Y así pasó el verano. No recuerdo exactamente nada de los días, aparte de que eran muy calurosos y de que los periódicos no hablaban de otra cosa más que de victorias. Me encontraba muy bien y mis piernas se curaban tan rápidamente, que pronto sustituí las muletas por un bastón. Luego seguí un tratamiento por flexión de las rodillas en el Ospedale Maggiore. Metaloterapia, rayos ultravioleta dentro de una caja de espejos, masajes y baños. Iba al hospital tres veces por semana, por la tarde. A la vuelta me paraba en un café, tomaba una consumición y leía los periódicos. No paseaba por la ciudad. Tan pronto como salía del café, ya tenía ganas de estar en el hospital. Tenía un solo deseo, ver a Catherine. Aparte de eso, no pensaba sino en matar el tiempo. A menudo dormía por la mañana y por la tarde. Algunas veces iba a las carreras y, al atardecer, a la metaloterapia. De vez en cuando me detenía en el Club Angloamericano. Me instalaba en un gran sillón de cuero, cerca de la ventana, y leía las revistas. No nos dejaban salir juntos, desde que había dejado las muletas, pues consideraban que no era natural ver a una enfermera sola con un herido cuyo estado no parecía requerir la presencia de un acompañante. Por las tardes tampoco podíamos vernos nunca. No obstante, algunas veces, teníamos la satisfacción de poder cenar juntos, si miss Ferguson nos acompañaba. Miss Van Campen admitía el hecho de que éramos muy amigos, ya que sacaba de Catherine un trabajo enorme. Creía que Catherine pertenecía a una buena familia y esto contribuyó a disponerla en su favor. Miss Van Campen le daba gran importancia a las cuestiones de familia. Ella misma era de una buena casa.
Además, el hospital estaba en plena actividad y esto le daba mucho trabajo. El verano era muy caluroso y tenía muchos amigos en Milán. Pero a pesar de esto, siempre tenía prisa para volver al hospital tan pronto como caía la tarde. En el frente avanzábamos sobre el Carso. Habíamos tomado Kuk, más allá de Nava, e intentábamos apoderarnos de la meseta de Bainsizza. El frente occidental no marchaba tan bien. Parecía como si la guerra tuviese que prolongarse. América acababa de entrar en guerra, pero yo pensaba que tardaría todavía un año antes de que pudiesen mandar contingentes suficientes y entrenarlos para el combate. El año que se acercaba tanto podía ser un buen año como un mal año. Los italianos empleaban una cantidad de hombres muy considerable. Yo no sabía cómo se podía aguantar. Aun tomando la meseta de Baansizza y la colina de San Gabriele, les quedaban todavía muchas montañas a los austriacos. Las había visto. Las cumbres más altas estaban detrás. Avanzábamos sobre el Corso, pero abajo, junto al mar, había pantanos y hornagueras. Napoleón barrió a los austriacos en las llanuras. Nunca los había atacado en las montañas. Los hubiese dejado bajar y los habría zurrado cerca de Verona. Pero en el frente occidental no zurraban a nadie. Hoy día era imposible ganar las guerras de tal manera. Tal vez continuaría indefinidamente. Quizá fuera una nueva guerra de los Cien Años.
Dejé el periódico en su sitio y salí del club. Bajé los peldaños con mucho cuidado y subí por la via Manzoni. Encontré al viejo Meyers y a su mujer, que bajaban de un coche delante del Gran Hotel. Venían de las carreras. La señora Meyers era una mujer de pecho opulento, vestida de satén negro. Él era un viejecito de bigotes grises que se apoyaba en un bastón para andar con sus pies planos.
—Buenos días, buenos días.
Ella me estrechó la mano.
—Hello —dijo Meyers.
—¿Y las carreras?
—Soberbias. Realmente magnificas. He acertado tres ganadores.
—¿Y usted? —pregunté a Meyers.
—No me ha ido mal del todo. He acertado un ganador.
—Nunca sé lo que hace —dijo la señora Meyers—. Nunca me dice nada.
—Está bien, está bien —dijo Meyers.
Se sentía cordial. Tendría que venir. Cuando hablaba se tenía la impresión de que no lo miraba a uno o bien de que lo tomaba por otro.
—Me parece bien —dije.
—Iré a verle al hospital —dijo la señora Meyers—. Tengo algunas cosillas para mis muchachos. Todos ustedes son mis hijos, ¿sabe? Sí, de verdad, mis queridos hijos.
—Se alegrarán de verla.
—¡Mis queridos muchachos! Y usted también, ¿sabe?, es uno de mis muchachos.
—Tengo que regresar —dije.
—Salude a los chicos en mi nombre. Tengo montones de cosas para traerles. Tengo buen vino y pasteles.
—Adiós —dije—. Estarán encantados de verla.
—Adiós —dijo Meyers—. Venga a la galería. Ya sabe dónde está mi mesa. Todas las tardes estamos aquí.
Anduve calle arriba. Quería comprar alguna cosa para Catherine en la Cova. Le compré una caja de chocolatines y, mientras la empleada la envolvía, me acerqué al bar. Allí había aviadores ingleses. Bebí un martini solo, pagué, cogí la caja de chocolatines que estaba en el mostrador y me encaminé hacia el hospital. Frente al pequeño bar de la Scala vi a algunos conocidos, un vicecónsul, dos individuos que estudiaban canto, y Ettore Moretti, un italiano de San Francisco que estaba en el ejército italiano. Tomé una copa con ellos. Uno de los cantantes se llamaba Ralph Simmons, y cantaba con el seudónimo de Enrico del Credo. Nunca me enteré de cómo cantaba, pero siempre decía que estaba en vísperas de un gran acontecimiento. Era grueso y tenía las aletas de la nariz y las comisuras de los labios marchitas, como los que padecen de asma. Volvía de Piacenza, en donde cantó Tosca, y había estado soberbio.
—Claro que usted no me ha oído cantar nunca —dijo.
—¿Cuándo cantará aquí?
—Actuaré en la Scala este otoño.
—Apuesto que te arrojarán las butacas —dijo Ettore—. ¿No le han contado que en Modena se las arrojaron?
—Esto es una mentira infame.
—Le arrojaron las butacas —dijo Ettore—. Yo mismo le tiré seis.
—Eres un cochino wop de Frisco.
—No puede pronunciar el italiano —dijo Ettore—. En todas partes que va le arrojan las butacas.
—Piacenza es uno de los peores teatros del norte de Italia —dijo el otro tenor—. Puede creerme, es un marco asqueroso para un buen cantante.
Este tenor se llamaba Edgar Saunders y cantaba con el seudónimo de Eduardo Giovanni.
—Me gustaría estar allí para ver cómo te arrojan las banquetas —continuó Ettore—. No sabes cantar en italiano.
—Está ofendido —dijo Edgar Saunders—. Arrojar banquetas es lo único que sabe decir.
—Y ellos es todo lo que saben hacer cada vez que uno de vosotros toma la decisión de cantar. Y después de esto regresáis a América y habláis de vuestros éxitos en la Scala. En la Scala ni tan sólo os dejarían terminar la primera nota.
—Cantaré en el Scala —dijo Simmons—. Allí, en octubre, cantaré Tosca.
—Iremos, ¿verdad, Mac? —dijo Ettore al vicecónsul—. Les hará falta alguien que los proteja.
—Tal vez estará allá el ejército americano para protegerlos —dijo el vicecónsul—. ¿Quiere tomar otra copa, Simmons? ¿Y usted, Saunders?
—Dicen que le van a dar la medalla de plata —me dijo Ettore—. ¿Qué mención cree que le van a hacer?
—No lo sé. Ni tan sólo sé si me la darán.
—Claro que se la darán. Ya verá, compañero, cómo las mujeres de la Cova le encontrarán formidable. Todas creerán que ha matado a más de doscientos austriacos y ha tomado una trinchera usted solo. Le aseguro que mis condecoraciones me han dado mucho trabajo.
—¿Cuántas tiene? —preguntó el vicecónsul.
—Las tiene todas —dijo Simmons—. Por él se hace la guerra.
—Me han dado dos veces la medalla de bronce y tres veces la de plata —dijo Ettore—. Pero sólo tengo el diploma de una.
—¿Y las otras?
—La operación fracasó. Cuando la operación no tiene éxito, retienen las condecoraciones.
—¿Cuántas veces le han herido, Ettore?
—Tres veces y gravemente. ¿Ve? Tengo tres briscas.
Volvió su manga. Las briscas eran galones plateados paralelos sobre un fondo negro, cosidos en la tela de la manga a unas ocho pulgadas del hombro.
—Usted también tiene una —me dijo Ettore—. Es muy elegante. Yo las prefiero a las condecoraciones. Y créame, compañero, tres representan algo. Sólo te dan una por una herida que te retenga tres meses en el hospital.
—¿Dónde le hirieron, Ettore? —preguntó el vicecónsul.
—Aquí. —Enseñó la cicatriz roja, profunda y lisa—. Y aquí, en la pierna. No se la puedo mostrar porque está bajo las bandas, casi en el pie. Tengo una carie en el hueso del pie. Aún hiede. Cada mañana me saco nuevas esquirlas y continúa hediendo.
—¿Qué le hirió? —preguntó Simmons.
—Una granada de mano. Una de esas parecidas a un prensapurés. Se me llevó todo el lado del pie. ¿La conoce usted, verdad, esta prensapurés?
Se volvió hacia mi.
—Ya lo creo.
—Vi al marrano que me la tiró —dijo Ettore—. Me arrojé al suelo y creyó que había muerto, pero estas malditas prensapurés no tienen nada dentro. Le maté de un tiro a ese hijo de perra. Yo siempre llevo un fusil para que no vean que soy un oficial.
—¿Cómo contestó? —preguntó Simmons.
—No tenía más —continuó Ettore. No sé por qué la arrojó. Creo que tenía ganas de arrojar una. Seguramente aún no debía de haber participado en ninguna batalla de verdad. De todas maneras, lo dejé bien muerto a aquel austriaco, hijo de p…
—¿Qué hizo cuando lo mató?
—¿Qué diablos me importa? —exclamó Ettore—. Le tiré al vientre. Temí errar si le apuntaba a la cabeza.
—¿Cuánto tiempo hace que es oficial, Ettore? —le pregunté.
—Dos años. Voy a ascender a capitán. ¿Cuánto hace que es teniente?
—Pronto hará tres años.
—Usted no puede ser capitán porque no sabe el italiano lo suficientemente bien —dijo Ettore—. Usted lo habla, pero no puede leerlo ni escribirlo correctamente. Hay que tener cierta educación para ser capitán. ¿Por qué no se va con el ejército americano?
—Tal vez lo haga.
—Dios mío, me gustaría poder ir yo. ¿Cuánto gana un capitán, Mac?
—No lo sé seguro. Cree que alrededor de doscientos cincuenta dólares.
—¡Santo Cristo! ¡Cuántas cosas podría hacer con doscientos cincuenta dólares!
—Tendría que darse prisa a reunirse con el ejército americano, Fred. Tal vez encuentre la manera de introducirme.
—De acuerdo.
—Sé mandar una compañía en italiano. Podría fácilmente aprender a hacerlo en inglés.
—Te ascenderían a general —dijo Simmons.
—No, no sé tanto como para ser general. Un general debe saber un montón de cosas. Sois unos tipos ridículos, vosotros; os creéis que la guerra es una tontería. No tenéis capacidad ni para ser cabos de segunda clase.
—Gracias a Dios no tengo que serlo —dijo Simmons.
—Tal vez tengas que serlo algún día, si te llaman. ¡Dios mío, cómo me gustaría teneros a los dos en mi pelotón! A Mac también. Serías mi ordenanza, Mac.
—Eres un tipo estupendo, Ettore —dijo Mac—, pero temo no ser militarista.
—Quiero ser coronel antes de terminar la guerra.
—Si no te matan.
—No me matarán. —Tocó las estrellas de su cuello con el pulgar y el índice—. ¿Ven lo que he hecho? Cuando se habla de que te maten, siempre tocamos las estrellas.
—Vámonos, Simmons —dijo Saunders, levantándose.
—Como quieras.
—Adiós —dije—. Tengo que irme, también. —El reloj marcaba las seis menos cuarto—. Ciao, Ettore.
—Ciao, Fred —dijo Ettore—. Estaría muy bien que te dieran la medalla de plata.
—Creo no es seguro.
—Si, la tendrás, Fred. He oído decir que te la darán sin dificultad.
—En fin, adiós —dije. Y tú, Ettore, pórtate bien.
—No te preocupes por Mí. No bebo ni voy por ahí. No me gusta ni el alcohol ni las mujeres. Sé lo que me conviene.
—Hasta la vista —dije—. Me alegra saber que vas a ascender a capitán.
—No tendré que esperar mi turno. Me tocará primero por servicios extraordinarios. ¡Imagínate, las tres estrelles con las espadas cruzadas y la corona encima…! ¡Este soy yo!
—Buena suerte.
—Lo mismo digo. ¿Cuándo vuelves al frente?
—Pronto.
—Entonces, nos veremos allí.
—Adiós.
—Adiós. Cuidado con los golpes.
Regresé al hospital por una calle que atajaba camino. Ettore tenía veintitrés años. Lo había criado un tío suyo de San Francisco, y estaba en Turín, visitando a sus padres, al declararse la guerra. Tenía una hermana a la que también habían mandado a América con él para vivir con el tío y que este año ya saldría de la escuela normal. Pertenecía a esta clase de héroes que fastidian a todos los que encuentran. Catherine no podía verlo.
—Nosotros también tenemos héroes —dijo—, pero, en general, querido, son más discretos.
—Me es indiferente.
—Me sería indiferente si no fuese tan vanidoso, ni tan pesado, pero ¡pesado hasta tal extremo!
—A mí también me fastidia.
—Eres muy amable al decir esto, querido. Pero no te molestes. Tú te lo puedes imaginar en el frente, donde sabes que es útil, mas para mí, ¡sólo representa al hombre que detesto!
—Lo sé.
—Te agradezco que lo comprendas. Hago los posibles para apreciarlo, pero es un muchacho abominable, verdaderamente abominable.
—Esta tarde nos ha dicho que iban a nombrarlo capitán.
—Mejor —dijo Catherine—. Esto le hará feliz.
—¿No te gustaría que tuviera más graduación?
—No, querido. Lo único que me interesa es que tengas la graduación suficiente para que te admitan en los mejores restaurantes.
—Precisamente, ese es el grado que tengo.
—Es un grado magnífico. No me interesa que tengas una graduación más alta. Te podría subir a la cabeza. ¡Oh, querido! Me alegra mucho que no seas vanidoso. Si lo fueras, también me habría casado contigo; pero es un descanso tener un marido que no es vanidoso.
Hablábamos muy bajo, en el balcón. La luna ya debía haber salido, pero la ciudad estaba cubierta de niebla y no la veíamos. Pronto empezó a lloviznar y entramos. Fuera, la niebla se había convertido en lluvia y no tardó en oírse el aguacero que tamborileaba contra el tejado. Me levanté y me dirigí al balcón para ver si entraba la lluvia. Como no entraba, lo dejé abierto.
—¿A quién más has visto? —preguntó Catherine.
—El señor y la señora Meyers.
—¡Qué extraños son!
—Dicen que estuvo preso en su país. Lo expatriaron para que muriese.
—Y desde entonces ha vivido feliz en Milán.
—¡Feliz! No sé hasta qué punto.
—Me imagino que, después de estar en la cárcel, se encontraría más feliz.
—Ella nos traerá varias cosas.
—Siempre trae cosas espléndidas. ¿Te ha llamado su querido muchacho?
—Uno de sus queridos muchachos.
—Todos sois sus queridos muchachos —dijo Catherine—. Tiene debilidad por sus queridos muchachos. Escucha la lluvia.
—Llueve mucho.
—Dime. ¿Me amarás siempre?
—Sí.
—¿Siempre te importará igual que llueva?
—No.
—Mejor, porque la lluvia me da miedo.
—¿Por qué?
—No lo sé, querido. Siempre he tenido miedo de la lluvia.
—A mí me gusta.
—Me gusta pasear cuando llueve. Pero no es buena para el amor.
—A pesar de todo, te quiero.
—Yo te quiero cuando llueve, cuando nieva, cuando graniza, y ¿qué más?
—No lo sé. Me parece que tengo sueño.
—Entonces duerme, querido, y te amaré de cualquier manera.
—¿De verdad tienes miedo a la lluvia?
—Cuando estoy contigo, no.
—¿De qué tienes miedo?
—No lo sé.
—Dímelo.
—No, no insistas.
—Quiero que me lo digas.
—Ya que tú lo quieres… La lluvia me da miedo porque a veces, cuando llueve, me veo muerta.
—¡No!
—Y otras veces es a ti a quien veo muerto bajo la lluvia.
—Esto es más verosímil.
—No del todo, querido. Porque yo te puedo guardar del peligro. Pero cuando se trata de uno mismo es más difícil.
—Basta, por favor. No quiero que esta noche hables como una escocesa y como una loca. No estaríamos mucho juntos.
—Es verdad, pero es así. Soy escocesa y loca. Pero no lo haré más. Son tonterías.
—Evidentemente son tonterías.
—Son tonterías. Sólo tonterías. No tengo miedo de la lluvia… No tengo miedo de la lluvia… ¡Oh, Dios mío, deseo tanto no tener miedo!
Lloraba. La consolé. Pero fuera, la lluvia seguía cayendo.