Capítulo XXV

Estábamos en otoño. Los árboles se mostraban desnudos y los caminos fangosos. De Udine me trasladé a Goritzia en un camión. Nos cruzamos con otros camiones por el camino. Yo miraba el paisaje. Habían caído las hojas de las moreras y los campos parecían de un color pardo. Hojas muertas, caídas de las hileras de árboles, ahora ya desnudos, yacían, mojadas, en la carretera, y en ella unos hombres trabajaban para cubrir los baches con piedras de unos montones que había a ambos lados, entre los árboles. Podíamos ver la ciudad, sobre la que se cernía la niebla, que ocultaba las montañas. Cruzamos el río y vi que estaba muy crecido. Había llovido en las montañas.

Entramos en la ciudad; primero pasamos por delante de fábricas, después por delante de casas y villas, y observé que había muchas casas derrumbadas. En una calle estrecha nos cruzamos con una ambulancia de la Cruz Roja inglesa. El conductor llevaba un quepis. Su rostro era fino y bronceado. No le conocía. Bajé del camión en la plaza Mayor, delante de la alcaldía. El conductor me dio mi mochila. Me la eché a la espalda, y con las dos maletas, una a cada lado, balanceándolas, me encaminé hacia la villa. No tenía la sensación de regresar a mi casa.

Seguí la avenida de arena mojada mirando la villa a través de los árboles Todas las ventanas estaban cerradas, pero la puerta estaba abierta. Entré. El comandante estaba sentado delante de una mesa, en la habitación vacía con las paredes cubiertas de mapas y de circulares escritas a máquina.

—¡Míralo! —dijo—. ¿Cómo está?

Parecía más viejo y delgado.

—Estoy bien —dije—. ¿Cómo van las cosas?

—Todo ha terminado —dijo—. Suelte todo esto y siéntese.

Puse mis dos maletas en el suelo, así como la mochila, y puse mis quepis sobre ella. Fui a buscar la silla adosada a la pared y me senté junto a la mesa.

—El verano ha sido malo —dijo el comandante—. ¿Está completamente restablecido?

—Si.

—¿Al final lo condecoraron?

—Si, perfectamente. Muchas gracias.

—Enséñemelo.

Abrí mi capote para que pudiera ver las dos cintas.

—¿Le han dado los estuches con las medallas?

—No. Solamente los diplomas.

—Los estuches llegarán más tarde. Esto requiere tiempo.

—¿Qué desea que haga?

—Todas las ambulancias han salido. Hay seis al norte, en Caporetto. ¿Conoce usted Caporetto?

—Si —dije.

Si no recuerdo mal, era una ciudad blanca con un campanario, en un valle. Era una pequeña ciudad, muy limpia, y con una hermosa fuente en la plaza.

—Es allí donde ahora trabajamos. Hay muchos enfermos. Los combates han terminado.

—¿Dónde están las otras?

—Hay dos en la montaña y cuatro en Bainsizza. Las otras dos secciones de ambulancias están en el Corso, con el Tercer Ejército.

—¿Qué quiere que haga?

—Puede encargarse de los cuatro coches de Bainsizza, si quiere. Gino hace demasiado tiempo que está allí. Usted no ha estado allí arriba, ¿verdad?

—No.

—Ha sido muy duro. Hemos perdido tres ambulancias.

—Lo he oído decir.

—Rinaldi le ha escrito.

—¿Dónde está Rinaldi?

—Está aquí, en el hospital. Recordará este verano y este otoño.

—Lo creo.

—Ha sido terrible —dijo el comandante—. No tiene usted idea de lo que ha sido. A menudo he pensado en que había tenido mucha suerte de que le hiriesen al principio.

—Lo sé perfectamente.

—El año próximo será peor —dijo el comandante—. Tal vez ataquen ahora. Se dice que atacarán, pero no puedo creerlo. Es demasiado tarde. ¿Ha visto usted el río?

—Si, está muy crecido.

—No creo que ataquen ahora que han empezado las lluvias. Pronto tendremos nieve. Pero hábleme de sus compatriotas. ¿Veremos alguna vez otros americanos, además de usted?

—Están dispuestos a preparar un ejército de muchos millares de hombres.

—Espero que nos llegarán algunos. Pero los franceses se lo quedarán todo. Por aquí ni tan siquiera veremos a uno. ¡En fin! Quédese esta noche aquí y mañana cogerá el coche pequeño para ir a relevar a Gino. Le haré acompañar por alguien que conozca el camino. Gino le pondrá al corriente. Los austriacos aún bombardean de vez en cuando, pero, en realidad, todo está acabado. Le interesa ver al Bainsizza.

—Ciertamente. Estoy encantado de estar de nuevo a sus órdenes, signor maggiore.

Sonrió.

—Es muy amable de decir esto. Yo estoy hasta la coronilla de esta guerra. Si me fuera, creo que no volvería.

—¿Tan mal van las cosas?

—Si, de mal en peor. Vaya a arreglarse y a saludar a su amigo Rinaldi.

Salí y subí con mis cosas. Rinaldi no estaba en la habitación, pero todas sus cosas estaban allí. Me senté en la cama. Desenrollé mis bandas y me quité el zapato del pie derecho. En seguida me tendí en la cama. Estaba cansado y me dolía el pie derecho. Parecía un poco tonto, acostado en mi cama, con un solo pie descalzo. Me levanté, desaté el otro zapato y lo dejé caer al suelo. Después de lo cual me volví a acostar sobre la espalda. La habitación olía a encerrado, y la ventana lo estaba, pero me sentía demasiado cansado para ir a abrirla. Vi que todas mis cosas estaban en un rincón de la habitación. Fuera empezaba a oscurecer. Acostado en la cama pensaba en Catherine y aguardaba a Rinaldi. Iba a probar de no pensar en Catherine fuera de la noche, antes de dormirme. Pero ahora estaba cansado y no tenía nada que hacer. Así que podía pensar en ella.

Cuando Rinaldi entró estaba pensando en ella. No había cambiado. Tal vez había adelgazado un poco.

—Y bien, pequeño —dijo.

Me senté en la cama. Se acercó, se sentó y me rodeó con su brazo.

—¡Este viejo niño! —Me dio una fuerte palmada en la espalda y yo le cogí los brazos—. ¡Mi viejo niño! Déjame ver tu rodilla.

—Tengo que quitarme los pantalones.

—Bueno, quítate los pantalones, pequeño. Estás entre amigos. Quiero ver cómo te han dejado esto.

Me levanté y me bajé los pantalones, luego me quité la rodillera. Rinaldi se sentó en el suelo y me hizo doblar la rodilla suavemente, de delante hacia atrás. Pasó su dedo por la cicatriz, puso sus dos pulgares sobre la rótula e hizo girar la rodilla entre sus dedos, delicadamente.

—¿Esta es toda la articulación que tienes?

—Si.

—Es un crimen haberte dado de alta. Hubieran tenido que esperar a que tuvieras toda la articulación normal.

—Está muy mejorada. Tenía la rodilla tiesa como un trozo de madera.

Rinaldi acentuó la flexión. Yo observaba sus manos. Tenía unas hermosas manos de cirujano. Las miraba por encima de su cabeza, con sus cabellos brillantes y bien peinados. Me dobló la rodilla demasiado.

—¡Ay! —dije.

—Te hace falta más mecanoterapia —dijo Rinaldi.

—Está muy mejorada.

—Ya lo veo, pequeño. De esto sé más que tú. —Se levantó y se sentó en la cama—. La rodilla en sí es un buen trabajo. —Ya me había dejado la rodilla—. Ahora explícame todo lo que has hecho.

—No hay nada que explicar —dije—. He llevado una vida muy tranquila.

—Tienes el aspecto de un hombre casado —dijo—. ¿Qué te pasa?

—Nada —dije—. ¿Y tú qué?

—¿Yo? Esta guerra me mata. Me deprime mucho. Cruzó las manos sobre sus rodillas.

—¡Oh! —dije.

—¿Qué? ¿No me está permitido tener impulsos humanos?

—No. Me parece entrever que no te has aburrido. Cuéntame.

—Durante todo el verano y otoño he operado. He trabajado siempre. Hago el trabajo de todos. Dejan para mí los casos graves. Por Dios, pequeño, me estoy haciendo un cirujano estupendo.

—Prefiero que sea así.

—Nunca pienso. Ah, Dios mío, nunca pienso, pero…

—Es perfecto.

—Pero ahora, niño, todo ha terminado. Ya no opero y tengo una tristeza de mil demonios. Es una guerra terrible, pequeño. Puedes creerme cuando te lo digo. Tienes que levantarme la moral. ¿Me has traído discos?

—Si.

Estaban en mi mochila envueltos en un papel y dentro de una caja de cartón. Me sentía demasiado cansado para sacarlos.

—¿Y tú tampoco te encuentras bien, niño?

—Ah, diablos, no.

—Esta guerra es terrible —dijo Rinaldi—. Vamos, nos emborracharemos los dos para ponernos alegres y después nos iremos a correrla. Ya verás cómo esto nos pondrá bien.

—Acabo de tener la ictericia y no puedo emborracharme.

—Oh, niño, ¿así vuelves a mi, formal y delicado? No te digo, esta guerra no vale nada. Después de todo, ¿por qué la hacemos nosotros?

—Bebamos un poco. No me puedo emborrachar, pero tomaré un vaso.

Rinaldi cruzó la habitación, fue al tocador y trajo los vasos y una botella de coñac.

—Es coñac austriaco. Siete estrellas. Este es todo el botín que se hizo en San Gabriele.

—¿Estabas allí?

—No. No he estado en ningún sitio. Me he quedado siempre aquí a operar. Mira, pequeño, es tu vaso para los dientes. Lo he guardado celosamente como recuerdo tuyo.

—Y porque te hacía pensar en lavarte los dientes.

—No. Yo tengo uno. He guardado este para acordarme de lo que hacías por la mañana. Aún te veo, maldiciendo, tragando aspirinas, echando pestes de las rameras e intentando borrar de tus dientes las huellas de Villa Rossa. Cada vez que veo este vaso pienso en tus esfuerzos para limpiarte la conciencia con tu cepillo de los dientes. —Se acercó a la mesa—. Abrázame y dime que no te has vuelto formal.

—No lo haré nunca. No eres más que un viejo mono.

—Ya lo sé. Y tú eres el tipo ideal del anglosajón. Ya sé. Eres el tipo de los remordimientos. Ya lo sé. Estoy esperando el momento en que el anglosajón lave su libertinaje con su cepillo de dientes.

—Echa coñac en este vaso.

Brindamos y bebimos. Rinaldi se burlaba de mí.

—Voy a emborracharme y a sacarte el hígado, y a cambiártelo por un buen hígado italiano, para que te conviertas realmente en un hombre.

Le tendí el vaso para que me pusiera más coñac. Fuera había oscurecido totalmente. Con mi vaso en la mano fui a abrir la ventana. Había parado de llover. Fuera, el fresco se dejaba notar y la hierba cubría los árboles.

—No tires tu coñac por la ventana —dijo Rinaldi—. Si no lo quieres beber, dámelo.

—Ya puedes empezar a correr —dije.

Estaba contento de volver a ver a Rinaldi. Hacía dos años que era objeto de sus bromas y esto siempre me había gustado. Nos apreciábamos mucho.

—¿Estás casado? —me preguntó. Estaba sobre la cama. Yo estaba apoyado en la pared, junto a la ventana.

—Aún no.

—¿Estás enamorado?

—Sí.

—¿La inglesita?

—Si.

—¡Mi pobre niño! ¿Es amable contigo, al menos?

—Claro.

—Quiero decir si es amable de una manera práctica.

—Cállale.

—Sí. Hasta te demostraré que soy un hombre de mucho tacto. ¿Es que ella…?

—Rinin —dije—, te suplico que te calles. Si quieres ser mi amigo, cállate.

—No quiero ser tu amigo, pequeño. Soy tu amigo.

—Entonces, cállate.

—Bueno.

Me acerqué a la cama y me senté al lado de Rinaldi. Tenía el vaso en la mano y miraba al suelo.

—¿Comprendes, Rinin?

—¡Oh, sí! Siempre me encuentro frente a temas prohibidos. Pero contigo eran pocos. Supongo que tú también los tendrás. —Contemplaba el suelo—. ¿Tú los tienes?

—No.

—¿Ni tan sólo uno?

—No.

—¿Podrías explicar todo lo referente a tu madre o tu hermana?

Rinaldi explicó muy rápido «o tu hermana». Y nos pusimos a reír.

—El viejo superhombre —dije.

—Tal vez esté celoso. No quiero decir esta clase de celos… Quiero decir otra cosa. ¿Tienes amigos casados?

—Sí, —dije.

—Yo no —dijo Rinaldi—. No, si ellos se aman.

—¿Por qué?

—Porque entonces no me quieren a mí.

—¿Por qué?

—Porque soy la serpiente… soy la serpiente de la razón.

—Embrollas todo. Es la manzana que era la razón.

—No, es la serpiente.

Estaba más alegre.

—Eres mucho mejor cuando no piensas tan profundamente —dije.

—Te quiero, pequeño —dijo—. Me deshinchas así que me las doy de gran pensador italiano. Pero sé muchas cosas que no puedo decir. Sé mucho más que tú.

—Si, claro.

—Pero tú serás más feliz… Incluso con tus remordimientos, tú serás más feliz.

—Lo dudo.

—¡Oh, sí! Es verdad. Ahora sólo soy feliz cuando trabajo.

Contempló de nuevo el suelo.

—Ya te recuperarás.

—No. Sólo me gustan dos cosas. Una es mala para mi trabajo, la otra solamente dura media hora, algunas veces menos.

—Algunas veces mucho menos.

—Tal vez haya hecho progresos, niño, tú no lo sabes. Pero no hay nada más que estas dos cosas y el trabajo.

—Encontrarás otras cosas.

—No. No se encuentra nunca nada. Nacemos con todo nuestro haber y no cambiamos. Nunca adquirimos nada nuevo. Estamos completos desde el principio. Quisiera no ser latino.

—No existen los latinos.

—Quiero decir el pensamiento latino. Estáis tan orgullosos de vuestros defectos.

Rinaldi levantó la vista y se puso a reír.

—Basta, pequeño, me cansa pensar tanto.

—Cuando entré ya parecías cansado. Pronto será la hora de comer. Estoy contento de que hayas vuelto. Eres mi mejor amigo, mi hermano de armas.

—¿Y cuándo comerán los hermanos de armas? —pregunté.

—Inmediatamente, pero aún tomaremos otro vaso para el bien de tu hígado.

—Como san Pablo.

—No es lo mismo. Era vino y se trataba del estómago.

—Lo que queda en la botella —dije—, por el bien de quien quieras.

—¡A la salud de tu amiga! —dijo Rinaldi. Levantó el vaso.

—Muy bien.

—No diré más groserías cuando me refiera a ella.

—No hagas demasiados esfuerzos.

Acabó su coñac.

—Soy puro —dijo—. Tan puro como tú, pequeño. Voy a buscarme una inglesita, igualmente. Pero, después de todo, la conocí antes que tú, tu inglesita, sólo que para mí era demasiado alta. Una mujer alta va bien como hermana —recitó.

—Tienes un espíritu tan lleno de pureza que eres verdaderamente encantador.

—¿Verdad que sí? Por eso me llaman Rinaldi Purissimo.

—Rinaldi Sporchíssimo.

—Ven, pequeño, vamos a comer ahora que mi espíritu todavía es puro.

Me lavé, me peiné y bajamos la escalera. Rinaldi estaba un poco borracho. En el comedor la comida todavía no estaba preparada.

—Voy a buscar la botella —dijo.

Mientras subía nuevamente, me dirigí a la mesa. Volvió y llenó dos vasos de coñac.

—Demasiado —dije.

Levanté mi vaso en dirección a la lámpara de encima de la mesa.

—No es para un estómago vacío. Es maravilloso. Esto te quema el estómago totalmente. No hay nada peor para el estómago.

—Perfecto.

—Autodestrucción día a día —dijo Rinaldi—. Esto deshace el estómago y hace temblar las manos. Completamente indicado para un cirujano.

—¿Me lo recomiendas?

—Con toda confianza. Yo mismo lo hago. Trágate esto, pequeño, y espera a estar enfermo.

Bebí la mitad del vaso. En el pasillo la voz de nuestro camarero de la cantina se dejó oír.

—¡La sopa, la sopa está servida!

El comandante entró, nos saludó con una inclinación de cabeza y se sentó. En la mesa parecía bajito.

—¿No falta nadie? —preguntó.

—No —dijo Rinaldi—. A no ser que venga el capellán. Si supiera que Frederick está aquí, vendría.

—¿Dónde está? —pregunté.

—Está con la 307 —dijo el mayor.

Terminó su sopa y se enjugó la boca secándose con cuidado su tieso bigote.

—Me parece que vendrá. He telefoneado y he mandado que le den la noticia de que está usted aquí.

—Encuentro a faltar el ruido de la cantina —dije.

—Sí, esto está muy quieto —dijo el comandante.

—Voy a hacer ruido —dijo Rinaldi.

—Tome vino, Enrico —dijo el comandante.

Llenó mi vaso. Nos sirvieron spaghetti, lo que nos ocupó un rato considerable. Estábamos terminando los spaghetti cuando entró el capellán. Continuaba siendo exactamente el mismo, pequeño, moreno, torpe. Me levanté y le estreché la mano. Puso la suya en mi hombro.

—He venido tan pronto… he sabido —dijo.

—Siéntese —dijo el comandante—. Llega tarde.

—Buenas tardes, priest —dijo Rinaldi, empleando la palabra inglesa. Era una costumbre iniciada por el médico anticlerical, que sabía algo de inglés.

—Buenas tardes, Rinaldi —respondió el capellán. El camarero de la cantina le trajo la sopa, pero dijo que empezaría por los spaghetti.

—¿Cómo se encuentra? —me preguntó.

—Muy bien —dije—. ¿Y usted?

—Tome vino, priest —dijo Rinaldi—. Tome un poco de vino para el bien de su estómago. Ya sabe, según san Pablo.

—Si, ya lo sé —dijo el capellán cortésmente. Rinaldi le llenó el vaso.

El comandante sonrió.

—No le moleste —gruñó.

El capellán levantó la vista y sonrió.

—Fíjese en esto, ahora está al lado de los curas —dijo Rinaldi—. ¿Dónde se han metido ahora todos los buenos anticlericales? ¿Dónde está Cavalcanti? ¿Dónde está Brundi? ¿Dónde está Cesare? ¿Es que aquí no hay nadie para ayudarme a combatir al capellán?

—Es un buen cura —dijo el comandante.

—Es un buen cura, pero no deja de ser un cura —dijo Rinaldi. Intentaba resucitar la vieja cantina de antes—. Quiero que Frederick se sienta feliz. ¡Váyase al diablo, cura!

Observé que de la manera que el comandante lo miraba comprendía que estaba ebrio. Su fino rostro estaba pálido. Un mechón de cabello tapaba el blanco de su frente.

—Bueno, Rinaldi, bueno —dijo el capellán.

—Váyase al demonio —dijo Rinaldi—, usted y todo su negocio.

Se derrumbó de la silla.

—Está agotado y extenuado —me dijo el comandante.

Terminó la carne y rebañó la salsa con un trozo de pan.

—Y a mi qué me importa —dijo Rinaldi—. Al diablo todo el maldito jaleo.

Lanzó una mirada de desafío a toda la mesa, con la vista huraña y el rostro lívido.

—De acuerdo —dije—. Al diablo todo el maldito negocio.

—No, no —dijo Rinaldi—. Es imposible, es imposible. Os digo que es imposible. Se está vacío y desecado. No hay nada más. No hay nada, ni la más pequeña cosa. Me doy cuenta tan pronto como dejo de trabajar.

El capellán bajó la cabeza. El camarero le llevó la fuente de carne.

—¿Por qué come usted carne? —dijo Rinaldi volviéndose hacia el capellán—. ¿Es que no sabe que hoy es viernes?

—Es jueves —dijo el capellán.

—Miente. Es viernes. Lo sé muy bien. Es carne de austriaco. He aquí lo que está a punto de comer.

—Lo blanco es carne de oficial —dije para terminar la broma clásica.

Rinaldi se rio.

—No hagan caso —dijo—, estoy un poco loco.

—Tendría que tomarse un permiso —dijo el capellán.

—¡Ah! ¿Usted cree que debería tomarme un descanso?

El comandante asintió con la cabeza al capellán. Rinaldi seguía mirándolo.

—Como usted quiera —dijo el capellán—. Si no lo quiere, no lo tome.

—Váyase al demonio —dijo Rinaldi—. Miran de deshacerse de mi. Pero yo me defiendo. ¿Y a usted qué le importa si no me lo dan? A todos se lo dan. Todo el mundo tiene un permiso.

El camarero trajo el postre y el café. El postre era una especie de pastel hecho de miga de pan bañada en caramelo. La lámpara se apagaba. El humo negro subía recto por la pared de vidrio.

—Tráiganos dos velas y llévese esta lámpara —dijo el comandante.

El mozo trajo dos velas encendidas, cada una en un platillo. Apagó la lámpara y se la llevó. Rinaldi se había calmado. Parecía normal. La conversación continuó y, después del café, nos encontramos todos en el pasillo.

—¿Quieres hablar con el capellán? Yo tengo que ir a la ciudad —dijo Rinaldi—. Buenas noches, priest.

—Buenas noches, Rinaldi —dijo el capellán.

—Hasta la vista, Fredi —dijo Rinaldi.

—Si —dije—, no vuelvas muy tarde.

Hizo una mueca y salió. El comandante estaba de pie junto a nosotros.

—Está agotado y extenuado —dijo—. Está convencido de que tiene sífilis. Yo no lo creo, pero de todas formas podría muy bien ser. Se aplica el tratamiento. Buenas noches. ¿Marchará al amanecer, Enrico?

—Si.

—Entonces, adiós —dijo—. Buena suerte. Pedntzzi le despertará y le acompañará.

—Adiós, signor maggiore.

—Adiós. Se habla de una ofensiva austriaca, pero yo no lo creo. Espero que no sea cierto. Pero, de todas formas, no será en este sector. Gino le pondrá al corriente. El teléfono va bien ahora.

—Telefonearé regularmente.

—Se lo agradeceré. Buenas noches. Haga lo que pueda para que Rinaldi no beba tanto aguardiente.

—Haré todos los posibles.

—Buenas noches, señor capellán.

—Buenas noches, signor maggiore.

Se fue a su despacho.