Una tarde fuimos a las carreras. Ferguson nos acompañó y también Crowell Rodgers, el soldado que había sido herido en los ojos por un obús. Las dos muchachas se vistieron después de comer. Mientras tanto, Crowell y yo, sentados en la cama, en su habitación, leíamos en el diario de las carreras, antiguas hazañas de caballos y los pronósticos. Crowell llevaba la cabeza vendada y las carreras no le interesaban mucho, pero, para pasar el tiempo, leía regularmente los diarios hípicos y estaba al corriente de los caballos. Decía que los caballos no valían nada, pero no teníamos que molestarnos en escogerlos. El viejo Meyers le apreciaba y siempre le daba datos. Meyers ganaba en casi toda carrera, pero no le gustaba dar datos, ya que esto hacia bajar el precio. Las carreras eran muy poco honestas. Hombres que habían sido expulsados de todos los hipódromos venían a correr en Italia. Los datos de Meyers eran buenos, pero me molestaba pedírselos, porque algunas veces no contestaba y daba la sensación de que le molestaba darlos. No obstante, por ciertas razones, él se creía obligado a dárnoslos y sobre todo a Crowell es al que lo hacía de más buena gana. Crowell había sido herido en los ojos y Meyers también sufría de la vista. Era por este motivo por lo que apreciaba a Crowell. Meyers nunca decía a su mujer sobre qué caballo apostaba. Ella ganaba o perdía. Casi siempre perdía, pero seguía apostando.
Los cuatro fuimos a San Siro en un coche descubierto. Cruzamos el parque, seguimos la línea del tranvía y después de salir de la ciudad continuamos por la polvorienta carretera. Había mansiones con rejas de hierro y grandes y frondosos jardines, y zanjas por donde corría el agua y huertas con las hojas cubiertas de polvo. En el Llano se divisaban extensas propiedades y granjas, rodeadas de verde, con sus canales de regadío. Al Norte se elevaban las montañas. Una gran cantidad de coches entraba en el hipódromo, y los empleados, en la reja de entrada, nos dejaron pasar porque íbamos de uniforme. Descendimos del coche y, después de comprar los programas, nos dirigimos al paddock a través del césped y de la pista llana y húmeda. En el césped, a lo largo de las barreras, había muchos soldados.
El paddock estaba muy engalanado. En aquel lugar hacían pasear y dar vueltas a los caballos bajo los árboles, detrás de la tribuna principal. Vimos a muchos conocidos y, después de ir a buscar sillas para Ferguson y Catherine, observamos los caballos.
Daban vueltas uno detrás de otro, con la cabeza baja, conducidos por sus mozos. Uno de los caballos era de color negro violáceo, y Crowell aseguró que estaba fijo. Había salido en el preciso momento en que el reloj daba la señal de montar. Lo buscamos en el programa por el número que el jockey llevaba en el brazo. Estaba inscrito como un capón negro y se llamaba Japalac. La carrera estaba reservada para caballos que no habían ganado ninguna carrera de más de mil liras. Catherine sostenía que le habían cambiado el color. Ferguson le dijo que ella no lo podía saber. Yo lo encontré sospechoso. Todos estuvimos de acuerdo en que teníamos que apostar sobre él y nos jugamos cien liras. Sobre el tablero de las tarifas era el único por el que daban el 35 por 1. Crowell fue a comprar los boletos, mientras nosotros mirábamos a los jockeys ir, después de una vuelta, a través de los árboles hasta la pista y alcanzar con un pequeño galope el recodo donde debían dar la salida.
Subimos a la gran tribuna para ver la salida. En San Siro aún no usaban la cinta. El starter hizo alinear los caballos, que parecían muy pequeños, allí lejos, al final de la pista, y dio la señal haciendo restallar su látigo. Pasaron frente a nosotros. El caballo negro iba en cabeza, y en el recodo ya se distanció de los demás. Lo seguí con mis gemelos durante todo el recorrido y vi que el jockey se esforzaba en contenerlo, pero fue en vano, y, cuando llegó al poste, adelantaba a los demás por quince cuerpos. Y continuó galopando hasta el recodo cuando la carrera ya había terminado.
—Es maravilloso —dijo Catherine—. Vamos a ganar más de tres mil liras. Debe de ser un caballo extraordinario.
—Espero que no se desteñirá antes de que nos paguen —dijo Crowell.
—Realmente era un buen caballo —dijo Catherine—. Me gustaría saber si el señor Meyers había apostado por él…
—¿Apostó usted por el ganador? —le grité a Meyers.
Asintió con la cabeza.
—Yo no —dijo la señora Meyers—. Y vosotros, hijos míos, ¿por cuál habéis apostado?
—Por Japalac.
—¿De veras? Está cotizado al 35 por 1.
—Nos gustó su color.
—A mi no. Parecía pelado. Me aconsejaron que no apostara por él.
—No producirá mucho —dijo Meyers.
—Está señalado a 35 por 1 en la cotización.
—No producirá mucho. En el último momento han apostado grandes cantidades sobre él —dijo Meyers.
—¿Quién?
—Kempton y los demás. Ya verán. No darán más del 2 por 1.
—Entonces no ganaremos tres mil liras —dijo Catherine—. No me gustan estas carreras con trucos.
—Nos darán doscientas liras.
—Eso no es nada. Por eso no cambia nuestra situación. Creía que ganaríamos tres mil liras.
—Es una estafa repugnante —dijo Ferguson.
—Es evidente que si nos hubiera parecido sospechoso no habríamos apostado por él. Pero me hubiese gustado ganar las tres mil liras.
—Bajemos a tomar algo y a ver qué nos pagan.
Fuimos al marcador. La campana dio la señal del pago, y el ganador, Japalac, fue cotizado a 18,50, lo que significaba que para una apuesta de diez liras no darían el doble.
Nos dirigimos al bar bajo la gran tribuna para tomar un whisky con soda. Encontramos a dos italianos que conocíamos y a McAdams, el vicecónsul. Nos acompañaron al subir a buscar a las señoras. Los italianos eran muy atentos y McAdams se quedó hablando con Catherine cuando volvimos a bajar para apostar. El señor Meyers estaba junto a las apuestas mutuas.
—Pregúntele por qué caballo ha jugado —le dije a Crowell.
—¿Por cuál ha apostado, señor Meyers? —preguntó Crowell.
Meyers sacó su programa y con la punta del lápiz señaló el número cinco.
—¿Le molestaría que apostáramos por el mismo?
—Háganlo, háganlo, pero no le digan a mi mujer que yo se lo he dicho.
—¿Quiere tomar algo?
—No, gracias. No bebo nunca.
Apostamos por el cinco, cien liras a ganador y cien a premio, y volvimos a tomar otro whisky con soda. Me encontraba muy bien. Hicimos amistad con otros dos italianos. Tomaron una consumición con nosotros y regresamos con las señoras. Los italianos también eran muy educados y se parecían mucho a los que nos acompañaron la primera vez. Por un momento nadie pudo sentarse. Di los boletos a Catherine.
—¿Qué caballo?
—No lo sé. Lo ha escogido el señor Meyers.
—¿No sabéis ni cómo se llama?
—No. Encontrarás su nombre en el programa. Me parece que es el número 5.
—Tienes una confianza asombrosa —dijo.
El 5 ganó, pero no pagó nada. El señor Meyers estaba furioso.
—Hay que depositar doscientas liras para ganar veinte —afirmó—. Doce liras por diez. No vale la pena. Mi mujer ha perdido veinte liras.
—Bajo contigo —dijo Catherine.
Los italianos se levantaron. Bajamos y nos dirigimos al paddock.
—¿Te diviertes? —preguntó Catherine.
—Creo que sí.
—Supongo que es muy divertido —dijo—, pero yo, querido, detesto a toda esta gente.
—Nunca vemos a tanta gente.
—Es verdad, pero los Meyers y este tipo del Banco con su mujer y sus hijos…
—Es el que acepta mis letras a la vista —dije.
—Sí, pero otro también lo haría. Los cuatro italianos que han traído son horribles.
—Nos podemos quedar aquí y ver las carreras detrás de la barrera.
—¡Oh, sí! Y además escucha, querido: apostemos por un caballo que no hayamos oído nombrar y por el que no apueste el señor Meyers.
—De acuerdo.
Apostamos por un caballo llamado Light, que llegó en cuarto lugar de los cinco que salieron. Apoyados en la barrera, miramos cómo pasaban los caballos con un gran ruido de cascos. A lo lejos, y más allá de los campos, se oteaban las montañas, y Milán se extendía por entre los árboles.
—¡Me siento mucho mejor! —dijo Catherine.
Los caballos ya volvían. Cruzaban la reja, chorreando sudor; sus hockeys los calmaban y desmontaban bajo los árboles.
—¿No sientes ganas de beber? Podríamos tomar alguna cosa mientras contemplamos los caballos.
—Voy a buscar algo —dije.
—No vayas —dijo Catherine—. Puede servirnos el mozo.
Levantó la mano y el camarero salió del Pagoda bar, al lado de las caballerizas. Nos sentamos en una mesita de hierro.
—¿No eres más feliz cuando nos encontramos solos?
—Si —contesté.
—¡Me sentía tan desplazada entre toda esta gente!
—Se está bien aquí —dije.
—Sí. Estas carreras son verdaderamente magníficas.
—Si, es agradable.
—No quiero que pierdas tu diversión, querido. Volveré allá en cuanto quieras.
—No —dije—. Quedémonos tranquilamente aquí a beber. Luego bajaremos hasta el río para ver la carrera de obstáculos.
—¡Qué bueno eres conmigo! —exclamó ella.
Después de estar solos un rato, nos alegramos de encontrar a los demás. Habíamos pasado un buen día.