Capítulo XI

El capellán llegó al anochecer. Habían traído la sopa y recogido los tazones, y yo miraba por la ventana la copa de los árboles moverse por la brisa de la noche. La brisa entraba por la ventana y con la noche el calor iba cediendo. Las moscas se habían estacionado en el techo y en las bombillas que pendían de los cordones eléctricos. Solamente las encendían cuando, por la noche, traían algún enfermo, o cuando había alguna cosa que hacer. Me animaba ver que la noche seguía al crepúsculo. Me daba la impresión de haberme acostado en seguida después de cenar.

El enfermero se acercó, por entre las camas, y se detuvo. Alguien le acompañaba. Era el capellán. Se encontraba allí, bajito, con su cara morena y aspecto tímido.

—¿Cómo está usted? —me preguntó.

Colocó unos paquetes en el suelo, junto a la cama.

—Muy bien, padre.

Se sentó en la silla que habían traído para Rinaldi, y, con aire embarazado, miró por la ventana. Observé que tenía el aspecto cansado.

—Sólo puedo quedarme un momento —dijo—. Es tarde.

—No, no es tarde. ¿Cómo están en el campamento?

Sonrió.

—Sigo siendo el objeto de sus bromas.

Su voz también parecía cansada.

—Gracias a Dios, todos están bien. Me alegro mucho de que usted mejore —dijo—. Espero que no sufra.

Parecía muy cansado y yo no estaba acostumbrado a verlo así.

—No, ya no me duele.

—Le echo de menos en la cantina.

—Todavía quisiera estar allí. Siempre me gustaron nuestras conversaciones.

—Le he traído algunas cositas —dijo. Cogió los paquetes—. Esto es un mosquitero. Eso una botella de vermut. ¿Le gusta el vermut? Y aquí tiene periódicos ingleses.

—Ábralos, se lo ruego.

Parecía más contento. Abrió los paquetes. Me quedé con el mosquitero en la mano. Levantó la botella de vermut para que la viera y luego la dejó en el suelo, junto a la cama. Cogí un montón de periódicos ingleses. Pude leer los titulares por la media luz de la ventana. Eran The News of the World.

—Los otros son ilustrados —dijo.

—Me agradará muchísimo leerlos. ¿De dónde lo ha sacado?

—He mandado a buscarlos a Mestre. Conseguiré más.

—Ha sido muy amable al venir a verme, padre. ¿Quiere un vaso de vermut?

—Gracias. Guárdelo. Es para usted.

—No. Tome usted un vaso.

El enfermero trajo los vasos y descorchó la botella. Rompió el corcho y tuvo que hundir la mitad del sacacorchos en la botella. Comprendí que el capellán estaba decepcionado, pero dijo:

—Es igual. No tiene importancia.

—A su salud, padre.

—Por su pronto restablecimiento.

Después levantó su vaso y nos miramos. A veces, cuando hablábamos, nos sentíamos amigos, pero aquella noche resultaba difícil.

—¿Qué le ocurre, padre? Parece cansado.

—Estoy cansado y no tengo derecho a estarlo.

—Es el calor.

—No, es simplemente la primavera. Estoy deprimido.

—Está triste.

—No, pero odio la guerra.

—A mí tampoco me gusta —dije. Movió la cabeza y miró fuera.

—A usted le afecta porque no la puede ver. Perdóneme, sé muy bien que está herido.

—Es un accidente.

—Y no obstante, incluso estando herido, no la ve. Yo puedo hablarle de ella. Tampoco la veo, pero la siento… un poco.

—Precisamente hablábamos de esto cuando me hirieron. Era Passini el que hablaba.

El capellán dejó el vaso. Pensaba en otra cosa.

—Los conozco porque soy como ellos.

—Sin embargo, usted es diferente.

—Puede que sea así, pero en el fondo soy igual.

—Los oficiales no ven nada.

—Algunos, Sí. Los hay muy sensibles y se sienten mucho más desgraciados que cualquiera de nosotros.

—La mayoría son distintos.

—No es una cuestión de educación ni de fortuna. Es otra cosa. Aunque tuvieran educación y fortuna, hombres como Passini no querrían ser oficiales. Yo tampoco quisiera ser oficial.

—Usted está considerado como oficial, y yo lo soy.

—En el fondo no lo soy. Usted ni siquiera es italiano. Es un extranjero. Pero está más cerca de los oficiales que de los soldados.

—¿Cuál es la diferencia?

—Es difícil de explicar. Hay gente que es partidaria de la guerra. En este país hay muchos. Otros están en contra.

—Pero los primeros obligan a los otros a hacerla.

—Sí.

—Y yo les ayudo.

—Usted es extranjero. Usted es un patriota.

—Y los que están en contra de la guerra, ¿pueden detenerla?

—No lo sé.

Miró nuevamente por la ventana. Observé su rostro.

—¿Han podido detenerla alguna vez?

—No están organizados para detener las cosas, y cuando lo logran, sus jefes los denuncian.

—Entonces, ¿no hay esperanza?

—Siempre hay esperanza. Pero a veces uno no puede esperar. Me esfuerzo siempre en esperar, pero casi nunca lo consigo.

—Puede ser que termine la guerra.

—Así lo espero.

—¿Qué hará entonces?

—Si puedo, volveré a los Abruzos.

De repente su rostro moreno se iluminó.

—¿Le gustan los Abruzos?

—Si, mucho.

—Entonces tendrá que ir allí.

—Sería demasiado feliz. ¡Oh! ¡Poder vivir allí, amar a Dios y servirlo!

—Y ser respetado —dije. ¿Por qué no?

—Si, y ser respetado.

—No hay motivo para que no lo sea. Tiene derecho a que lo respeten.

—No importa. Pero allí, en mi país, se admite que uno ame a Dios. No es ninguna broma sucia.

—Comprendo.

Me miró y sonrió.

—Me comprende, pero no ama a Dios.

—No.

—¿Nada?

—Algunas veces, por la noche, le temo.

—Debería amarlo.

—No acostumbro amar.

—Si. Lo que usted me contaba algunas veces de sus noches, no es amor. Es sólo pasión y lujuria. Cuando se ama, se intenta, se quiere hacer algo para el que se ama. Sacrificarse, servirlo.

—Yo no amo.

—Usted amará. Sé que amará. Y entonces será feliz.

—Soy feliz. Siempre he sido feliz.

—No es lo mismo. Usted no puede saber lo que es antes de haber sentido.

—Bueno, si algún día me pasa, ya se lo diré.

—Hace mucho rato que estoy aquí y hablo demasiado.

Realmente lo creía así.

—No, no se vaya. Y, ¿qué piensa del amor de las mujeres? Si quisiera de verdad a una mujer, ¿sentiría todo eso?

—Esto no lo sé. Nunca he amado a una mujer. Claro, he amado a mi madre.

—¿Siempre ha amado a Dios?

—Si, desde pequeño.

—¡Oh! —dije. No sabía qué decir—. Continúa siendo un buen chico.

—Soy un niño —dijo—. Es por cortesía.

Sonrió.

—Tengo que irme, en serio —dijo—. ¿De verdad que usted no me necesita… para nada? —preguntó con un destello de esperanza.

—No, sólo para hablar.

—Daré recuerdos suyos a los del campamento.

—Gracias por todos sus magníficos regalos.

—De nada.

—Vuelva a verme.

—Si. Adiós.

Me golpeó la mano.

—Hasta la vista —dije en dialecto.

Ciao —repitió.

La habitación estaba oscura y el enfermero que estaba sentado al pie de la cama lo acompañó. Lo apreciaba mucho y deseaba que algún día pudiera volver a los Abruzos. Se sentía muy desgraciado en el campamento y ponía a mal tiempo buena cara, pero yo pensaba en la vida que podía llevar en su país. Me había contado que en Caprocotta había truchas en el río, en la parte baja de la ciudad. Por la noche no se podía tocar la flauta. «¿Por qué?», le pregunté. «Porque el son de la flauta, por la noche, es peligroso para las muchachas». Allí, los campesinos le llaman a uno don y al pasar saludan. Su padre iba cada día a misa y comía en casa de los campesinos. Era un honor para ellos. Un extranjero no podía cazar si no presentaba el certificado de que no había estado nunca en la cárcel. Había osos en el Gran Sasso de Italia, pero estaban muy lejos.

Aquila era una hermosa ciudad. En verano las noches eran frescas y la primera en los Abruzos era la más bella de Italia. Pero lo más agradable era el otoño, la estación de las cacerías en los castañares. Los pájaros eran todos buenos para comer, ya que solamente se alimentaban de uvas y no era necesario llevarse el almuerzo, porque los campesinos se sentían muy ofendidos si se iba a su casa y se comía con ellos. Al cabo de unos minutos me dormí.