Durante dos días permanecí de servicio. Regresé muy tarde y no pude ver a miss Barkley hasta el día siguiente por la noche. No estaba en el jardín y la esperé en el despacho del hospital. En la habitación que servia de despacho y a lo largo de la pared, habían muchos bustos de mármol sobre columnas de madera pintada. El vestíbulo también estaba repleto de ellos. Tenían la rara propiedad de parecerse todos. Siempre había encontrado la escultura pesada y aburrida, pero al menos los bronces parecen alguna cosa, mientras que los bustos de mármol recuerdan un cementerio. Sin embargo, también existe un magnífico cementerio, el de Pisa. Para ver pésimos mármoles hay que visitar Génova. La villa había pertenecido a un alemán muy rico y los bustos le debían haber costado muy caros. Me pregunté quién los había hecho y cuál podría ser su precio. Intenté averiguar si eran mármoles de alguna familia o bien otros personajes. Pero todos eran uniformemente clásicos. No inspiraban ninguna reflexión.
Me senté en una silla con mi quepis en la mano. Teníamos permiso para usar los cascos de acero incluso en Goritzia, pero eran incómodos y resultaban grotescamente teatrales en una ciudad cuya población civil todavía no había sido evacuada. Solamente lo usaba, así como también una máscara de gas inglesa, cuando subía a las posiciones. Estas máscaras eran muy completas. Las acabábamos de recibir. A los médicos y otros miembros del Cuerpo de Sanidad también se nos recomendaba llevar una pistola automática. Notaba la mía contra el respaldo de la silla. Si no se llevaba la pistola a la vista, se corría el riesgo de que lo arrestaran a uno. Rinaldi llevaba la pistolera repleta de papel higiénico. Yo usaba una de verdad, y me creí un gran tirador hasta el día que me vi precisado a utilizarla. Era una «Astro», calibre 7,65. El cañón era muy corto y, cuando se disparaba, el retroceso era tan brusco que no se tenía ninguna probabilidad de alcanzar el objetivo. Me había ejercitado, mirando por encima del punto de mira e intentando evitar la sacudida del pequeño y ridículo cañón, tan bien que acabé tirando a un metro de donde había apuntado. Entonces noté una sensación de ridículo en mi espíritu. Pronto olvidé aquel hecho. La llevaba bailando sobre los riñones, sin otra reacción que la de un vago sentimiento de vergüenza cada vez que me encontraba con personas inglesas. Y yo seguía allí, sentado en una silla, bajo la no muy indiferente mirada de un ordenanza, detrás de una mesa, mientras esperaba a miss Barkley, contemplando el suelo de mármol, las columnas con los bustos de mármol y los frescos de la pared. Los frescos no parecían malos. Ninguno lo parece cuando empiezan a desconcharse.
Vi a Catherine Barkley en el corredor. Me, levanté. No parecía muy alta cuando se me acercaba, pero estaba realmente encantadora.
—Buenas tardes, mister Henry —dijo ella.
—¿Cómo está? —contesté.
El ordenanza escuchaba detrás de su mesa.
—¿Quieres que nos quedemos aquí o prefieres ir al jardín?
—Salgamos. Fuera hace más fresco.
La seguí hasta el jardín. El ordenanza nos observaba. Mientras caminábamos por la avenida enarenada, ella me preguntó:
—¿Dónde has estado?
—En las posiciones.
—¿No me hubieras podido enviar una nota?
—No, no podía. Además, pensaba volver.
—Me lo podías decir, querido.
Nos desviamos del camino y nos dirigimos, paseando, bajo los árboles. Le cogí las manos, nos detuvimos y la besé.
—¿No hay algún sitio donde poder ir?
—No —respondió—. No podemos hacer otra cosa que pasear por aquí. Has estado ausente mucho tiempo.
—Tres días. Pero aquí me tienes otra vez. Ella me miró.
—¿Es verdad que me quieres?
—Sí.
—Me has dicho que me quieres, ¿verdad?
—Si. —Mentía—. Te quiero.
Aún no se lo había dicho nunca.
—¿Me llamarás Catherine?
—Catherine.
Anduvimos unos metros y nos paramos bajo un árbol.
—Di: He vuelto a ver a Catherine esta noche.
—He vuelto a ver a Catherine esta noche.
—¡Oh, querido! Así, ¿es verdad que has vuelto?
—Sí.
—Te quiero mucho. Estos tres días han sido horribles. ¿No volverás a irte?
—No. Siempre me quedaré.
—¡Oh, te quiero tanto! Pon tu mano aquí.
—No la he movido.
La atraje hacia mí de manera que pudiera mirar su cara al besarla y vi que sus ojos estaban cerrados. Los besé. Pensaba que estaba un poco loca. Personalmente no encontraba ningún inconveniente. Poco me importaba la aventura a la cual me lanzaba. Esto era mejor que ir a la casa para oficiales, en donde las mujeres se subían a las rodillas y nos ponían el quepis al revés como muestra de cariño, entre los viajes al primer piso con los compañeros de armas. Sabía que no quería a Catherine Barkley y que no tenía ninguna intención de amarla. Era un juego, como el bridge, en el cual se decían palabras en vez de tirar las cartas. Como el bridge, era necesario simular que se jugaba por dinero o por algo. Ninguno había dicho la naturaleza de la apuesta. Esto me convenía totalmente.
—Si al menos hubiera algún sitio donde pudiéramos ir —dije.
Empezaba a notar esta dificultad, tan masculina, de permanecer mucho tiempo con una mujer en los brazos.
—No conozco ningún sitio —contestó ella.
Había vuelto en sí de su sueño.
—Sentémonos aquí un momento.
Nos sentamos en un banco de piedra y le cogí la mano. No permitió que la abrazara.
—¿Estás muy cansado? —preguntó.
—No.
Ella miró la hierba.
—El juego que estamos haciendo es muy feo, ¿verdad?
—¿Qué juego?
—No te hagas el inocente.
—Te aseguro que no lo hago intencionadamente.
—Eres un buen muchacho —dijo Catherine— y haces todo lo posible para jugar bien. Pero es un juego peligroso.
—¿Sabes siempre lo que la gente piensa?
—No siempre. Pero por lo que a ti se refiere, sí. Es inútil que digas que me quieres. Todo ha terminado por esta noche. ¿Hay alguna cosa de la cual quieras hablar?
—¡Pero si yo te quiero!
—Te lo ruego. ¿Por qué mentir cuando todo es inútil? Has representado muy bien tu papel. Como puedes ver, no estoy loca. Sólo lo hago ver un poco de vez en cuando.
Le oprimí la mano.
—Querida Catherine…
—Suena raro Catherine, ahora. No lo dices con la misma entonación… Pero eres muy amable. Eres, de veras, un buen muchacho.
—Es lo que me dice el capellán.
—Si, eres un buen muchacho… ¿Vendrás a verme?
—Naturalmente.
—Ya no será necesario que me digas que me quieres. De momento, eso terminó.
Se levantó y me tendió la mano.
—Buenas noches.
Quise besarla.
—No —dijo—. Estoy terriblemente cansada.
—Bésame, aunque lo estés —dije.
—Estoy muy cansada, querido.
—¡Bésame!
—¿Tanto lo deseas?
—Si.
Nos besamos y ella se separo bruscamente.
—No, buenas noches. Te lo suplico.
Nos dirigimos hacia la puerta. Ella entró y contemplé cómo se alejaba por el pasillo. Volví a casa. La noche era cálida y en las montañas se notaba una gran agitación. Veía los destellos sobre el San Gabriele.
Me detuve delante de Villa Rossa. Los postigos estaban cerrados, pero todavía quedaba gente en el interior. Alguien cantaba. Entré en mi alojamiento. Mientras me desnudaba, entró Rinaldi.
—¡Ah, ah! —exclamó—. ¿No marcha bien el asunto? El niño está perplejo.
—¿Dónde has estado?
—En Villa Rossa. Ha sido muy edificante, niño. Hemos cantado todos. Y tú, ¿dónde has estado?
—He ido a visitar a las inglesas.
—Gracias a Dios, yo no me he dejado acaparar por esas inglesas.