Capítulo VII

Al día siguiente, por la tarde, al volver de nuestro primer puesto de montaña, detuve mi coche en el estacionamiento, en donde los heridos y enfermos eran distribuidos a sus respectivos hospitales cuyo nombre estaba escrito en cada una de sus hojas de evacuación. Yo conducía. Me quedé en el coche y el chofer me entregó los papeles. Hacia calor y el cielo era luminoso y azul, y la carretera blanca y polvorienta. Permanecía sentado al volante del Fiat sin pensar en nada. Un regimiento apareció en la carretera y contemplé su marcha. Los hombres tenían calor y sudaban. Algunos se cubrían con sus cascos de acero, pero la mayoría los llevaban colgando de sus mochilas. El tamaño de los cascos era demasiado grande y a muchos soldados les caía sobre las orejas. Los oficiales llevaban cascos, pero a su medida. Pertenecían a la Brigada Basilicata. Los reconocí por las rayas rojas y blancas de sus cuellos. Los rezagados seguían al regimiento, hombres que no podían alcanzar su pelotón. Estaban agotados, cubiertos de sudor y de polvo. Algunos parecían muy enfermos. Un soldado apareció al final de todos. Cojeaba. Se detuvo y se sentó al borde de la carretera. Bajé del coche y me dirigí hacia él.

—¿Qué le ocurre?

Me miró y se incorporó.

—Voy a seguir.

—¿Qué tiene?

—¡Maldita sea la guerra!

—¿Qué tiene en la pierna?

—No es la pierna. Estoy herniado.

—¿Por qué no ha subido a una ambulancia?

—No lo consentirían. El teniente pretende que me he quitado el braguero intencionadamente.

—Voy a examinarlo:

—Está salida.

—¿De qué lado?

—Aquí.

Lo palpé.

—Tosa —ordené.

—Tengo miedo que esto me la haga salir más. La tengo casi el doble que esta mañana.

—Siéntese —dije—. Así que tenga las hojas de estos heridos me lo llevaré y lo pondré en manos de un médico.

—Dirán que lo he hecho adrede.

—No le pueden hacer nada —dije—. No se trata de una herida. Usted tenía esta hernia antes de la guerra, ¿verdad?

—Pero he perdido mi braguero.

—Lo mandarán al hospital.

—¿No podría quedarme con usted, teniente?

—No, me falta su documentación.

El chofer llegó con todas las bajas de los heridos de mi coche.

—Cuatro para el 105, dos para el 132 —dijo. Estos dos hospitales estaban situados al otro lado del río.

—Tome el volante —ordené.

Ayudé a subir al herniado y lo instalé en nuestro asiento.

—¿Habla inglés? —me preguntó.

—Desde luego.

—¿Qué le parece esa condenada guerra?

—Una porquería.

—Ya lo creo que es una porquería. ¡Dios mío, ya lo creo que es una porquería!

—¿Ha estado usted en los Estados Unidos?

—Si, en Pittsburgh. Ya me imaginaba que era usted americano.

—¿Tan mal hablo el italiano?

—¡Oh! He comprendido muy bien que era americano.

—Otro americano —dijo el conductor en italiano, mientras miraba al herniado.

—Escuche, mi teniente. ¿Es completamente necesario que me lleve al regimiento?

—Sí.

—Es que el capitán sabe que tengo una hernia. Tiré el maldito vendaje para que empeorara. Pensé que así no podrían mandarme al frente.

—Comprendo.

—¿No podría llevarme a otro lugar?

—Si estuviéramos más cerca del frente, lo llevaría a un puesto de socorro. Pero aquí, en la retaguardia, necesitada un permiso de evacuación.

—Si vuelvo, me operarán, y me mandarán para siempre a primera línea.

Reflexioné.

—Le gustaría que le mandaran a primera línea para siempre, ¿eh? —me preguntó.

—No…

—¡Ah, maldita guerra!

—Escuche —dije—. Baje, tírese a la carretera y procure herirse en la cabeza. Yo lo recogeré al regresar y lo conduciré a un hospital. Aldo, párese.

Nos detuvimos al borde de la carretera. Lo ayudé a bajar.

—Me encontrará usted aquí, teniente —dijo.

—Hasta luego —contesté.

Continuamos y aproximadamente al cabo de un kilómetro rebasamos al regimiento. Luego, después de cruzar el río, que agitado por la nieve que se fundía se deslizaba rápido por entre los estribos del puente, seguimos la carretera a través de la llanura y entregamos los heridos en los dos hospitales. De regreso me puse al volante y aceleré la ambulancia a fin de recoger al hombre de Pittsburgh. En primer lugar nos cruzamos con el regimiento, cada vez más lento y sudoroso; después los rezagados; luego encontramos una ambulancia tirada por caballos parada en la carretera. Dos hombres habían recogido al herniado y lo colocaban en ella. Habían ido a buscarle. Me miró y movió la cabeza. El casco le había caído y su frente sangraba junto al nacimiento del pelo. Tenía la nariz pelada, la herida ensangrentada y los cabellos cubiertos de polvo.

—Usted dijo una herida, mi teniente —gritó—. Pero no hay nada que hacer. Han vuelto a buscarme.

Eran las cinco cuando llegué a la villa y me dirigí a tomar una ducha en el lugar donde lavaban los coches. Después, en pantalón y camiseta, en mi habitación, me puse a redactar el informe, delante de la ventana abierta. La ofensiva iba a comenzar dentro de dos días y tendría que ir a Plava con las ambulancias. Hacía mucho tiempo que no había escrito a los Estados Unidos y sabía que tenía que hacerlo, pero había tardado tanto que ahora me resultaba muy difícil escribir. Además, no tenía nada que decir.

Mandé dos o tres cartas militares, Zona de Guerra, de las que lo taché todo menos «Me encuentro bien». Esto les haría tener paciencia. En América estas cartas tendrían mucho éxito: eran extrañas y misteriosas. También nuestro sector era extraño y misterioso. Pensé que, comparado con otras guerras con Austria, el lugar en que nos encontrábamos era peligroso, aunque bien dirigido. El ejército austriaco se había creado para proporcionar victorias a Napoleón, cualquier Napoleón. Yo deseaba que hubiéramos tenido un Napoleón, pero en su lugar teníamos al general Cardona, gordo y feliz, y a Vittorio Emmanuele, el hombrecito de cuello largo y barba de chivo. Al otro lado, en el ala derecha del ejército, tenían al duque de Aosta. Quizá era demasiado guapo para ser un buen general, pero de todos modos tenía un aspecto varonil. A muchos les hubiera gustado tenerlo como rey. Pero sólo era tío del rey y mandaba el Tercer Ejército. Nosotros pertenecíamos al Segundo Ejército. El Tercer Ejército tenía algunas baterías inglesas.

En Milán me encontré con dos artilleros de dichas baterías. Eran simpáticos, y juntos pasamos una agradable velada. Eran altos y tímidos, y muy vergonzosos, y se hacían cargo de las circunstancias. Hubiese preferido estar con los ingleses. Así resultaría más sencillo. Claro que me podían matar. No, no en las ambulancias. O quizá sí, también se moría en las ambulancias. A veces mataban a los conductores de las ambulancias inglesas. ¡Oh, yo sabía que no me matarían! Por lo menos en esta guerra. Personalmente no me interesaba y no me parecía más peligrosa que una guerra de cine. Dios sabe que deseaba que terminara. Quizá ocurriría este verano. Tal vez los austriacos cedieran. En las anteriores guerras siempre habían cedido. ¿Qué pasaba con esta guerra? Todos decían que los franceses habían llegado a su fin. Rinaldi me dijo que los franceses se habían sublevado y que las tropas habían entrado en París. Le pregunté qué había sucedido y contestó: ¡Oh, los han contenido!

Desearía ir a Austria en tiempo de paz. Ir a la Selva Negra y al macizo de Harts. Pero ¿dónde está el macizo de Harts? Se luchaba en los Cárpatos, pero no deseaba ir. No obstante, quizá no fuera del todo desagradable. Podría ir a España, si no fuese por la guerra.

El sol empezaba a descender y refrescaba. Después de cenar iré a ver a Catherine Barkley. Me gustaría tenerla aquí, en este momento. Quisiera estar en Milán con ella. Comer en la Cova, bajar por la via Manzoni, una tarde calurosa, cruzar la calle, seguir a lo largo del canal y luego dirigirnos al hotel. Tal vez aceptaría. Quizá se imaginaría que yo era su amigo, el que mataron. Entraríamos por la puerta principal. El conserje nos saludaría. Me detendría en la oficina para pedir la llave, y ella, de pie, me esperaría junto al ascensor; subiríamos en él y ascendería suavemente haciendo un pequeño ruido en cada piso. El muchacho abriría la puerta y esperaría; ella sonreiría, saldría y yo la seguiría a lo largo del pasillo, pondría el teléfono y pediría una botella de Capri, blanco, en un cubo de plata lleno de hielo, y se oiría el crujido del hielo contra el cubo, por el pasillo, y el muchacho llamaría y yo le diría: «Póngalo todo delante de la puerta, por favor», porque estaríamos desnudos a causa del calor. Abriríamos la ventana y las golondrinas volarían por encima de los tejados de las casas y de los árboles y beberíamos el capri, con la puerta cerrada con llave.

Calor, sólo una sábana. Toda la noche. Nos amaríamos toda la noche, la noche cálida de Milán. Así deberían suceder las cosas. Tengo que darme prisa para ver a Catherine Barkley.

En la cantina hablaban mucho y bebí vino porque aquella noche, de no haberlo hecho, no hubiese podido experimentar la impresión de que todos éramos hermanos. Hablé con el capellán sobre el arzobispo Ireland, que era, según parece, un noble personaje, del cual hice ver que conocía las injusticias de que había sido objeto, y de las que yo, como americano, participaba. No había oído hablar nunca de él, pero hubiese sido descortés demostrar que desconocía los hechos, después de haberlos explicado tan bien, y que según parece se debió a un equívoco. Su nombre me era agradable, procediendo de Minnesota resultaba realmente bello. Ireland de Minnesota… Ireland de Wisconsin… Ireland de Michigan. ¡Lo que hacía que este nombre fuese bonito, era su semejante con Islandia! No, no era esto. Había sido algo más. Sí, padre. Es verdad, padre. Tal vez, padre. No, padre. A lo mejor, padre. Sabe usted más que yo del asunto, padre.

El capellán era bueno, pero pesado. Los oficiales no eran buenos, pero pesados. El rey era bueno, pero pesado. El vino era malo, pero no fastidiaba. Hacía saltar el esmalte de los dientes y se pegaba al paladar.

—Y han enjaulado al cura —dijo Rocca— por haberle encontrado encima títulos al 3 por 100. Fue en Francia, evidentemente. En este país no lo hubiesen detenido. Él alegó que no sabía nada de los títulos al 3 por 100. Esto sucedió en Béziers. Entonces yo me encontraba allí, y seguía el asunto a través de los periódicos. Fui a la prisión y pedía que me dejaran ver al cura. Era evidente que había robado los títulos.

—No creo ni una palabra de todo esto —dijo Rinaldi.

—Como quieras —dijo Rocca—, pero lo digo por nuestro capellán. Es muy instructivo. Aunque sea cura, lo sabrá apreciar.

A continuación me sirvieron vino y les conté el cuento del soldado inglés al que obligaron a tomar una ducha. Luego el comandante contó el episodio de los once checoslovacos y el cabo húngaro. Después de algunas copas más, expliqué la historia del jinete que encontró un penique. El comandante dijo que sabía un cuento italiano del mismo estilo, el de la duquesa que no podía dormir de noche. Entonces el capellán se despidió y yo expliqué la historia del viajante que llega a Marsella a las cinco de la madrugada, un día que soplaba el mistral. El comandante dijo que yo tenía fama de ser un gran bebedor. Lo negué. Dijo que era cierto y que por Baco veríamos si lo era o no. Baco no, dije, Baco no. Sí, Baco; replicó. Tenía que competir con Bassi, Fillipo Vicenza, vaso por vaso y copa por copa. Bassi dijo que no, pues no sería una buena demostración, habiendo bebido hasta aquel momento dos veces más que yo. Dije que era una horrible mentira y que con o sin Baco, Fillipo Vicenza Bassi o Bassi Fillipo Vicenza, no había bebido una gota en toda la noche; y además, en realidad, ¿cómo se llamaba? Él me preguntó si me llamaba Frederico Enrico o Enrico Frederico. Yo le dije: vamos a ver cuál de los dos hará rodar al otro debajo de la mesa. Baco fuera de concurso. El comandante empezó a echarnos vino en los jarros. Cuando llegué a la mitad no quise seguir adelante. Me acordé de dónde tenía que ir.

—Ha ganado, Bassi. Es más fuerte que yo. Tengo que irme.

—Es verdad —dijo Rinaldi—. Tiene una cita. Estoy al corriente.

—Tengo que irme.

—Otra noche —dijo Bassi—. Otra noche, cuando esté más en forma.

Me dio una palmada en el hombro. Había velas sobre la mesa. Todos los oficiales estaban muy alegres.

—Buenas noches, caballeros —dije.

Rinaldi salió conmigo. Nos paramos en la puerta y me recomendó:

—Sería mejor que no fueras, ebrio como estás.

—No estoy borracho, te lo aseguro.

—Tendrías que masticar algunos granos de café.

—¡Bah!

—Voy a buscártelos, bebé. Quédate aquí y paséate. Volvió con un puñado de café tostado. —Mastícalo, nene, y vete con Dios.

—Baco —rectifiqué.

—Voy a acompañarte.

—Me encuentro muy bien.

Fuimos juntos a la ciudad. Yo masticaba el café.

Cuando estuvimos frente a la reja del hospital británico, junto al camino que conducía a él, Rinaldi se despidió.

—Buenas noches —dije—. ¿Por qué no entras? Movió la cabeza.

—No —contestó—. Prefiero los placeres más sencillos.

—Gracias por el café.

—De nada, nene, de nada.

Caminé por el sendero a ambos lados de él, los cipreses elevaban su perfil claro y agudo. Me volví y vi a Rinaldi que me vigilaba. Le saludé con la mano.

Me senté en el vestíbulo mientras esperaba a Catherine. Alguien venía por el corredor. Me levanté, pero no era Catherine Era miss Ferguson.

—Hola —dijo—. Catherine me ha encargado decirle que lo siente mucho, pero que no puede verle esta noche.

—¡Oh, estoy desolado! Espero que no esté enferma.

—No está muy bien.

—¿Quiere decirle cuánto lo siento?

—Si, naturalmente.

—¿Cree que puedo probar de verla mañana?

—Sí, creo que si.

—Muchas gracias —dije—. Hasta la vista.

Salí, y de repente me entró una sensación de vacío y soledad. Había tomado la cita con Catherine muy a la ligera. Me había embriagado y casi había olvidado la cita, y ahora no podía verla, y me sentía solo y abandonado.