La carretera estaba obstruida y a ambos lados había esteras y cortinas, hechas con rastrojos de maíz y con un techo de paja, de tal forma que parecía la entrada de un circo o de un pueblo africano. Lentamente cruzamos este túnel de paja y salimos a un lugar arrasado, en donde, anteriormente, había estado la estación. En este punto el camino estaba más bajo que el nivel del río, y a lo largo de él, la infantería ocupaba unas trincheras abiertas en su declive. El sol se ponía y al levantar los ojos por encima del terraplén, vi al otro lado, sobre la colina, negros bajo el sol, los coches austriacos. Aparcamos las ambulancias bajo un cobertizo de ladrillos. Los hornos y los grandes pozos se habían convertido en puestos de socorro. Conocía a tres de los médicos que había allí. Hablé con el comandante y me enteré de que a partir del principio de la ofensiva, tendríamos que conducir nuestras ambulancias, llenas, por el camino cubierto, hasta la cima, siguiendo la carretera.
En lo alto de la colina encontraríamos un puesto y varias ambulancias para evacuar. Confiaba que el camino no estuviera interceptado. Sólo se disponía de uno para esta operación. El camino había sido cubierto para esta operación, ya que, desde el otro lado del río, estaba bajo el fuego enemigo. Aquí, en la ladrillería, el terraplén del río nos protegía del fuego de las ametralladoras. Un puente casi derrumbado cruzaba el río. Cuando empezó el bombardeo se tenía la intención de construir otro, pero ahora las tropas tenían que pasar los vados, ascendiendo por el recodo del río. El comandante era de corta estatura y llevaba un gran bigote muy retorcido. Había participado en la guerra de Libia y mostraba dos condecoraciones por sus heridas. Me dijo que, si todo iba bien, procuraría que me condecorasen. Le contesté que esperaba que todo se desarrollase bien, y que era muy amable… Le pregunté si había algún refugio en donde mis conductores pudieran guarecerse y llamó a un soldado para que me acompañase. Le seguí hasta el refugio, que estaba muy bien. Abandoné a los conductores, que se mostraron completamente satisfechos. El comandante me invitó a tomar una copa con él y dos oficiales más.
Bebimos, cordialmente, ron. Fuera, la noche iba cayendo. Quise saber la hora en que empezaría el ataque. Me contestaron que tan pronto como hubiese oscurecido. Volví con mis conductores. Estaban charlando, sentados, en el refugio, y, al llegar yo, se callaron. Les di a cada uno un paquete de cigarrillos —Macedonia—, cigarrillos mal liados cuyo tabaco se desprendía y era necesario doblar cuidadosamente los dos extremos antes de fumarlos. Manera encendió su mechero y lo pasó a los demás. El encendedor parecía el radiador de un Fiat. Les conté todo aquello de lo que me había enterado.
—¿Cómo puede ser que no hayamos visto el puente al bajar? —preguntó Passini.
—Es que estaba detrás del recodo.
—La carretera será un coladero —dijo Manera.
—Nos agujerearán de arriba abajo.
—Posiblemente.
—¿Y si comiéramos, mi teniente? Cuando todo haya empezado, no tendremos tiempo de hacerlo.
—Voy a preguntar —dije.
—¿Podemos dar una vuelta?, o tenemos que quedarnos aquí…
—Es mejor que os quedéis.
Fui a buscar al comandante. Me dijo que los cocineros no tardarían en llegar y que los conductores ya podían venir a buscar su rancho. Si no tenían platos, se los darían. Le contesté que creía que los tenían. Regresé para decir a los conductores que, tan pronto llegase la sopa, los iría a buscar. Manera dijo que esperaba que le sirvieran antes del bombardeo. Mientras permanecí allí no dijeron nada. Todos eran mecánicos y odiaban la guerra.
Salí para revisar mis ambulancias y ver lo que pasaba; después regresé de nuevo y me senté con mis conductores. Lo hicimos en el suelo, la espalda contra la pared y fumando. Fuera era casi de noche. La tierra del refugio estaba caliente y seca. Apoyé la espalda contra la pared y me deslicé sobre los riñones para descansar.
—¿Quién atacará? —preguntó Gavuzzi.
—Los bersaglieri.
—¿Sólo los bersaglieri?
—Así lo creo.
—Aquí no hay suficiente tropa para un gran ataque.
—Posiblemente lo hacen para distraer la atención de donde la verdadera ofensiva tendrá lugar.
—¿Lo saben los hombres que van a atacar?
—No lo creo.
—Seguro que no —dijo Manera—. Si lo supieran no lo harían.
—Si que lo harían —dijo Passini—. Los bersaglieri son idiotas.
—Son valientes y disciplinados —contesté.
—Son de amplio pecho y de gran fortaleza, pero esto no les impide el ser idiotas.
—Los granaderos son altos —dijo Manera. Era una broma. Todos rieron.
—¿Estaba usted allí, teniente, cuando se negaron a atacar y fusilaron a uno de cada diez?
—No.
—No es broma. Los hicieron formar y cogieron a uno de cada diez. Fueron los carabineros quienes los fusilaron.
—¡Los carabineros! —exclamó Passini, y escupió al suelo—. ¡Pero los granaderos! Todos miden más de un metro ochenta. Se negaron a atacar.
—Si nadie atacara, la guerra terminaría —dijo Manera.
—Este no fue el caso de los granaderos. Tenían miedo. ¡Todos sus oficiales pertenecen a buenas familias!
—Algunos de los oficiales se lanzaron solos al ataque.
—Un sargento mató alevosamente a dos oficiales que no querían salir.
Pero hubo tropas que salieron.
—A los que salieron no los hicieron formar cuando escogieron a los hombres para fusilar.
—Uno de los fusilados por los carabineros era de mi pueblo. Demasiado alto y guapo para estar con los granaderos. Siempre estaba en Roma. Siempre con mujeres. Siempre con los carabineros. —Se puso a reír—. Ahora hay un centinela permanente en su casa, con la bayoneta calada, y nadie puede visitar ni a su padre, ni a su madre, ni a sus hermanas; y su padre ha perdido los derechos de ciudadanía. Ni siquiera puede votar. Le han dejado fuera de la ley. Cualquiera puede apoderarse de sus bienes.
—Si no fuera por las molestias que ocasiona a los familiares, nadie estaría dispuesto a pelear.
—Si, pelearían los alpinos, los voluntarios y también algunos bersaglieri.
—Los bersaglieri también se han largado. Ahora procuran que lo olviden.
—No tendría que dejar que hablásemos así tenente. ¡Que viva el ejército! —exclamó Passini, irónicamente.
—¡Oh, ya conozco vuestra manera de hablar! —dije—. Pero mientras conduzcáis las ambulancias debidamente y os comportéis…
—Y que procuréis que no os oigan los otros oficiales —acabó Manera.
—Tenemos que aguantar esta guerra hasta el final —dije—. Si uno de los adversarios cesase de pelear, tampoco se acabaría. Aún sería peor el no hacerlo.
—No podría ser peor —dijo Passini respetuosamente—. No hay nada peor que la guerra.
—La derrota es peor.
—No lo creo —dijo Passini, siempre respetuosamente—. ¿Qué representa la derrota? Poder volver a casa.
—Pero se quedan con vuestras casas y vuestras hermanas…
—No lo creo —dijo Passini—. Eso no lo harán a todos. Que cada uno defienda su casa y proteja a sus hermanas en ella.
—Entonces te ahorcan o te obligan a ser soldado, y esta vez no en las ambulancias, sino en la infantería.
—No pueden ahorcarlos a todos.
—Una nación extranjera no puede obligarte a ser soldado —dijo Manera—. A la primera batalla escaparías.
—Como los checos.
—Se ve en seguida que no sabéis lo que es ser vencidos, y por eso creéis que no es una desgracia.
—Tenerife —dijo Passini—, comprendemos que nos deje hablar. Escuche. No hay nada peor que la guerra. Nosotros, aquí, en las ambulancias, no nos podemos hacer cargo de lo que es. Cuando uno se da cuenta, le es imposible pararla, porque se vuelve loco.
—Sé perfectamente que es terrible, pero tenemos que aguantarla hasta el final.
—No tiene fin. Una guerra no termina nunca.
—Claro que sí. Algún día termina.
Passini movió la cabeza.
—La guerra no se gana con la victoria. ¿Qué ganaríamos si tomásemos el San Gabriele? ¿Qué adelantaríamos tomando Carso, Montefalcone y Trieste? ¡A lo mejor perderíamos una pierna! ¿Habéis visto todas esas montañas, hoy? ¿Creéis que las podríamos tomar todas? Eso sólo sería posible si los austriacos cesaran de luchar. Uno de los adversarios debe parar. ¿Por qué no somos nosotros? Si ellos entraran en Italia, pronto se cansarían y se marcharían. Tienen su patria. Pero no les importa y, en vez de hacer eso, ¡se divierten con la guerra!
—Habla usted como un orador.
—Uno piensa, uno lee. No somos campesinos. Somos mecánicos. Pero ni los campesinos son lo bastante torpes para creer en la guerra. Todos odian esta guerra.
—Al frente de los países hay una gente estúpida que no comprende y no comprenderá nunca nada. —También se enriquecen con ella.
—No la mayoría —dijo Passini—. Son muy tontos. Lo hacen por nada… por pura estupidez.
—Es mejor callar —dijo Manera—. Hablamos demasiado, incluso para el teniente.
—A él le gusta —dijo Passini—. Lo convertiremos.
—Pero de momento es mejor callar —replicó Manera.
—Bien, ¿es que vamos a comer o no, tenente? —preguntó Gavuzzi.
—Voy a verlo —dije.
Gordini se levantó y salió conmigo.
—¿Puedo hacer algo, teniente? ¿Puedo serle útil? —Era el más quieto de los cuatro.
—Venga conmigo, si quiere. Ya veremos.
Estaba todo oscuro y las luces de los reflectores recorrían las montañas. En nuestro frente los había de gran tamaño, montados encima de camiones. Algunas veces, por la noche, nos cruzábamos con ellos, junto a las líneas. El camión disminuía la marcha, arrinconándose en la carretera y un oficial dirigía los focos sobre los asustados soldados. Cruzamos nuestro cobertizo y nos dirigimos hacia el puesto principal de socorro. Sobre el portal había un alero de follaje, y, en la oscuridad, la brisa de la noche hacía murmurar las hojas totalmente secas por el sol. En el interior del puesto había luz. El comandante estaba telefoneando sentado sobre una caja. Uno de los médicos me comunicó que el ataque había sido adelantado una hora. Me ofreció una copa de coñac. Sobre los tablones que servían de mesa vi los instrumentos que brillaban bajo la luz, las vasijas, los frascos con tapones de cristal. Gordini estaba detrás de mí. El comandante se levantó.
—La ofensiva va a comenzar. Se ha vuelto a la hora primitiva.
Miré hacia el exterior. Había una gran oscuridad y los proyectores austriacos barrían las montañas. El silencio se mantuvo por unos minutos. Después, todos los cañones instalados detrás nuestro entraron en acción.
—Saboya —dijo el comandante.
—¿Y la comida, comandante? —pregunté. No me oyó. Repetí la pregunta.
En el ladrillar estalló una enorme granada. Otra detonación, y en medio del estrépito el ruido más bajo de la lluvia de ladrillos y de tierra.
—¿Qué hay para comer?
—Tenemos pasta asciutta —dijo el comandante.
—Tomaré lo que puedan darme.
El comandante habló con un soldado, el cual desapareció por el fondo y regresó con una fuente de metal llena de macarrones fríos. Se la pasó a Gordini.
—¿Tienen queso?
El comandante le gruñó a un ordenanza, que desapareció de nuevo y volvió con un cuarto de queso blanco.
—Muchísimas gracias —dije.
—Haría usted bien en no salir.
Dos hombres acababan de dejar algo frente a la entrada. Uno de ellos miró al interior.
—Tráiganlo —dijo el comandante—. ¿Qué les pasa? ¿O es que creen que vamos a salir nosotros a buscarlo?
Los dos camilleros cogieron al hombre por debajo de las axilas y lo entraron al refugio.
—Rásguenle la guerrera —dijo el comandante. Sostenía un trozo de gasa con sus pinzas. Los dos capitanes se quitaron sus guerreras.
—Salgan —ordenó imperativamente el comandante a los camilleros.
—Venga —dije a Gordini.
—Harían mejor esperando a que terminara el bombardeo —dijo el comandante por encima de su hombro.
—Tienen hambre —contesté.
—Como quiera.
Una vez fuera cruzamos la ladrillería corriendo. Una granada estalló junto al río. Luego estalló otra casi encima de nosotros, de una forma inopinada, ya que ni la oímos venir. Nos tendimos contra el suelo y, a un tiempo, captamos el destello, el choque de la explosión, el olor, el silbido de los diversos estallidos y la crepitación de la lluvia de ladrillos. Gordini se incorporó y corrió hacia el refugio. Le seguí, llevando en la mano el queso, cuya superficie estaba cubierta de pequeños fragmentos de ladrillo. En el refugio los tres conductores estaban fumando, apoyados contra la pared.
—Tomad, pandilla de patriotas —dije.
—¿Cómo están las ambulancias?
—Perfectamente.
—¿Ha tenido miedo, teniente?
—¡Caray! Ya lo creo.
Saqué mi cortaplumas, lo abrí, limpié la hoja y raspé la superficie sucia del queso. Gavuzzi me ofreció la fuente de macarrones.
—Coma usted primero, teniente.
—No —dije—. Pon la fuente en el suelo. Comeremos todos a la vez.
—No tenemos tenedores.
—What the hell —dije en inglés.
Partí el queso y puse los pedazos encima de los macarrones.
—Siéntense y coman.
Todos se sentaron y esperaron. Introduje mis dedos en los macarrones y los retiré. Saqué un buen puñado.
—Levántelos bien alto, teniente.
Levanté el brazo cuanto pude y quedaron colgando. Los bajé hacia mi boca, sorbí, di un bocado y empecé a masticarlos. Luego, tomé un trozo de queso, lo mordí y bebí un trago de vino. Sabía a hierro oxidado. Pasé la cantimplora a Passini.
—¡Qué porquería! —exclamó. Ha estado demasiado tiempo en la cantimplora. La tenía en la ambulancia.
Comían, con la barbilla rozando el plato, la cabeza hacia atrás, sorbiendo los macarrones. Comí otro bocado, un poco de queso y otro trago de vino. Fuera cayó algo que hizo sacudir la tierra.
—Un 420 o minnenwerfe —dijo Gavuzzi.
—En las montañas no hay 420 —dije.
—Tienen grandes cañones Skoda. He visto los agujeros.
—Son del 305.
Seguimos comiendo. Entonces se oyó una especie de tos profunda, un ruido parecido al de una locomotora que arranca, y después una explosión que hizo temblar la tierra.
—¿Y eso qué diablos importa?
—Este refugio no es profundo —dijo Passini. Esto ha sido un gran mortero de trinchera.
—Si.
Terminé el queso y bebí un sorbo de vino. Entre el ruido volví a distinguir la gran tos, después el arranque, luego un destello, como cuando se abre repentinamente la puerta de un horno, una llama, primero blanca, luego roja, seguido todo de una violenta corriente de aire. Intenté respirar, pero había perdido el aliento, y me sentí arrancado del lugar y elevado por la corriente. Sentí cómo mi ser huía rápidamente y tenía la sensación de que me estaba muriendo, pero al mismo tiempo no podía creer que uno podía morirse sin darse perfecta cuenta; tuve la impresión como de flotar, y, en vez de continuar volando, caí. Respiré, había vuelto en mí. El suelo estaba hundido y frente a mí había una viga hecha astillas. Mi cabeza era un caos. Oí gritar a alguien. Creí que alguien rugía. Intenté moverme, pero no podía. Oía el tableteo de las ametralladoras y el tiroteo a lo largo del otro lado del río. Veía cómo las bombas subían y estallaban, y pequeñas nubes, muy blancas, flotaban en el aire. En unos minutos se lanzaron bombas y cohetes. De pronto, cerca de mí, oí que alguien gritaba. «¡Mamma mía! ¡Oh, mamma mía!». Me estiré, me revolví y acabé por libertar mis piernas. Entonces pude dar la vuelta y tocarlo. Era Passini y, al tocarlo, rugió. Tenía las piernas vueltas hacia mi. Entre las alternativas de sombra y luz vi que las dos estaban destrozadas por debajo de las rodillas. Una estaba seccionada y otra sólo se sostenía por los tendones y un trozo de pantalón; el muñón se crispaba y retorcía como si estuviera completamente desprendido. Passini se mordió el brazo gimiendo: «¡Oh, mamma mía, mamma mía!». Luego, «Dios te salve, María. ¡Oh, Jesús, mátame! ¡Jesucristo, mátame! Mamma mía, mamma mía. ¡Oh. María, mi buena y santa Virgen, mátame! Basta, basta, basta. ¡Oh, Jesús, oh, santa María, basta! ¡Oh, oh, oh!». Y finalmente, con voz ahogada: «¡Madonna mía, mamma mía!». Se quedó inmóvil con el brazo en la boca y el muñón agitándose por reflejo.
—¡Porta ferio! —grité, haciendo embudo con mis dos manos—. ¡Porta ferio!
Probé de acercarme a Passini con la esperanza de ponerle un torniquete en las piernas, pero no pude moverme. Hice un nuevo esfuerzo y, esta vez, mis piernas se movieron un poco. Logré deslizarme retrocediendo sobre los brazos y los codos. Passini no se movía. Me senté junto a él, me desabroché la guerrera e intenté rasgar el faldón de mi camisa. No pude lograrlo y probé de cortar el borde con los dientes. Entonces pensé en sus bandas de paño. Yo llevaba medias de lana, pero Passini llevaba bandas. Todos los conductores llevaban bandas. Pero a Passini sólo le quedaba una pierna. Mientras le desenrollaba la banda, me di cuenta de que era inútil hacerle un torniquete porque había muerto. Me aseguré de que estuviese muerto. Lo importante, ahora, era encontrar a los otros tres. Me senté y entonces tuve la impresión de que algo se movía dentro de mi cabeza y me golpeaba por detrás de los ojos, como el contrapeso que tienen los ojos de las muñecas. Notaba mis piernas calientes y húmedas, lo mismo que el interior de mis zapatos. Comprendí que estaba herido. Encontré un vació. La rodilla se había deslizado hasta la tibia. Me sequé la mano con la camisa. Una luz bajó lentamente. Me miré la pierna y me asusté. «¡Oh, buen Dios, sácame de aquí!». Sin embargo, yo sabía que había otros tres. ¿Eran cuatro los conductores? Passini había muerto. Quedaban tres. Alguien me cogió por debajo de los brazos y otra persona me cogió por las piernas.
—Hay tres más dije. Uno está muerto.
—Soy yo, Manera. Hemos buscado una camilla, pero no la hay. ¿Cómo se encuentra, tenente?
—¿Dónde están Gordini y Gavuzzi?
—Gordini ha ido al puesto a que lo venden. Gavuzzi es el que le sostiene las piernas. Agárrese a mi cuello, tenente. ¿Está malherido?
—En la pierna. ¿Cómo está Gordini?
—Está bien. Ha sido un gran obús de trinchera. Passini ha muerto.
—Sí. Ha muerto.
Un obús cayó cerca de nosotros. Los dos se arrojaron al suelo, dejándome caer.
—Discúlpenos, tenente —dijo Manera. Cójase a mi cuello. Si vuelve a caer… Es que nos hemos asustado.
—¿No están heridos?
—Si; los dos tenemos alguna herida.
—¿Le parece que Gordini podrá conducir?
—No lo creo.
Antes de llegar al puesto aún me dejaron caer otra vez.
—¡Hijos de p…! —grité.
—Perdónenos, tenente —dijo Manera. No volveremos a dejarlo caer.
Delante del puesto de socorro, la mayoría yacíamos en el suelo, en la oscuridad. Traían y llevaban heridos. Cada vez que levantaban la cortina para entrar o salir alguien, veía la luz del puesto. Los muertos los colocaban aparte. Los médicos, con las mangas subidas hasta los hombros, estaban rojos como carniceros. Faltaban camillas. Algunos gritaban, pero la mayoría permanecían tranquilos. Encima del portal las hojas del alero temblaban al viento. La noche refrescaba. Llegaban camilleros sin cesar. Dejaban sus camillas en el suelo, las descargaban y volvían a marchar. Tan pronto llegué al puesto de socorro, Manera trajo un sargento de Sanidad que me vendó las piernas. Dijo que gracias a la tierra que taponaba las heridas, la hemorragia había sido insignificante. Se ocuparían de mí lo más pronto posible. Volvió al puesto. Gordini me comunicó que no podría conducir, tenía roto el hombro y una herida en la cabeza. Al principio no le dolía, pero ahora se le había puesto el hombro rígido. Estaba sentado junto a una de las paredes de ladrillos. Manera y Gavuzzi salieron con un cargamento de heridos cada uno. Podían conducir normalmente. Los ingleses llegaron con tres ambulancias, y en cada una de ellas había dos hombres. Uno de sus conductores se me acercó, acompañado de Gordini, muy pálido y desmejorado. El inglés se inclinó sobre mí.
—¿Está usted muy malherido? —me preguntó.
Era alto y llevaba lentes con aros de metal.
—En las piernas.
—Espero que no sea grave. ¿Quiere un cigarrillo?
—Gracias.
—Me han dicho que ha perdido a dos de sus conductores.
—Si. Uno ha muerto y el otro es el que le ha traído.
—Mala suerte. ¿Quiere que nos ocupemos de sus ambulancias?
—Precisamente esto es lo que quería pedirles.
—Nos haremos cargo de ellas y las conduciremos a la villa. Pertenece usted al 206, ¿verdad?
—Si.
—Yo soy inglés.
—¡No!
—Ya lo creo, inglés. ¿Creía que era italiano? Hemos tenido italianos en una de nuestras unidades.
—Seria una suerte si usted pudiera hacerse cargo de las ambulancias —dije.
—Las cuidaremos bien.
Se incorporó.
—Este muchacho estaba empeñado en que viniera a verle.
Golpeó el hombro de Gordini. Gordini se estremeció, pero sonrió. El inglés se puso a conversar en italiano con gran soltura.
—Todo está arreglado. He hablado con su teniente. Nos llevaremos las dos ambulancias. No se preocupe. —Añadió—: Hemos de intentar sacarlos de aquí. Voy a ver los médicos jefes. Los llevaremos con nosotros.
Se dirigió al puesto de socorro, caminando con cuidado entre los heridos. Vi que se levantaba la cortina. Apareció la luz y él entró.
—Se ocupará de usted, teniente —dijo Gordini.
—¿Cómo se encuentra usted, Franco?
—Bien.
Se sentó junto a mi. Momentos después la cortina se levantó. Dos camilleros entraron, seguidos por el inglés alto.
—Este es el teniente americano —les dijo en italiano.
—Prefiero esperar —dije—. Hay otros más graves que yo. Me encuentro muy bien.
—Vamos, vamos —dijo—. No se haga usted el héroe. —Añadió en italiano: Levántenle las piernas con cuidado. Están muy sensibles. Es el hijo legítimo del presidente Wilson.
Me levantaron y me condujeron al puesto. Estaban operando encima de las mesas. El comandante me miró, furioso.
—¿Ça va bien?
—Ça va.
—Yo lo he traído —dijo el inglés alto, en italiano—. Es el hijo único del embajador de los Estados Unidos. Esperaré aquí hasta que puedan atenderlo. Luego, me lo llevaré en una de mis ambulancias.
Se inclinó sobre mí.
—Voy a ver al secretario para que ponga sus papeles en regla. Así irá más aprisa.
Tuvo que agacharse para cruzar el umbral y desapareció. El comandante desmontó sus pinzas y las colocó en una cubeta. Mis ojos no perdían ni una de sus movimientos. Ahora estaba haciendo un vendaje. Después, los camilleros sacaron al hombre de encima de la mesa.
—Voy a atender al teniente americano —dijo uno de los capitanes.
Me colocaron sobre la mesa. Era dura y viscosa. Se notaban fuertes olores, olores de productos químicos y el olor dulzón de la sangre. Me quitaron el pantalón y el médico empezó a dictar al sargento mientras trabajaban.
—Múltiples heridas superficiales en ambos muslos, en las dos rodillas y en el pie derecho. Heridas profundas en la rodilla y en el pie derecho. Laceración del cuero cabelludo. —Tocando—. ¿Le duele? ¡Por Cristo, si!, con posibilidad de fractura de cráneo. Herida en cumplimiento de su deber. Esto le librará del consejo de guerra por haberse hecho heridas voluntariamente —dijo—. ¿Quiere una copa de coñac? ¿Suicidarse? Suero antitetánico, por favor, y marque una cruz en las dos piernas. Gracias Voy a limpiarlo todo un poco y vendarlo. Su sangre está coagulando admirablemente.
El secretario levantó los ojos del papel.
—¿Qué es lo que ha producido las heridas?
El médico:
—¿Qué le ha herido?
Yo, con los ojos cerrados:
—Un obús.
El médico (abriendo las heridas y haciendo cosas que me causaban un gran dolor):
—¿Está usted seguro?
Yo (tratando de mantenerme quieto y sintiendo que el estómago se me removía cada vez que cortaban la carne):
—Creo que sí.
El médico (interesado por algo que acababa de descubrir):
—Fragmentos de obús; si quiere, tantearé si encuentro otros, pero no lo creo necesario. Vamos a embadurnar todo esto. ¿Le pica? Bueno, esto no es nada comparado con lo que va a sentir luego. El dolor aún no ha empezado. Tráiganle una copa de aguardiente. Eso duerme el dolor, le irá bien. Irá bien siempre que no haya infección, pero raramente se produce. ¿Qué tal su cabeza?
—Santo Cristo —dije.
—Entonces no beba coñac. Si hay fractura, debemos evitar la inflamación. Y aquí, ¿le duele?
El sudor se deslizaba por todo mi cuerpo.
—¡Santo Dios! —exclamé.
—Creo que hay fractura. Lo voy a vendar.
Me vendó. Sus manos eran ligeras. Hizo un vendaje ajustado y regular.
—Ya está. Buena suerte, y ¡Vive la France!
—Es americano —dijo el otro capitán.
—Oh, yo creía que era francés. Habla francés —dijo el médico—. Ya lo conocía. Siempre creí que era francés.
Se tragó media copa de coñac.
—Traigan un herido grave y suero antitetánico. El médico hizo una señal con la mano. Me levantaron, y, al salir, la cortina de la entrada me rozó la cara. Una vez fuera, el sargento se arrodilló junto a mí.
—¿Apellido? —preguntó suavemente—. ¿Segundo apellido? ¿Nombre de pila? ¿Grado? ¿Lugar de nacimiento? ¿Clase? ¿Cuerpo?, etc. Lo siento por su cabeza, teniente. Deseo que mejore. Le envío a la ambulancia inglesa.
—Me encuentro bien, muchas gracias —dije.
El dolor que me había anunciado el comandante empezó bruscamente y no pude prestar atención a lo que pasaba. La ambulancia inglesa llegó inmediatamente. Me colocaron en una camilla, la levantaron al nivel de la ambulancia y me acomodaron en su interior. A mi lado, en otra camilla, se encontraba un hombre del cual distinguía, entre el vendaje, su amarillenta nariz. Respiraba pesadamente. Colocaron otras camillas encima de nosotros. El conductor inglés, el alto, vino a vernos.
—Conduciré suavemente. Espero que no estén mal del todo.
Oí que el motor se ponía en marcha, oí al hombre subir a su asiento, oí que soltaba los frenos y embragaba, y arrancamos. Estaba tendido, inmóvil, abandonado al dolor.
A causa de los escombros, la ambulancia subía lentamente. A veces se paraba, otras, en una curva, tenía que retroceder. Por fin pudo acelerar. De repente algo empezó a gotear sobre mí. Al principio lentamente y después, y poco a poco, se convirtió en un chorro. Llamé al conductor. Se detuvo y miró por la ventanilla a sus espaldas.
—¿Qué le ocurre?
—El hombre de la camilla situada sobre la mía tiene una hemorragia.
—Estamos llegando. No podría sacar la camilla yo solo.
Continuó la marcha. El chorro seguía. En la oscuridad no podía distinguir de dónde caía por encima de mi cabeza. Traté de ponerme de lado para evitar que la sangre cayese sobre mí. Tenía la camisa caliente y pegajosa donde había caído la sangre. Tenía frío y la pierna me dolía tanto que temí desvanecerme. Al cabo de un rato el chorro disminuyó, pero volvió a aumentar y oí removerse la tela sobre mí, al intentar el hombre acomodarse en la camilla.
—¿Cómo está? —preguntó el inglés—. Estamos llegando.
Las gotas caían poco a poco, como una estalactita de hielo al anochecer. Hacía frió en la ambulancia, en la oscuridad, subiendo la carretera. En la cumbre, al llegar la puesto, sacaron la camilla y colocaron otra en su lugar.