Capítulo III

Cuando regresé al frente todavía se hallaban en la ciudad. Toda la región que nos rodeaba estaba llena de cañones y la primavera había llegado. Los campos aparecían totalmente verdes y pequeños brotes salían de las viñas; los árboles, al borde de los caminos, tenían pequeñas hojas y soplaba la brisa del mar. De nuevo miré la ciudad, su colina de montes y con las montañas de detrás, montañas pardas con las laderas manchadas de verde. En la ciudad había más cañones que antes y, también, más hospitales. Por las calles se encontraban ingleses, y a veces inglesas. Algunas casas habían sufrido recientes bombardeos. Hacia calor; se notaba la llegada de la primavera y continué andando por la avenida de árboles, sofocado por el resol; vi que continuábamos habitando la misma casa, y que nada, desde mi partida, había cambiado. La puerta estaba abierta; un soldado estaba sentado en un banco al sol. Una ambulancia esperaba delante de una puerta lateral y, al entrar, sentí olor a losas de mármol y a hospital. Todo estaba como antes de mi partida, salvo que ahora la primavera había llegado. Miré por la puerta de la gran sala y vi al capitán sentado delante de la mesa de su despacho. La ventana estaba abierta y el sol inundaba la habitación. Él no me vio y yo no me decidía a entrar, para presentarme, o bien subir para arreglarme. Me decidí por subir.

La habitación que yo compartía con el ayudante Rinaldi daba al patio. La ventana estaba abierta. El cubrecama estaba encima de mi cama y todas mis cosas aparecían colgadas en la pared. La mascara de gases en su caja ovalada de hojalata, y el casco de acero colgado en el alzapaño. Mi baúl estaba al pie de la cama y sobre él mis botas de invierno, con el cuero reluciente de grasa. Mi fusil de tirador austriaco, con su cañón rayado y su magnífica culata de nogal, que tan bien se acoplaba a la mejilla, colgaba sobre las dos camas. Recordé que dentro del baúl tenía su periscopio. El ayudante Rinaldi dormía en la otra cama. Se despertó al oírme andar por la habitación y se levantó.

—¡Ciao! —dijo—. ¿Te has divertido?

—Extraordinariamente.

Nos estrechamos la mano, y después, poniendo su brazo alrededor de mi cuello, me abrazó.

—Bien —dije.

—Vas sucio —dijo—. Lávate. ¿Dónde has estado? ¿Qué has hecho? Vamos, cuéntamelo todo.

—He estado por todas partes. Milán, Florencia, Roma, Nápoles, Villa San Giovanni, Mesina, Taormina…

—Hablas como una guía de ferrocarriles. ¿Has tenido buenas aventuras?

—Sí.

—¿Dónde?

—En Milán, Florencia, Roma, Nápoles…

—Es suficiente. Dime, ¿cuál ha sido la mejor?

—La de Milán.

—Es porque era la primera. ¿Dónde la encontraste? ¿En la Cova? ¿Dónde fuiste? ¿Cómo te sentías? Dímelo, hombre. ¿Pasasteis la noche juntos?

—Sí.

—Esto no es gran cosa. Aquí, ahora, también tenemos mujeres muy bonitas que están en el frente por primera vez.

—¡Magnífico!

—¿No me crees? Ya te lo enseñaré esta noche. En la ciudad hay inglesas estupendas. De momento estoy enamorado de miss Barkley. Te la presentaré. Seguramente me casaré con ella.

—Tengo que lavarme e ir a presentarme. ¿Hay trabajo?

—Después de tu marcha sólo hemos tenido congelaciones, sabañones, ictericia, blenorragia, heridas intencionadas, neumonías, chancros blandos y duros. Cada semana nos traen heridos por pedazos de roca, al estallar las bombas en ella. No hay heridos graves.

La próxima semana volverá a empezar la guerra. Así lo dicen. ¿Crees que haría bien si me casase con miss Barkley…? Después de la guerra, naturalmente.

—Sin duda alguna —le contesté, mientras echaba agua a la palangana.

—Esta tarde me lo contarás todo —dijo Rinaldi—, ahora tengo que ir a dormir, ya que así estaré en condiciones para ver a miss Barkley.

Me quité la guerrera y la camisa y me lavé con el agua fría de la palangana. Mientras me frotaba con la toalla observé minuciosamente la habitación, la ventana, a Rinaldi, que estaba en la cama con los ojos cerrados. Era un muchacho agradable, de mi edad y era de Amalfi. Adoraba su oficio de cirujano y nos apreciábamos mucho. Mientras lo estaba contemplando abrió los ojos.

—¿Tienes dinero?

—Si.

—Préstame cincuenta liras.

Me sequé las manos y cogí la cartera del bolsillo interior de mi guerrera colgada en la pared. Rinaldi tomó el billete, lo dobló, sin levantarse de la cama, y lo deslizó por el bolsillo de su calzón. Sonrió.

—Tengo que dar a miss Barkley la impresión de que soy rico. Tú eres mi mejor amigo y mi protector financiero.

—Déjame en paz —le dije.

Aquella tarde, en la cantina, me senté al lado del capellán, el cual, al saber que no había estado en los Abruzos, se sintió súbitamente decepcionado. Había anunciado mi llegada a su padre y habían hecho grandes preparativos. Lo sentí tanto como él, y no comprendía por qué no había ido. No obstante, tuve la intención de hacerlo e intenté explicar alguno de mis motivos; finalmente, él se dio cuenta de que le estaba diciendo la verdad y todo se arregló. Con la lengua pastosa, ya que había bebido mucho vino, sin contar el café y el licor, le expliqué cómo algunas veces no llegamos a hacer lo que nos proponemos. No, estas cosas no se hacen nunca.

Mientras hablábamos, los otros discutían. Sí, yo me había propuesto ir a los Abruzos. No conocía ninguno de estos lugares en los que los caminos están helados y duros como el hierro; donde el frío es seco y la nieve finísima y también seca; donde el rastro de las liebres se puede ver en la nieve; donde los campesinos saludan levantando el sombrero y nos llaman señor, y donde la caza es abundante. En vez de estos lugares, yo solamente conocía el humo de los cafés, las noches en que la cabeza nos da vueltas y es necesario mirar un determinado punto de la pared, fijamente, para no seguir girando; las noches, en la cama, borracho, con la creencia de que no existe nada más que aquello, y la extraña sensación que produce el despertarse y no saber quién está a nuestro lado; y, en la oscuridad, el mundo irreal que nos rodea; esto se repite cada noche, es excitante, y uno lo hace con la convicción de que no existe nada más, nada más, y que todo nos es igual.

Inesperadamente, algún momento de interés, después el sueño y el despertar por la mañana con la sensación de que todo ha terminado; y todo es tan decisivo, tan duro, tan claro; y de vez en cuando alguna disputa por el precio. Otras veces el placer, la necesidad del amor, del calor; desayuno y comida. Algunas veces la ilusión desaparece, incluso falta la alegría suficiente para salir a la calle. Pero siempre, en perspectiva, un nuevo día y con él otra noche, y la noche siempre es mejor a menos de que el día sea claro y frío; pero no se lo pude explicar mejor, sólo igual que ahora, como yo me lo explico. Pero quien haya experimentado esta sensación lo comprenderá. Él no la había tenido nunca, pero comprendió que yo deseé ir a los Abruzos y también por qué no había ido. Quedamos buenos amigos, como antes, con gustos afines y con muchos otros completamente diferentes. Él sabía desde tiempo lo que yo ignoraba y lo que en caso de saberlo podía olvidar fácilmente. ¡Pero esto entonces no lo sabía! ¡No lo he sabido hasta mucho más tarde! Y a pesar de todo estábamos allí, en la cantina. La comida había terminado, pero la discusión continuaba. Nos callamos, pero el capitán empezó a vociferar de nuevo.

—El capellán no feliz.

—Lo soy —respondió el capellán.

—El capellán no feliz. Quiere que los austriacos ganen la guerra —volvió a repetir el capitán. Los demás no decían nada. El capellán movió la cabeza.

—No, —dijo. El capellán no quiere que ataquemos. ¿Verdad que no quiere que ataquemos?

—Si, ya que estamos en guerra creo que es necesario que lo hagamos.

—¡Es necesario que ataquemos! Di, pues: ¡atacaremos!

El capellán asintió con la cabeza.

—Déjalo en paz —dijo el comandante—. Es un buen muchacho.

—Si, él no puede hacer nada en este asunto —añadió el capitán. Y todos abandonaron la mesa.