La habitación era muy larga y con ventanas en su parte derecha. Al final había una puerta que daba a la sala de urgencia. La hilera de camas en la que estaba la mía se hallaba situada frente a las ventanas y otra hilera, bajo las ventanas miraba la pared. Acostándome sobre el lado izquierdo veía la puerta de la sala de curas. Al fondo había otra puerta, por la que algunas veces hacían entrar a los visitantes. Cuando alguno iba a morir rodeaban la cama con un biombo para que no lo viéramos. Sólo percibíamos, por debajo del biombo, los zapatos y la parte inferior de las batas de los doctores y enfermeras, y alguna vez, en los últimos momentos, se oía cuchichear. Luego, el capellán salía de detrás del biombo y los enfermeros iban allí y volvían a salir, llevando el cadáver cubierto por entre las dos hileras de camas. Alguien recogía el biombo y se lo llevaba.
Aquella mañana, el comandante de mi sala me preguntó si creía hallarme en condiciones para viajar al día siguiente. Le contesté que sí. Entonces me dijo que me evacuarían por la mañana, a primera hora. Añadió que era mejor viajar antes de que el calor apretase.
Cuando a uno lo levantaban para transportarlo a la sala de curas, se podía mirar por la ventana. Entonces, las tumbas recién cavadas en el jardín aparecían delante de nosotros. En la puerta del jardín había un soldado sentado. Se cuidaba de hacer las cruces y de pintar en ellas el nombre, grado y regimiento a que pertenecían los hombres que se enterraban allí.
También hacía recados para los de la sala y en sus ratos libres me hizo un encendedor con una bala austriaca. Los médicos eran muy simpáticos y parecían eficientes. Tenían una gran impaciencia por mandarme a Milán, en donde los servicios radiográficos eran mucho mejores y donde, después de la operación, podría hacer mecanoterapia. Yo también deseaba ir a Milán. Querían mandarnos lo más lejos posible, ya que, una vez empezada la ofensiva, necesitarían todas las camas.
La noche anterior a mi marcha, Rinaldi vino a verme, acompañado por el comandante de nuestro campamento. Me comunicaron que iban a hospitalizarme en Milán, en un hospital americano recientemente inaugurado. Mandarían allí ambulancias americanas y ese hospital se haría cargo de ellas, así como de todos los americanos que estuvieran de servicio por Italia. Muchos estaban alistado en la Cruz Roja. Los Estados Unidos habían declarado la guerra a Alemania, pero no a Austria. Los italianos tenían la certeza de que América también declararía la guerra a Austria y se interesaban por todos los americanos que llegaban, incluso los de la Cruz Roja. Me preguntaron si el presidente Wilson declararía la guerra a Austria, y les contesté que era cuestión de días. Yo ignoraba los agravios que habíamos recibido de Austria, pero consideraba lógico que se le declarase la guerra como a Alemania. Me preguntaron si declararíamos la guerra a Turquía. Respondí que no estaba muy seguro.
—Turkey —dije— es nuestra ave nacional.
Pero el juego de palabras resultaba muy mal, traducido; parecían no comprenderlo y desconfiar, así que dije que sí, que probablemente declararíamos la guerra a Turquía.
—¿Y a Bulgaria?
Habíamos bebido varias copas de aguardiente y respondí que sí, en nombre de Dios, que a Bulgaria y al Japón.
—Pero —dijeron— el Japón es el aliado de Inglaterra. No se puede confiar en estos malditos ingleses.
—Los japoneses codician las islas Hawai —dije.
—¿Dónde están las islas Hawai?
—En el océano Pacifico.
—¿Por qué las quieren los japoneses?
—No las quieren en absoluto —dije—. Esto sólo son trámites. Los japoneses son unos hombrecillos estupendos y sencillos a los que les gusta la danza y los vinos ligeros.
—Como a los franceses —dijo el comandante—. Les volveremos a tomar Niza y Saboya a los franceses.
—Conquistaremos de nuevo Córcega y toda la costa Adriática —añadió Rinaldi.
—Italia conocerá nuevamente los esplendores de Roma —dijo el comandante.
—No me gusta Roma —contesté—. Hace mucho calor y hay muchas pulgas.
—¿A usted no le gusta Roma?
—Si, me gusta Roma. Es la madre de las naciones. Nunca olvidaré a Rómulo amamantándose en el Tíber.
—¿Qué?
—Nada.
—¿Y si nos fuéramos todos a Roma? ¿Y si marcháramos esta noche y no volviéramos?
—Roma es una hermosa ciudad —dijo, convencido, el comandante.
—El padre y la madre de las naciones —dije.
—Roma es femenino —dijo Rinaldi—, de manera que no puede ser el padre.
—Entonces, ¿quién es el padre, el Espíritu Santo?
—No blasfemes.
—Estás borracho, pequeño.
—¿Quién te ha emborrachado?
—Yo lo he emborrachado —contestó el comandante—. Le he emborrachado porque le quiero y porque América está en guerra.
—Hasta los topes —dije.
—Mañana te marchas, pequeño —dijo Rinaldi.
—A Roma —dije.
—No, a Milán.
—A Milán —dijo el comandante—. Al Palacio de Cristal, a la Cova, a casa Campari, a casa Bifes, a la Galena. ¡Vaya suerte!
—A la Scala —dijo Rinaldi—. Irás a la Scala.
—Todas las noches —afirmé.
—No se podrá pagar este lujo todas las noches —dijo el comandante.
—Las localidades son muy caras.
—Haré un giro a cargo de mi abuelo —dije.
—¿Un qué?
—Un giro a la vista. Tendrá que pagar si no quiere que vaya a la cárcel. El que se encarga de todo esto en el Banco es el señor Cunningham. Yo vivo a costa de giros a la vista. ¿Puede un abuelo permitir que metan a su nieto en la cárcel, un nieto patriota que muere para que Italia viva?
—¡Viva el Garibaldi italiano! —gritó Rinaldi.
—¡Vivan los giros a la vista! —contesté.
—Tenemos que callar —dijo el comandante—. Ya nos han avisado varias veces de que no hiciéramos tanto ruido. Realmente, ¿marchas mañana, Frederico?
—Os digo que va al hospital americano —dijo Rinaldi—. A encontrarse con hermosas enfermeras. No con las enfermeras barbudas de las ambulancias del frente.
—Buena, bueno —dijo el comandante—. Lo sé, va al hospital americano.
—A mí no me importan las barbas —dije—. Que se deje crecer la barba el que quiera. ¿Por qué no se deja crecer la barba, signor maggiore?
—Porque no me cabría dentro de la máscara antigás.
—Ya lo creo que sí. En una máscara antigás cabe todo. Incluso un día vomité dentro de la mía.
—¡No grites tanto, pequeño! —exclamó Rinaldi—. Ya saben todos que has estado en el frente. ¡Oh, mi lindo bebé! ¿Qué será de mí cuando te hayas marchado?
—Tenemos que irnos —dijo el mayor—. Empezamos a ponernos sentimentales.
—Escucha, tengo una sorpresa para ti. ¿Sabes, tu inglesita, la inglesita que ibas a ver cada noche al hospital? También se va a Milán. Se va con otra enfermera al hospital americano. Aún no tienen ninguna enfermera norteamericana. Hoy he hablado con el jefe de este reparto. En nuestro frente hay demasiadas mujeres. Mandan algunas a la retaguardia. ¿Qué te parece, pequeño? Estupendo, ¿eh? Vas a vivir a una gran ciudad y te harás mimar por tu inglesita. ¿Por qué no me han herido?
—Tal vez lo hagan —contesté.
—Tenemos que irnos —repitió el comandante—. Sólo bebemos y hacemos ruido. Cansamos a Frederico.
—No se vayan.
—Sí, debemos irnos.
—Adiós. Buena suerte.
—Recuerdos.
—Ciao, ciao, ciao.
—Vuelve pronto, pequeño.
Rinaldi me abrazó.
—Hueles a lisol. Adiós, pequeño. Adiós. Que te vaya bien.
El comandante me golpeó el hombro. Salieron de puntillas. Entonces me di cuenta de que estaba muy ebrio y me dormí.
Al día siguiente por la mañana salimos para Milán, adonde llegamos cuarenta y ocho horas después. El viaje fue muy penoso. Cerca de Mestre nos tuvieron estacionados mucho rato, y los chicos vinieron a observarnos. Mandé a un chiquillo a comprarme una botella de coñac, pero volvió diciendo que sólo había grappa. Le dije que la comprara y, cuando me la trajo, le regalé el cambio. Mi vecino y yo nos emborrachamos, y así pude dormir hasta Vicenza. Me desperté y vomité en el suelo. Esto no tenía ninguna importancia, ya que antes mi vecino lo había hecho varias veces. Después me sentí incapaz de soportar la sed y cuando llegamos a Verona llamé a un soldado que paseaba a lo largo del tren, y me trajo agua. Desperté a Georgetti, el muchacho que también estaba borracho, y le ofrecí agua. Me pidió que se la echara a la cabeza y volvió a dormirse. El soldado rehusó la moneda que quería darle y me trajo una carnosa naranja. La sorbí, escupiendo la pulpa, y observé a un soldado que se paseaba delante de un tren de mercancías; momentos después el tren daba una sacudida y arrancaba.