Aquel año, al final del verano, vivíamos en una casa de un pueblo que, más allá del río y de la llanura, miraba a las montañas. En el lecho del río había piedrezuelas y guijarros, blancos bajo el sol, y el agua era clara y fluía, rápida y azul, por la corriente. Las tropas pasaban por delante de la casa y se alejaban por el camino, y el polvo que levantaban cubría las hojas de los árboles. Los troncos también estaban polvorientos y, aquel año en que las hojas habían caído tempranamente, veíamos cómo las tropas pasaban por el camino, el polvo que levantaban; la caída de las hojas, arrancadas por el viento; los soldados que pasaban, y de nuevo, bajo las hojas, el camino solitario y blanco.
La llanura estaba cubierta de cosechas. Había muchos vergeles y, en el horizonte, las montañas se destacaban pardas y desnudas. En ellas, todavía se combatía y, al atardecer, veíamos los relámpagos de verano; sin embargo, las noches eran frescas y no se tenía la impresión de que amenazara tempestad.
Algunas veces, en la oscuridad, regimientos y camiones arrastrados por tractores pasaban bajo nuestras ventanas. Durante la noche el movimiento era intenso. Por el camino pasaban gran cantidad de mulos, llevando a cada lado cajas de municiones en sus albardas, y camiones que transportaban soldados; y en todo este ir y venir otros camiones cubiertos por un toldo circulaban más lentamente. También pasaban durante el día, arrastrados por tractores, grandes cañones. Estaban totalmente recubiertos de ramas verdes; pámpanos y un espeso follaje cubrían igualmente los tractores. Al norte, en el fondo del valle, podíamos ver un bosque de castaños y, detrás, otra montaña, a nuestro lado del río. También se luchaba en esta montaña, pero sin resultado, y en otoño, cuando aparecieron las lluvias, las hojas de los castaños empezaron a caer y no se vio nada más que ramas desnudas y troncos ennegrecidos por la lluvia. Los viñedos aparecían completamente desnudos, y todo estaba húmedo y pardo, aniquilado por el otoño. La niebla se levantaba sobre el río y las nubes cubrían las montañas, y los camiones hacían saltar el barro sobre el camino, y los soldados, bajo sus capotes, estaban empapados y cubiertos por el lodo. Sus fusiles también estaban mojados y, bajo sus uniformes, llevaban dos cartucheras de cuero, colgadas a sus cinturones, y estas bolsas de piel gris repletas de cargadores de largos y delgados cartuchos de 6,5 milímetros, hinchaban hasta tal punto sus capotes, que todos estos soldados que pasaban a lo largo del camino parecían estar embarazados de seis meses.
Pequeños vehículos circulaban a gran velocidad. Muchas veces un oficial iba sentado al lado del chofer y otras en el asiento posterior. Estos coches levantaban más barro que los camiones, y si uno de los oficiales de detrás era pequeño, tan pequeño que sólo se le podía divisar el casco, y estaba sentado entre dos generales y su espalda era estrecha, y si el vehículo corría a toda velocidad, entonces había muchas posibilidades de que fuese el rey. Este residía en Udine y circulaba de este modo casi cada día para ver cómo iban las cosas. Y las cosas iban muy mal.
Al llegar el invierno, una lluvia persistente empezó a caer, y la lluvia trajo el cólera. Finalmente fue contenido y, a fin de cuentas, sólo ocasionó siete mil muertos en el ejército.