Capítulo XXIII

La noche de mi partida para el frente mandé al conserje para que me guardara un asiento en el tren de Turín. El tren salía a las doce. Se formaba en Turín y llegaba a Milán hacia las diez de la noche. Permanecería en la estación hasta la hora de salida. Había que estar allí a su llegada para asegurarse un asiento. El conserje se hizo acompañar por uno de sus amigos, un soldado de ametralladoras que estaba de permiso y trabajaba en una sastrería. Entre los dos estaban seguros de poderme guardar un asiento. Les di dinero para sus billetes de andén y les hice llevar mi equipaje. Constaba de dos maletas y de una gran mochila.

Me despedí de los del hospital y partí alrededor de las cinco. Mi equipaje estaba en la casilla del portero, y le dije que estaría en la estación un poco antes de medianoche. Su mujer me llamaba signorino y lloró. Se secó los ojos, me estrechó la mano y volvió a llorar. Le acaricié el hombro y aún lloró más. Se había cuidado de toda mi ropa. Estaba regordeta, con un rostro alegre y tenía los cabellos blancos. Cuando lloraba su rostro se descomponía. Caminé hasta la esquina, en donde había una taberna, y allí esperé mirando por la ventana. Fuera reinaba la oscuridad y hacía frío, y había niebla. Pagué mi café y el grappa, y miré cómo pasaba la gente a la luz de la ventana. Cuando vi a Catherine golpeé el cristal. Volvió la cabeza, me vio y sonrió; yo salí a su encuentro. Llevaba una capa azul marina y un sombrero de fieltro flexible. Fuimos juntos por la acera frente a las tabernas. Cruzamos el mercado, subimos por la calle y luego, pasando por los pórticos, llegamos a la plaza de la catedral. A nuestro lado los rieles del tranvía y al fondo la catedral. En la niebla se erguía blanca y mojada. Cruzamos las vías del tranvía. A nuestra izquierda aparecían los grandes almacenes, con sus escaparates iluminados, y el principio de la galería. La niebla cubría la plaza y, cuando llegamos frente a la catedral, nos hizo el efecto de que era inmensa y de que las piedras estaban húmedas.

—¿Quieres entrar?

—No —dijo Catherine.

Continuamos nuestro camino. Un soldado estaba de pie, con su amiga, debajo de uno de los pórticos. Pasamos junto a ellos. Estaban materialmente pegados contra la pared, estrechamente abrazados, y él la había envuelto en su capote.

—Son como nosotros —dije.

—Nadie es como nosotros —contestó Catherine; y una gran tristeza acompañaba esta reflexión.

—Si al menos tuvieran un sitio donde ir…

—No por eso serian más felices.

—No lo sé. Todo el mundo debería tener un sitio donde refugiarse.

—Tienen la catedral —dijo Catherine.

Ya la habíamos pasado. Ahora estábamos al otro lado de la plaza y la contemplábamos. En medio de la niebla se levantaba majestuosa. Nos detuvimos frente a una tienda de artículos de cuero. En el escaparate se exponían botas, una mochila, zapatos para esquiar. Cada articulo estaba expuesto separadamente. La mochila en el centro, las botas a un lado y los zapatos de esquiar a otro. El cuero era oscuro y aceitoso, brillante como una silla usada, y la luz eléctrica lo iluminaba con sus destellos.

—Algún día esquiaremos.

—Dentro de dos meses ya esquiarán en Mitren —dijo Catherine.

—¿Y si fuéramos allí?

—De acuerdo —contestó.

Fuimos mirando escaparates y entramos en una calle transversal.

—Nunca había estado aquí.

—Por aquí pasaba cuando iba al hospital —dije.

La calle era estrecha. Íbamos por la derecha. Bajo la niebla pasaban muchas personas. Había muchos almacenes y los escaparates estaban iluminados. Miramos el de un comerciante de quesos. Me detuve frente a la tienda de un armero.

—Entremos en esta tienda un momento. Tengo que comprar un arma.

—¿Qué clase de arma?

—Un revólver.

Entramos. Desabroché mi cinturón y lo dejé, con su pistolera vacía, sobre el mostrador. Detrás de él había dos mujeres. Trajeron varias pistolas.

—Tiene que entrar en este estuche —dije, abriendo la pistolera.

Era una pistolera de cuero gris. La había comprado de ocasión para llevarla a la ciudad:

—¿Son buenas estas pistolas? —preguntó Catherine.

—Son todas parecidas. ¿Puedo probar esta?

—No tengo lugar para hacer pruebas —dijo—, pero es muy buena. Con una pistola como esta no se falla nunca.

Apreté el gatillo y quité el seguro. El resorte era más bien duro, pero funcionaba con suavidad.

—Ya está usada —dijo la mujer—. Pertenecía a un oficial que era muy buen tirador.

—¿Se la había vendido usted?

—Si.

—¿Cómo pudo recuperarla?

—Gracias a su ordenanza.

—Tal vez vuelva a suceder. ¿Cuánto vale?

—Cincuenta liras. Casi nada.

—Está bien. Quisiera dos cargadores de recambio y una caja de balas.

Las sacó de debajo del mostrador.

—¿No necesita un sable? —preguntó—. Tengo sables de ocasión muy baratos.

—Voy al frente —dije.

—Oh, entonces no necesita sable —dijo. Añadió—: La pistola tiene un sacabalas.

—Ya me he dado cuenta.

La mujer quería venderme más cosas.

—¿No necesita un silbato?

—No lo creo.

La mujer nos deseó buenas noches y volvimos a la acera.

Catherine miró por el escaparate. La mujer se volvió hacia nosotros y se inclinó.

—¿Qué son estos espejitos incrustados en estos pedazos de madera?

—Sirven para atraer a los pájaros. Los mueven en los campos, las alondras los ven y se acercan, y los italianos las matan.

—Son ingeniosos —dijo Catherine—. En América no matáis a las aves ¿verdad, querido?

—Intencionadamente, no.

Cruzamos la calle y subimos por el otro lado.

—Me encuentro mejor —dijo Catherine—. Cuando salimos no me encontraba muy bien.

—Siempre nos encontraremos bien cuando estemos juntos.

—Siempre estaremos juntos.

—Sí; pero me voy a medianoche.

—No pienses en ello, querido.

Subíamos por la calle. Las luces, a causa de la niebla, parecían amarillas.

—¿No estás cansado? —preguntó Catherine.

—¿Y tú?

—Yo estoy bien. Es divertido andar.

—Si, pero no debes andar demasiado.

—No.

Entramos en una calle donde no había luces. Me detuve para besar a Catherine. Mientras la besaba sentía su mano sobre mi hombro. Se había envuelto con mi capote de manera que nos tapaba a los dos. Estábamos de pie, en la calle, apoyados en una gran pared.

—Vámonos a algún sitio —dije.

—Sí, vamos —dijo Catherine.

Continuamos nuestro camino hasta una calle más ancha que iba a lo largo de un canal. Una pared de ladrillos se levantaba al otro lado. Frente a nosotros, al final de la calle, vi un tranvía que cruzaba un puente.

—Podemos coger un coche en la esquina del puente —dijo.

Esperamos el coche en el puente, bajo la niebla. Pasaron varios tranvías abarrotados de gente que regresaba a sus casas. Llegó un coche, pero no estaba libre. La niebla se estaba transformando en lluvia.

—Podríamos coger un tranvía o ir andando —sugirió Catherine.

—Ya llegará uno. Pasan muchos por aquí.

—Aquí viene uno —dijo.

El cochero paró su caballo y bajó la bandera metálica del taxímetro. La capota estaba levantada y en el traje del cochero había gotas de agua. Su sombrero de charol brillaba bajo la lluvia. Nos acurrucamos en el coche, que estaba muy oscuro con la capota bajada.

—¿Dónde le has dicho que fuera?

—A la estación. Hay un hotel frente a la estación y allí encontraremos una habitación.

—¿Nos admitirán sin equipaje?

—Claro que si —dije.

El trayecto hasta la estación fue muy largo, a través de callejas y bajo la lluvia.

—¿No cenaremos? —preguntó Catherine—. Creo que no tardaré en tener hambre.

—Comeremos en nuestra habitación.

—No tengo nada que ponerme, ni un camisón.

—Vamos a comprar uno —dije, y avisé al cochero—: Suba por la Via Manzoni.

Asintió con la cabeza y tomó la primera calle a la izquierda. En la amplia calle, Catherine buscó un almacén.

—Allí hay uno —dijo.

Dije al cochero que parase. Catherine bajó. Cruzó la acera y entró. Esperé, sentado en el fondo del coche. Llovía y notaba el olor de la calle mojada y el aliento del caballo bajo la lluvia. Catherine volvió con un paquete y subió.

—He hecho una tontería, querido, pero es un camisón muy bonito.

Al llegar al hotel rogué a Catherine que esperara en el coche mientras yo hablaba con el gerente. Tenían muchas habitaciones. Entonces volví al coche, pagué al cochero y entré con Catherine. Un empleado con librea llevaba el paquete. El gerente nos acompañó obsequiosamente hasta el ascensor. Por todas partes aparecían tapizados rojos y cobres. El gerente subió con nosotros en el ascensor.

—¿El señor y la señora desean cenar en su habitación?

—Si. Háganos subir la minuta, por favor —dije.

—¿Desean algo especial para la cena, caza o soufflé?

El ascensor subió tres pisos, indicado cada uno por un pequeño ruido metálico.

—¿Qué tiene usted de caza?

—Podría darles faisán o gallo silvestre.

—Gallo silvestre —dije.

Seguimos por el corredor. La alfombra estaba muy usada. Había muchas puertas. El gerente se detuvo, puso la llave en la cerradura de una de las puertas y abrió.

—Aquí tienen una habitación magnífica.

El botones colocó el paquete sobre una mesa que había en el centro de la habitación. El gerente se dirigió hacia las cortinas y las corrió.

—Hay niebla fuera —dijo.

La habitación estaba tapizada en terciopelo rojo. Había muchos espejos, dos sillas y una gran cama con una colcha de satén. Una puerta daba al cuarto de baño…

—Voy a ordenar que les suban la minuta —dijo el gerente.

Se inclinó y salió.

Fui a la ventana y miré al exterior, después tiré de un cordón para correr las tupidas cortinas de terciopelo. Catherine se había sentado en la cama y miraba la lámpara de cristal tallado. Se había quitado el sombrero y sus cabellos brillaban bajo la luz. Se vio en uno de los espejos y se arregló el peinado. La veía por otros tres espejos. No parecía feliz. Dejó deslizar su capa sobre la cama.

—¿Qué te pasa, querida?

—Es la primera vez que tengo la sensación de ser una cualquiera —dijo.

Volví a la ventana. Aparté la cortina y miré nuevamente al exterior. No había pensado nunca que se lo pudiera tomar de esta manera.

—Pero tú no eres una cualquiera.

—Lo sé muy bien, querido, pero no resulta agradable tener la sensación de serlo.

Su voz era seca y sin timbre.

—No podíamos ir a un hotel mejor.

Miré por la ventana. Al otro lado de la plaza brillaban las luces de la estación. Por la calle circulaban coches y veía los árboles del parque. Las luces del hotel se reflejaban en el pavimento. «Por Dios —pensé— ¿es que ahora tendremos que discutir?».

—Ven aquí, ¿quieres? —dijo Catherine. Su voz volvía a ser natural—. Ven aquí, te digo. Ahora soy buena.

Volví la vista hacia la cama. Sonreía. Me acerqué y me senté en la cama junto a ella y la besé.

—Tú eres mi buena mujercita.

—Ah, esto es muy cierto, te pertenezco —dijo.

Después de comer nos sentimos más animados y más tarde ya éramos completamente felices, y poco después nos encontrábamos en esta habitación como en nuestra propia casa. Mi habitación, en el hospital, también había sido igualmente nuestro hogar.

Durante la cena Catherine conservó mi guerrera sobre sus hombros. Teníamos mucho apetito y la comida era muy buena y bebimos una botella de capri y otra de vino blanco. Yo bebí la mayor parte, pero Catherine no se quedó atrás y se puso alegre. Nos sirvieron gallo silvestre con patatas soufflés y puré de castañas, una ensalada y zabaione de postre.

—Es una buena habitación —dijo Catherine—. Una magnifica habitación. Hubiésemos tenido que vivir aquí durante toda nuestra estancia en Milán.

—Es una habitación extraña, pero resulta agradable.

—Este terciopelo rojo está muy bien. Es lo más apropiado, y los espejos son seductores.

—Eres una mujercita encantadora.

—Me pregunto qué sensación debe producir una habitación como esta al despertarse; pero es una habitación espléndida.

Me serví otro vaso de vino.

—Quisiera que pudiéramos cometer un verdadero pecado —dijo Catherine—. Todo lo que hacemos juntos me parece tan inocente y tan sencillo… No me es posible creer que hagamos nada malo.

—Eres una chiquilla estupenda.

—Sólo tengo hambre. Tengo un apetito de lobo.

—Eres una mujercita sencilla.

—Si, soy una mujercita sencilla. Eres el único que lo ha comprendido.

—Un día, poco después de conocerte, pasé una tarde imaginando que íbamos juntos al hotel Cavour… y todo lo que pasó allí.

—¡Qué frescura! ¿No será el Cavour aquí?

—No, no nos hubieran admitido.

—Algún día nos admitirán. Pero ¿ves?, es en esto que somos distintos, querido. Yo nunca imaginé nada.

—¿Nunca? ¿Nunca?, nada.

—Sólo un poquitín —contestó.

—Eres una chiquilla estupenda.

Me serví otro vaso de vino.

—Soy una mujercita muy sencilla —dijo Catherine.

—Al principio no lo creía así. Pensaba que eras una loca.

—Estaba un poco loca. Pero no estaba loca de una manera complicada. Nunca te desconcerté, ¿eh, querido?

—El vino es una gran cosa —dije—. Te hace olvidar todo lo malo.

—Es muy bueno —dijo Catherine—. Pero a mi padre le ha hecho contraer dolor de gota.

—¿Tienes padre?

—Sí —dijo Catherine. Tiene gota. No lo conocerás nunca. Y tú, ¿no tienes padre?

—No —dije—. Tengo padrastro.

—¿Crees que lo querré?

—No lo conocerás nunca.

—Somos tan felices —dijo Catherine— que no me interesa nada más. Me hace feliz el estar contigo…

El camarero entró y se llevó las cosas. Al poco rato estábamos tan quietos que oíamos caer la lluvia. Abajo, en la calle, un coche tocaba la bocina. Dije:

—But at mi back I always hear time’s winget chariot hurryng near.

—Conozco estos versos —dijo Catherine—. Son de Marvel. Pero es la historia de una muchacha que no quería vivir con un hombre.

—Sí.

Pero detrás de mi oigo siempre,

el carro alado del tiempo que se acerca veloz.

Me notaba la cabeza serena y tenía toda mi sangre fría y quería abordar los asuntos concretamente.

—¿Dónde quieres tener el niño?

—No lo sé. En el mejor sitio que encuentre.

—¿Cómo te las arreglarás?

—Lo mejor que pueda. No te preocupes por eso, querido. Tenemos tiempo de tener varios hijos antes de que termine la guerra.

—Pronto tendré que marcharme.

—Lo sé. Podemos irnos en seguida si lo quieres.

—No.

—Entonces no te preocupes, querido. Has estado tranquilo hasta ahora y no debes empezar a preocuparte.

—No. ¿Me escribirás a menudo?

—Cada día. ¿Te leen las cartas?

—Aunque así fuera, no saben suficiente inglés para que resulte peligroso.

—Las haré bien embrolladas.

—No, sólo un poco embrolladas.

—Me temo que ha llegado la hora de partir.

—Muy bien, querido.

—Me duele abandonar nuestro hermoso «hogar».

—A mí también.

—Pero tengo que irme.

—Si; nunca nos quedamos mucho tiempo en nuestros «hogares».

—Ya llegará el día.

—Cuando regreses tendré un hermoso «hogar».

—Tal vez pueda regresar en seguida.

—Quizá te hieran un poco, sólo un poquito, en el pie.

—O en el lóbulo de la oreja.

—No, quiero tus orejas tal como están.

—¿Y mis pies no?

—Tus pies ya han sido heridos.

—Tenemos que irnos, querida, ahora en serio.

—Bueno. Pasa tú primero.