Capítulo XXVIII

Cruzamos la ciudad desierta, bajo la lluvia y la oscuridad. Sólo algunos regimientos y cañones desfilaban por la calle Mayor. También había muchos camiones y carretas que, por otras calles, convergían en la carretera principal. Cuando, después de pasar frente a las tenerías, nos encontramos en la carretera, las tropas, los camiones, las carretas y los cañones formaban allí una larga columna que se desplazaba lentamente. Nosotros también avanzábamos lenta pero regularmente bajo la lluvia. El radiador de nuestro coche rozaba la parte trasera de un camión cuyo cargamento iba cubierto con un toldo. Toda la columna se paró, se puso en marcha, avanzó un poco más y volvió a pararse. Bajé y me colé entre los camiones y las carretas y bajo el cuello mojado de los caballos. Era más arriba, delante de todo, que estaban bloqueados. Dejé la carretera, crucé la zanja sobre una tabla y marché a campo traviesa. Entre los árboles, bajo la lluvia, podíamos ver la columna atascada. Hicimos alrededor de una milla. La columna no se movía; no obstante, por el otro lado más allá de los vehículos bloqueados, podían verse las tropas que avanzaban. Volví hacia nuestras ambulancias. Parecía que todo estaba inmovilizado hasta Udine. Piani dormía sobre el volante. Subí a su lado y también me dormí. Algunas horas después, el camión que nos precedía embragó. Al darme cuenta por el ruido, desperté a Piani y nos pusimos en marcha. A los pocos metros nos paramos de nuevo. Después marchamos otra vez. Seguía lloviendo. La columna aún se paro una vez en la noche y ya no se movió más. Bajé para ver a Aymo y a Bonello. En la cabina de la ambulancia de Bonello estaban sentados dos sargentos de ingenieros. Al acercarme yo, se levantaron.

—Los habían dejado atrás para hacer algo en un puente —dijo Bonello—. No han podido encontrar su unidad, y los he hecho subir.

—Con su permiso, mi teniente.

—De acuerdo —contesté.

—El teniente es americano —dijo Bonello—. Llevaría a quien fuera.

Uno de los sargentos sonrió. El otro preguntó a Bonello si yo era un italiano de América del Norte o del Sur.

—No es italiano. Es americano inglés, americano del Norte.

Los sargentos, aunque muy atentos, no lo creyeron. Los dejé y fui a ver a Aymo. Dos muchachas estaban sentadas junto a él, en la cabina. Se había puesto a un extremo y fumaba.

—Barto, Barto —le llamé.

Se puso a reír.

—Hábleles, teniente —dijo—. Yo no las entiendo. ¡Eh!

Puso la mano sobre el muslo de la joven y la pellizcó amistosamente. La muchacha se envolvió con su manteleta y rechazó la mano.

—¡Eh! —exclamó—. Decid vuestro nombre al teniente y lo que hacéis aquí.

La muchacha me dirigió una mirada feliz. La otra se obstinaba en mirar al suelo. La que me miraba dijo algo en un dialecto del que no comprendí una sola palabra. Era morena y rolliza y parecía tener unos dieciséis aros.

—¿Sorella? —pregunté señalando a la otra muchacha.

Dijo que sí con la cabeza y sonrió.

—Muy bien —dije, dándole en la rodilla.

Noté que se contraía al tocarla yo. Su hermana no decía nada. Parecía un año más joven. Aymo puso su mano sobre el muslo de la mayor. Ella lo rechazó. Él se burló de ella.

—Buen hombre. —Se señaló él mismo—. Bueno. —Él me señaló—. No tengan miedo.

La joven lo miraba, huraña. Parecían dos pájaros salvajes.

—¿Por qué han venido conmigo si no les gusto? —preguntó Aymo—. Tan pronto como les he hecho una señal, han subido. —Se volvió hacia la joven—. No os asustéis —dijo—. No hay peligro de que… —Empezó la palabra cruda—. No hay sitio para…

Vi que ella había comprendido la palabra y nada más. Le miro con espanto y se envolvió con su manteleta.

—La ambulancia está llena —continuó Aymo—. No hay peligro de que… No hay sitio para…

Cada vez que él pronunciaba la palabra, la muchacha se ponía más rígida. Por fin, sentada muy tiesa, los ojos fijos en él rompió a llorar. Vi cómo temblaban sus labios, y después las lágrimas se deslizaron por sus mejillas regordetas. Su hermana, sin mirarla, le tomó la mano, y así quedaron, sentadas una junto a la otra. La mayor, que parecía tan huraña, empezó a sollozar.

—Me parece que las he asustado —dijo Aymo—. No era esta mi intención.

Bartolomeo cogió su mochila y cortó dos trozos de queso.

—Tomad —les dijo—. No lloréis más.

La mayor sacudió la cabeza y continuó llorando, pero la menor cogió el queso y lo mordió. Al cabo de un rato, dio a su hermana el segundo trozo y comieron las dos. La mayor aún sollozaba un poco.

—Dentro de un momento ya estará bien —dijo Aymo.

Tuvo una idea.

—¿Virgen? —preguntó a su vecina. Ella dijo que sí con la cabeza—. ¿También virgen? —Señaló a su hermana.

Las dos muchachas movieron afirmativamente la cabeza y la mayor dijo algo en dialecto.

—Perfecto —dijo Bartolomeo—, perfecto.

Las dos muchachas parecían reconfortadas. Las dejé solas con Aymo, sentado en su rincón, y volví a la ambulancia de Piani. La hilera de vehículos no se movía, pero las tropas continuaban desfilando por el lado. Seguía lloviendo muy fuerte y pensé que tal vez el motivo de que las columnas estuviesen paradas era la influencia del agua en los motores. Lo más seguro es que fuera debido por los caballos u hombres que caían dormidos… No obstante, en las ciudades, a veces se para la circulación y todos están bien despiertos. Era la mezcla de caballos y coches. No se ayudaban los unos a los otros. Los campesinos con sus carretas tampoco ayudaban. Eran bonitas las dos pequeñas que estaban con Barto. Una retirada no es sitio a propósito para dos vírgenes. Verdaderas vírgenes. Seguramente muy piadosas. Si no fuera por la guerra, tal vez estaríamos todos durmiendo. En la cama donde mi cabeza descansa. El albergue y el cobijo. Cubierto como en mi cama y tieso como un garrote. Catherine debía estar en la cama con dos sábanas, una debajo y la otra encima. ¿De qué lado estaba acostada? Quizá no dormía. Quizá, tendida, pensaba en mí. Sopla, sopla, viento del Oeste. Sí, en efecto, soplaba y no llovía poco. Agua toda la noche. ¡Y cuánta agua, amigos míos, cuánta agua! ¡Ah! Si al menos estuviese en la cama con mi querida Catherine en los brazos, mi querida… Si mi dulce y querida Catherine pudiera transformarse en lluvia. Sóplala hacia mí. Pues bien, la cosa seguía. Todos teníamos que aguantarlo; y aunque lloviera poco, las cosas no se arreglaban. «Buenas noches, Catherine —dije en voz alta—. Deseo que duermas bien. Si no te encuentras bien, querida, acuéstate del otro lado —dije—. Voy a buscarte agua fría. Pronto se hará de día y te encontrarás mejor. Me preocupa que no te encuentres bien. Prueba de dormir, querida».

«—Dormía —me contestó—. Has hablado durmiendo. ¿No estás enfermo? ¿Estás realmente aquí?».

«—Claro que sí, estoy aquí. No tengo ganas de marcharme. Esto no tiene importancia entre nosotros».

«Eres tan adorable, tan encantadora. No te marcharías durante la noche, ¿verdad?».

«De ninguna manera, vamos, no me marcharía. Siempre estoy aquí. Vengo a ti así que lo deseas…».

—Mierda —dijo Piani—, ya vuelven a marchar.

—Dormitaba —dije.

Miré mi reloj. Eran las tres de la madrugada. Cogí la botella de vino que estaba detrás, bajo el asiento.

—Ha soñado en voz alta —dijo Piani.

—Soñaba en inglés —le contesté.

La lluvia disminuía y avanzábamos. Aún no había llegado el alba y ya estábamos parados nuevamente y al hacerse de día, encontrándonos en lo alto de una cuesta, vi que en la carretera, en lontananza, todo seguía inmovilizado, exceptuando la infantería, que lograba infiltrarse a través del tumulto. De nuevo emprendimos la marcha, pero en vista de las distancias que habíamos recorrido en todo un día, comprendí que si queríamos llegar a Udine, deberíamos abandonar la carretera principal y seguir a campo traviesa.

Durante la noche muchos campesinos, procedentes de diferentes puntos del campo, se habían unido a la columna, y en ella se veían ahora carretas cargadas con utensilios hogareños. Por entre los colchones salían espejos. Pollos y patos iban atados a las carretas. En la que nos precedía había una máquina de coser bajo la lluvia, habían salvado los objetos más preciados. Mujeres amontonadas sobre las carretas, procuraban resguardarse de la lluvia; otras andaban lo más cerca posible de las mismas. Ahora había perros en la columna. Andaban refugiados bajo los coches. La carretera estaba enfangada. Las zanjas de cada lado estaban llenas de agua, y detrás de los árboles que bordeaban la carretera, los campos aparecían demasiado mojados, demasiado empapados, para intentar pasar por allí. Bajé del coche y me abrí camino con la esperanza de encontrar un lugar desde el cual pudiera encontrar una carretera transversal que nos permitiera atajar por los campos. Sabía que había muchos caminos, pero no quería correr el riesgo de internarnos en un camino sin salida. No me acordaba de ellos, pues sólo los había visto desde la carretera, cuando la recorría en coche, a toda velocidad, y todos se parecían. Y no obstante, yo sabía que si queríamos salir del apuro, tenía que encontrar uno. Nadie sabía dónde estaban los austriacos, ni cómo iban las cosas, pero yo estaba seguro de que, de parar la lluvia, si los aeroplanos volaban sobre nosotros y empezaban a ametrallar la columna, estábamos perdidos. Algunos camiones abandonados o algunos caballos muertos serian suficientes para hacer imposible cualquier movimiento sobre la carretera.

Llovía con menos intensidad y esperaba que aclararía. Avancé por la carretera, y, divisando un camión, que entre dos hileras de árboles se internaba en el campo, hacia el Norte, juzgué que era mejor seguirlo, y me apresuré a volver a mis ambulancias. Le dije a Piani que girara y fui a advertir a Bonello y a Aymo.

—Si no tiene salida, siempre podemos dar media vuelta y alcanzar la columna.

—¿Qué tenemos que hacer con estos tipos? —preguntó Bonello.

Los dos sargentos estaban a su lado en el asiento. Iban mal afeitados, pero a la media luz aún tenían un cierto aspecto militar.

—Nos podrán ayudar a empujar —contesté. Fui a encontrar a Aymo y le dije que íbamos a atajar a través de los campos.

—¿Qué haré con mis doncellas? —preguntó Aymo. Las dos jovencitas dormían.

—No le servirán de gran cosa —le contesté—. Haría mejor en admitir a alguien que pudiera empujar en caso necesario.

—Las instalaremos en el interior de la ambulancia. Hay sitio.

—Como quiera —dije—. Procure reclutar un tipo bien robusto para empujar.

—Un bersaglieri —dijo Aymo, sonriendo—. Son los que tienen la espalda más ancha. Se las miden. ¿Cómo se encuentra usted, tenente?

—Muy bien. Y usted, ¿cómo sigue?

—Bien, pero tengo mucha hambre.

—Supongo que algo encontraremos al final de esta carretera. Nos detendremos para comer.

—¿Cómo va su pierna, teniente?

—Bien —contesté.

De pie en el estribo, miraba delante de mí. Vi el coche de Piani que giraba y se alejaba por el pequeño camino. El coche aparecía por entre las ramas sin hojas. Bonello también giró y lo siguió. Aymo, a su vez, logró separarse del tumulto y seguimos las dos ambulancias por el camino estrecho entre los setos.

El camino conducía a una granja. Encontramos a Piani y Bonello parados en el patio. La casa era baja y ancha. Una parra encuadrada en la puerta. En el patio había un pozo y Piani sacaba agua para llenar su radiador. A fuerza de ir en primera, se había evaporado toda el agua. La granja estaba abandonada.

Miré detrás de mí. La granja estaba ligeramente elevada, y con la mirada podíamos abarcar el campo. Podíamos ver el camino, los setos, los campos, la hilera de árboles a lo largo de la carretera principal por donde pasaba el ejército en retirada. Los dos sargentos inspeccionaban la casa. Las muchachas se iban despertando y miraban el patio, el pozo, las dos grandes ambulancias frente a la casa y a los tres conductores alrededor del pozo. Uno de los sargentos llegó trayendo un reloj de pared.

—Vuélvalo a su sitio —dije.

Me miró, se volvió a la casa y regresó sin el reloj.

—¿Dónde está su compañero? —le pregunté.

—Ha ido al retrete.

Subió al asiento de la ambulancia. Tenía miedo de que lo dejáramos.

—¿Y el almuerzo, teniente? —preguntó Bonello—. Podríamos comer un bocado. No estaríamos mucho rato.

—Quisiera saber si este camino que desciende por el otro lado, conduce a alguna parte.

—Seguramente.

Piani y Bonello entraron en la casa.

—Vengan —dijo Aymo a las muchachas.

Les tendió la mano para ayudarlas. La mayor sacudió la cabeza. Ella no entraría en la casa abandonada. Nos siguieron con la mirada.

—Son muy desagradables —dijo Aymo.

Entraron juntos en la granja. Era grande y oscura. Impresión de soledad, Bonello y Piani estaban en la cocina.

—No hay gran cosa para comer —dijo Piani—. Se lo han llevado todo.

Bonello cortó un gran queso blanco sobre la maciza mesa de la cocina.

—¿Dónde ha encontrado este queso?

—En la bodega. Piani también ha encontrado vino y manzanas.

—Es perfecto para un desayuno.

Piani sacaba el tapón de una botella y llenaba una cacerola de cobre.

—Huele bien —dijo—. Procure usted encontrar vasos, Barto.

Los dos sargentos entraron.

—Tomen queso, sargentos.

—Tendríamos que marchar —dijo uno de los sargentos mientras comía el queso y bebía un vaso de vino.

—Nos iremos, no pasen cuidado —dijo Bonello.

—Un ejército anda sobre su estómago —dije.

—¿Qué? —preguntó el sargento.

—Hay que comer.

—Sí, pero el tiempo apremia.

—Me parece que estos puercos ya han comido —dijo Piani.

Los sargentos le miraron. Nos odiaban.

—¿Conoce el camino? —me preguntó uno de ellos.

—No, —contesté.

Se miraron.

—Sería mejor que nos marcháramos —dijo el primero.

—Vámonos —dije.

Bebí otro vaso de vino. Después del queso y la manzana sabía estupendamente.

—Llévense el queso —dije al salir.

Bonello llegó llevando el garrafón de vino.

—Es demasiado grande —dije.

Lo miró con pena.

—Lo dudo —contestó—. Déme unas cantimploras y las llenaré.

Llenó las cantimploras y un poco de vino corrió sobre las losas del patio. Luego cogió la botella y la colocó detrás de la puerta.

—Los austriacos no tendrían que derribar la puerta para encontrarlo.

—Vamos —dije—. Yo iré delante con Piani.

Los dos sargentos ya estaban en el asiento junto a Bonello. Las muchachas comían queso y manzanas. Aymo fumaba. Seguimos otra vez por el camino. Me volví para ver las dos ambulancias y la granja. Era una magnífica casa de piedra, baja y sólida, los hierros forjados del pozo eran muy bellos. Delante, nuestro camino se prolongaba estrecho y enlodado, y, a cada lado, había un gran seto. Detrás nuestro los coches nos seguían de cerca.