un rincón. Parecían no haberse dado cuenta de los tiros. Me volví para mirarlas en el camino. El sargento estaba tendido, sucio, con su camiseta de mangas. Subí junto a Piani y partimos. Íbamos a probar de cruzar el campo, bajé y caminé adelante. Si podíamos cruzar, encontraríamos un camino al otro lado. Pero no pudimos hacerlo. La tierra era demasiado blanda y demasiado enlodada para los coches. Cuando estuvieron definitivamente atascados, con las ruedas hundidas hasta los cubos, los abandonamos en el campo y nos fuimos a pie hacia Udine.

Al llegar al camino que conducía a la carretera, indiqué la dirección a las dos mujeres.

—Vayan por allá —dije—. Encontrarán gente. —Saqué mi cartera y les di un billete de diez liras a cada una—. Vayan por allá —dije, señalándoles la carretera—. Amigos… familia.

No me comprendieron, pero crispaban los dedos sobre los billetes y se marcharon. Se giraron como si tuvieran miedo de que yo volviera a cogerles el dinero. Las miré alejarse. Envueltas en sus manteletas daban miradas desconfiadas detrás de ellas. Los tres conductores se reían.

—¿Cuánto me daría para que me fuera en esa dirección, teniente? —preguntó Bonello.

—Si las cogen es mejor que no estén solas —contesté.

—Déme doscientas liras y me voy directo a Austria —dijo Bonello.

—Te las cogerían —dijo Piani.

—Tal vez la guerra ya esté acabada —dijo Aymo.

Andábamos todo lo aprisa que podíamos. El sol se esforzaba en rasgar las nubes. En el borde del camino había morales. A través de los árboles podían verse las dos grandes ambulancias atascadas en el campo. Piani también miraba hacia atrás.

—Si las quieren sacar se verán obligados a hacer una carretera —dijo.

—¡Por Dios, si al menos tuviéramos bicicletas! —exclamó Bonello.

—¿Usan bicicletas en América? —preguntó Aymo.

—Antes, sí.

—Aquí las usamos mucho —dijo Bonello—. Una bicicleta es una cosa estupenda.

—¡Por Dios, si al menos tuviésemos bicicletas! —exclamó Bonello—. Yo no soy andador.

—¿Es esto un cañón? —pregunté.

Me parecía oír las detonaciones a lo lejos.

—No lo sé —contestó Aymo.

Escuchó.

—Creo que sí —dije.

—Lo primero que veremos será la caballería.

—Buen Dios, espero que no sea así. No me gustaría que uno de esos cochinos caballeros consiguiera ensartarme con su lanza.

—Seguro que no falló al sargento, teniente —dijo Piani.

Andábamos aprisa.

—Lo mató —dijo Bonello.

—Aún no había matado nadie desde el principio de la guerra, y siempre había soñado en matar a un sargento.

—Si, sí, lo has matado —dijo Piani—. No corría mucho cuando lo has matado.

—Esto no tiene importancia. Es una cosa que recordaré siempre. Lo he matado bien y bonitamente al bribón.

—¿Qué le dirás al confesor?

—Le diré: bendígame, padre, porque he matado a un sargento.

Se echaron a reír.

—Es anarquista —dijo Piani—. No va a la iglesia.

—Piani también es anarquista —dijo Bonello.

—¿Son realmente anarquistas? —pregunté.

—No, teniente. Somos socialistas. Somos de Imola.

—¿Ha estado alguna vez allí?

—No.

—¡Ah, por Cristo, es una ciudad magnífica teniente! Tendrá que ir después de la guerra. Verá usted algo bueno.

—¿Todos los de allí son socialistas?

—Todos.

—¿Es una ciudad hermosa?

—Estupenda. Nunca ha visto una ciudad igual.

—¿Cómo es esto que sean socialistas?

—Tendrá que ir, teniente. De usted también haremos un socialista.

Delante nuestro el camino torcía a la izquierda.

Había una pequeña cuesta y, detrás de una pared de piedra, un manzanal. Se callaron mientras el camino ascendía. Andábamos juntos, muy aprisa para ganar tiempo.