9

Estar con un humor de perros no era una excusa válida para perderse la reunión de los lunes por la mañana a la hora del desayuno. Por eso Mac y su mal humor, al que tiraba de la correa, entraron juntos en la sala de reuniones de la mansión. En lo que una vez había sido la biblioteca de los Brown, Laurel y Parker mordisqueaban unas magdalenas de arándanos.

Aún estaban los libros, que proporcionaban un marco a todo aquel espacio. El fuego crepitaba vivo en la chimenea. Sobre la antigua y resplandeciente mesa de la biblioteca alguien había dispuesto el servicio de café, y Mac sabía que dentro de la consola tallada se ocultaba un cargamento de agua mineral.

Sus amigas se habían sentado a una mesa redonda y labrada que ocupaba el centro de la sala. Listas y guapas, pensó Mac. Las dos. Ni un solo pelo fuera de sitio a esa horrible hora de las ocho de la mañana. Sólo de mirarlas, se sintió desastrada y torpe y algo inferior con aquellos tejanos gastados que se había embutido de cualquier manera.

—Y cuando se lo comenté, ¿sabes qué me dijo él? —Laurel levantó una taza de lo que Mac adivinó que sería un capuchino perfecto—. Me dijo: «Nunca salgo de casa sin mi cepillo de dientes». —Laurel dejó escapar una risita sarcástica y luego sonrió a Mackensie—. Has vuelto a perderte «La defunción de Martin Boggs». ¿Cómo diablos pude salir con alguien que se llama Martin Boggs? Espero que tu cita fuera mejor que la mía.

—Estuvo bien.

—Vaya… ¿tanto?

—Ya he dicho que estuvo bien. —Mac dejó caer su ordenador portátil sobre la mesa de reuniones e, indignada, se acercó a la mesita del café—. ¿Podemos empezar de una vez? Hoy tengo muchas cosas que hacer.

—Alguien se ha levantado de la cama con el pie izquierdo.

Mac le mostró el dedo corazón.

—Lo mismo te deseo, guapa.

—Chicas, chicas. —Parker dejó escapar un largo y sonoro suspiro—. ¿Voy a tener que separaros? Toma una magdalena, Mac.

—No quiero tu maldita magdalena. Lo que quiero es que empiece esta reunión, que además es una pérdida absoluta de tiempo.

—Tenemos tres celebraciones este fin de semana, Mac —le recordó Parker.

—Que están analizados, organizados, programados, discutidos, planificados y diseccionados hasta la exageración. Ya sabemos lo que nos traemos entre manos. No hace falta hablarlo hasta el aburrimiento.

—Tómate un café —le propuso Parker, aunque con un tono de voz más frío—. Creo que lo necesitas.

—No necesito café ni una estúpida magdalena —exclamó Mac girando en redondo—. Si quieres, te lo resumo. Viene gente. Dos se casan… casi seguro. Algo se tuerce y lo arreglaremos. Alguien se emborracha y nos encargaremos de él. Los invitados comen y suena la música. Luego se marchan todos y nosotras cobramos. Ésos dos que se han casado se divorciarán dentro de cinco años. Pero ese no es nuestro problema. Se levanta la sesión.

—En ese caso, ahí está la puerta —dijo Laurel señalando la salida—. Ciérrala cuando te vayas.

Mac dejó caer con rabia la taza de café sobre la mesita.

—Buena idea.

—Un momento. ¡Un momento, caray! —La voz de Parker sonó tan cortante que abortó la furiosa salida de Mac—. Aquí se habla de trabajo, de nuestra empresa. Si no te gusta cómo llevamos las cosas, programemos una reunión para que puedas plantear tus quejas. Pero tu ataque de mala leche no está en el orden del día.

—Claro, olvidaba que vivimos y morimos según el orden del día. Si algo no sale en la sacrosanta página abierta de tu agenda ni aparece en la mágica BlackBerry, no vale la pena según Parker. Dejemos que los clientes piensen que son seres humanos con emociones y cerebro mientras tú te los llevas al huerto por el camino que te conviene. Que Dios se apiade de ellos si no cierran filas y siguen a Parker.

Parker se levantó de su silla despacio.

—Si no estás de acuerdo con mi manera de dirigir la empresa, podemos hablarlo. Ahora no, porque dentro de cincuenta minutos viene un grupo a ver la casa. Hoy tengo una hora libre a las dos. Podríamos tratar este asunto entonces. Mientras tanto, creo que Laurel ha tenido una brillante idea. Allí está la puerta.

Arrebolada por el frío, Emma entró como una exhalación.

—No quería llegar tarde, pero me ha caído una… —Se quedó clavada en el suelo cuando Mac la apartó de un empujón y se marchó volando—. ¿Qué le pasa a Mac? ¿Qué ha pasado?

—Le ha dado la neura. —Laurel, que todavía echaba chispas por los ojos, intentó calmarse y tomó su taza de café—. No hemos querido seguirle el juego.

—¿Le habéis preguntado por qué está así?

—Estaba demasiado ocupada echándonos la bronca.

—Por el amor de Dios… Voy a buscarla.

—No. —Parker, controlando el mal genio, se lo prohibió con un gesto—. No lo hagas. Te lo va a agradecer con una patada en el culo. Ésta mañana vienen unos posibles clientes y otros que ya tenemos comprometidos. Vamos a pasar de ella, por ahora.

—Parker, cuando una de nosotras tiene un problema, lo solucionamos entre todas. Y no hablo sólo de la empresa.

—Ya lo sé, Emma —dijo Parker presionándose la sien—. Aunque Mac nos escuchara, cosa que no haría, no tenemos tiempo.

—Además, si explotáramos cada vez que una cita nos sale rana, esta habitación estaría salpicada de sangre.

—¿Te refieres a Mac y a Carter? —Emma miró a Laurel con incredulidad—. Me parece que te equivocas. Mi madre habló con la de Carter anoche y luego me llamó para intentar sonsacarme. Por lo que sé, todo salió a pedir de boca el día de la cena.

—¿Qué podrá ser? —se extrañó Laurel—. ¿Qué puede hacer perder los nervios a una mujer que no sea un hombre? Otra mujer, claro. Aunque… —De repente, cerró los ojos—. Su madre. ¡Qué tontas! No hay nada que le revuelva tanto el estómago como su madre.

—Creía que estaba en Florida.

—¿Y piensas que la distancia es un impedimento para una fuerza de la naturaleza como Linda Elliot? —preguntó Laurel a Parker—. Puede que sea eso. Es posible, casi seguro. De todos modos, eso no justifica que se haya puesto tan borde con nosotras.

—Ya lo arreglaremos. Seguro. Ahora tenemos tres celebraciones, una detrás de otra, y necesitamos repasar los detalles.

Emma iba a abrir la boca, pero se mordió la lengua cuando vio que Parker sacaba un Almax del bolsillo. «¿Qué necesidad hay de que se enfaden dos de mis mejores amigas?».

—De hecho, quería hablar con vosotras de las urnas del viernes.

—Perfecto —dijo Parker reclinándose en su silla—. Empecemos.

Sabía cuando se portaba como una borde. No necesitaba un organigrama ni que le ofrecieran magdalenas como si fuera una niña de dos años a la que calman con una galleta. Además, sus amigas no tenían por qué señalarle la puerta. Ella sabía exactamente dónde se encontraba.

Conocía bien su trabajo. ¿No era eso lo que estaba haciendo en ese mismo instante: trabajar? Mac cortó una primera orla para enmarcar las fotos que la noche anterior no había tenido el valor ni la energía para montar. Al cabo de unas horas habría envuelto un paquete y tendría un cliente satisfecho. Porque sabía exactamente lo que hacía sin tener que explicar cada uno de los pasos a sus socias.

¿Era preciso saber por qué Emmaline elegía eucalipto en lugar de esparraguera para completar los adornos florales?

No, claro que no.

¿Necesitaba conocer los ingredientes secretos de Laurel para preparar una cobertura de crema de mantequilla?

De nuevo la respuesta era no.

¿Era imprescindible discutir con Parker la última entrada de BlackBerry?

No, ¡faltaría más!

¿Por qué iba a importarle a nadie entonces qué filtro había decidido utilizar o qué cámaras fotográficas pensaba colgarse al cuello?

Ellas hacían su parte y Mac, la que le correspondía. Y todos tan contentos.

Mac asumía sus responsabilidades. Dedicaba tiempo, esfuerzo y las mismas horas que las demás. Ella…

«Mierda, he cortado mal la orla».

Disgustada, lanzó el cartón destrozado por los aires. Cogió otro y comprobó una y otra vez las medidas. Sin embargo, cuando levantó el cúter para cortarlo, vio que le temblaba la mano.

Dejó el cúter con sumo cuidado y se echó hacia atrás.

Sí, sabía cuando se portaba como una borde, pensó. Y cuándo había llegado el momento de controlarse. Ahora. También sabía cuando debía una disculpa a dos de las personas a las que más quería, admitió para sí con un suspiro.

«Aunque se hayan portado como unas engreídas, que lo son, yo he sido la primera en portarme fatal».

Mac consultó el reloj y suspiró. Ahora no podía arreglar nada.

No podía sacarse ese peso de encima, y aún menos cuando Parker estaba enseñando la casa a unos clientes.

«Ofrecemos un servicio completo. Personalizamos cada uno de los detalles para adaptarlos a sus necesidades y a sus deseos para ese día. Les presento a nuestra fotógrafa, que está loca y es una borde, pero que documentará la jornada haciéndoles un reportaje fotográfico».

¿No era ese el comentario perfecto?

Mac fue al baño a lavarse la cara con agua fría. Eran sus amigas, se recordó. Tendrían que perdonarla. Era la norma.

Una vez se hubo serenado, Mac regresó a su estudio.

Dejó que el contestador atendiera sus llamadas y se concentró en la tarea que la ocupaba. Cuando terminó, decidió que los clientes nunca sabrían que su lote lo había organizado una borde que había tenido un ataque agudo de autocompasión. Cargó el material en el coche y fue a la casa principal.

Era verdad que tenían la obligación de perdonarla, pero primero ella tenía que pedirlo. Ésa era otra norma.

Siguiendo la fuerza de la costumbre, Mac entró por la puerta trasera. Se metió en la cocina y vio a Laurel trabajando en el obrador. Su amiga, con la mano firme y precisa de un cirujano, decoraba con las iniciales unos bombones con forma de corazón.

Mac, que sabía que no debía interrumpirla, guardó silencio.

—Te oigo respirar —dijo Laurel al cabo de un rato—. Vete.

—He venido a tragarme la chulería. No tardaré mucho.

—Más te vale. Tengo que hacer otros quinientos de éstos.

—Lo siento. Siento haberme portado así y siento haber dicho esas cosas. Sobre todo porque no las pienso. Me sabe mal haberme marchado de la reunión.

—Vale. —Laurel dejó el pincel y se volvió—. La pregunta es ¿por qué?

Cuando Mac intentó hablar, se le cerró la garganta. El repentino bloqueo le humedeció los ojos. Y con las lágrimas cayéndole por las mejillas, sólo fue capaz de sacudir la cabeza.

—Bueno, bueno… —Laurel se acercó a ella y la abrazó—. No pasa nada. Vamos, siéntate.

—Tienes que decorar con las iniciales quinientos corazones de chocolate.

—Mira, solo me quedan cuatrocientos noventa y cinco.

—Ay, Laurel, ¡qué idiota soy!

—Sí, eso es verdad.

Con rapidez y maestría, Laurel hizo sentar a Mac junto al obrador y le dio una caja de pañuelos de papel y un platito de corazones de chocolate todavía sin adornar.

—No puedo comerme tus dulces.

—Saben mejor que tu chulería, y me quedan muchos.

Mac, sorbiéndose la nariz, cogió uno.

—Son los mejores.

—Los de Godiva deberían echarse a temblar. ¿Qué ha pasado, cielo? ¿Se trata de tu madre? Se me encendió la luz —añadió al ver que Mac se quedaba callada—, justo después de marcharte indignada y ofendida.

—¿Por qué soy incapaz de digerir estas cosas, Laurel?

—Porque ella conoce el resorte que hay que activar. Da igual que las digieras o no, porque ella siempre contara con nuevos recursos para atacarte.

Mac tuvo que admitir que, en realidad, ese era el meollo de la cuestión.

—La situación nunca cambiará.

—Ella nunca cambiará.

—Quieres decir que tengo que cambiar yo —precisó Mac probando otro trozo de chocolate—. Ya lo sé. Y lo he hecho. Le he dicho que no. Le he dicho que no, y lo dije en serio, y habría seguido diciéndolo aunque Del no me hubiera quitado el teléfono de las manos para colgarle.

Laurel, que iba a coger un vaso, le lanzó una mirada.

—¿Del estaba contigo?

—Sí, vino a tomarme el pelo por lo de Carter, que es otro tema al que tendré que darle vueltas, y entonces ella llamó desde Florida pidiéndome dos mil dólares para poder quedarse una semana más y terminar su recuperación.

—Aplaudo a Del por lo de colgarle el teléfono a tu madre, pero habría tenido que venir a contárnoslo.

—Le pedí que no lo hiciera.

—¿Y qué? —exclamó Laurel—. Si tuviera un poco de sentido común, habría hecho lo que te convenía a ti, no lo que le pedías. Te habrías evitado pasar la noche revolcándote en tus desgracias para acabar despertándote como una gorgona.

Laurel le dejó un vaso de agua helada junto al chocolate.

—Bébetelo. Seguro que estas deshidratada. ¿Cuántas veces más te llamó después de que Del te dejara sola?

—No lo culpes a él. Dos. Y no contesté. —Mac dio un profundo suspiro—. Me sabe muy mal haberla tomado contigo.

—¿Para qué están las amigas?

—Esperemos que Parker también lo vea así. ¿Puedo llevarme unos bombones arriba para endulzar un poco la situación?

Laurel eligió del lote dos corazones de chocolate blanco.

—El chocolate blanco le pierde, y puede que necesites empezar con cierta ventaja. A mí me cabreaste. Y eso es fácil de arreglar. En cambio a ella la has herido en sus sentimientos.

—Ay, no.

—Imagino que será mejor que lo tengas en cuenta antes de entrar. Parker también está cabreada, pero vas a tener que cuidar de sus sentimientos.

—Vale. Gracias.

Conociendo como conocía a Parker, Mac fue directamente a la sala de reuniones. El «incidente» había tenido lugar allí y la lógica de Parker dictaba que en esa misma habitación tenía que celebrarse la segunda parte.

Tal como esperaba, Parker estaba en la mesa trabajando con su… BlackBerry. El fuego ya no era vivo, sino un agradable rescoldo; la botella de agua sin la que difícilmente se la veía había sustituido al café. Su amiga tenía el ordenador portátil abierto y, junto a él, un montón de archivos y listas en perfecto orden.

Si algo podía decirse de Parker era que siempre la pillarían preparada.

Cuando Mac entró en la sala, Parker apartó su BlackBerry. Tenía el rostro frío e inexpresivo. Era su expresión de «estoy muy atareada»; Mac la conocía de sobra.

—No digas nada. Por favor. Vengo a ofrecerte chocolate y a disculparme de todas las maneras posibles. Toma los que quieras, tanto de chocolate como de mis disculpas. Mi comportamiento ha sido manicomial, el de una imbécil. Te he dicho todo eso porque me dejo dominar por la estupidez. Como no puedo evitarlo, tendrás que perdonarme. No te queda otro remedio. —Mac dejó el plato encima de la mesa—. Te los he traído de chocolate blanco.

—Ya lo veo. —Parker estudió en silencio el rostro de su amiga. Aunque no la conociera de toda la vida, habría visto en su expresión las señales de un reciente ataque de llanto—. ¿Pretendes entrar aquí y decir que lo sientes después del trabajo que me he tomado para poder pelearme contigo hasta hacerte morder el polvo?

—Sí.

Pensándoselo, Parker eligió un corazón de chocolate blanco.

—Doy por sentado que ya has hablado de todo esto con Laurel.

—Sí, por eso te traigo chocolate. Se lo he confesado. Lo he echado casi todo fuera, pero si no te comes los corazones para demostrarme que hemos hecho las paces, voy a empezar otra vez. Es como un símbolo. Los hombres se dan la mano después de una pelea. Nosotras comemos chocolate.

Sin apartar la mirada de Mac, Parker mordió el corazón.

—Gracias, Parker —dijo Mac dejándose caer sobre una silla—. Me siento como una idiota.

—En principio, ya me vale. Pero aclaremos las cosas. Si tienes algún problema con mi manera de dirigir Votos, hemos de hablarlo. Elige: de tú a tú o en grupo.

—No, Parks. ¿Cómo voy a tener problemas con eso? ¿Cómo podría tenerlos cualquiera de nosotras? Tanta repetición resulta monótona, pero todas sabemos por qué hay que hacerlo. Del mismo modo que sabemos que gracias a que tú te pones machacona y te ocupas de mil y un detalles, las demás podemos centrarnos en nuestro propio trabajo. Si puedo dedicarme a lo que me dedico (y lo mismo les ocurre a Em y a Laurel), es porque tú piensas en todo lo demás. Incluido el hecho de revisar todo lo que hacemos nosotras para poder sacar el máximo partido a las bodas.

—No he sacado yo el tema para que me adules —dijo Parker tomando otro trozo de chocolate—. Pero sigue, sigue.

«Volvemos a ser amigas», pensó Mac estallando en carcajadas.

—Está claro que eres obsesiva, y que tu memoria para los detalles da un poco de miedo. Claro que gracias a eso, rendimos a tope. No quiero hacer tu trabajo, Parks. Ninguna de nosotras querría. Me comporté como una burra, como una imbécil, y fui a por ti para hacerte daño. —Mac echó un vistazo a los archivos—. Esto son dossieres, ¿verdad? Documentos, análisis de costes y otros temas antipáticos.

—Me había preparado para chafarte como a una pulga.

Mac hizo un gesto de asentimiento y eligió un corazón de chocolate negro.

—Mejor comamos bombones.

—Desde luego.

—Dime, ¿cómo ha ido la visita?

—Los novios han venido con las madres y una tía. Ah y con una niña pequeña.

—¿Con un crío?

—Era la nieta de la tía. Monísima… y corría como el demonio. Ayer fueron a ver Felfoot Manor y la semana pasada, Swan Resort.

—Van a lo grande ¿Piensan que estamos a su altura?

—Quieren reservar un sábado del mes de abril del año que viene. Un sábado entero.

—¿Lo hemos conseguido? ¿Con un paseo y un discursito? ¿Una doble reserva?

—No cantes victoria todavía —Parker cogió la botella y bebió un sorbo de agua—. La MDNA, la que iba con un fabuloso bolso de Prada colgado del hombro y con el talonario dentro, quiere conocernos a todas. Quiere una entrevista completa antes de comprometerse. Tiene algunas ideas.

—Vaya…

—No, sus ideas son buenas, incluso puede que esto se convierta en un evento importantísimo, en una celebración que despierte el interés del público. El padre de la novia es Wyatt Seaman, de Muebles Seaman.

—¿Los Seaman de «Haremos de su casa un hogar»?

—Los mismos, y su esposa considera que valemos mucho. Un mucho que todavía no se ha decidido a escribir en mayúsculas. De todos modos, le haremos una presentación que será el no va más. —El desafío iluminó el rostro y la mirada de Parker—. Después, esa mujer sacara el talonario de su maravilloso bolso de Prada y nos dará una paga y señal que hará que entonemos un aleluya de todo corazón.

—Y bailaremos.

—Y bailaremos.

—¿Cuándo es la presentación?

—Dentro de una semana. Tendrás que inventar otros paquetes, que sorprendan. Vieron el taller de Emma y les encantó el discursito que les soltó. Pero como tú te habías puesto de culo, no quise llevarlos a tu estudio.

—Muy inteligente por tu parte.

—De todos modos, con tus muestras conseguimos que la madre se hiciera una idea. El próximo lunes le hablaremos de las fotos que has publicado en las revistas. Y… ya sabes exactamente lo que tienes que hacer.

—Lo haré.

Parker le paso uno de los archivos por encima de la mesa.

—Aquí tienes un resumen para que sepas con quien estamos tratando. He entrado en Google y te doy cuatro referencias, además de la programación actualizada de las tres próximas celebraciones.

—Me lo empollaré.

—Hazlo. —Parker le pasó una botella de agua—. Y ahora dime qué te ha pasado.

—Me dio un ataque de Lindaítis. Pero me ha bajado la fiebre y ya me encuentro bien.

—No sería para pedirte dinero, si hace nada que… —Parker se interrumpió al observar la expresión de Mac—. ¿Otra vez?

—Le dije que no, y se lo repetí. Entonces Del le colgó el teléfono.

—Así se hace. Viva mi hermano —exclamó Parker orgullosa—. Me alegro de que estuviera contigo cuando te llamó. De todos modos, Del podría moverse de otra manera y no sólo colgarle el teléfono. En el terreno legal. Puede que ya haya llegado el momento, Mac.

Mac se quedó ensimismada mirando el fuego.

—¿Tú serías capaz de hacer algo así si se tratara de tu madre?

—No lo sé. Probablemente. Soy más mezquina que tú.

—Yo también lo soy.

—Soy yo la mezquina, Laurel es la quisquillosa y Emma la metomentodo. Tú estás entre Laurel y Em. Entre las cuatro, cubrimos toda la gama —dijo Parker cogiendo a Mac de la mano—. Por eso trabajamos tan bien en equipo. ¿Por qué le dijiste a Del que no me lo contara?

—¿Cómo sabes que se lo pedí?

—Porque si no, me lo habría dicho.

Mac suspiró.

—No quería que entrarais en la espiral de Linda. Luego me deprimí y empecé a dar vueltas al asunto; me desperté convertida en la Reina de las Bordes y terminé metiéndoos de todas maneras en el fregado.

—La próxima vez ahórrate la parte intermedia y recuerda que nos encanta meternos en tus fregados.

—Oído cocina. Antes de ir a ganarme el sustento y a convertirme en un miembro productivo del equipo quiero hacerte una pregunta: ¿te acostarías con Carter Maguire?

—Mujer… No me lo ha pedido. ¿Me invitaría a cenar primero?

—Lo digo en serio.

—Yo también. No esperará que me meta en su cama sin haber salido a cenar primero. Pero si estuviéramos hablando de ti —dijo Parker gesticulando con la botella de agua en la mano— tendría que preguntarte si lo encuentras sexualmente atractivo.

—No puedes acostarte con todos los tíos que te parecen sexualmente atractivos. Aun con cena incluida.

—Es cierto, no nos daría tiempo a hacer nada más. Está claro que te gusta, que piensas en él, que le dedicas tiempo… y que estas valorando si quieres sexo con él.

—Ya he practicado el sexo antes.

Parker se rindió y se comió el otro corazón de chocolate blanco.

—Eso he oído.

—No entiendo que en el tema del sexo, esté tan colgada por Carter. Tendría que liquidar esto. Acostarme con él y punto final. A otra cosa, mariposa.

—Eres una romántica, Mackensie. Siempre lo ves todo de color de rosa.

—Eso es lo que pasa cuando te dedicas al negocio de organizar bodas.

No le venía muy bien pasar por la academia de camino a su próxima entrevista. De todos modos le quedaba un poco de tiempo antes de la cita y, y además no había devuelto la llamada de Carter, lo cual era una grosería por su parte ¿Qué tenía de malo detenerse a saludarlo?

Mac supuso que estaría dando clases. Espiaría un poco… para comprobar «eso» que quería comprobar y le dejaría una nota en el despacho principal. Pensaría en algo divertido y fresco y así la pelota que no paraban de lanzarse iría a parar a su tejado.

¿Había tanto silencio en los pasillos cuando ella estudiaba? ¿Existía ese eco que hacía que sus pasos restallasen como disparos?

La escalera que ahora subía era la misma que había recorrido una docena de años atrás. En una vida anterior. Hacía tanto de eso que no acababa de imaginarse en esa época y sólo tenía un vago recuerdo de su persona, como quien altera una foto hasta dejarla borrosa.

Le pareció que caminaba en compañía de una sombra de sí misma, llena de recursos y posibilidades.

Una sombra que no tenía miedo.

¿Qué había sido de esa chica?

Mac se acercó a la puerta del aula y atisbó por la ventanilla. Su aire taciturno se esfumó de repente.

Carter iba vestido con la chaqueta de tweed, una camisa, una corbata y un suéter de pico. Por suerte, no llevaba las gafas puestas, porque entonces Mac habría babeado de lujuria.

Carter se apoyó en la mesa con una leve sonrisa. Prestaba atención a una estudiante que, a juzgar por la expresión de su cara y sus gestos, hablaba apasionadamente.

Vio que él asentía, tomaba la palabra y luego se centraba en otro alumno.

Estaba enamorado, comprendió. Enamorado del momento y de todos los momentos que habían hecho posible lo que estaba pasando en el aula. Estaba metido hasta el cuello. ¿Lo sabían sus alumnos?, se preguntó. ¿Comprendían esos chicos que se entregaba a ellos en cuerpo y alma?

¿Entendían, eran capaces de entender, esos jóvenes temerarios, que aquella entrega absoluta era un milagro?

Mac se sobresaltó cuando sonó el timbre y se llevó la mano al corazón para controlar sus latidos. Chirrido de sillas, cuerpos que se levantaban como accionados por un resorte. Apenas logró quitarse de en medio antes de que la puerta se abriera de golpe.

—Leed el tercer acto para mañana porque lo discutiremos en clase. Y esto también va por ti, Grant.

—Jolín, doctor Maguire…

Mac esquivó la estampida, aunque logró ponerse en un ángulo que le permitió ver a tres estudiantes acercándose a su mesa. Carter no los despachó con prisas, sino que se puso las gafas («Que alguien me ayude») para repasar un trabajo que uno de sus alumnos le había entregado.

«Mackensie —pensó con las hormonas aceleradas—, estás metida en un lío».

—Hoy has planteado algunas cuestiones interesantes, Marcie. Veamos si mañana podemos tratarlas cuando discutamos el tercer acto. Me interesa… —Carter la vio acercarse al umbral. Mac se fijó en que él parpadeaba y se quitaba las gafas para observarla detenidamente—. Decía que me interesaría saber tu opinión.

—Gracias, doctor Maguire. Hasta mañana.

El aula se vació y los pasillos se llenaron de ruido. Carter dejó las gafas encima de la mesa.

—Mackensie.

—Estaba en el barrio y he recordado que no te había devuelto la llamada —dijo acercándose a su mesa.

—Prefiero que hayas venido.

—Yo también lo encuentro más interesante. Hoy te veo muy arreglado.

Carter desvió la mirada cuando ella dio un tirón al nudo de la corbata.

—Ah, he tenido una reunión de profesores esta mañana.

—¿Tú también? Espero que fuera mejor que la mía.

—¿Cómo dices?

—Nada. Agua pasada no mueve molino.

—Sí mueve, en general. A menos que haya sequía.

—Claro. Me ha gustado verte en tu entorno natural.

—¿Quieres que vayamos a tomar un café? Ésta es mi última clase del día. Podríamos…

—Carter, iba a pillar una… —Un hombre bajito, con unas gafas con montura de concha y una cartera abultada colgada al hombro, entró en el aula. Se detuvo atónito al ver a Mac—. Oh, lo siento. No quería interrumpir.

—Humm… Mackensie Elliot. Uno de mis colegas: Bob Tarkinson.

—Encantada —dijo Mac mientras Bob, tras las gafas, abría unos ojos como platos—. ¿Enseñas literatura?

—¿Literatura? No, no. Estoy en el departamento de matemáticas.

—Me gustaban las mates. Sobre todo la geometría. Me gusta imaginar ángulos.

—Mackensie es fotógrafa —explicó Carter, y entonces recordó que Bob ya lo sabía. Y quizá incluso algo más.

—Claro. Fotografía, ángulos… Bien. Estooo, tú y Carter ibais a enfilar el sendero que llevaba al aparcamiento de las visitas…

—Estábamos pensando en ir a tomar un café —se apresuró a aclarar Carter—. Nos veremos mañana, Bob.

—Bueno, podría… Ah, claro, claro… —A la primera andanada, Bob captó el mensaje—. Mañana. Encantado de conocerte, Mackensie.

—Adiós, Bob. —Mac se volvió hacia Carter.

Bob aprovechó la oportunidad para dedicar a Carter una amplia sonrisa y levantar los pulgares con aire entusiasta antes de marcharse…

—Decía… el café.

—Me encantaría, pero voy a ver a una clienta. Cuando termine, iré a casa a hacer los deberes. Tengo que empollar para un examen.

—Ah, ¿cómo?

—Un pedido importante y un cliente de bandera. Se impone una presentación súper pluscuamperfecta. Tenemos una semana para prepararla y conseguir el contrato. Pero si has terminado por hoy, podrías acompañarme al coche.

—Claro.

Mac esperó a que Carter cogiera el abrigo.

—Ojalá hubiera traído unos libros para que me los pudieses llevar. Cerraría el círculo nostálgico que siento cuando estoy aquí. Aunque no recuerdo que algún chico cargara alguna vez con mis libros.

—Nunca me lo pediste.

—Oh, si entonces hubiéramos sabido lo que sabemos ahora… Se te veía muy bien allí dentro, doctor Maguire. Y no me refiero a tu uniforme de profesor. Enseñar te sienta bien.

—Ah, bueno. En realidad estaba moderando un debate. Eran ellos quienes hacían todo el trabajo. Eso es más bien dirigir.

—Carter, di «gracias».

—Gracias.

Salieron al exterior y bajaron los escalones de entrada para enfilar el sendero que llevaba al aparcamiento de las visitas.

—Los adolescentes nunca tienen frío para salir. —Observó Mac.

Los jóvenes se repartían por el césped, se sentaban en los peldaños de piedra y conversaban por grupos en el aparcamiento.

—Me dieron el primer beso allí mismo. —Mac señaló la esquina del edificio—. John C. Prowder me plantificó uno justo después de la reunión para las previas de un partido. Tuve que ir a buscar a Parker y a Emma después de la quinta clase para explicarles en el baño de las chicas lo que me había pasado con todo detalle.

—Te vi besándolo una tarde, de pie, en la escalinata. Se me rompió el corazón.

—Si lo hubiéramos sabido entonces… Voy a tener que recompensarte. —Se volvió hacia él, le pasó los brazos por la nuca y lo besó en los labios. Le dio un beso al amparo de la academia, mientras los fantasmas se revolvían en los pasillos y mudaban los viejos sueños.

—Vía libre, doctor Maguire —gritó alguien mientras los otros silbaban de aprobación.

Mac, con una expresión de alegría, dio otro tirón a su corbata.

—Ahora he destrozado tu reputación.

—O la has mejorado de golpe. —Carter carraspeó cuando llegaron al coche—. Supongo que estarás ocupada toda la semana con la propuesta.

—Sí lo estaré —afirmó Mac mientras él le abría la portezuela—. Pero saldré a tomar el aire.

—Podría invitarte a una cena casera. El jueves, si puedes salir entonces a tomar el aire.

—¿Sabes cocinar?

—No estoy muy seguro. He hecho una apuesta.

—No estoy en contra de las apuestas, sobre todo cuando se trata de comida. ¿A las siete en tu casa?

—Perfecto. Te daré mi dirección.

—Sabré encontrarte —dijo Mac subiendo al coche—. Cuenta conmigo para el postre. —Y casi se quedó sin aire de la carcajada que dio al ver su expresión—. No estaba haciendo una metáfora para referirme al sexo, Carter. Hablaba de traer un postre. Achucharé a Laurel para que me prepare algo.

—Comprendido. Pero que sepas que me encantan las metáforas.

Mac sacudió la cabeza mientras se alejaba. Más puntos para el profesor. Tenía hasta el jueves para decidir si se conformaba con un trozo del pastel de crema italiano de Laurel o se inclinaba por la metáfora.