7

Compró unas flores. Al principio se sintió molesto, porque su primera intención había sido llevarle unas flores. Las instrucciones de Bob, sin embargo, transformaron su simple gesto en un complejo y esencial acto simbólico tan sembrado de complicaciones que decidió ahorrarse el paso.

Una de sus mejores amigas era florista, ¿no? Mackensie podía alfombrar su estudio con flores si le apetecía.

Luego empezó a preocuparle que si no le llevaba las dichosas flores, a lo mejor daría un paso en falso en el terreno de las citas amorosas, infringiría una de esas normas que no están escritas pero que todo el mundo respeta. Así que en el último momento dio marcha atrás. Afortunadamente había destinado tiempo de sobra al trayecto hasta la casa de Mackensie… por si se encontraba con mucho tráfico o se veía involucrado en un choque de cinco coches en cadena saldado con una multitud de heridos.

Entró volando en un supermercado y se quedó examinando, reflexionando y cuestionándose sobre las flores que había expuestas hasta que el sudor le perló la frente.

A Bob, estaba seguro, se le habría ocurrido algún comentario sarcástico sobre el hecho de elegir flores en un supermercado.

Pero ya era demasiado tarde para ir a una floristería y no podía presentarse deprisa y corriendo en casa de Emma implorándole piedad.

Deseó que todo hubiera quedado en un simple café. Habían charlado muy a gusto, lo habían pasado bien. «Y a partir de ahora, tú por tu camino y yo por el mío. Se acabó». Todo esto era demasiado complicado, demasiado intenso. Sin embargo, ya no podía llamarla inventando una excusa, ni siquiera aunque fuera capaz de mentir con gracia y salirse airoso. Y las probabilidades de conseguirlo eran mínimas, por no decir nulas.

¿Verdad que la gente siempre quedaba para salir? ¿Y que era difícil que alguien muriera por practicar esta actividad? Eligió un ramo que le pareció sencillo y vistoso y se puso en la cola de la caja rápida.

«Son alegres —pensó con cierto resentimiento—. Huelen bien». Le pareció que las dos garberas que había en el ramo alegraban la vista.

—No veo ninguna de las temibles rosas —musitó. Aquéllas rosas que, según la Ley de Bob, significaban básicamente que pedía a Mackensie que se casara con él y fuese la madre de sus hijos.

Por lo tanto, había acertado con esas sencillas flores.

Aunque quizá fueran demasiado sencillas.

Una cajera de mirada amable le dedicó una breve sonrisa.

—¡Qué bonitas! ¿Va a dar una sorpresa a su mujer?

—No, no. No estoy casado.

—Ah, serán para su novia.

—No exactamente. —Carter sacó con torpeza la cartera mientras la cajera pasaba el ramo por el lector—. Quería… ¿Puedo preguntarle si estas flores son apropiadas para una cita? Es decir, para regalarlas a la mujer que invito a cenar.

—Claro que sí. A casi todo el mundo le gustan las flores, ¿no? Sobre todo a las chicas. Pensará que es usted un encanto, y además detallista.

—Pero no me verá demasiado… —«Detente, ahora que estás a tiempo», se dijo Carter.

La cajera tomó el dinero que él le daba y le devolvió el cambio.

—Aquí tiene. —La joven puso el ramo en una bolsa de plástico transparente—. Que pase una noche agradable.

—Gracias. —Más relajado, Carter regresó al coche. Si no se podía confiar en la cajera de la cola rápida del supermercado, ¿en quién podía uno confiar?

Consultó el reloj y calculó que, a menos que hubiera un accidente mortal, aún iba bien de tiempo. A pesar de que se sentía como un idiota, sacó del bolsillo la lista que el servicial Bob le había impreso y tachó «Comprar flores (rosas no).».

A continuación había unas cuantas sugerencias a modo de saludo o para trabar conversación, como, por ejemplo, «Estás preciosa», «Qué vestido tan bonito» o «He visto estas flores y he pensado en ti».

Carter volvió a meterse la lista en el bolsillo antes de que cualquiera de esas frases se le grabara en el cerebro. Pero le dio tiempo a fijarse en el decreto de Bob que le ordenaba sintonizar la radio del coche en una emisora de melodías clásicas o de jazz suave y bajar el volumen.

—Terminaré matando a Bob —murmuró Carter.

Condujo unos kilómetros obsesionado con la música de fondo hasta que apagó la radio de un manotazo. A la mierda. En ese momento giró por la larga y sinuosa entrada que conducía a la propiedad.

—¿Y qué pasa si no lleva un vestido? —musitó, porque a pesar de todos sus esfuerzos la lista de Bob le venía a la cabeza. Por desgracia, esa pregunta desplazó a Bob de sus pensamientos y le vino la imagen de Mac con unos pantalones negros y un sujetador blanco—. No me refiero a esto. Maldita sea… Quiero decir que a lo mejor se ha arreglado de otra manera y no lleva un vestido. ¿Qué le digo entonces?: «Unos pantalones muy bonitos». Modelo, modelo, piensa en la palabra «modelo». Un modelo precioso. Joder, cállate ya.

Rodeó la casa principal y siguió el estrecho sendero que conducía a la de Mac.

Las luces de las dos plantas estaban encendidas y la casa entera resplandecía. A través los generosos ventanales de la planta baja vio el estudio, con unos focos y un telón azul oscuro que sujetaban unas grandes pinzas plateadas. Frente al telón había una mesita con dos sillas. Y en ella, unas refulgentes copas de vino.

¿Significaba eso que Mac quería tomar primero una copa?

No había calculado el tiempo para una copa. ¿Y si cambiaba la reserva? Salió del coche y enfiló el sendero de entrada. Y entonces regresó al automóvil para recoger las flores, que había dejado olvidadas en el asiento delantero.

Deseó que la velada hubiera terminado. Con todas sus fuerzas. Con un nudo en el estómago, Carter se obligó a llamar. Quería que llegara la mañana siguiente, que fuera una tranquila mañana de domingo. Corregiría exámenes, leería y pasearía. Volvería a su cómoda rutina.

En ese momento, Mac abrió la puerta.

Carter ni se fijó en lo que llevaba puesto. Lo único que vio fue su cara. Siempre se trató de su cara… esa piel nívea y suave, enmarcada por unos cabellos brillantes y salvajes, unos ojos verdes de bruja y el inesperado encanto de unos hoyuelos.

Se dio cuenta de que no deseaba que terminara la noche. Quería que empezara.

—Hola, Carter.

—Hola, Mackensie. —No recordó ninguna de las frases que Bob le había apuntado en la lista y le ofreció el ramo—. Son para ti.

—Eso esperaba. Entra. —Mac cerró la puerta tras él—. Son preciosas. Me encantan las garberas. Son alegres. Voy a ponerlas en agua. ¿Quieres tomar algo?

—Ah… —Carter echó un vistazo a la mesa—. Si era lo que habías pensado…

—¿Lo dices por esto? No, esto ha sido el plató de la sesión de esta tarde. —Mac fue a la cocina y le indicó que la siguiera—. He hecho unas fotos de compromiso. A unos forofos del vino. De hecho, ella escribe para una revista de enología y él es crítico gastronómico. Por eso quise recrear el ambiente de un bar de degustación de vinos. —Tomó un jarrón y desenvolvió las flores.

—Es fantástico que diseñes las fotografías según de quién se trate. A Sherry le encantaron las suyas.

—Fue fácil. Una pareja locamente enamorada haciéndose carantoñas en el sofá.

—Sólo es fácil si comprendes instintivamente que Sherry y Nick no irían a un bar sofisticado a tomar unos vinos ni se sentarían en el suelo rodeados de libros… y con un gato enorme.

—El enlace Mason-Collari. Lo han publicado hoy, ¿verdad? ¿Siempre buscas la sección de bodas y compromisos en el periódico?

—Sólo desde nuestro reencuentro.

—¡Qué dulce eres!

Como nadie había usado jamás ese adjetivo para hablar de él, Carter se quedó sin saber qué decir.

Mac colocó el jarrón sobre el mármol de la cocina.

—Éstas flores me darán ánimos mañana por la mañana, incluso antes del café.

—La cajera del supermercado me dijo que te gustarían. Tuve una pequeña crisis y ella me ayudó a resolverla.

A Mac le divirtió el comentario y se le marcaron unos hoyuelos en las mejillas.

—Uno siempre puede contar con la cajera del supermercado.

—Es lo que pensé.

Mac salió de la cocina y fue a recoger el abrigo que estaba en uno de los brazos del sofá.

—Ya estoy lista. Cuando quieras.

—Perfecto. —Carter le cogió el abrigo y, mientras la ayuda a ponérselo, ella lo observó de reojo.

—Cada vez que haces esto, pienso que me gustaría llevar el pelo largo para que pudieras sacármelo del abrigo.

—Prefiero que lo lleves corto. Así se te ve el cuello. Tienes un cuello muy bonito.

Mac se volvió y se quedó mirándolo.

—¿Nos vamos a cenar?

—Sí. Ya he reservado. A las siete y media en…

—No, no, digo que salimos a cenar para que no interpretes que vamos a quedarnos. Necesito sacarme esto de encima para poder disfrutar de la cena sin estar dándole vueltas todo el rato.

Mac se puso de puntillas, lo tomó por la nuca y posó sus labios, suaves y cautivadores, sobre los de él. Carter sintió un estremecimiento de placer. Tuvo que controlar la necesidad de estrecharla como la primera vez, de dejar salir todo su deseo reprimido. Le acarició el cuerpo, por desgracia dentro del abrigo, hasta que ese estremecimiento perdió intensidad.

Mac se apartó, y un bello rubor encendió su piel nívea de porcelana.

—Tienes talento para esto, profesor.

—He pasado mucho tiempo imaginando que te besaba… otra vez. Y hace poco he vuelto a pensarlo. Quizá es por eso.

—Puede que tengas un don. Vale más que nos marchemos o me olvidaré de la cena.

—No espero que tú…

—Quién sabe.

Al ver que Carter se quedaba anonadado, Mac lo empujó hacia la salida y abrió la puerta.

Su presencia llenó el coche. Tal como lo había imaginado. Su olor, su voz, su risa… Su genuina presencia. Por muy raro que pareciera, se le calmaron los nervios.

—¿Nunca traspasas el límite de la velocidad?

—Da rabia, ¿verdad? —Carter la miró y cuando vio que ella lo observaba divertida, se le escapó una sonrisa—. Si paso un poco del límite, me siento como si fuera un delincuente. Corrine decía…

—¿Corrine? —preguntó Mac al ver que Carter se interrumpía.

—Una mujer a quien le fastidiaba mi manera de conducir. —«Y todo lo demás, por lo que parece», pensó él.

—Una antigua novia.

—Nada serio. —«¿Por qué no habré encendido la radio?».

—Mira, como noto que es un misterio, tengo más curiosidad que nunca. Te hablaré yo primero de uno de mis ex… para que todo vaya más rodado. —Mac se volvió hacia él y Carter notó su verde mirada zumbona—. ¿Qué te parece si te hablo de la estrella novel del rock, el tío que se parecía a Jon Bon Jovi a través del filtro del enamoramiento? En el físico, no en el talento. Se llamaba Greg, pero le gustaba que lo llamaran Rock. En serio.

—¿Rock qué más?

—Ah, solo Rock. Como Prince, o Madonna. En fin, a los veinte me parecía que estaba buenísimo y era guay y, dominada por mi delirio sexual, le eché tiempo, ganas y dinero y saqué unos primeros planos de él y de su conjunto, fotos de grupo, fotos para su CD, que se producían ellos mismos. Yo me encargaba de conducir la furgoneta, les hice de fan y me lancé a la carretera con ellos. Duró más de dos meses. Hasta que lo pillé morreándose a lo bestia con el bajista del grupo. Un tío llamado Dirk.

—Vaya, qué triste…

—¿He percibido una nota de sarcasmo en tu voz?

—No, si a ti te hizo daño.

—Me destrozó. Durante cinco minutos, como mínimo. Luego estuve cabreada durante semanas. Le serví de coartada al muy cabrón. Pero me gustó enterarme de que ahora vende electrodomésticos en Stamford. Y no es que se dedique a la línea blanca, estoy hablando de licuadoras y gratinadores.

—Me gustan los gratinadores.

Mac se echó a reír. Carter giró y entró en un aparcamiento.

—Los Sauces… Buena elección, Carter. La comida siempre es deliciosa. Laurel trabajó aquí como chef de repostería antes de fundar Votos, y un tiempo después, cuando empezábamos a despegar.

—No lo sabía. Vine hace un par de meses, y esa vez iba con…

—Corrine.

—No —rectificó Carter con una tímida sonrisa—. Con un par de amigos que me montaron una cita a ciegas. Fue una noche muy extraña, pero la comida, como has dicho, fue deliciosa.

Carter salió del coche y fue a abrirle la puerta, pero Mac se apeó antes de que él llegara. Cuando ella le dio la mano con naturalidad, el corazón empezó a latirle con fuerza.

—¿Qué significa que la noche fue extraña?

—Ésa mujer tenía una voz que sonaba como un violín al que no han untado el arco con colofonia. Sé que es injusto hablar así, pero es tal cual te lo digo. Además acababa de empezar una dieta sin carbohidratos, sin calorías y sin sal. Pidió una ensalada sin aliñar y se pasó la noche comiendo una hoja, una ramita de apio, una viruta de zanahoria… Me desorientó.

—Pues yo zampo como una vaca.

—Cuesta de creer.

—Observa y verás.

Cuando iban a entrar, la puerta se abrió de par en par y salió un hombre con el abrigo desabrochado y sin sombrero, guantes ni bufanda. El viento azotó su pelo oscuro, que enmarcó alborotado un rostro atractivo a morir. Miró a Mac y una sonrisa iluminó sus ojos azul medianoche.

—Hola, Macadamia… —La aupó por los codos y le plantó un beso en los labios—. «De todos los cafés y locales del mundo, aparece en el mío»… ¿Carter? —Soltó a Mac de golpe y tendió la mano calurosamente al profesor—. ¿Cómo estás, sinvergüenza?

—Muy bien, Del. ¿Y tú?

—Bien. Cuánto tiempo… ¿Qué estáis haciendo aquí?

—Nos han dicho que daban de comer y hemos pensado que entraríamos a comprobarlo.

Del sonrió a Mac.

—Me parece un buen plan. Así que venís a cenar. Juntos. No sabía que fuerais pareja.

—No lo somos —dijeron los dos a la vez.

Carter carraspeó.

—Hemos venido a cenar.

—Sí, eso ha quedado claro. Yo he venido a tomar una copa rápida por un asunto de trabajo y voy a casa de unos amigos que viven al otro lado de la ciudad. Si no, entraría y me tomaría otra copa con vosotros, que siempre hay que interrogar a los testigos. Pero tengo que irme. En otra ocasión será.

Mac se quedó mirando a Delaney Brown mientras este se dirigía a toda velocidad al aparcamiento.

—¿Quién era ése? —dijo, haciendo reír a Carter.

Cuando entraron, Mac se preguntó si Carter había pedido el reservado del rincón que les dieron o habían tenido suerte.

Ofrecía cierto matiz de intimidad que contrastaba con el aire distinguido pero informal del restaurante. Rechazó el ofrecimiento de tomar un cóctel porque prefería vino en la cena. Sin apenas prestar atención a la carta que tenía delante, se volvió hacía Carter.

—¿Volviste a ver al violín quejoso que solo comía ensalada?

—No creo que ninguna de las dos partes estuviera interesada.

—¿Sueles tener citas a ciegas?

—Ésa fue la primera y la última vez. ¿Y tú?

—Jamás. Qué miedo. Es más, las cuatro hicimos un pacto hace años: nunca intentaríamos emparejar a las otras. Y ha funcionado de fábula. Dime, doctor Maguire, ¿te interesa compartir conmigo una botella de vino?

Carter le pasó la carta de los vinos.

—Elige tú.

—Así hablan los valientes. —Mac abrió la carta para estudiarla—. No entiendo de vinos, solo de fotografía, pero veo que tienen un shiraz que me gusta.

Antes de que terminara la frase, el camarero ya se había acercado a su mesa con una botella de shiraz.

—Aquí el servicio es excelente —comentó Mac.

—¿Señor Maguire? El señor Brown ha telefoneado y le pide que acepte esta botella con sus saludos. Si le apetece otra, elija usted mismo.

—Éstos hermanos Brown… —murmuró Mac con un gesto de impotencia—. Siempre la clavan. Me encantaría tomar una copa, gracias. ¿Te parece bien? —le preguntó a Carter.

—Claro. Ha sido un detalle fantástico por su parte.

«Lo es —pensó Mac, y también un guiño sutil. A la que pueda me atacará sin piedad».

No comió como una vaca en opinión de Carter, pero tampoco eligió enfrentarse a una triste ensalada durante noventa minutos. Le gustaba el modo en que movía la copa de vino o agitaba el tenedor cuando hablaba. Y el hecho de que pinchara un trocito de su lubina para probarla sin preguntarle si le importaba.

Lo cierto era que no le importaba, pero el hecho de no pedir permiso resultaba más… íntimo.

—Ten, prueba un trocito de entrecot —ofreció Mac cortándole un pedazo.

—No, gracias.

—¿Te gusta la carne roja?

—Sí.

—Pruébala. Será como comer un mar y montaña.

—De acuerdo. ¿Quieres un poco de arroz?

—No. No entiendo cómo le puede gustar a nadie. En fin, volviendo al tema que nos ocupa, hiciste que los de tu clase de literatura inglesa vieran Fuera de onda para que reflexionaran sobre la modernidad de Emma, de Jane Austen.

—Eso demuestra que la literatura, que las historias que narra, no son algo estancado; que los temas, la dinámica e incluso los usos y costumbres sociales de Emma pueden ser trasladados al mundo moderno.

—Ojalá hubiera tenido profesores como tú. ¿Te gustó? Me refiero a Fuera de onda.

—Sí, es inteligente.

—Me encanta el cine. Anoche tuvimos programa doble, pero me pasé con el pastel de pollo y me quedé dormida durante Tú la letra, yo la música. La de Hugh Grant —aclaró Mac gesticulando con la copa de vino en la mano—. Sentido y sensibilidad. ¿La viste?

—Sí. Creo que es una adaptación preciosa que respeta el original. ¿Lo has leído?

—No. Ya lo sé, es terrible. Pero sí he leído Orgullo y prejuicio. Me encantó. Tengo la intención de releerlo ahora que imagino a Colin Firth como el señor Darcy, o sea que genial. ¿Cuál es la adaptación cinematográfica de un libro que te gusta más?

—¿Mi favorita? Matar a un ruiseñor.

—Ah, Gregory Peck… Leí el libro —añadió Mac—. Es fantástico, y Gregory Peck… ay, Atticus Finch. El padre perfecto. Ésa escena del final, cuando ella… ¿cómo se llama?

Scout.

—Eso, cuando oímos la voz en off de Scout adulta y lo vemos a él a través de la ventana, sentado junto a la cama de su hijo. Me emocionó. Es tan bonita… De niña imaginaba que Atticus era mi padre. O Gregory Peck, cualquiera de los dos me servía. Allí estaría él cuando despertara por la mañana. Supongo que es algo que nunca he superado. Una lástima.

—No creas. No sé cómo debe de ser crecer sin padre. ¿Ves al tuyo a menudo?

—No, casi nunca. Y cuando lo veo y ha pasado tiempo, lo encuentro maravilloso, cariñosísimo. Lo disfruto tanto como puedo, y luego sufro cuando se va y se olvida de mí. Es una persona imprevisible. Hay que vivir el momento con él, si no, no existes.

—Eso duele.

—Sí. Siempre duele. Y como tema, es demasiado deprimente para una cena tan agradable como ésta. Hablemos de otra cosa. Dime qué otra adaptación te ha gustado.

Carter deseó acariciarle el pelo y pasarle el brazo por la espalda, pero como no era ese el consuelo que ella quería, empezó a estrujarse el cerebro.

—Cuenta conmigo.

Mac frunció el entrecejo intentando situar la película.

—No la conozco. ¿Quién escribió el libro: Steinbeck, Fitzgerald, Yeats?

—Stephen King. Está basada en su novela corta El cuerpo.

—¿De verdad? ¿Lees a King?

—A mí me pone la carne de gallina, pero no puedo resistirme.

—¡Espera! ¿Es esa de unos chicos, unos muchachos que hacen dedo para ir a reconocer a alguien, a un muerto, que al parecer murió atropellado por un tren? Me acuerdo. Kiefer Sutherland hace el papel de un matoncillo. Está soberbio.

—Trata de la amistad y la lealtad. De hacerse adulto, de permanecer juntos.

—Tienes razón —concluyó Mac estudiando su expresión con interés—. Es tal cual lo dices. Apuesto a que, como profesor, eres increíble.

—Sólo de vez en cuando.

Mac apartó su plato y se inclinó hacia delante con la copa de vino en la mano.

—¿A qué te dedicas cuando no estás dando clases, leyendo o viendo películas basadas en novelas o en novelas cortas?

—Eso lleva mucho tiempo.

—¿Golf, escalada, sellos?

Carter sonrió e hizo un gesto de negación.

—No.

—¿Espionaje internacional, pintar acuarelas, cazar patos?

—Tuve que abandonar el espionaje internacional fatigado de tanto viaje. Soy muy aburrido.

—No, no lo eres. Y créeme si te digo que estoy esperando que lo seas.

—Ah… ¿debería darte las gracias?

Mac se acercó a él, le tocó el brazo y volvió a arrellanarse en la silla.

—Bueno, Carter, ahora que te has permitido… caray… beber casi tres cuartas partes de tu única copa de vino…

—Tengo que conducir.

—A la velocidad permitida… Es hora de que me hables de Corrine.

—Ah, ya… poco puedo contarte.

Y Mac lo vio; captó su sutil parpadeo.

—Te hizo daño. Lo siento. Soy insensible y una metomentodo.

—No. Y créeme si te digo que estoy esperando que lo seas.

Mac sonrió.

—Mira qué mono y listo es él. ¿Por qué no pides el postre para que primero me haga la inflexible y luego pueda comerme tu otra mitad?

Alargaban el momento. Mac había olvidado la sensación de cenar con un hombre con quien pudiera mantener una conversación larga e hilvanada. Una persona que escuchara, que le prestase atención… tanto si estaba pensando en si habría premio al final la noche como si no.

Él la obligaba a pensar. Y la divertía. «Maldita sea, este hombre es un encanto, con su estilo tranquilo y nada estudiado».

Además, cuando él se puso las gafas para leer la carta, Mac notó que un calorcillo le subía por todo el cuerpo.

—¿Quieres ir a algún otro lugar? —preguntó Carter cuando ya volvían al coche—. Creo que es demasiado tarde para un cine. ¿Te apetece que vayamos a un bar de copas?

—Fui la otra noche con las chicas. —«Otro día será», pensó dándose cuenta de que andaba muy equivocada al suponer que Carter Maguire no encajaría en un club—. Vale más que vuelva a casa. Ésta semana me he quedado levantada hasta tarde y mañana tendré que ponerme al día en el trabajo.

Carter le abrió la portezuela.

—¿Querrás volver a verme?

Mac sintió un nudo en el estómago al oír la pregunta, por lo que implicaba y por el modo en que se la había hecho. «Me da el control. Terrible».

—Lo pensaré.

—Muy bien.

Cuando Carter entró en el coche y arrancó, Mac se volvió hacía él.

—Dime cinco razones por las que quieras que volvamos a vernos.

—¿Quieres oírlas por orden de importancia?

Maldita sea, maldita sea… Aquél hombre le gustaba mucho.

—No. Quiero una cosa rápida; di lo primero que te pase por la cabeza.

—Vale. Me gusta cómo hablas. Me gusta tu aspecto. Quiero conocerte mejor. Quiero acostarme contigo. Y cuando estoy contigo, siento.

—¿Qué sientes?

—Sólo siento.

—Buena respuesta —dijo la joven al cabo de un rato—. Muy buenas todas ellas.

—¿Me dices ahora tus cinco razones?

—Todavía las estoy pensando. Pero para ser sincera, te diré que se me dan bien las citas, pero saco mala nota en mis relaciones.

—No lo entiendo. ¿Cómo es posible si tienes tres relaciones, con tus amigas, que te han durado toda la vida? Son relaciones muy profundas.

—No practico el sexo con ellas.

—Una manera interesante de quitarte la responsabilidad de encima, pero ten en cuenta que la intimidad sólo es un aspecto más de las relaciones que van más allá de la amistad. No las define.

—Vamos, Carter, el sexo es bestial. Por no hablar del trabajo que cuesta mantener una relación de esta clase. Piensa en el sexo un minuto.

—Dudo que sea inteligente mientras conduzco.

—¿Y si llegamos a eso y es un auténtico fracaso? ¿Qué pasa entonces?

—Bueno, yo aplicaría la regla básica que dice que casi todo mejora con la práctica. Y yo estoy dispuesto a practicar bastante.

—Muy agudo. Pero cuando no es un fracaso, las cosas empiezan a complicarse.

Carter se quedó mirándola.

—¿Eres de las que siempre encuentran problemas?

—Sí, en este campo, sí. No me llevo bien con ninguno de mis ex. No quiero decir que piense: «Odio el aire que respira y ojalá sufra cuando se muera, o si no, que se condene por toda la eternidad a vender gratinadores», pero cuando la relación termina, dejo de conectar con ellos. Y tú me gustas.

Carter condujo un rato en silencio.

—Deja que lo resuma. Yo te gusto, y crees que si hay sexo entre los dos y la cosa no va bien, dejaremos de gustarnos. Si va bien en cambio, las cosas se complicarán y acabaremos por no gustarnos.

—Parece una burrada dicho así.

—Da que pensar.

Mac sofocó la risa.

—Estás hecho un listillo, Carter. Eres sutil y astuto, pero también un jodido listillo. Y eso me gusta.

—A mí me gusta que tú no seas especialmente sutil. Por lo tanto, supongo que esta relación va directa al fracaso.

Mac le dirigió una mirada asesina, aunque la curva de sus labios la contradecían. Carter aparcó al llegar a su estudio y le sonrió.

—Cuando estoy contigo, la cabeza no para de darme vueltas, Mackensie. Y cuando no te tengo delante, también. —Salió del coche y la acompañó hasta la puerta—. Si mañana te llamo, ¿crees que estaré forzando las cosas?

No. —Mac le sostuvo la mirada mientras metía la mano en el bolso buscando las llaves—. Estoy pensando en pedirte que entres.

—Pero…

—Oye, se supone que soy yo quien tiene que poner los peros.

—Y eres muy libre. Pero no es una buena idea. Todavía. Porque cuando… si nos acostamos —se autocorrigió Carter—, no será para demostrar una teoría o encontrar una respuesta. Creo que tendrá que ser porque los dos nos deseemos.

—Como veo que eres un hombre racional, Carter, será mejor que me des un beso de buenas noches.

Carter se inclinó y tomó el rostro de ella entre sus manos. Los dedos largos, pensó Mac. Fríos al contacto con su piel. Ojos de un color suave, intensos, expresivos cuando la miraba. Transcurrieron unos segundos, y el corazón de la joven se puso a latir antes de notar el roce de sus labios.

Suave, dulce, hasta que su desbocado corazón suspiró.

Su piel y su sangre se encendieron cuando él la atrajo hacia sí e intensificó su beso, con un susurro, hasta que todo se volvió borroso.

Mac se dejó llevar, y el largo y grave suspiro que se le escapó era de rendición. Carter quería tocarla, sentir sus hermosos pechos en las manos, acariciarle la espalda, notar la excitación de tener sus piernas ceñidas en torno a él. Deseaba más cosas de las que desearía un hombre racional.

Sin embargo, dio un paso atrás y se contentó con pasarle el pulgar por el labio inferior.

—Esto podría ser una equivocación —dijo Mac. Entró en su casa rápidamente y se quedó apoyada en la puerta. Entonces se preguntó si el error no habría sido no haberle pedido que entrara, o saber que se lo pediría al cabo de poco tiempo.