Me desperté cuando Rinaldi volvió, pero no me dijo nada y me volví a dormir. Por la mañana, antes de amanecer, ya me había vestido y marchado, y Rinaldi no se despertó cuando salí.
Nunca había visto el Bainsizza y me parecía raro trepar por estas cuestas que habían pertenecido a los austriacos, más allá del sitio en que fui herido, sobre el río. Había una nueva carretera con una cuesta muy rápida y muchos camiones. Más lejos el terreno se allanaba y, en la niebla, percibí bosques y colinas escarpadas. Algunos bosques habían sido tomados muy rápidamente y no los habían destruido. Más lejos, allí donde las colinas ya no la protegían, la carretera se prolongaba por una especie de esteras, colocadas a los dos lados y por encima de la misma. La carretera conducía a un pueblo en ruinas. Las trincheras estaban un poco más arriba. Por los alrededores había mucha artillería. Las casas estaban completamente destruidas, pero todo estaba muy bien organizado y había letreros por todas partes. Encontramos a Gino. Nos dio café. En seguida marchamos juntos. Me presentó varias personas y visité los puestos. Gino me dijo que las ambulancias inglesas prestaban servicio un poco más abajo, en Ravne. Admiraban mucho a los ingleses. Aún bombardeaban un poco, me dijo, pero no había muchos heridos. Pronto habría muchos enfermos a causa de las lluvias. Se creía que los austriacos debían atacar, pero no pensaba que lo hicieran. También se suponía que atacaríamos nosotros, pero no habían llegado nuevas tropas, lo que le hacia pensar que tampoco lo haríamos. Los alimentos escaseaban y estaría muy contento de poder hacer una verdadera comida en Goritzia. ¿Qué había comido para cenar? Se lo dije y lo encontró maravilloso. Particularmente le impresionó el dolce. No le hice una descripción bien detallada. Le dije solamente que era un dolce, y creo que se imaginó que era algo más refinado que un simple pastel de miga de pan.
¿Sabía dónde lo iban a mandar? Le contesté que no lo sabía, pero que algunas de nuestras ambulancias estaban en Caporetto. Esperaba que lo mandarían allí. Era un lugar pequeño, muy bonito, y le gustaban las grandes montañas que se elevaban detrás de él. Era un muchacho muy simpático y todos parecían quererle. Me dijo que el San Gabriele había sido un verdadero infierno, igual que el asunto de Lora, que había terminado mal. Dijo que los austriacos tenían mucha artillería en los bosques sobre la cresta de Ternova, más lejos y sobre nosotros, y que, durante la noche, bombardeaban las carreteras violentamente. Había una batería de piezas de marina que lo exasperaba. Conocía los obuses por su baja trayectoria. Se oía la detonación, y el silbido seguía inmediatamente. En general disparaban dos cañones a la vez, uno tras otro, y los cascos eran enormes. Me enseñó uno, un trozo de metal pulido y dentado que tenía más de un pie de largo. Parecía metal antifricción.
—No creo que sean muy eficaces —dijo Gino—, pero me dan miedo. Siempre parece que te caen encima. Primero se oye la detonación y en seguida el silbido y la explosión. ¿Qué importa que no te hieran si te mueres de miedo?
Dijo que había croatas en las trincheras de enfrente y también algunos magiares. Nuestras tropas aún conservaban las posiciones de ataque, podía decirse que no había alambradas y ningún sitio donde atrincherarse en caso de un ataque austriaco. Había buenas posiciones de defensa a lo largo de las pequeñas montañas que se elevaban en las mesetas, pero no se había hecho nada para organizarlas en vistas a la defensa. Pero, de todos modos, ¿qué es lo que pensaba yo de Bainsizza?
Yo me imaginaba que sería más llano, más parecido a una meseta. No me imaginaba que fuera tan accidentado.
—Alto piano —dijo Gino—, pero no piano.
Volvimos al sótano de la casa que él habitaba. Le dije que, a mi entender, debía resultar más fácil y más práctico de defender una cresta llana en la cuna, pero con cierta profundidad, que una serie de pequeñas montañas.
—No es más fácil atacar sobre una montaña que en terreno llano —dije.
—Eso depende de las montañas —repuso—. Recuerde el San Gabriele.
—Si —dije—, pero empezó a ir mal cuando estaban arriba, donde ya era llano. Llegaron a la cima con bastante facilidad.
—No tan fácilmente como eso.
—De acuerdo —dije—, pero era un caso especial, porque era más bien una fortaleza que una montaña. Es decir, poniéndome en un punto de vista táctico, en una guerra de movimiento, una serie de montañas alineadas no valen nada, porque es muy fácil rodearlas. Hace falta poder tener una cierta movilidad y una montaña no es particularmente móvil. Además, siempre se tira demasiado alto cuando se apunta bajo. Cuando se ha envuelto los flancos, los mejores hombres están en las cimas más altas.
Añadí que yo no creía en la guerra de las montañas. Había reflexionado mucho sobre ello. Uno se apodera de una montaña, el enemigo se apodera de otra, pero así que la cosa se pone fea, se apresura a bajar a la llanura.
—¿Qué hay que hacer cuando se tiene una frontera montañosa? —dijo.
Le contesté que aún no había estudiado este asunto, y nos pusimos a reír.
—Pero antiguamente —dije— siempre zurraban a los austriacos en el cuadrilátero junto a Verona. Los dejaban llegar a la llanura y allí los zurraban.
—Sí —dijo Gino—, pero eran los franceses, y es mucho más fácil resolver los problemas militares cuando se lucha en el país del vecino.
—Es verdad —aprobé—. Cuando se trata de la patria no se pueden solucionar las cosas tan científicamente.
—Los rusos lo hicieron para poder coger en la trampa a Napoleón.
—Si, pero su país era grande. Si probáis de retroceder para coger en la trampa a Napoleón, os encontraréis en Brindisi.
—Una ciudad abominable —dijo Gino—. ¿Ha estado usted allí alguna vez?
—Sólo de paso.
—Soy un buen patriota —dijo Gino—, pero no me gustan ni Brindisi ni Tarento.
—¿Le gusta el Bainsizza? —le pregunté.
—La tierra está maldita —contestó—. Yo sólo quisiera que crecieran más patatas. ¿Sabe usted que cuando llegamos aquí, nos encontramos que los austriacos habían sembrado plantas en algunos campos?
—¿Verdaderamente ha habido escasez de víveres?
—Yo, personalmente, no he tenido nunca bastante comida. Claro que yo como mucho, pero, no obstante, no me he muerto de hambre. La cantina es como todas las cantinas. En las trincheras, las tropas son bien alimentadas, pero a las tropas de retén no se las atiende bien. Hay algo que cojea por alguna parte. Tendríamos que tener víveres en abundancia.
—Los oficiales de intendencia se los venden por ahí.
—Si, distribuyen todo lo que pueden a los batallones de primera línea, y los de retaguardia quedan escasos. Se han comido todas las patatas austriacas y las castañas de los bosques. Tendrían que alimentarlos mejor. Somos muy comilones. Estoy seguro de que hay muchos víveres. Es muy malo para los soldados no ir bien alimentados. ¿Ha observado usted alguna vez lo que esto influye en la moral?
—Si —le contesté—. Esto no puede hacer ganar la guerra, y puede hacerla perder.
—No hablemos de perder. Se habla demasiado. Los sucesos de este verano no han ocurrido porque sí.
Me callé. Siempre me han confundido las palabras: sagrado, glorioso, sacrificio, y la expresión «en vano». Las habíamos oído de pie, a veces, bajo la lluvia, casi más allá del alcance del oído, cuando sólo nos llegaban las palabras gritadas. Las habíamos leído en las proclamas que los que pegaban carteles fijaban desde hacia mucho tiempo sobre otras proclamas. No había visto nada sagrado, y lo que llamaban glorioso no tenía gloria, y los sacrificios recordaban los mataderos de Chicago con la diferencia de que la carne sólo servía para ser enterrada. Habían muchas palabras que no se podían tolerar y, a fin de cuentas, sólo los hombres de las localidades habían conservado cierta dignidad. Pasaba lo mismo con algunos números y algunas fechas. Los nombres de las localidades era lo único que aún parecía tener algún significado. Las palabras abstractas como gloria, honor, valentía o santidad eran indecentes, comparadas con los nombres concretos de los pueblos, con los números de las carreteras, con los nombres de los ríos, con los números de los regimientos, con las fechas. Gino era patriota. Por eso decía cosas que a veces nos distanciaban; pero era un muchacho muy agradable y comprendía su patriotismo. Había nacido patriota. Se marchó con Peduzzi en el coche para ir a Goritzia.
Hizo mal tiempo todo el día. El viento azotaba la lluvia y por todas partes sólo había charcos de agua y lodo. El yeso de las casas derruidas era gris y mojado. Por la tarde cesó la Lluvia y, desde el punto número dos, podía ver la campiña de otoño, desnuda y mojada, con las nubes sobre la cima de las montañas y sobre la carretera, y los túneles de paja, mojados y goteando. El sol salió un momento antes de ponerse e iluminó los bosques desnudos más allá de la cresta. En los bosques sobre esta cresta, había muchos cañones austriacos, pero sólo algunos tiraban. Me distraje mirando las volutas de humo de los proyectiles que de repente aparecían en el cielo sobre alguna granja destruida, cerca de la línea de fuego; humaredas blancas con una centella blancoamarilla en el centro. Se veía el relámpago, se oía la detonación, después se veía cómo el penacho se deformaba y desaparecía en el viento. Las piedras de las casas estaban acribilladas por el plomo de los proyectiles. También las había en la carretera, junto a la casa derrumbada donde habían instalado el puesto de socorro; pero aquel día no bombardearon el puesto. Cargamos dos ambulancias y bajamos por la carretera que estaba protegida por las esteras mojadas, y los últimos rayos del sol se filtraban a través de las junturas de las esteras. Aún no habíamos llegado a la carretera descubierta, cuando el sol ya se había puesto. Seguimos por la carretera abierta y, al llegar al sitio donde, en un recodo, volvía a introducirse en la abertura cuadrada de un túnel de paja, se puso a llover de nuevo.
El viento se levantó de la noche y, a las tres de la madrugada, bajo una lluvia torrencial, empezó el bombardeo. Los croatas adelantaron, a través de los prados y de los bosques, hasta las trincheras de primera línea. Lucharon en la oscuridad, bajo la lluvia, y un contraataque de los hombres de la segunda línea los rebatió. Hubo un gran bombardeo sobre todo el frente y, bajo la lluvia, un gran disparo de cohetes, y un tiroteo violento de ametralladoras y de fusiles. No volvieron y se restableció la calma, y entre ráfagas de viento y de lluvia, podíamos oír, muy lejos, el intenso fragor de un bombardeo hacia el Norte.
Los heridos afluían al puesto. A unos los traían en camillas, otros andaban, otros llegaban cargados a la espalda de soldados que avanzaban a través de los campos. Estaban empapados hasta los huesos y horrorizados. Llenamos dos ambulancias con las camillas que subían del sótano del puesto de socorro, y, al cerrar la puerta de la segunda ambulancia, noté que la lluvia que me cubría el rostro se había convertido en nieve. Los copos caían rápidos y espesos con la lluvia.
Al amanecer aún duraba la tempestad, pero ya no nevaba. Se había fundido a medida que caía en la tierra mojada, y llovía nuevamente. Al amanecer hubo otro ataque, pero fracasó. Esperábamos un ataque al mediodía, pero fue al ponerse el sol. El bombardeo empezó al Sur sobre el bosque de la colina, donde los cañones austriacos estaban concentrados. Nosotros también creíamos que nos bombardearían, pero no lo hicieron. La noche caía. Los cañones tiraban en el campo, detrás del pueblo, y los obuses que caían a lo lejos hacían un ruido confortante.
Nos enteramos de que había fracasado el ataque al Sur. Aquella noche los enemigos no atacaron, pero corrió la voz de que habían abierto una brecha al Norte. Durante la noche recibimos la orden de prepararnos para retroceder. Me lo dijo el capitán de segunda clase, en el puesto de socorro. Él se había enterado por el Estado Mayor de la brigada. Un poco más tarde volvió del teléfono diciendo que era falso. La brigada había recibido la orden de conservar la línea del Bainsizza costase lo que costase. Pregunté acerca de la brecha y me respondió que, según el Estado Mayor de la brigada, los austriacos habrían dispersado las tropas del Vigésimo Ejército, cerca de Caporeto. Había habido una gran lucha durante todo el día, al Norte.
—Si estos puercos los dejan pasar, estamos perdido —dijo.
—Son alemanes los que atacan —dijo uno de los médicos.
La palabra «alemanes» tenía algo de espantoso. No queríamos tener tratos con los alemanes.
—Hay quince divisiones de alemanes —dijo el médico—. Han pasado y nos van a cercar.
—La brigada quiere que conservemos esta línea. Parece que la brecha no es muy seria y que vamos a atrincherarnos sobre la línea partiendo de monte Maggiore, a través de la montaña.
—¿Quién le ha dicho esto?
—El Estado Mayor de la división.
—La orden de replegamos venía de la división.
—Estamos bajo las órdenes del Cuerpo de Ejército —dije—. Pero estando aquí, yo estoy bajo las órdenes de ustedes. Naturalmente, cuando me digan que parta me iré, pero procuren obtener órdenes precisas.
—La orden es de que nos quedemos aquí. Transporte los heridos al puesto de evacuación.
—Algunas veces nos los hacen transportar desde el puesto de evacuación de las ambulancias del frente —dije—. Dígame: nunca he visto una retirada, pero en caso de haberla, ¿cómo se evacuan todos los heridos?
—No se evacuan todos. Se traen todos los que se puede y el resto se deja.
—¿Qué tengo que llevarme en mi ambulancia?
—Material de hospital.
—Muy bien —dije.
A la noche siguiente empezó la retirada. Nos enteramos de que los alemanes y los austriacos habían penetrado por el Norte y que descendían por la montaña hacia Cividale y Udine. La retirada se hizo de una manera metódica, mojada, lúgubre. Durante la noche, en las carreteras por las que avanzábamos lentamente, nos encontramos con tropas que andaban bajo la lluvia, caballos que tiraban coches, mulas, camiones, y todos se alejaban del frente. No había más desorden que cuando se avanzaba.
Aquella noche ayudamos a la evacuación de las ambulancias que habían sido instaladas en la meseta, en los pueblos menos destruidos. Transportamos a los heridos a Plava, siguiendo el lecho del río. Al día siguiente, bajo la lluvia, pasamos toda la jornada evacuando los hospitales y el puesto de evacuación de Plava. Llovía sin cesar y el ejército del Bainsizza abandonó la meseta bajo la lluvia de octubre, y cruzó el río, por el lugar donde habían empezado las grandes victorias, en la primavera de este mismo año. Al día siguiente llegamos a Goritzia al mediodía. Había parado de llover y la ciudad estaba casi vacía. En el momento en que pasábamos, subían a un camión las mujeres del burdel de los soldados. Eran siete. Llevaban sombrero y abrigo y unas pequeñas maletas. Dos de ellas lloraban. Otra nos sonrió y sacó la lengua moviéndola de arriba abajo. Tenía los labios gruesos y los ojos negros.
Bajé de mi ambulancia y fui a hablar un momento con la patrona.
Me dijo que las mujeres de la casa para oficiales habían salido por la mañana temprano. ¿Adónde iban? «A Conegriano», me respondió. El camión se puso en marcha. La muchacha de los labios gruesos volvió a mover la lengua. La patrona nos saludó con la mano. Las dos muchachas seguían llorando. Las otras miraban la ciudad muy interesadas. Regresé a la ambulancia.
—Tendríamos que ir con ellas —dijo Bonello—. Sería un viaje agradable.
—¡Oh! Ya será agradable nuestro viaje —dije.
—Será asquerosamente desagradable.
—Esto es lo que quería decir —contesté. Tomamos el camino de la villa.
—Quisiera estar allí cuando algún fresco pruebe de subir al camión, para divertirse un poco.
—¿Cree usted que pasará esto?
—Es seguro. Todos los del ejército conocen a la patrona. Estábamos cerca de la villa.
—Las mujeres son nuevas, pero a ella todos la conocen. Las debió traer justamente antes de la retirada.
—No se aburrirán.
—Ya comprendo. Me gustaría estar con una, pero gratis. Era muy cara esta casa. El Gobierno nos explota.
—Saquen el coche y háganlo revisar por los mecánicos —ordené—. Pongan aceite, verifiquen el nivel del diferencial, engrásenlo y váyanse a dormir.
—Muy bien, signor tenente.
La villa estaba vacía. Rinaldi se había ido con los del hospital. El comandante se había llevado al personal con él. Había una nota para mi, sobre la ventana, recomendándome que llenara las ambulancias con el material amontonado en el vestíbulo y que me dirigiera a Pordenone. Los mecánicos ya se habían ido. Volví al garaje. Las otras dos ambulancias acababan de llegar y los conductores bajaban. Llovía de nuevo.
—Tengo tanto sueño, que me he dormido tres veces desde Plava —dijo Piani—. ¿Qué vamos a hacer, teniente?
—Hay que poner aceite, engrasar, poner gasolina hasta el máximo y después conducir las ambulancias frente a la casa para cargar todo lo que hayan dejado.
—Y después, ¿marcharemos?
—No, dormiremos tres horas.
—¡Dios mío! Me irá muy bien poder dormir —exclamó Bonello—. No podía mantenerme despierto en el volante.
—¿Va bien su coche, Aymo? —le pregunté.
—Muy bien.
—Déme un mono, y le ayudaré a poner aceite.
—No, no lo haga, teniente. No vale la pena. Vaya a arreglar sus cosas.
—Mis cosas están listas —dije—. Voy a sacar todos los enredos que nos han dejado. Traigan los coches así que estén listos.
Trajeron los coches frente a la casa y cargamos el material que estaba amontonado en el vestíbulo. Una vez terminada la operación, los coches quedaron alineados en el sendero, bajo los árboles y la lluvia.
—Enciendan fuego en la cocina y séquense ustedes —dije.
—Me es igual tener la ropa seca. Lo único que deseo es dormir —dijo Piani.
—Yo dormiré en la cama del comandante. Voy a dormir en el jergón del viejo.
—Me importa un bledo donde sea mientras pueda dormir —dijo Piani.
—Aquí hay dos camas —dije, mientras abría la puerta.
—Siempre me había interesado saber qué es lo que había en esta habitación —dijo Bonello.
—Era la habitación del viejo pez —dijo Piani.
—Dormirán los dos aquí —dije—. Ya los despertaré.
—Los austriacos se encargarán de despertarnos si usted duerme demasiado, teniente —dijo Bonello.
—No dormiré mucho rato —dije—. ¿Dónde está Aymo?
—Ha ido a la cocina.
—Vayan a dormir —dije.
—Ya lo creo que me voy a dormir. Durante todo el día he dormido de pie. Me hacia el efecto que me caía el cráneo sobre los ojos.
—Quítate las botas —dijo Bonello—. Es la cama del viejo pez.
—El viejo pez o nada, me da lo mismo.
Piani se acostó con las botas enlodadas y apoyó la cabeza sobre su brazo. Me fui a la cocina. Aymo había encendido la cocina y había puesto encima un pote con agua.
—He pensado que iría bien preparar un poco de pasta asciutta —dijo—. Tendrán hambre cuando despierten.
—¿Y usted no tiene sueño, Bartolomeo?
—No mucho. Tan pronto hierva el agua, lo dejaré. El fuego se terminará por sí solo.
—Haría mejor en ir a dormir —le dije. Podríamos comer queso con carne en conserva.
—Esto es mejor —contestó—. Algo caliente les sentará mejor a estos anarquistas. Pero usted váyase a dormir, teniente.
—Hay una cama en la habitación del comandante.
—Duerma en ella.
—No, voy a subir a mi antigua habitación. ¿Quiere beber un trago, Bartolomeo?
—Cuando marchemos, teniente. Ahora no me serviría para nada.
—Si dentro de tres horas se despierta y no me oye andar por ahí, ¿querrá llamarme?
—No tengo reloj, teniente.
—Hay uno de pared, en la habitación del comandante.
—Muy bien.
Crucé el comedor, seguí por el vestíbulo y subí por la escalera de mármol hasta la habitación donde había vivido con Rinaldi. Llovía. Me dirigí a la ventana y miré afuera. Caía la noche y vi los tres coches alineados bajo los árboles. Los árboles goteaban bajo la lluvia. Hacia frío y las gotas estaban suspendidas a las ramas. Volví hacia la cama de Rinaldi. Me tendí en ella y dejé que el sueño me invadiera.
Antes de marchar comimos en la cocina. Aymo había preparado un plato de spaghetti que había adornado con un picadillo de cebolla y carne en conserva. Nos sentamos alrededor de la mesa y bebimos dos botellas de vino que habían dejado olvidadas en la bodega de la villa. Fuera estaba oscuro y continuaba lloviendo. Piani se sentó a la mesa medio dormido.
—Prefiero retroceder que avanzar —dijo Bonello—. En la retirada se bebe buen vino.
—Hoy lo bebemos, pero mañana, seguramente, beberemos el agua de lluvia —dijo Aymo.
—Mañana estaremos en Udine. Beberemos champaña. Es la ciudad de los emboscados. Despiértate, Piani. —Se sirvió un plato de spaghetti y carnes ¿No podrías encontrar salsa de tomate, Barto?
—No había —contestó Aymo.
—En Udine beberemos champaña —dijo Bonello. Llenó su vaso de barbera rojo claro.
—Tal vez bebamos pis antes de llegar a Udine —dijo Piani.
—¿Ha comido bastante, teniente? —preguntó Aymo.
—He comido de sobra. Déme la botella, Bartolomeo.
—En los coches encontrarán una botella para cada uno —dijo Aymo.
—¿Ha podido dormir?
—No necesito dormir mucho. He descansado un poco.
—Mañana dormiremos en la cama del rey —dijo Bonello.
Se sentía muy animado.
—Mañana quizá dormiremos sobre las defecaciones —dijo Piani.
—Yo dormiré con la reina —dijo Bonello. Me miró para ver cómo me sentaba la broma.
—Dormirás con la mierda —dijo Piani, medio dormido.
—Esto es traición, tenente —dijo Bonello—. ¿Verdad que es traición?
—¡Cállense! —grité—. El vino les hace ir algo demasiado lejos.
Fuera llovía a cántaros. Miré el reloj. Eran las nueve y media.
—Ya es hora de marchar —dije levantándome.
—¿Con quién quiere ir, teniente? —preguntó Bonello.
—Con Aymo. Usted nos seguirá, y Piani irá detrás. Saldremos por la carretera de Cormons.
—Tengo miedo de caerme dormido —dijo Piani.
—Entonces, iré con usted. Bonello nos seguirá y después Aymo.
—Es mejor así —dijo Piani—, porque tengo mucho sueño.
—Yo conduciré y usted podrá dormir un rato.
—No. Yo puedo conducir, mientras esté seguro de que alguien me despertará si me duermo.
—Lo despertaré. Apague las luces, Barto.
—¿Por qué no dejarlas encendidas? —contestó Bonello—. Ya no necesitamos más esta casa.
—Tengo un baúl en mi habitación —dije—. ¿Quiere ayudarme a bajarlo, Piani?
—Ya lo bajaremos —dijo Piani—. Ven, Aldo.
Salió al pasillo con Bonello. Los oí subir por la escalera.
—Se estaba bien aquí —dijo Bartolomeo Aymo. Puso dos botellas de vino y medio queso en su mochila—. No encontraremos nunca un sitio igual. ¿Hacia dónde nos retiramos, teniente?
—Detrás del Tagliamento, según parece. El hospital y el sector deben establecerse en Pordenone.
—Aquí se está mejor que en Pordenone.
—No conozco Pordenone —dije—. Sólo estuve de paso.