Capítulo VIII

Al día siguiente nos avisaron de que, río arriba, se produciría un ataque y que debíamos mandar cuatro ambulancias hacia aquel lugar. Nadie sabía nada, y todos hablaban con gran seguridad y con profundo conocimiento estratégico. Yo iba en la primera ambulancia, y al pasar frente al hospital británico ordené al conductor que se detuviera. Las otras ambulancias quedaron alineadas detrás de nosotros. Bajé y dije a los conductores que continuasen y que me esperasen en el cruce de la carretera de Cormons, si todavía no les había alcanzado.

Entré por la avenida y me dirigí a la sala de espera, en donde pregunté por miss Barkley.

—Está de servicio.

—¿Podría verla un momento?

Mandaron un ordenanza a preguntar, y regresó con ella.

—He venido a ver si te encontrabas bien. Me han dicho que estabas de servicio y… he pedido que me dejaran verte.

—Me encuentro bien. Creo que fue el calor lo que me sentó mal, anoche.

—Tengo que irme.

—Te acompañaré a la puerta.

—Pero ¿estás bien? —pregunté una vez fuera.

—Claro que sí, querido. ¿Vendrás esta noche?

—No, salgo inmediatamente para asistir a una función que se va a representar allí sobre el Plava.

—¿Una función?

—No creo que sea muy serio.

—¿Y volverás?

—Mañana.

Desprendió algo de su cuello y me lo deslizó en la mano.

—Es un San Antonio —dijo—, y ven mañana por la noche.

—¿Acaso eres católica?

—No, pero dicen que un San Antonio es muy útil.

—Lo cuidaré por ti. Adiós.

—No —dijo—. Adiós, no.

—Bueno.

—Cuídate y ten precaución. No, no puedes besarme aquí… imposible.

—Muy bien.

Me volví y la vi de pie en la entrada. Me saludó con la mano. Le mandé un beso con la mía, volvió a saludarme y me alejé. Subí a la ambulancia y partimos.

El San Antonio estaba dentro de una cajita de metal blanco. La abrí y lo dejé caer en mi mano.

—¿San Antonio? —preguntó el conductor.

—Sí.

—Yo tengo uno.

Su diestra dejó el volante. Se desabrochó la guerrera y lo sacó de debajo de su camisa.

Volví a mi San Antonio a su cajita, arrollé cadenita y lo deslicé en el bolsillo de mi guerrera.

—¿No se lo pone?

—No.

—Es mejor llevarla. Para eso es.

—Muy bien —asentí.

Abrí el cierre de la cadena, la puse alrededor de mi cuello y lo volví a cerrar. El santo quedaba sobre mi uniforme. Abrí la guerrera y, desabrochándome el cuello, lo puse debajo de la camisa. Por unos instantes lo sentí sobre mi pecho, en su estuche de metal. Momentos después ya no pensaba en él. Más adelante, después de haber sido herido, no lo pude encontrar. Posiblemente alguien, en los puestos de socorro, se quedó con él.

Franqueamos el puente a toda velocidad y pronto vimos delante de nosotros el polvo que levantaban las otras ambulancias. La carretera tenía un recodo y divisamos las otras tres ambulancias que parecían muy pequeñas; el polvo que levantaban se arremolinaba entre los árboles. Pronto las pasamos y maniobramos por una carretera que ascendía hacia las colinas. Cuando se va en el primer coche no resulta desagradable ir en convoy. Me instalé cómodamente en mi asiento y contemplé el paisaje. Nos hallábamos en la vertiente más próxima al río: y a medida que ascendíamos, altas montañas, cubiertas de nieve, aparecían ante nuestra vista. Miré hacia atrás y vi las tres ambulancias que trepaban, separadas por una nube de polvo. Alcanzamos una larga hilera de mulos cargados. Los conductores, con gorros rojos, andaban al lado de los mulos. Eran bersaglieri. Pasada la comitiva de mulos el camino quedaba libre. Ascendimos a través de las colinas y después de franquear una garganta descendimos a un valle. Los árboles se levantaban a ambos lados de la carretera y, a través de ellos, a su derecha, vi el río, con su agua clara, rápida y poco profunda. El río tenía poco nivel y estaba lleno de bancos de arena y guijarros, por entre los cuales corría un hilo de agua. Algunas veces el agua se extendía formando una masa luminosa sobre el lecho pedregoso. Cerca de la orilla había profundos remansos en donde el agua parecía azul como el cielo. Cruzamos el río por unos puentes de piedra y pasamos frente a unas granjas, también de piedra. Contra sus muros crecían unos perales en forma de candelabros, y en los campos se veían pequeñas paredes muy bajas. La carretera seguía por el valle durante un largo trecho, después giraba remontándose hacia las colinas. El camino era escarpado, en todos los sentidos a través del bosque de castaños, llegando por fin a las alturas. Cuando sumía la mirada en los bosques, distinguía en el fondo, brillando al sol, el río, que separaba los dos ejércitos. Continuamos por la nueva y mala carretera militar que seguía por lo alto de la meseta, y al Norte, contemplé las dos cadenas de montañas. Eran, hasta el límite con la nieve, de un color verde oscuro y de una blancura impresionante en las soleadas cimas. Después, a medida que la carretera llegaba a las alturas, divisé una tercera cadena de nevadas montañas más altas que las anteriores. Eran tan blancas como el yeso y muy agrietadas, con raras superficies lisas, y detrás de esas había otras, pero tan lejos, que dudaba de verlas realmente.

Eran montañas austriacas. En Italia no teníamos nada parecido. Delante de nosotros la carretera hacía curvas pronunciadas y mirando hacia abajo la veía serpentear entre los árboles. En esta carretera había tropa y camiones, y mulos con artillería de campaña; mientras continuábamos descendiendo, alineados a un lado, pude ver al fondo, el río, con la línea de carriles y traviesas que lo bordeaba, el viejo puente del tren, y más lejos, más allá del río, al pie de una colina, las casas derrumbadas del pueblecito que debíamos tomar.

Casi era de noche cuando, al llegar abajo, desembocamos en la carretera que bordeaba el río.