A la mañana siguiente me despertó el ruido de la batería que estaba en el jardín contiguo, y vi que la habitación se hallaba inundada por el sol; que entraba por la ventana. Me levanté y fui a mirar por ella. La arena de los senderos estaba mojada, y la hierba húmeda por el rocío. La batería disparó dos veces y cada una de ellas, por el desplazamiento del aire, hizo retemblar la ventana a la vez que la parte delantera de mi pijama se agitaba. No podía ver los cañones, pero estaba seguro de que disparaban justamente encima de nosotros. Era desagradable tenerlos tan cerca, y lo único que reconfortaba era pensar que no fuesen mayores. Mientras miraba el jardín oí ruido de un camión que se ponía en marcha. Me vestí, bajé, tomé una taza de café en la cocina y me dirigí al garaje.
Debajo del cobertizo, y uno junto a otro, se alineaban diez coches. Eran ambulancias, de radiador chato y techo sólido, pintadas de gris y construidas como coches de mudanzas. En el patio, dos mecánicos estaban trabajando en una de ellas. Otras tres se hallaban en la montaña, en los puestos de socorro.
—¿Han bombardeado alguna vez esta batería? —pregunté a uno de los mecánicos.
—No, signor tenente. Está protegida por el ribazo.
—¿Cómo van las cosas?
—No mal del todo. Esta máquina no vale nada, pero las otras todavía funcionan.
Interrumpió su trabajo y sonrió.
—¿Ha estado con permiso?
—Sí.
Se limpió las manos en su camisa y esbozó otra sonrisa.
—¿Se ha divertido mucho?
Todos rieron.
—Mucho —contesté—. ¿Qué le sucede a ese coche?
—Está inservible. Tiene una avería detrás de otra.
—¿Y ahora qué le ocurre?
—Hay que cambiar los aros de los pistones.
Los dejé con su trabajo. El coche causaba una triste impresión con el motor desmontado y las piezas esparcidas sobre el banco de trabajo. Entré en el cobertizo para examinar los coches. Estaban relativamente limpios. Unos estaban recién lavados, otros polvorientos. Observé cuidadosamente los neumáticos, buscando hendiduras o algún corte hecho por las piedras. Todo parecía hallarse en buen estado. Era evidente que mi presencia allí no tenía gran importancia. Estaba convencido de que el estado de los coches, la problemática obtención de determinadas piezas, y el buen funcionamiento del servicio de evacuación, dependía de mí. Nuestro trabajo consistía en evacuar a los heridos y los enfermos de los puestos de socorro, transportarlos de las montañas a las estaciones de distribución y desde allí dirigirlos a los hospitales señalados en sus hojas de ruta. Pero ahora, según veía, mi presencia importaba poco.
—¿Habéis tenido dificultades en el suministro de las piezas? —pregunté al sargento mecánico.
—No, signor tenente.
—¿Dónde está el depósito de gasolina?
—En el mismo lugar.
—Bien.
Al regresar a casa tomé otra taza de café en la cantina. El café tenía un color gris pálido y la leche condensada le daba un sabor dulzón. Fuera, la mañana de primavera lucía con todo esplendor. Notaba una sequedad en la nariz indicadora de un día caluroso. Recorrí los puestos de socorro de las montañas, en plan de inspección, y no regresé hasta ya muy entrada la tarde.
Desde que yo faltaba, todo parecía ir mejor. Me enteré de que, nuevamente, la ofensiva iba a empezar. La división a la cual pertenecía debía atacar la parte alta del río y el comandante me encargó que organizase los puestos para el ataque. Era necesario cruzar el río por encima de la estrecha garganta y desplegarse, luego, por la ladera de la colina. Los coches tenían la orden de estacionarse lo más cerca posible del río, en las posiciones que estaban protegidas. Naturalmente, la elección pertenecía a la infantería, mientras que nosotros debíamos encargarnos de la ejecución. Era uno de esos casos en que se tiene la falsa convicción de tomar una parte activa en lo que se está preparando.
Quedé sucio y cubierto de polvo y subí a mi habitación para lavarme. Rinaldi estaba sentado en su cama con un ejemplar de la Gramática inglesa de Hugo. Se había puesto las botas negras y sus cabellos brillaban.
—Magnífico —dijo al verme—. Vendrás conmigo a ver a miss Barkley.
—No.
—Sí, debes hacerlo y causarle buena impresión.
—De acuerdo. Espera un momento, que me cambiaré.
—Lávate y ven tal como estás.
Me lavé, peiné y salimos.
—Un momento —dijo Rinaldi—, ¿beberemos una copa?
Abrió su baúl y sacó una botella.
—Strega, no —dije.
—Es grappa.
—Muy bien.
Llenó dos vasos y brindamos con el índice levantado. La bebida era fuerte.
—¿Otra?
—Bueno.
Bebimos un segundo vaso. Rinaldi guardó la botella y nos marchamos. Daba calor caminar por la ciudad, pero el sol empezaba a bajar y la temperatura era más agradable. El hospital británico estaba instalado en una gran villa construida por los alemanes antes de la guerra. Miss Barkley estaba con otra enfermera en el jardín. A través de los árboles vimos sus uniformes y nos dirigimos hacia ellas. Rinaldi las saludó y yo también lo hice, pero con menos efusión.
—¿Cómo está? —dijo miss Barkley—. Usted no es italiano, ¿verdad?
—¡Oh, no!
Rinaldi hablaba con la otra enfermera y reían.
—Es divertido que esté en el ejército italiano.
—No es exactamente en el ejército. Sólo es en una ambulancia.
—De todas maneras es algo divertido. ¿Por qué lo ha hecho usted?
—No lo sé —contesté—, no siempre puede explicarse uno lo que hace.
—¡Oh! ¿De verdad? Yo siempre he creído lo contrario.
—Tanto mejor.
—Dígame, ¿vamos a continuar por mucho tiempo esta conversación?
—No —dije.
—No me disgustaría, ¿y a usted?
—¿Es suyo este bastón?
Miss Barkley era alta. Llevaba lo que para mí podía ser un uniforme de enfermera. Era rubia y tenía la piel dorada y los ojos grises. La encontraba hermosa. En la mano llevaba un bastón muy fino de caña, forrado de cuero, que tenía la apariencia de un pequeño látigo.
—Perteneció a un hombre que mataron el año pasado.
—Perdóneme.
—Era un gran muchacho. Nos íbamos a casar y lo mataron en el Somme.
—Fue horrible.
—¿Estaba usted allí?
—No.
—He oído hablar de ello. Aquí no ocurre nada parecido. Me mandaron su pequeño bastón. Lo hizo su madre. Ella fue quien lo recibió, juntamente con sus otros objetos.
—¿Hacía mucho tiempo que estaban prometidos?
—Ocho años. Crecimos juntos.
—¿Y porqué no se habían casado?
—No lo sé. Fui una estúpida. Al menos le habría dado eso: Pero pensé que a él no le convenía.
—Comprendo.
—¿Ha amado usted alguna vez?
—No —dije.
Nos sentamos en un banco. La miré.
—Tiene un cabello muy bonito —le dije.
—¿Le gusta?
—Mucho.
—Cuando él murió me lo quise cortar.
—No.
—Quería hacer alguna cosa por él. Todo me era igual, ¿comprende?, se lo hubiera dado todo. Si dándoselo todo le hubiese podido salvar, lo habría hecho. Incluso casarnos. Hubiese hecho cualquier cosa. Ahora me doy cuenta. Pero él quería ir a la guerra, y yo no sabía.
No dije nada.
—Pero entonces no sabía nada. Pensé que no le convenía. Estaba segura de que no podría soportar esta clase de vida. Después, ya lo ve…: lo mataron… Y todo terminó.
—Nunca se sabe.
—¡Oh, sí! —contestó la joven—. Todo está completamente acabado.
Miramos a Rinaldi, que continuaba hablando con la otra enfermera.
—¿Cómo se llama?
—Ferguson. Elena Ferguson. Su amigo es médico, ¿verdad?
—Y muy bueno.
—Tanto mejor. Es difícil encontrar buenos médicos cerca del frente. Porque estamos cerca del frente, ¿verdad?
—Muy cerca.
—Es un frente estúpido —dijo—, pero magnífico. ¿Habrá ofensiva?
—Sí.
—Entonces tendremos trabajo. Ahora no lo tenemos.
—¿Hace mucho tiempo que es enfermera?
—Desde finales del año 1915. Empezamos juntos. Recuerdo… tenía la convicción de que un día lo enviarían a mi hospital, probablemente con una herida de sable… con la cabeza vendada… o con un balazo en el hombro… alguna cosa pintoresca.
—Es este frente el que es pintoresco.
—Sí, —dijo—. La gente no puede imaginarse cuál es la situación en Francia. Si lo supieran, esto no podría continuar. Él no recibió ningún golpe de sable. Lo destrozaron.
Quedé silencioso.
—¿Cree que esto durará siempre?
—No.
—¿Qué motivo habrá para que esto termine de una vez?
—Seremos nosotros los que cederemos. Cederán en alguna parte de Francia. No se pueden hacer cosas como la del Somme, sin ceder un día en alguna parte.
—Pero aquí no se cederá —dije.
—¿Lo cree?
—Si. Las cosas han ido bien este año.
—Sin embargo, podrían ceder —dijo ella—. Todos pueden ceder.
—También los alemanes.
—No —dijo ella—, no lo creo.
Nos dirigimos hacia Rinaldi y miss Ferguson.
—¿Le gusta Italia? —le preguntaba Rinaldi a miss Ferguson.
—Sí, bastante.
—No lo comprendo —dijo Rinaldi, moviendo la cabeza.
Yo se lo traduje: Abbastanza bene. Él volvió a mover la cabeza.
—Esto no está bien. ¿Le gusta Inglaterra?
—No mucho. Soy escocesa. Ahora usted comprenderá.
Rinaldi me miró extrañado.
—Ella es escocesa, y por esto prefiere Escocia a Inglaterra —le dije en italiano.
—Pero Escocia es Inglaterra.
Le traduje esto a miss Ferguson.
—Pas encore —dijo ella.
—¿De verdad?
—Nunca. No queremos a los ingleses.
—¿Usted no quiere a los ingleses? ¿Usted no quiere a miss Barkley?
—¡Oh, esto es diferente! No hay que tomar las cosas al pie de la letra. Estuvimos charlando un rato y, finalmente, después de dar las buenas noches, nos despedimos. Por el camino, Rinaldi me dijo:
—Miss Barkley te prefiere a mi. Esto salta a la vista. Pero la pequeña escocesa es muy agradable.
—Mucho —contesté.
No me había fijado en ella.
—¿La quieres?
—No —dijo Rinaldi.