8

Mac invirtió sus buenas cuatro horas en las pruebas, el PhotoShop y las copias finales. El trabajo la mantenía centrada y la equilibraba. Ni hablar de soñar despierta con atractivos profesores de literatura cuando tenía clientes esperando que diera lo mejor de sí, porque era eso lo que se merecían.

Buscó equilibrar el color, potenciando o matizando la saturación para expresar cierto estado de ánimo, una emoción.

Retocó una foto muy natural en que se veía a los novios riendo mientras salían por el pasillo central de la iglesia, cogidos de la mano, y los resaltó borrando el fondo para que sólo se les viera a los dos.

Los dos solos, pensó, locos de alegría en esos primeros instantes de su matrimonio. Lo que los rodeaba, difuminado, como si fuera un sueño, y sus rostros, sus movimientos, la unidad que formaban, destacados.

Luego ya volverían las voces, los movimientos, las peticiones, los parientes… Pero en ese instante, en esa imagen, ellos eran un todo.

Satisfecha, añadió algún que otro detalle accesorio y un poco de grano, antes de sacar una prueba en papel para comprobarla.

A continuación, la imprimió y la examinó en busca de defectos.

Y al final, como solía hacer, la añadió al pedido. Un regalito para los recién casados. Cambió de terminal de trabajo, desempaquetó la combinación del álbum que sus clientes habían elegido y empezó a paginar las imágenes que ilustraban la historia de esa jornada.

Repitió el mismo proceso con los álbumes más pequeños y con las fotos que habían elegido los padres.

A continuación se instaló en el otro ordenador y diseñó las acostumbradas tarjetas de agradecimiento con el retrato que el cliente había escogido. Empaquetó las tarjetas en unidades de veinticinco, las ató con una fina cinta blanca y decidió descansar un rato.

Todavía tenía que orlar y enmarcar una docena de retratos que la pareja había elegido para colgar y para regalar.

«Lo haré hoy mismo», pensó Mac mientras se levantaba para estirarse. Estaba en racha, y se pondría en contacto con los clientes la mañana siguiente para acordar la entrega o la recogida.

Mac se dejó caer hacia delante, con los brazos colgando, y cuando oyó que llamaban a la puerta, dijo:

—Está abierta.

—Sigues sin tener culo.

Mac giró la cabeza y vio a Delaney del revés.

—Sabía que vendrías.

—He pasado a entregar unos papeles y ponerme al día con Parker antes de ir a casa de Jack a ver el partido. —Del se quitó el abrigo y lo lanzó sobre el sofá—. Dime, ¿qué tal el vino?

—Muy bueno, gracias, señor Encantador.

—Tú y Carter Maguire, ¿eh? —Del entró en la cocina como Pedro por su casa. Mac oyó que abría la nevera, y también que hablaba indignado—. Mac, si no tienes culo, ¿por qué solo compras Coca-cola light?

—Para sacarme de encima a los gorrones como tú. —La joven se irguió cuando Del entraba en la sala tirando de la lengüeta de una lata.

—A caballo regalado… He oído que tú y Carter os habéis liado porque su hermana es clienta vuestra.

—Por esa razón volvimos a vernos.

—Y le pusiste las tetas por delante a la primera ocasión.

Mac arqueó las cejas.

—Éstas no son las palabras de Parker, que es tu fuente. Si te vas a comportar como una adolescente, ¿por qué no nos sentamos a hacernos trencitas mientras cotilleamos?

—Tienes el pelo corto —respondió Del bebiendo un sorbo del refresco y esbozando una mueca—. Ecs. En fin, volvamos al tema. Un hombre tiene derecho a sentir curiosidad por los tíos que se acercan a su hermanita honoraria y a desconfiar de ellos.

Mac fue a buscar una Coca-cola para ella.

—La otra noche salimos a cenar. Y por lo que me parece, es lo que suele hacer la gente desde tiempos inmemoriales.

—Y esa fue la segunda cita, según mi fuente anónima. No cuento la de las tetas. —Del arqueó las cejas.

—No le puse las tetas por delante. Lo que ocurrió era que iba sin blusa en ese momento, pervertido.

—Así me llaman. Y por tu manera de escurrir el bulto, me pregunto si esto irá en serio.

—No escurro el bulto. ¿Qué problema tienes con Carter?

—No tengo ningún problema con él, salvo que tú eres tú y él es un hombre. Carter me gusta. —Del se encogió de hombros y se sentó en el brazo del sofá—. Siempre me ha gustado. No había coincidido con él desde su regreso. Hasta ayer por la noche. He oído que estuvo liado con Corrine Melton, una que trabajó para un cliente de Jack; Jack dice que es una rompepelotas.

—¿Qué sabes de ella?

—Ajá, ahora sí veo que va en serio…

—Cállate y cuéntamelo todo.

—Hacer las dos cosas a la vez es imposible.

—Vamos, Del.

—No sé nada. Solo sé que Jack le tenía tirria y que parece ser que ella le tiró los tejos mientras todavía estaba liada con Carter, cosa que ahora supongo que ha cambiado.

—¿Cómo es? ¿Es guapa?

—Joder, Mac. Ahora eres tú la que se porta como una adolescente. No tengo ni idea. Pregúntale a Jack.

Frunciendo el ceño, Mac señaló hacia la puerta.

—Si no tienes nada sabroso que contarme, acábate la Coca-cola y márchate. Estoy trabajando.

Del le sonrió, con esa luminosa y potente sonrisa de Brown.

—Es que me lo estoy pasando tan bien…

—Si no le echas salsa, no esperes nada de mí.

En ese momento sonó el teléfono. Mac miró la pantalla y reconoció el número.

—Mac, fotógrafa de Votos.

—¡Mackensie! Saludos desde la hermosa y soleada Florida.

—Mama… —La joven se llevó un dedo a la sien e hizo el gesto de dispararse con el pulgar.

Del volvió a dejar el abrigo en el sofá. Los amigos no se abandonan en los malos trances. Y si era Linda quien estaba al teléfono, Mac terminaría hecha polvo.

—Me lo estoy pasando tan bien… ¡Me siento una mujer nueva!

—¿De quién es este teléfono?

—Ah, es de Ari. He olvidado el mío en mi habitación y ahora estamos en la piscina. Bueno, yo estoy en la piscina. Él ha ido a ver por qué tardan tanto con las bebidas. Es un amor. ¡Se está de fábula aquí! Tengo un tratamiento dentro de un rato, pero primero tenía que hablar contigo, por eso Ari me ha prestado su teléfono. Es un caballero.

«Caray —exclamó Mac para sus adentros—. Casi lo había previsto».

—Me alegra que lo estés pasando bien.

—Ha sido una sorpresa para mí. Para mi salud y bienestar, para mi bienestar mental, emocional y espiritual. Necesito una semana más.

Mac cerró los ojos.

—No puedo ayudarte.

—¡Claro que puedes! Mi vida, tengo que terminar con esto. Si no, cuando vuelva a casa verás como vuelvo a hundirme. Y no habrá servido de nada, será como si hubieras tirado el dinero. Necesito que me envíes mil dólares. Bueno, dos mil para estar más segura. Necesito realizarme.

—No me queda más dinero. —Mac pensó en el trabajo que acababa de hacer, en las cuatro horas que llevaba trabajando ese domingo.

—Pues factúraselo a alguien —propuso Linda con una voz estridente—. Como si te hubiera pedido que vinieras corriendo con efectivo en el bolsillo, por el amor de Dios. Solo tienes que llamar a recepción, darles los datos de tu tarjeta de crédito y ellos se encargarán de todo. Es así de simple. Ya les he dicho que llamarías, así que…

—No es posible que sigas haciéndome esto —se quejó Mac con la voz rota—. No puedes esperar que siga pagando y pagando… Yo…

Mac se sobresaltó al notar que Del le quitaba el teléfono de la mano.

—¿Linda? Hola, soy Delaney Brown. Lo siento, Mackensie ha tenido que ocuparse de otro asunto.

—No habíamos terminado.

—Sí, habíais terminado, Linda. No sé a qué la estás obligando, pero te ha dicho que no. Ahora déjala, que tiene trabajo.

—No tienes ningún derecho a hablarme así. ¿Crees que como eres un Brown, como tienes dinero, eso te da derecho a meterte entre mi propia hija y yo?

—No, creo que tengo derecho porque soy amigo de Mac. Que pases un buen día. —Del colgó y se volvió hacia Mac. La tristeza asomaba a los ojos de ella—. No llores —le ordenó.

Mac hizo un gesto de negación, fue a refugiarse en sus brazos y hundió el rostro en su pecho.

—Maldita sea, maldita sea, ¿por qué dejo que me trate así?

—Porque si tuvieras elección, serías una buena hija, una hija cariñosa. Pero ella no te da la oportunidad. Es por su culpa, Mac. ¿Se trata de dinero?

—Sí, otra vez el dinero.

Del le acarició la espalda.

—Has hecho lo correcto. Has dicho que no. Sigue así. Y ahora quiero que me prometas que no vas a contestar al teléfono si… cuando vuelva a llamar. Si no me das tu palabra, te sacaré a rastras de aquí y te obligaré a ir a casa de Jack a ver el partido.

—Te lo prometo. No habría contestado si hubiera reconocido el número. Mi madre utilizó el teléfono de un tal Ari y llamó al número de la empresa. Sabe cómo dar conmigo.

—Filtra tus llamadas, al menos durante un tiempo, hasta que estés segura de quién es, ¿de acuerdo?

—Sí, de acuerdo. Gracias, Del. Gracias.

—Te quiero, cariño.

—Ya lo sé —respondió Mac inclinándose hacia atrás y sonriéndole—. Yo también te quiero. Ve a ver el partido de fútbol. Y no se lo digas a Parker. Si lo necesito, ya lo haré yo.

—Vale. —Del recogió su abrigo—. Cuenta conmigo…

—Te llamaré. Ésta es otra cosa que te prometo.

Mac no podía ponerse a trabajar, todavía no, al menos hasta que se hubiera aclarado las ideas y pudiera centrarse otra vez. Por otro lado, regodearse en el victimismo, montándose su fiesta privada de autocompasión con globos y serpentinas, no solucionaría nada.

«Ve a dar una vuelta —se dijo—. Funcionó el otro día con Carter. Veamos si funciona ahora que estoy sola».

No caía la tarde y tampoco nevaba, pero el aire era puro y hacía frío. «Aunque las demás están metidas en casa, están cerca de mí. Si quiero o necesito compañía, puedo ir a buscarla. Pero no es el momento, todavía no».

Se acordó de los comederos para pájaros, tomó una lata de alpiste y salió a la nieve. Se estaba acabando, notó Mac al rellenarlos. Habría que apuntarlo en la lista de la compra.

«Diez libras de alpiste. Un litro de leche. Una nueva espina dorsal».

Lástima que no pudiera comprar eso último en el súper. Necesitaba una nueva tras haber batallado con Linda Elliot Meyers Harrington.

Tapó la lata y se encaminó hacia el estanque. Se detuvo bajo uno de los sauces llorones. Sacudió la nieve de un banco que había debajo del telón de flexibles ramas y se sentó a pasar el rato. La tierra seguía alfombrada de blanco, pero el sol había desnudado las ramas y los árboles se alzaban, como los huesos del invierno, hacia un cielo color tejano viejo y descolorido.

Podía ver el cenador con los rosales, blanco como la nieve, con los tallos entrelazados, retorcidos, punzantes de espinas. Y más allá, la pérgola, repleta de durmientes glicinias.

Mac suponía que la imagen transmitía paz; el color y la vida aletargados durante el invierno. Sin embargo, en ese momento, en ese preciso instante, la única palabra que le vino a la mente fue «soledad».

Se levantó y se dirigió a su casa. Se encontraría mejor trabajando. Si cometía errores, lo reharía todo una y otra vez hasta que cambiara su estado de ánimo.

Pondría música, y la pondría muy alta, para no tener que oír sus propios pensamientos.

Ahora bien, cuando abrió la puerta, oyó el llanto y la voz quejumbrosa de su madre.

«No entiendo cómo puedes ser tan fría, tan insensible. Necesito que me ayudes. Solo unos días más, Mackensie. Solo…».

Por suerte, el contestador bloqueó la llamada.

Mac cerró la puerta y se quitó el abrigo. ¿Trabajar? ¿A quién pretendía engañar?

Se aovilló en el sofá y se echó una mantita por encima. Se prometió que dormiría para olvidar las penas. Dormiría y se despertaría como nueva.

Cuando el teléfono volvió a sonar, Mac se acurrucó a la defensiva.

—Por favor, no, por favor, déjame tranquila. Déjame en paz, te lo pido. Dame un respiro.

«Ah, hola. Soy Carter. Debes de estar trabajando, habrás tenido que salir o… ja… no te apetece hablar».

—No puedo hablar —murmuró la joven desde el sofá—. Es que no puedo. Habla tú. Háblame.

Mac cerró los ojos y dejó que la voz de Carter la sosegara.

Carter estaba en la ciudad, en casa. Cuando colgó el teléfono, un gato de pelo rojizo y de tres patas al que llamaba Tríada saltó a su regazo. Carter le rascó las orejas con aire ausente mientras pensaba que ojalá hubiera podido hablar con Mac. Aunque hubiese sido solo un minuto. Porque ahora no seguiría sentado pensando en ella en lugar de dedicarse a sus tareas dominicales.

Tenía que ocuparse de la colada y preparar las clases del día siguiente. Le faltaba corregir unos cuantos exámenes y leer y dar su visto bueno a los proyectos de relatos de su clase de escritura creativa. Todavía no había terminado su artículo sobre «Las mujeres de Shakespeare: la dualidad», ni prestado la más mínima atención al cuento que estaba escribiendo.

Por si fuera poco, lo esperaban a cenar en casa de sus padres.

Carter no podía dejar de pensar en ella, y se dio cuenta de que, por desgracia, eso no cambiaba las cosas en absoluto.

—Primero la colada —le dijo a Tríada mientras lo dejaba en el asiento que había abandonado.

Se metió en el claustrofóbico fregadero que había al lado de la cocina y puso una primera lavadora. Estaba a punto de prepararse una taza de té, cuando frunció el ceño.

—Si quiero, puedo tomarme un café. No hay ninguna ley que diga que no puedo tomarme una maldita taza de café por la tarde. —Y se puso a prepararlo con un aire de desafío que, bien pensado y aunque no hubiera nadie mirándole, resultaba ridículo. Dejó funcionando la lavadora y se llevó el café a la habitación pequeña del piso de arriba donde había instalado su despacho.

Se puso a corregir exámenes y suspiró cuando se vio obligado a poner un insuficiente a uno de sus alumnos más brillante y perezoso también. Iba a tener que sermonearlo. Mejor no postergarlo, decidió, y escribió debajo de la nota: «Ven a verme después de clase».

Cuando sonó el programador de la lavadora, bajó a poner la ropa húmeda en la secadora y a llenar la lavadora con la siguiente tanda.

De vuelta a su mesa, evaluó las redacciones de sus alumnos. Hizo comentarios, sugerencias, correcciones. Añadió en rojo unas palabras de ánimo y consejo. Le encantaba ese trabajo: ver cómo sus alumnos usaban la cabeza, organizaban sus pensamientos y creaban su propio mundo.

Cuando terminó con la colada y el trabajo, todavía le quedaba más de una hora para matar el tiempo antes de salir a cenar.

Por entretenerse, se conectó a internet en busca de recetas.

No porque fuera a invitarla a cenar. Sólo por si acaso. Si se le iba la olla y decidía seguir los consejos de Bob, le iría bien contar con un plan. Un guión, por así decirlo.

«Nada demasiado llamativo o complicado —pensó—, porque seguro que meto la pata, pero tampoco demasiado básico o sencillo. Si vas a cocinar para una mujer, ¿no hay que esforzarse un poco y pasar del microondas?».

Imprimió unas cuantas recetas y se anotó varios posibles menús. Y también vinos. A Mac le gustaba el vino. Él no sabía del tema, pero podía aprender. Cuando terminó, lo metió todo en un archivo.

Probablemente la invitaría a ver una película. A disfrutar de una noche de peli y pizza. Algo informal, sin agobios ni expectativas. Eso era lo que seguramente debería hacer, pensó saliendo del despacho y entrando en su dormitorio para cambiarse de camisa.

Aunque… tampoco estaría mal pensar en comprar unas velas, o quizá unas flores. Miró alrededor y se la imaginó allí mismo. A la luz de las velas. Imaginó que la acostaba en su cama, que la sentía moverse debajo de él, que observaba su rostro iluminado bajo esa luz, que la tocaba, la saboreaba…

—¡Joder!

Tras respirar hondo, Carter desvió los ojos hacia el gato, que a su vez le sostuvo la mirada.

—Mac tiene razón. El sexo es algo bestial.

La casa de Chestnut Lane, con su gran patio y sus árboles crecidos, había sido una de las razones por las que Carter había abandonado su puesto en Yale. La añoraba (con sus persianas azules, las blancas tablas de madera, el sólido y resistente porche y las altas buhardillas), y también a la gente que la habitaba.

No es que fuera a la casa con mayor asiduidad que cuando vivía y trabajaba en New Haven, pero le satisfacía saber que podía aparecer por allí cuando le apeteciera. Entró en el recibidor y se fijó en que Chauncy, el Cocker spaniel de la familia, estaba aovillado en el sofá del salón.

Tenía prohibido subirse a los muebles, y el animal lo sabía, por eso su mansa expresión y el esperanzado movimiento de su cola fueron su modo de implorarle silencio.

—No he visto nada —susurró Carter, y siguió su camino hacia la habitación principal y el bullicio. Distinguió el olor del asado de ternera de su madre, oyó las carcajadas de su hermana pequeña y el griterío y las maldiciones acaloradas de los hombres.

«El partido no ha terminado», decidió.

Se detuvo en el umbral para estudiar la escena. Su madre, huesuda, robusta como una roca firme de Nueva Inglaterra, removía el contenido de una olla al fuego mientras Sherry, acodada en el mármol junto a ella, hablaba a mil por hora gesticulando con una copa de vino en la mano. Su hermana mayor, Diane, estaba de pie, con los brazos en jarras, mirando por el ventanal. Observaba a sus dos hijos, abrigados hasta las cejas, deslizarse en un trineo por el patio trasero en pendiente.

En el otro extremo de la barra donde desayunaban, su padre, su cuñado y Nick vociferaban frente al televisor. El fútbol le daba dolor de cabeza o lo adormecía, y por eso Carter eligió pasarse al bando de las chicas. Se acercó a su madre por la espalda y le dio un beso en la coronilla.

—Creía que te habías olvidado de nosotros. —Pam Maguire le dio a probar una crema de guisantes que hervía a fuego muy lento.

—Tenía que acabar un par de asuntos. Está rica —dijo él tras probar obedientemente la sopa.

—Los niños han preguntado por ti. Imaginaban que te encontrarían en casa y que os daría tiempo de probar los trineos.

El tono de Diane traslucía un leve tono de censura. Carter, que sabía lo mucho que le gustaba quejarse a su hermana, fue a darle un beso en la mejilla.

—Me alegro de volver a verte.

—Toma un poco de vino, Carter. —Sherry, detrás de Diana, le dirigió una mirada cómplice—. De todos modos, no podemos comer hasta que haya terminado el partido. Y aún falta mucho.

—En casa no retrasamos una cena familiar por culpa de los deportes —criticó Diane.

Eso explicaba que su cuñado aprovechase las normas más relajadas de los Maguire, pensó Carter.

De repente, mientras su madre tarareaba removiendo la crema, los forofos del fútbol americano, como un solo hombre, saltaron de las sillas y del sofá para gritar.

Habían anotado un touchdown.

—¿Por qué no te tomas una copita de vino, Di? —Pam escurrió la cuchara con unos golpecitos y ajustó la intensidad del fuego—. Los niños están bien. Piensa que hace más de diez años que no hemos tenido una avalancha. ¡Michael, tu hijo ha llegado!

Mike Maguire alzó un dedo mientras celebraba con el otro puño que el jugador acabara de conseguir un punto extra.

—¡Ha sido buena! —Michael sonrió a su hijo. Su pálida tez irlandesa, sofocada de alegría, destacaba bajo su pulcra barba plateada—. ¡Los Giants ganan por cinco puntos!

Sherry dio una copa a Carter.

—Como por aquí lo tenemos todo bajo control, y por allí también controlan —añadió gesticulando hacia los sitios más alejados de la barra—, ¿por qué no te sientas y nos cuentas todo lo que hay que saber de ti y de Mackensie Elliot?

—¿Mackensie Elliot? ¿La fotógrafa? ¿De verdaaad? —exclamó Pam arrastrando la última sílaba.

—Creo que iré a ver cómo acaba el partido.

—Ni pensarlo. —Sherry lo acorraló contra la barra—. He oído decir que alguien os vio a los dos en plan íntimo en el Café de la Amistad.

—Tomamos un café. Y hablamos. Es lo que se hace en el Café de la Amistad.

—Luego alguien me dijo, que alguien le había dicho, que estuvisteis en Los Sauces en un plan más íntimo anoche. ¿Y eso?

«Sherry siempre anda oyendo lo que oyen los demás», pensó Carter cansinamente. Su hermana era como un radiotransmisor.

—Hemos salido un par de veces.

—¿Estás saliendo con Mackensie Elliot? —preguntó Pam.

—Eso parece.

—¿La misma Mackensie Elliot con quien soñaste durante meses cuando ibas al instituto?

—¿Cómo sabes que yo…? —«Qué imbécil soy», pensó. Su madre se enteraba de todo—. Solo fuimos a cenar. No es una noticia de interés nacional.

—Para nosotros, sí —lo corrigió Pam—. Podías haberla invitado a venir esta noche. Ya sabes que siempre hay comida de sobra.

—Nosotros no… no es… No hemos llegado al punto de cenar en familia. Sólo fuimos a cenar. Hemos salido una única vez.

—Dos, si cuentas el café —lo corrigió Sherry—. ¿Volverás a verla?

—Es posible. Puede. —Carter metió las manos en los bolsillos y se inclinó hacia delante—. No lo sé.

—He oído hablar muy bien de ella, y parece que es muy buena profesional. Si no, no estaría organizando la boda de Sherry.

—¿Verdad que es la hija de Linda Elliot? Creo que ahora se llama Barrington.

—No conozco a su madre. Sólo fui a cenar con ella.

La noticia había arrancado a Diane de la ventana.

—Es Linda Barrington, estoy segura. Su hija es amiga íntima de los Brown, de Emmaline Grant y de esa otra. Tienen una empresa que organiza bodas.

—Supongo que es ella, sí —reconoció Carter.

—Linda Barrington —pronunció Diane tensando la mandíbula y apretando los labios con el gesto familiar de desaprobación que ya le conocía Carter—. Es la mujer que tuvo un lío con Stu Gibbons y le destrozó el matrimonio.

—No veo qué culpa tiene la chica de lo que haga su madre —dijo Pam abriendo el horno para comprobar el asado—. Y fue Stu quien rompió su propio matrimonio.

—He oído decir que obligó a Stu a abandonar a Maureen, y cuando él se negó, fue a contárselo en persona a su mujer. Maureen despellejó vivo a su marido durante el divorcio. No seré yo quien diga nada en contra. Y después, resultó que Linda ya no estaba interesada.

—¿Estamos hablando de Mackensie o de su madre? —preguntó Pam.

Diane se encogió de hombros.

—Sólo digo lo que sé. La gente comenta que siempre anda en la búsqueda de un nuevo marido, sobre todo si está casado con otra.

—Yo no salgo con la madre de Mackensie —aclaró Carter con un tono tan calmado y frío que encendió una chispa de indignación en los ojos de Diane.

—¿Y quién ha dicho eso? Aunque ya conoces el refrán: de tal palo, tal astilla. Vale más que andes con cuidado, eso es todo; no vayas a caer en manos de otra Corrine Melton.

—Di, ¿por qué tienes que ser tan mala pécora? —preguntó Sherry.

—Ya me callo.

—Buena idea.

Pam alzó los ojos al techo cuando su hija mayor, airada, fue a apostarse en la ventana.

—Está de mal humor desde que ha llegado.

—Está de mal humor desde el día en que nació —murmuró Sherry.

—Basta ya. Es una chica muy guapa, si no recuerdo mal. Me refiero a Mackensie Elliot. Y como decía antes, he oído hablar muy bien de ella. Su madre es una persona problemática, de eso no hay duda. Recuerdo que su padre era encantador, pero que siempre andaba lejos. Se necesita empeño y una gran voluntad para triunfar sin que nadie te haya dado una base para ello.

—No todos tienen la suerte que tuvimos nosotros.

—Tienes toda la razón del mundo Diane, llama a los niños y diles que entren a lavarse las manos. Faltan dos minutos para sentarse a la mesa.

Durante la cena comentaron el partido, la obra de teatro que su sobrina estaba ensayando en la escuela, varios detalles de la boda y las ganas locas que su sobrino tenía de adoptar un cachorro, y al ver el rumbo que tomaba la conversación, Carter se relajó.

Su relación con Mac, si es que a eso se le podía llamar relación, no se trató en la mesa.

Nick retiró los platos, gesto con el que se había ganado el afecto de Pam desde su primera cena en familia. Mike se retrepó en su silla y, mirando la larga mesa del comedor de invitados a la que estaban sentados, tomó la palabra.

—Tengo que anunciaros una cosa.

—¿Vas a regalarme una mascota, abuelo?

Mike se acerco a su nieto y le susurró:

—Dame más tiempo para convencer a tu madre. —Y volvió a apoyarse en el respaldo—. Vuestra madre y yo celebraremos nuestro aniversario el mes que viene. Ya sabes que sigues siendo mi enamorada —añadió guiñando un ojo a su mujer.

—He pensado que quizá te gustaría celebrar una fiesta íntima en el club —empezó a decir Diane—. Sólo la familia y los amigos íntimos.

—Buena idea, Diane, pero mi novia y yo vamos a celebrar nuestros treinta y seis años de bendición conyugal en la soleada España. Es decir, si ella accede a ir conmigo.

—¡Michael!

—Se que tuvimos que posponer el viaje que habíamos planeado hace un par de años, cuando acepté ser jefe de cirugía. Me he reservado dos semanas en febrero que no son negociables. ¿Qué te parece, cariño? Vayamos a comer paella.

—Dame cinco minutos para hacer la maleta y voy contigo.

—Podéis levantaros todos de la mesa —dijo el padre haciendo una señal a sus hijos.

Aquélla, pensó Carter, era otra de las razones por las que había regresado a casa.

La constancia.