Capítulo V

Al día siguiente, por la tarde, fui a visitar nuevamente a miss Barkley. No estaba en el jardín y me dirigí a la puerta lateral de la villa, delante de la cual se paraban los automóviles. Encontré a la enfermera jefe, que me informó que miss Barkley estaba de servicio.

—Estamos en guerra, ¿sabe?

Le contesté que ya lo sabía.

—¿Es usted el americano que se ha alistado en el ejército italiano? —me preguntó.

—Si, señora.

—¿Qué motivo le impulsó a hacerlo? ¿Por qué no se quedó con nosotros?

—No lo sé —dije—. ¿Podría hacerlo ahora?

—Me temo que no. Pero, dígame: ¿por qué se alistó en el ejército italiano?

—Estaba en Italia —le expliqué—, y hablo italiano.

—¡Oh! —exclamó ella—. Yo intento aprenderlo. Es un idioma muy bello.

—Hay quien pretende que se puede aprender en quince días.

—¡Oh, yo no lo aprenderé en quince días! Lo estudio hace meses. Si quiere, puede venir a verla después de las siete. Estará libre. Pero no venga con un montón de italianos.

—¿Ni siquiera por su bello idioma?

—No, ni por sus magníficos uniformes.

—Hasta la vista —le dije.

A rivederci, tenente.

A rivederla.

Saludé y salí. Es imposible saludar a los extranjeros a la manera italiana sin sentirse molesto. Siempre he pensado que el saludo italiano no estaba hecho para la exportación.

El día había sido caluroso. Remonté el río hasta la cabeza de puente de Playa. Aquel era el lugar señalado para empezar la ofensiva. El año pasado no se había podido avanzar sobre el otro lado, pues sólo existía un camino para bajar desde la garganta hasta el desembarcadero, y, en la extensión de casi una milla, estaba expuesto al fuego de las ametralladoras y de la artillería. Tampoco era lo suficientemente ancho para que pudiesen pasar por él todos los elementos necesarios para una ofensiva y los austriacos lo habrían convertido en un matadero. No obstante, los italianos lo habían cruzado y, desplegándose por el otro lado, ocuparon más de una milla y media de la ribera austriaca. Era un mal sitio, y los austriacos no tenían que haber permitido que nos estableciéramos allí. Tenía el convencimiento de que todo ocurría en virtud de una especie de tolerancia mutua, ya que los austriacos todavía conservaban una cabeza de puente en la parte baja del río. Las trincheras austriacas estaban situadas más arriba, a ambos lados del río, y sólo distaban unos metros de las líneas italianas. Anteriormente; en aquel lugar, había existido una pequeña ciudad, pero ahora sólo quedaban los escombros. Aún podían verse los restos de una estación y de un puente medio derrumbado, pero no se podía reparar ni utilizar, ya que estaba expuesto, por todos lados, al fuego del enemigo.

Bajé por el camino hasta el río. Dejé el coche en uno de los puestos de socorro, al pie de la colina. Atravesé el puente que estaba protegido por una vertiente de la montaña, y, siguiendo las trincheras, llegué a la ciudad destruida, alcanzando la parte superior de la colina. Todos estaban en los refugios. Gran cantidad de cohetes, en hileras verticales, esperaban ser utilizados para pedir socorro a la artillería o bien para hacer señales, en el caso de que fueran cortadas las comunicaciones telefónicas. Sólo había silencio, calor y suciedad. Por encima de las alambradas divisé las líneas austriacas. Todo estaba solitario. Bebí una copa con un capitán conocido en uno de los refugios y, atravesando el puente, inicié el regreso.

Se estaba terminando la construcción de una larga carretera, la cual, flanqueando la montaña, descendía en zigzag hasta el puente. Se esperaba su terminación para iniciar la ofensiva. Cruzaba la montaña con pronunciados recodos. Se tenía la intención de hacerla servir para el descenso de todos los servicios y utilizar el otro camino para las operaciones de regreso, camiones vacíos, carretas, ambulancias cargadas. El puesto de socorro se encontraba sobre la ribera austriaca, al borde de la colina, y los camilleros debían utilizar el puente flotante para el transporte de los heridos. Tendrían que actuar de la misma manera una vez empezada la ofensiva. Me pareció que la nueva carretera, al llegar al terreno llano y a lo largo de un kilómetro aproximadamente, tenía muchas posibilidades de verse bombardeada por los austriacos. Era un lugar desastroso. Pero después de atravesar este inquietante lugar, encontré un recodo en donde los heridos, que serian traídos por el pontón, podían ser atendidos. Me hubiera gustado pasar por la nueva carretera, pero no estaba terminada. Era ancha y bien construida, con suave pendiente, y los recodos hacían un efecto impresionante por entre los árboles del bosque, desde la ladera de la montaña. No había peligro para nuestros coches, provistos de buenos frenos; además, al bajar no irían cargados. Seguí por el camino.

Dos carabineros detuvieron mi coche. Acababa de caer una granada y mientras esperábamos, cayeron otras tres en el camino. Eran del 77. Al caer producían una ráfaga de aire, e inmediatamente un ruido seco, estridente, un relámpago y el camino desaparecía bajo una humareda. Los carabineros nos hicieron señal de adelantar. Al pasar por el lugar en donde había estallado la granada, evité los baches y noté los entremezclados olores de pólvora quemada, y de arcilla, piedras y sílice triturados.

Regresé a mi casa de Goritzia, y tal como había quedado, fui a visitar a miss Barkley. Cené rápidamente y volví a la villa, en donde los ingleses tenían instalado su hospital. La casa era realmente bonita y espaciosa, y estaba rodeada de frondosos árboles. Miss Barkley estaba sentada en un banco del jardín, y miss Ferguson la acompañaba. Parecieron contentas de verme, y después de conversar un momento, miss Ferguson se excusó y se dispuso a partir.

—Me parece que los voy a dejar. Ustedes se entienden muy bien sin mí.

—No te vayas, Helen —dijo miss Barkley.

—Sí, lo prefiero. Tengo que escribir unas cartas.

—Buenas noches —le dije.

—Buenas noches, mister Henry.

—No escriba nada que pueda molestar a la censura.

—No se preocupe. No hago otra cosa, que hablar del maravilloso lugar en que vivimos y de la valentía de los italianos.

—A este paso pronto será condecorada.

—Seria muy agradable. Buenas noches, Catherine.

—Te veré dentro de un momento —dijo miss Barkley.

Miss Ferguson se alejó en la oscuridad.

—Es muy agradable —comenté.

—Es muy agradable. Es enfermera.

—¿Y usted no lo es?

—¡Oh, no! Yo no soy más que voluntaria. Trabajamos mucho y no tenemos la confianza de nadie.

—¿Por qué?

—No nos tienen confianza cuando no ocurre nada, pero cuando hay mucho trabajo saben muy bien dónde encontrarnos.

—¿Cuál es la diferencia?

—Una enfermera es como un médico. Se tarda en serlo. Una enfermera voluntaria es una especie de recurso.

—Comprendo.

—Los italianos no quieren mujeres tan cerca del frente. Así es que nos encontramos en una situación muy especial. No salimos nunca.

—Pero yo, ¿puedo venir?

—¡Oh, si! No estamos enclaustradas.

—¿Y si dejásemos esta conversación sobre la guerra?

—Es difícil. No sé dónde la podemos dejar.

—Intentemos dejarla.

—Con mucho gusto.

Nos miramos en la oscuridad. La encontraba muy hermosa y le cogí la mano. Ella se la dejó tomar y la estreché entre las mías. Después, pasando mi brazo bajo el suyo, la abracé.

—No —dijo ella.

Yo dejé mi brazo donde estaba.

—¿Por qué no?

—No.

—Sí —dije—. Se lo ruego.

Me incliné para besarla. Entonces se produjo un relámpago, agudo, violento. Acababa de abofetearme duramente. Su mano chocó con mi nariz y ojos, y estos, por reflejo, se me llenaron de lágrimas.

—Lo siento —dijo ella.

Me di cuenta de que acababa de adquirir cierta ventaja sobre ella.

—Usted ha hecho bien.

—Estoy desolada, pero, créame, no pude soportar el aspecto de «enfermera con permiso para esta noche» y no he podido contenerme. No tenía la intención de hacerle daño. Le he hecho daño, ¿verdad?

Ella me miró en la oscuridad. Estaba furioso y al mismo tiempo tranquilo, pues ya preveía lo que ocurriría, con tanta facilidad como se prevé el movimiento de las piezas en el juego de ajedrez.

—Usted ha tenido toda la razón —dije—. No le guardo rencor.

—¡Pobre muchacho!

—Claro, como todo este tiempo llevo una clase de vida tan extraña. Ni siquiera hablo inglés con nadie. Y, además, ¡es usted tan bonita…!

La miré.

—Es inútil que diga tonterías. Ya le he dicho que lo sentía… ¡Nos comprendemos tan bien!

—Si —dije—, y además hemos dejado de hablar de la guerra.

Ella rio. Era la primera vez que la oía reír. Observé su expresión.

—Es usted encantador —dijo ella.

—No.

—Sí, lo es. Lo que más deseo ahora es que me abrace y me bese, si no tiene inconveniente.

La miré a los ojos. La abracé como antes y la besé. La abracé violentamente, apretándola muy fuerte, e intenté entreabrir sus cerrados labios. Aún estaba furioso y bajo mi brazo noté que temblaba. La estreché contra mí. Noté cómo latía su corazón. Ella apartó los labios y apoyó su cabeza en mi mano. Después empezó a llorar sobre mi hombro.

—¡Oh, querido! Serás bueno conmigo, ¿verdad?

«¡Qué te crees tú eso!», pensé. Le acaricié los cabellos y le golpeé cariñosamente el hombro. Lloraba.

—¿Verdad? —ella levantó los ojos hacia mi—. Ya que vamos a llevar una vida bien extraña.

Momentos después la acompañé hasta la puerta de la villa. Ella entró y yo regresé a casa. Subí inmediatamente a mi habitación. Rinaldi estaba acostado en su cama. Me miró.

—¿Adelanta el asunto con miss Barkley?

—Somos buenos amigos.

—Tienes —dijo— el curioso aspecto de un perro en celo.

No comprendí la frase.

—¿Aspecto de qué?

Al me lo explicó.

—Tienes —repitió— ese gracioso aspecto que tienen los perros cuando…

—¡Basta! —exclamé—. Una palabra más y me sentiré ofendido…

Él se echó a reír.

—Buenas noches —le dije.

—Buenas noches, cachorro.

Le derribé la vela de un almohadazo y me acosté a oscuras. Rinaldi recogió la vela, la encendió de nuevo y se puso a leer.