Capítulo XIV

Cuando desperté el sol entraba a raudales en mi habitación. Creí que me encontraba en el frente y me estiré en la cama. Sentí un agudo dolor en las piernas. Las contemplé, con sus vendas sucias, y su vista hizo que me acordase dónde estaba. Cogí el cordón del timbre y apreté el botón. El timbre sonó en el pasillo, oí unas sandalias de goma que se acercaban. Era miss Gage. A plena luz parecía mayor y mucho menos bonita.

—Buenos días —dijo—. ¿Ha pasado usted buena noche?

—Sí, muchas gracias —contesté—. ¿Podría hacerme afeitar?

—He venido a verle y le encontré durmiendo con esto a su lado. Abrió el armario y me enseñó la botella de vermut. Estaba vacía. También he encerrado aquí la otra botella que había debajo de la cama —dijo—. ¿Por qué no me pidió usted un vaso?

—Tuve miedo de que me lo negara.

—No, hubiera tomado un poco con usted.

—Es una buena chica.

—No es bueno para usted el beber solo —dijo—. No lo haga más.

—Está bien.

—Su amiga, miss Barkley, ha llegado ya —dijo.

—¿De veras?

—Sí. No me gusta.

—Ya le gustará. Es muy simpática.

Movió la cabeza.

—No dudo que lo sea. ¿Puede usted ponerse un momento del otro lado? Así. Voy a lavarlo antes de darle el desayuno.

Ella me lavó con una toalla, jabón y agua caliente.

—Levante la espalda. Muy bien.

—¿Podrá hacerme afeitar antes del desayuno?

—Voy a mandar al conserje a buscar al barbero. —Salió y regresó.

—Ya ha salido a buscarlo —dijo, y mojó la toalla en la palangana.

El barbero llegó con el conserje. Podría tener unos cincuenta años y llevaba un bigote retorcido. Miss Gage había terminado conmigo y el barbero me enjabonó la cara y me afeitó. Era muy serio y no abrió la boca.

—¿Qué le ocurre? ¿No sabe usted alguna noticia? —pregunté.

—¿Qué noticia?

—Cualquiera. ¿Qué pasa en la ciudad?

—Estamos en guerra —dijo— y los oídos enemigos nos escuchan.

Lo miré.

—Estése quieto —dijo, sin parar de afeitar—. No diré nada.

—¿Qué es lo que pasa? —pregunté.

—Soy italiano. No puedo tener ningún trato con el enemigo.

No insistí más. Estaba loco y cuanto menos tiempo estuviese bajo su navaja mejor. Intenté mirarlo de frente un instante.

—Cuidado —dijo—, la navaja corta mucho. —Cuando terminó le pagué y le di media lira de propina. Me devolvió el dinero.

—No. No estoy en el frente, pero soy italiano.

—Váyase al diablo.

—Con su permiso —respondió, y envolvió su navaja en un periódico.

Salió, dejando las cinco monedas de cobre sobra la mesita de noche.

Llamé. Miss Gage entró.

—¿Quiere hacer subir al conserje, por favor?

—Ahora mismo.

El conserje entró. Se esforzaba para no reír.

—¿Es que está loco este barbero?

—No, signorino. Se ha equivocado. No nos ha comprendido muy bien y ha entendido que era usted un oficial austriaco.

—¡Ah! —exclamé.

El conserje se rio.

—¡Ja, ja, ja! Me ha dicho que si usted hubiera hecho un movimiento… —se pasó el índice por el cuello—. ¡Ja, ja, ja! —Intentaba contener la risa—. Cuando le he dicho que usted no era austriaco… ¡ah, ah!

—¡Ja, ja, ja! —dije, con amargura—. En efecto, hubiera sido muy gracioso si me hubiera cortado el cuello. ¡Ja, ja, ja!

—No, signorino, no, no. ¡Pero tenerle miedo a un austriaco! ¡Ja, ja, ja!

—¡Ja, ja, ja! —exclamé—. ¡Váyase al diablo!

Salió y le oí reír por el pasillo. Oí unos pasos que se acercaban. Volví la vista hacia la puerta. Era Catherine Barkley.

Entró en la habitación y vino hasta mi cama.

Hello, querido —dijo.

Estaba guapa, y joven, y resplandeciente. Me pareció que nunca había visto una mujer tan hermosa.

Hello —contesté.

Cuando la vi comprendí que estaba enamorado de ella. Todo mi ser se trastornó. Ella miró hacia la puerta para asegurarse de que no había nadie. Entonces se sentó al borde de la cama, se inclinó y me besó. La atraje hacia mí, la besé y oí cómo latía su corazón.

—Amor mío —dije—, qué buena has sido al venir.

—No ha sido muy difícil. Quizá lo sea más el quedarme.

—Tienes que quedarte —dije—. ¡Oh! Eres maravillosa.

Estaba trastornado. No podía creer que ella estuviera realmente allí, y la estrechara entre mis brazos.

—No puede ser —dijo—. No, todavía no estás bien del todo.

—Si, dime que sí.

—No, aún estás débil.

—No, ya estoy fuerte. ¡Oh, por favor…!

—¿Me quieres de verdad?

—Si, te quiero de verdad. Te quiero con locura, Por favor, dime…

—Escucha el latir de nuestros corazones.

—No me importan nuestros corazones. Te quiero. Estoy loco por ti.

—¿Me amas de verdad?

—No repitas siempre eso. Ven, te lo ruego, te lo ruego, Catherine.

—Bueno, pero sólo un momento.

—Si —dije—, cierra la puerta.

—No puede… No puede ser.

—Sí, ven… no hables… ¡Oh, te quiero…, ven…! —Catherine estaba sentada en una silla, junto a la cama. La puerta del vestíbulo estaba abierta. Apaciguó mi deseo, que nunca había sido tan fuerte. Ella me preguntó:

—¿Crees ahora que te amo?

—Eres maravillosa —dije—. Tienes que quedarte. No pueden obligarte a marchar. Te quiero hasta perder la razón.

—Es necesario que seamos prudentes. Es una locura lo que hemos hecho. Es conveniente que te repongas.

—Si, por la noche.

—Es necesario que seamos prudentes. Debes serlo delante de los otros.

—Te lo prometo.

—Es preciso. Eres amable. Dime, ¿me amas?

—No repitas siempre la misma cosa. No sabes hasta qué punto me duele.

—Ya tendré más cuidado. No quiero causarte ningún daño. Es preciso que me marche rápidamente, querido.

—Vuelve lo más pronto posible.

—Volveré cuando pueda.

—Hasta pronto.

—Adiós, querido.

Salió. Dios sabe que yo no había querido enamorarme de ella. No había querido enamorarme de ninguna. Pero Dios también sabe que, a pesar de todo, yo estaba enamorado aquí, en una cama del hospital de Milán, y que toda clase de pensamientos pasaban por mi cabeza, y que me sentía maravillosamente bien, hasta que miss Gage entró.

—El doctor va a venir —dijo ella—. Ha telefoneado desde el lago de Como.

—¿Cuándo llegará?

—Estará aquí a media tarde.