Capítulo XVIII

Fue un verano delicioso. Así que pude salir, empezamos a dar paseos por el parque. Recuerdo el coche, el caballo que andaba lentamente, y, frente a nosotros, la espalda del cochero con su sombrero de copa de charol, y Catherine Barkley sentada a mi lado. Si nuestras manos se tocaban, sólo el borde de mi mano contra la suya, era suficiente para excitarnos. Después, cuando pude andar con muletas, fuimos a cenar a casa Biffi y a la Gran Italia y escogíamos con preferencia las mesas del exterior, bajo la galería. Los mozos se acercaban. La gente iba y venía. Sobre los manteles habían pequeñas lámparas con pantallas, y si escogíamos la Gran Italia, Jorge, el maître, nos reservaba una mesa. Era un muchacho extraordinario y le dejábamos escoger nuestras comidas. Nosotros mirábamos a los transeúntes, y la galería, en el crepúsculo, y nos mirábamos el uno al otro. Bebíamos capri blanco seco, pero también bebíamos otros jugos naturales, fresa y vinos blancos dulces. A causa de la guerra no había jefe de cocina y Jorge sonreía avergonzado cuando le pedíamos vinos como el fresa.

—¡Imagínese un país que fabrica un vino sólo porque sabe a fresas! —nos dijo.

—¿Por qué no? —dijo Catherine—. Debe de ser muy bueno.

—Pruébelo, señora, si le gusta —dijo Jorge—, pero permítame traer una botella de buen vino para el teniente.

—También quiero probarlo, Jorge.

—Señor, no puedo recomendárselo. No tiene gusto a fresas.

—¡Quién sabe! Sería maravilloso si tuviera sabor a fresas.

—Se lo traeré —dijo Jorge—, y cuando la señora esté satisfecha, lo retiraré.

No era gran cosa. Como había dicho, ni siquiera tenía sabor a fresas. Volvimos al Capri. Una noche que andaba con muy poco dinero, Jorge me prestó cien liras.

—No se preocupe, teniente —dijo—. Ya sé lo que es eso. Sé lo que ocurre cuando se anda escaso. Si usted o la señora necesitan dinero, yo siempre lo tengo.

Después de cenar nos paseábamos por la galería, frente a otros restaurantes y tiendas con las puertas de hierro cerradas, y nos parábamos en la plazoleta donde vendían emparedados de jamón y lechuga, emparedados de anchoa, hechos con panecillos morenos y secos, no más grandes que un dedo. Eran para comerlos durante la noche, cuando sentíamos hambre. Luego tomábamos un coche delante de la galería, frente a la catedral y regresábamos otra vez a la clínica. En la puerta el conserje venía a ayudarme a bajar con las muletas. Pagaba al cochero y subíamos en el ascensor. Catherine se quedaba en el primer piso, en donde las enfermeras tenían sus habitaciones. Yo continuaba y, por el corredor, iba hasta mi habitación apoyado en las muletas. A veces me desnudaba y me acostaba; otras me sentaba en el balcón con la pierna estirada sobre otra silla, y mirando las golondrinas que volaban sobre los tejados, esperaba a Catherine. Cuando llegaba me parecía que volvía de un largo viaje. La seguía con mis muletas. Yo llevaba las cubetas y esperaba a la puerta o algunas veces entraba con ella. Esto dependía de si eran amigos o no los que nos rodeaban, y cuando ella había terminado lo que tenía que hacer, nos sentábamos en el balcón de mi habitación. Me metía en la cama muy pronto, y cuando todos dormían y ella estaba segura de que ya no la llamarían, venía a mí. Me gustaba desatar su caballera. Se quedaba sentada en la cama. Sin moverse, salvo cuando se inclinaba para besarme, mientras yo la despeinaba. Le sacaba las horquillas y las dejaba sobre la sábana; los cabellos se aflojaban y yo la contemplaba, sentada al borde de la cama: inmóvil; entonces le sacaba las dos últimas horquillas y el pelo, libre, se deslizaba como una cascada, y ella dejaba su cabeza en mi hombro; y los dos teníamos la sensación, cuando quedábamos escondidos, de estar bajo una tienda o detrás de una catarata.

Tenía un cabello magnífico y, muchas veces, la contemplaba cuando se lo retorcía, a la luz de la ventana abierta, y, aun en la noche, brillaba como en algunos momentos brilla el agua antes del alba. Tenía el rostro y el cuerpo encantadores, y una piel suave, deliciosa. Acostado a su lado, le acariciaba con la punta de los dedos las mejillas, la frente, y bajo los ojos, la barbilla, el cuello, y yo le decía: «Suaves como las teclas de un piano». Entonces, con su dedo, ella me tocaba la barba y decía: «Suave como papel de lija y demasiado fuerte para teclas de piano».

—¿De verdad raspa tanto?

—No, querido, es una broma.

Las noches eran maravillosas y nos bastaba un poco de contacto para ser felices. Además de los momentos de placer, teníamos mil pequeños modos de amarnos; y cuando no estábamos juntos, intentábamos transmitirnos nuestros pensamientos. Lo lográbamos algunas veces, tal vez porque habíamos pensado idéntica cosa al mismo tiempo.

Nos gustaba imaginarnos que nos habíamos casado el día de su llegada, y contábamos los meses a partir del día de nuestra boda. Verdaderamente, yo deseaba casarme, pero Catherine decía que si estuviésemos casados la despedirían, y que el simple hecho de empezar las formalidades haría que la vigilasen, y esto trastornaría nuestras vidas. Tendríamos que casarnos según las leyes italianas, y los trámites resultaban espantosos. Deseaba que estuviésemos ya casados porque, cuando reflexionaba, temía tener un hijo; pero nos imaginábamos estar casados y no nos preocupábamos, y en el fondo estaba satisfecho de no estarlo. Recuerdo que una noche, al hablar de ello, Catherine me dijo:

—Pero me despedirían, querido.

—No es seguro.

—¡Oh, si! Me mandarían de nuevo a Escocia y estaríamos separados hasta el fin de la guerra.

—Iría con permiso.

—El tiempo de un permiso no te alcanzaría para ir y volver de Escocia. Además, no te dejaré. ¿Qué adelantaríamos casándonos ahora? Realmente estamos casados. No podría estar más casada de lo que estoy.

—Es por ti que lo decía.

—No hay yo. Yo soy tú. No separes yo de ti.

—¡Yo creía que el sueño de todas las muchachas era casarse!

—Si. Pero yo, querido, estoy casada contigo. ¿No me comporto como una buena mujercita?

—Eres una mujercita adorable.

—Además, querido, comprende que ya he tenido que esperar una vez para casarme.

—No quiero que hables de eso.

—Sabes muy bien que sólo te quiero a ti. ¿Qué importa que alguien me haya amado antes?

—Esto importa poco.

—No tienes que estar celoso de un muerto, cuando ahora tú lo tienes todo.

—Es verdad, pero no quiero que me hables.

—¡Pobre querido! Y yo sé que has tenido mujeres a montones y, no obstante, me da lo mismo.

—¿No nos podríamos casar secretamente de una manera o de otra? Así, si a mí me ocurriera alguna cosa o tú tuvieras un hijo…

—No hay otra forma de casarnos que religiosa o civilmente. Estamos casados en secreto. ¿Comprendes, querido? Esto tendría mucha importancia para mí si yo tuviera una religión, pero no la tengo.

—Entonces, ¿verdaderamente no te preocupa nada?

—Sólo la posibilidad de que me separen de ti. Eres todo cuanto tengo en el mundo.

—Bueno, pero me casaré contigo el día que quieras.

—No me hables como si tuvieras que convertirme en una mujer honesta. Soy una mujer muy honesta. No me avergüenzo de una cosa que nos hace felices y de la cual se está orgulloso. ¿Es que tú no eres feliz?

—Pero ¿no me abandonarás nunca por otro?

—No, querido, nunca te abandonaré por otro. Supongo que nos pasarán un montón de cosas terribles, pero, por lo que se refiere a dejarte, no debes preocuparte por ello.

—No me preocupo. Pero ¡te quiero tanto! Y tú ya has amado a alguien antes que a mí.

—¿Y qué le pasó?

—Murió.

—Precisamente. Y si no hubiera muerto, no te habría conocido nunca. No soy infiel, querido. Tengo muchos defectos, pero no soy infiel. Pronto estarás hasta la coronilla de nuestra felicidad.

—Tendré que volver pronto al frente.

—No pienses en ello antes de tiempo. ¿Ves? Soy feliz, querido, y llevamos una vida maravillosa. Hacía mucho tiempo que no sabía lo que era felicidad y cuando la encontré tal vez estaba medio loca. Quizá esté loca. Pero ahora somos felices y nos amamos. Somos felices, sencillamente. Tú eres feliz, ¿verdad? ¿Es que hago algo que no te gusta? ¿Qué puedo hacer para ayudarte? ¿Quieres que me desate el pelo? ¿Quieres que nos divirtamos un poco?

—En seguida. Pero primero tengo que visitar a mis enfermos.