Capítulo XXI

Al llegar septiembre las noches empezaron a refrescar. Los días también eran frescos y, en el parque, los árboles empezaban a cambiar de color. Fue entonces cuando nos dimos cuenta de que el verano había terminado. En el frente las cosas iban muy mal. No habíamos podido tomar San Gabriele. Los combates habían terminado en la meseta de Bainsizza y, a mediados de mes, también estaban prácticamente acabados los de San Gabriele. No se logró tomarlo. Ettore había vuelto al frente. Los caballos habían sido enviados a Roma y las carreras ya no se daban. Crowell se había ido a Roma antes de que lo mandaran nuevamente a América. En la ciudad hubo dos manifestaciones contra la guerra y, en Turín, un motín considerable. Un comandante inglés me dijo un día, en el club, que los italianos habían perdido ciento cincuenta mil hombres en la meseta de Bainsizza y en San Gabriele. Añadió que, además, ellos habían perdido cuarenta mil en el Corso. Bebimos juntos y empezó a hablar. Me dijo que, en nuestro sector, los combates habían terminado por este año y que los italianos tenían los ojos más grandes que el vientre. Dijo que la ofensiva en Flandes terminaría mal. Si les mataban tantos hombres como al principio de este otoño, los aliados quedarían listos antes del fin del próximo año. Dijo que todos estábamos acabados, pero que esto no tenía importancia mientras uno no se da cuenta de ello. Estábamos todos bien apañados. Lo principal era no admitirlo. La victoria sería del último país que se diera cuenta de que estaba listo. Tomamos otra consumición. ¿Pertenecía yo al estado mayor? No. Sí. Todo esto era trivial. Estábamos solos en el club, repantigados en grandes divanes de cuero. Llevaba botas de cuero oscuro, muy brillantes, unas botas magníficas. Dijo que todo era una tontería. Sólo pensaban en las divisiones y en el mando. Pasaban el tiempo disputando las divisiones, y cuando lograban una era para hacerla asesinar. Estábamos listos. Los alemanes eran los que se llevaban las victorias. ¡En nombre de Dios! Eran grandes soldados. Los antiguos hunos, ¡aquellos sí que eran soldados! Pero también estaban listos. Estábamos todos acabados. Le pregunté qué pensaba de Rusia. Dijo que también estaba lista. No tardaría en comprobarlo. Y los austriacos también estaban listos. Si lograban algunas divisiones de hunos, tal vez les fuese bien. ¿Creía que habría un ataque este otoño? Seguramente. Los italianos estaban acabados. Todos sabían que estaban acabados. Los antiguos hunos bajaban por el Trentino. Y cortarían la línea férrea de Vicenza y, entonces, ¿qué harán los italianos? «Lo intentaron el 16», dije. «Pero probablemente no lo harán —dijo—. Es demasiado fácil. Intentarán algo más complicado y se harán zurrar regiamente». Dije que debía irme. Tenía que volver al hospital. «Adiós», dije. Después, alegremente: «Buena suerte». Existía un gran contraste entre su pesimista visión del mundo y su jovialidad personal.

Me detuve en la peluquería para que me afeitasen y regresé al hospital. Mi pierna seguía igual. Hasta dentro de bastante tiempo no podría esperar una mejoría. Tres días antes me hice examinar. Aún debía seguir algunos tratamientos antes de despedirme del Ospedale Maggiore, y yo caminaba por la acera, esforzándome en no cojear. Bajo un portal un viejo cortaba siluetas. Me detuve a mirarlo. Pasaban dos muchachas y él cortaba sus siluetas a tijeretazos rápidos, mirándolas, con la cabeza ladeada. Las muchachas reían. Me enseño las siluetas, después las pegó sobre papel blanco y las entregó a las muchachas.

—Han salido muy bien —dijo—. Ahora le toca a usted.

Las dos muchachas se alejaban. Miraban sus siluetas y reían. Eran muy hermosas. Una de ellas trabajaba en una taberna que había frente al hospital.

—Está bien.

—Quítese el quepis.

—No, quiero llevarlo.

—No estará tan bien —dijo el viejo—, pero será más marcial.

Su rostro se animó. Cortó el papel negro y luego, separando los dos gruesos, pegó los perfiles sobre un cartón y me los dio.

—¿Cuánto le debo?

—Nada. —Movió la mano—. Se los regalo.

—Por favor.

Le tendí unas monedas.

—Hágame el favor.

—No. Lo he hecho por gusto. Déselas a su novia.

—Muchas gracias. Hasta otro día.

—Hasta la vista.

Continué mi camino hacia el hospital. Allí encontré algunas cartas, una oficial y dos o tres más. Tendría tres semanas de convalecencia antes de ser enviado nuevamente al frente. Volví a leer la carta atentamente. Sí, sí, era esto. La convalecencia empezaría el cuatro de octubre, tan pronto como hubiese terminado el tratamiento. Tres semanas son veintiún días. Terminaría, pues, el veinticinco de octubre. Avisé que no me quedaba y fui a un restaurante, un poco más allá, en la misma calle del hospital, para comer, leer mis cartas y el Corriere della Sera. Había una carta de mi abuelo dándome noticias de la familia, estímulos patrióticos, un cheque de doscientos dólares y recortes de periódicos; una carta fastidiosa del capellán del campamento; una carta de un amigo aviador que volaba con los franceses, que sólo hablaba del grupo de holgazanes del que formaba parte; unas líneas de Rinaldi, en las que me preguntaba cuánto tiempo me quedaría aún en Milán y qué novedades había. Me pedía que le llevara unos discos y me adjuntaba la lista. Bebí media botella de chianti con la comida. Tomé café y una copa de coñac, terminé de leer el periódico, metí las cartas en el bolsillo, dejé el periódico encima de la mesa con la propina y salí. En mi habitación, en el hospital, me desnude, me puse el pijama y un batín, bajé las cortinas de la ventana que daba al balcón y, sentado en mi cama, empecé a leer los periódicos de Boston que la señora Meyers había enviado al hospital para sus queridos muchachos. Los Chicago White Sox habían ganado el campeonato de la Liga Americana y el equipo de los New York Giants iba en cabeza de la Liga Nacional. Babe Ruth, el pitcher, jugaba por el Boston. Los diarios eran pesados. Sólo daban noticias locales ya viejas, y las noticias de la guerra también eran viejas. Las noticias americanas sólo trataban de los campos de instrucción. Lo único que se podía leer eran los resultados del baseball y no me interesaban lo más mínimo. No obstante, casi sin darme cuenta, me entretuve un rato con ellos. Me preguntaba si, en el caso de entrar América en guerra, se suprimirían las grandes asociaciones deportivas. Probablemente no. Todavía había carreras en Milán y la situación no podía ser peor de lo que era. En Francia las carreras habían sido suprimidas. Nuestro caballo Lapalac venía de allí.

Catherine no empezaba el servicio hasta las nueve. La oí andar al entrar de servicio y, una vez, la vi pasar por el corredor. Fue a varias habitaciones y finalmente entró en la mía.

—Vengo con retraso, querido —dijo—. Tenía mucho trabajo pendiente. ¿Cómo te encuentras? —Le hablé de los periódicos y de la licencia.

—¡Qué alegría! ¿Adónde quieres ir?

—A ningún sitio. Quiero quedarme aquí.

—¡Qué tontería! Tienes que escoger algún buen lugar y yo iré contigo.

—¿Cómo lo harás?

—No lo sé, pero encontraré alguna solución.

—Eres extraordinariamente maravillosa.

—No. Pero la vida es muy fácil cuando no se tiene nada que perder.

—¿Qué quieres decir?

—Nada. Sólo pensaba que los obstáculos que antes parecían tan grandes ahora parecen pequeños.

—Me parece que será difícil de conseguir.

—No, querido. Si es necesario presentaré mi dimisión, sencillamente. Pero no creo que lleguemos a esto.

—¿Adónde iremos?

—Me es igual. Donde quieras. A un lugar en donde no conozcamos a nadie.

—¿Te da lo mismo, realmente?

—Si. Me gustará cualquier parte.

Parecía preocupada, nerviosa.

—¿Qué te ocurre, Catherine?

—Nada en absoluto.

—Sí, te pasa algo.

—No, nada…, nada, de verdad.

—Sé muy bien que sí. Dímelo, querida, puedes decírmelo, vamos.

—No es nada.

—Dímelo.

—No. No lo quiero. Tengo miedo de que esto te haga desdichado y te atormente.

—No, no me atormentará.

—¿De veras? A mí no me atormenta, pero tengo miedo de que te ocurra a ti.

—No me atormentará en absoluto.

—No quiero decírtelo.

—Sí, dímelo.

—¿Es necesario?

—Voy a tener un niño. Ya casi estoy de tres meses. ¿Te molesta, di? Te lo suplico. Esto no debe atormentarte.

—Me es igual.

—¿De verdad?

—Claro que sí.

—¿Dices lo que sientes?

—No hay por qué atormentarse.

—No puedo evitarlo, querido. A mí nunca me ha dolido. Tú tampoco debes atormentarte ni entristecerte.

—Yo sólo me preocupo por ti.

—¿Ves? Eso es precisamente lo que no quiero. Es una cosa corriente tener hijos. Todos tienen hijos.

—Eres realmente maravillosa.

—No. No debes pensar más en ello, querido. Procuraré no causarte molestias, pero hasta ahora, ¿no he sido una amable mujercita? No te habías dado cuenta, ¿verdad?

—No.

—Siempre será lo mismo. Sólo tenemos que hacer una cosa: no inquietarnos. Ya veo que te preocupas. No tienes que hacerlo. ¿Quieres beber algo, querido? Sé que cuando bebes te pones rápidamente alegre.

—No. Estoy alegre, y tú eres extraordinariamente magnífica.

—No. Pero ya me las arreglaré para ir contigo cuando hayas escogido el lugar. Será encantador, en octubre. Ya verás cómo nos divertiremos, querido, y cuando estés en el frente, te escribiré cada día.

—Y tú, ¿dónde estarás?

—Aún no lo sé. Pero en alguna parte, en un buen lugar. Ya me ocuparé de esto.

Por un momento nos quedamos quietos, sin decir nada. Catherine estaba sentada en la cama. Yo la miraba, pero no nos tocábamos. Estábamos separados como personas que se encuentran molestas porque alguien ha entrado en la habitación. Ella alargó su mano y tomó la mía.

—¿Estás enfadado, querido?

—No.

—¿Tienes la sensación como de haber caído en la trampa?

—Tal vez un poco, pero no por ti.

—No quería decir por mí. No digas tonterías. Quiero decir cogido en la trampa en general.

—En el sentido biológico, siempre se siente uno cogido en la trampa.

No dijo nada, no retiró su mano, pero sentí como si se retirase muy lejos.

—Siempre, es una palabra muy desagradable.

—Perdón.

—No importa. Sólo que, ¿ves?, nunca había tenido un hijo ni tampoco había amado hasta ahora… y he hecho todos los posibles para ser tal como tú deseabas, y ahora dices «siempre».

—¿Quieres que me corte la lengua? —le propuse.

—¡Oh, querido! —Ella volvió de aquellas regiones lejanas donde se había ido—. No hagas caso.

Volvíamos a estar juntos. Había desaparecido aquel malestar.

—En realidad somos una sola y misma persona y no tenemos que insistir en no comprendernos.

—Tienes razón.

—Y no obstante, esto pasa. La gente se quiere, pero insisten en no comprenderse, y se pelean, y entonces, de repente, dejan de ser una sola y misma persona.

—Nosotros no nos pelearemos nunca.

—No, no debemos hacerlo. Porque nosotros estamos solos, los dos, y en el mundo están todos los demás. Si algo se interpusiera entre nosotros, estaríamos perdidos y el mundo nos haría prisioneros nuevamente.

—No, no volveremos a serlo —dije—, porque tú eres muy valiente. A los valientes no les pasa nunca nada.

—Naturalmente, porque se mueren.

—Si, pero sólo una vez.

—No lo sé. ¿Quién dijo eso?

—El cobarde sufre mil muertes, pero el valiente sólo una.

—Si. ¿Quién dijo eso?

—No lo sé.

—Seguramente un cobarde —dijo—. Conozco bien a los cobardes, pero no conozco a los valientes. El valiente sufre tal vez dos mil muertes si es inteligente. Pero no habla de ello.

—No lo sé. Es difícil leer en el cerebro de un valiente.

—Si. Por eso continúa siéndolo.

—Eres una autoridad en la materia.

—Tienes razón, querido. Me lo he ganado.

—Eres valiente.

—No —dijo ella—, pero me gustaría serlo.

—Yo no lo soy —dije—. Me conozco. He vivido lo suficiente para saberlo. Soy como un jugador de baseball que hace un promedio de doscientos treinta y sabe que no puede hacerlo mejor.

—¿Qué quiere decir un jugador de baseball que hace un promedio de doscientos treinta? Es muy emocionante.

—No lo creas. Esto significa que es un jugador muy torpe.

—Pero es un jugador a pesar de todo —esgrimió ella.

—Creo que somos vanidosos —dije—. Pero tú eres valiente.

—No, pero procuraré serlo.

—Los dos somos muy valientes. Yo así que bebo soy muy valiente.

—Somos unos tipos estupendos —dijo Catherine.

Ella fue a abrir el armario y trajo coñac y un vaso.

—Toma un poco de coñac, querido; has estado muy amable.

—No, verdaderamente no siento ninguna necesidad.

—Sólo un poco.

—Si tú lo quieres.

Llené la tercera parte del vaso y lo bebí de un trago.

—Lo has hecho un poco fuerte —dijo—. Ya sé que el coñac es la bebida de los héroes, pero no por eso hay que exagerar.

—¿Dónde viviremos después de la guerra?

—Probablemente en un asilo para ancianos —dije—. Durante tres años he esperado ingenuamente que la guerra terminase por Navidad. Pero ahora ya no espero que acabe antes de que nuestro hijo sea teniente de navío.

—Tal vez será general.

—Si es una guerra de cien años, tendría que servir en la Marina y en el Ejército.

—¿No quieres beber?

—No. A ti siempre te pone alegre, querido, pero a mí sólo me sube a la cabeza.

—¿No has bebido nunca coñac?

—No, querido. Soy una mujer a la antigua.

Cogí la botella que había dejado en el suelo y me serví otro vaso.

—Harías bien en ir a ver a tus compatriotas —dijo Catherine—. Tal vez quieras leer los periódicos mientras tanto.

—¿Forzosamente tienes que marcharte?

—Si no lo hago ahora tendré que hacerlo más tarde.

—Bueno. Entonces hazlo ahora.

—Volveré en seguida.

—Y yo habré terminado con mis periódicos —dije.