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«Hay mañanas en que necesitas algo más que una galleta Pop-Tarts y un subidón de cafeína», decidió Mac para sus adentros. Suponía que se había ahorrado la miseria de una resaca («Gracias a Carter Maguire») pero los centímetros caídos de nieve reciente significaban que habría que echar mano de la pala. Y para eso necesitaba combustible de verdad. Sabiendo dónde lo encontraría, se puso las botas, se embutió en el abrigo y salió al jardín.

Y regresó inmediatamente para ir a buscar la cámara.

La osada y fulgurante luz de un cielo azul intenso centelleaba sobre un mar quieto y blanco. Ése mar inmaculado, virgen, se extendía a sus pies cubriéndolo todo. Ahogando el paisaje. Los arbusto se habían convertido en unas criaturas jorobadas que cruzaban el océano helado, y las rocas que formaban la laguna de la piscina eran como una barricada destrozada.

Tomó una bocanada de aire —el frío era como diminutas esquirlas de cristal— y luego lo dejó escapar formando unas nubecillas gélidas mientras encuadraba la arboleda, transformada ahora en un palacio invernal.

Los paisajes y las imágenes de postal raramente la inspiraban.

Ahora bien, el blanco y negro, tan matizados ambos, y el contraste de luz y sombra bajo un cielo azul casi salvaje requerían su momento. Todas esas formas y texturas, las ramas sepultadas y las cortezas llenas de encaje ofrecían infinitas posibilidades.

La magnífica y maravillosa casa sobresalía del mar como una isla elegante y grácil.

Mac se dirigió a la mansión, experimentando con los ángulos, aprovechando la luz, centrándose en las chispeantes bolas algodonosas de las azaleas que florecerían al llegar la primavera.

Captó un movimiento, y cuando se giró para observarlo con atención, vio un cardenal que se dirigía a la rama nevada de un arce. Se quedó allí posado, una mancha aislada de rojo vívido, y empezó a trinar.

Mac se agachó y enfocó con el zoom para no tener que acercarse más y arriesgarse a fastidiar la foto. ¿Era el mismo pájaro que se había estrellado contra la ventana de la cocina? En cualquier caso, parecía ileso y con el plumaje intacto, posado, cual singular llama, sobre una rama de encaje blanco.

Captó el instante e hizo tres fotografías seguidas cambiando tan solo ligeramente de ángulo. Había clavado la rodilla izquierda en el suelo y la nieve le empapó los tejanos.

De repente, el ave emprendió un vuelo rasante por el mar helado, atravesó la brillante luz y desapareció.

Emmaline, la preciosa Emmaline, con un abrigo viejo azul marino y una gorra y una bufanda blancas, se acercaba caminando por la nieve.

—No sabía cuánto rato tenía que esperarme ahí de pie, si hasta que tú terminaras o hasta que el condenado pájaro saliera pitando. ¡Qué frío hace aquí!

—Me encanta el invierno. —Mac volvió a poner en posición la cámara y, tras encuadrar a Emma en el visor de la lente, disparó.

—¡Ni se te ocurra! Estoy horrible.

—Estás monísima. Y estas botas Ugg de color rosa son una preciosidad.

—¿Por qué las compré rosas? ¿En qué estaría yo pensando? —Emma hizo un gesto de impotencia cuando llegó junto a Mac y las dos juntas retomaron el camino de la casa—. Te imaginaba ya en la cocina incordiando a Laurel para que preparara el desayuno. ¿No fuiste tú quien me llamó hace casi una hora para soltarme «tortitas»?

—Sí y ahora somos dos a incordiar. Lo que pasa es que me he entretenido. Esto es maravilloso: la luz, los tonos, las texturas… En cuanto al condenado pájaro… la propina.

—Estamos a siete grados bajo cero y, por muchas tortitas que comamos, se nos va a helar el culo de quitar tanta nieve con la pala. ¿Por qué no estaremos siempre en verano?

—Porque en verano no hay tortitas. Crepes, quizá, pero no es lo mismo.

Emma dio unos puntapiés para quitarse la nieve de sus Uggs rosas, y dirigiendo una mirada torva a su amiga, abrió la puerta.

Mac olió el aroma a café al instante. Se desembarazó de la ropa de abrigo, dejó la cámara con cuidado encima de la secadora y entró a grandes zancadas para dar a Laurel un abrazo de los que cortan la respiración.

—Sabía que podía contar contigo.

—Te he visto por la ventana jugando a la amante de la naturaleza y me he imaginado que vendrías a mendigar unas tortitas. —Laurel, con el pelo sujeto hacia atrás con unos clips y las mangas remangadas, pesaba harina.

—Te quiero, y no solo por tus tortitas en días nevados.

—Bien, pues entonces pon la mesa. Parker ya se ha levantado y está contestando el correo.

—¿Ha pedido que vengan a quitar la nieve? —preguntó Emma—. Hoy tengo tres entrevistas.

—La del aparcamiento, sí. Se sobreentiende que no hay tanta como para llamar a la tropa. Del resto, nos encargaremos nosotras.

Emma hizo un mohín de fastidio.

—Odio quitar la nieve a paletadas.

—Pobre Em —exclamaron a la vez Mac y Laurel.

—Brujas.

—Hoy tengo una historia para desayunar. —Dejándose llevar por el placer de la improvisada sesión de fotos y la inmediata perspectiva de disfrutar de unas tortitas, Mac añadió una buena dosis de azúcar a su café—. Una historia erótica para el desayuno.

Emma iba a abrir el armario de los platos cuando se detuvo en seco.

—Confiésalo todo.

—Aún no estamos comiendo. Además, Parker todavía no ha bajado.

—La traeré a rastras si es necesario. Me apetece calentarme con una historia erótica porque luego habrá que darle a la pala si queremos limpiar esa nieve engorrosa —dijo Emma escabulléndose de la cocina.

—Una historia erótica para el desayuno. —Laurel, repitiendo las palabras de Mac, cogió la cuchara de madera y se puso a remover la masa de las tortitas—. Debe de tener algo que ver con Carter Maguire, a menos que recibieras una llamada obscena por teléfono y consideres eso erótico.

—Depende de quién llame.

—Ése hombre es un encanto. Aunque no es tu tipo.

Mac se volvió hacia ella mientras abría el cajón de la cubertería.

—¿Crees que me gustan de un tipo en concreto?

—Ya sabes que sí. Atléticos, con ganas de divertirse, con cierta vena creativa, aunque no es un requisito indispensable, y que no sean demasiado profundos ni demasiado serios. El encanto intelectual o académico, o el de los tipos callados, no consta en tu historial.

—Los listos me gustan —dijo Mac con un mohín—. Lo que pasa es que ninguno de los que conozco ha hecho que se me dispare el calentómetro.

—Y además es dulce. Tú no sueles ir con tíos dulces.

—A mí me gusta lo dulce —objetó Mac—. ¡Prueba mi café!

Laurel estalló en carcajadas, dejó la masa a reposar y fue a sacar unos frutos del bosque de la nevera.

—Pon la mesa, Elliot.

—Voy. —Mac pensó en la perorata que acababa de soltarle Laurel. Quizá era acertada… hasta cierto punto—. Todas tenemos un tipo de hombre. El de Parker es un hombre de éxito, educado, leído…

—Y además bilingüe —añadió Laurel mientras lavaba las bayas—. Tiene que ser capaz de distinguir entre un Armani y un Hugo Boss a varios pasos de distancia.

—Emma también tiene un tipo muy definido: hombre.

Cuando Emma regresó a la cocina, encontró a Laurel partiéndose de risa.

—Parker bajará enseguida. ¿Me he perdido el chiste?

—Hablábamos de ti, cariño. La plancha está caliente —anunció Laurel—. Moveos.

—Buenos días, socias. —Parker entró en la cocina: tejanos oscuros, suéter de Cachemira, el pelo recogido en una cola y un toque de maquillaje. Durante un segundo Mac pensó que si no la quisiera tanto, la odiaría—. Acabo de confirmar tres visitas para enseñarles la casa y soltarles el discurso. ¡Cómo me gustan las vacaciones! Todos se declaran en vacaciones. Y antes de que nos demos cuenta, será San Valentín y nos caerán más clientes. ¿Eso son tortitas?

—Trae el sirope —le dijo Laurel.

—Las carreteras están despejadas. No creo que hoy nos anulen ninguna entrevista. Ah, los Paulson me han enviado un correos… acaban de volver de la luna de miel. Tomaré unas frases de su mensaje para la página web.

—Basta ya de trabajo —la interrumpió Emma—. Mac tiene una historia erótica para el desayuno.

—¿Ah, sí? —Parker, arqueando las cejas, dejó el sirope y la mantequilla sobre la mesa rinconera donde desayunaban—. Cuéntanos hasta el último detalle.

—Todo empezó, como suele ocurrir en las historias eróticas, cuando me manché la blusa con la Coca-cola light.

Mac empezó su historia mientras Laurel ponía la bandeja de tortitas sobre la mesa.

—Y nos dijo que se había dado contra una pared… —interrumpió Emma—. ¡Pobre Carter! —Sofocó una carcajada mientras cortaba un primer trozo muy fino de tortita.

—No; se estampó —aclaró Mac—. De verdad, arremetió contra ella. En los dibujos animados ahora habría un agujero en la pared con la silueta de su cuerpo. Lo siguiente es que está sentado en el suelo, yo intento averiguar si se ha hecho daño, y va y le meto las tetas en la cara… lo que él me hace notar con mucha educación.

—«Perdone, señorita, pero me parece que me ha puesto sus tetas en la cara».

Mac apuntó con el tenedor a Laurel.

—Aunque no dijo «tetas», y más bien tartamudeó. Me fui a poner una camiseta que tenía en la secadora, le di una bolsa de hielo y acabé decidiendo que no era necesario ir a urgencias. —Mac hablaba mientras iba engullendo como podía sus tortitas.

—Me decepcionas —dijo Laurel—. Yo esperaba que en una historia erótica hubiera sexo, pero sólo nos has hablado de tus fantásticas delanteras.

—No he terminado todavía. La segunda parte empieza cuando estoy trabajando en casa y contesto al teléfono como si nada. Es mi madre.

Parker, perdiendo la sonrisa, hizo un gesto de negación.

—Esto no es erótico. Tienes que filtrar las llamadas, Mac.

—Ya lo sé, ya lo sé, pero sonaba la línea del trabajo y no pensé en nada. En fin, todavía hice algo peor. Mi madre había roto con su último novio y se salió por peteneras: estoy hundida, estoy destrozada, bla, bla, bla. Las penas y los sufrimientos precisan de una semana en un balneario de Florida y de tres mil dólares por mi parte.

—Dime que no —musitó Emma—. Dime que no cediste.

Mac se encogió de hombros y clavó el tenedor en las tortitas.

—Ya me gustaría.

—Cariño, esto tiene que acabar —intervino Laurel—. De una manera u otra.

—Ya lo sé. —Contestó Mac. Emma le tocó la rodilla en señal de apoyo—. Pero me derrumbé, ya veis. Luego descorché una botella de vino para ahogar las penas y el asco que sentía.

—Haber venido a casa, mujer —dijo Parker acariciándole la mano—. Nos tenías aquí.

—Eso ya lo sé, pero sentía rabia, tristeza… me daba lástima a mí misma y asco. ¿Y sabéis quién llama a la puerta?

—Oh, oh… —Laurel abrió unos ojos como platos—. No me digas que te emborrachaste y, como te dabas tanta lástima, practicaste el sexo con Carter. Si es así, no te dejes ni un solo detalle.

—Le invité a tomar una copa.

—¡Caray! —Emma, a modo de celebración, se sirvió otra tortita.

—Se lo vomité todo, mi familia y toda la mierda que la acompaña. Total, que el tío venía a entregar un paquete y termina con una mujer con dos copas de más en plena fiesta de autocompasión. Me escuchó, cosa que no capté en aquel momento, porque yo iba colocada y no paraba de despotricar, pero lo cierto es que me escuchó. Luego me llevó a dar un paseo. Me puso el abrigo, me lo abrochó como si fuera una niña de tres años y me sacó al jardín. Una vez fuera, siguió escuchando un rollo interminable. Luego me acompañó a casa y…

—Lo invitaste a entrar y practicasteis el sexo como locos —saltó Emma.

—Anda y búscate tu propia historia erótica para el desayuno. Lo cierto es que me sentía un poco violenta, y muy agradecida también, por eso le di un besito. Un beso en los labios, como compañeros que se dan las gracias. Lo siguiente que recuerdo es que me vi metida en un besazo de los que te dejan frita, hacen que te bulla la sangre y te dejan sorda al ritmo de un tamtan de la selva. Los de «te agarro, y luego te empujo contra la pared».

—Oh… —Emma se estremeció de placer—. Me encantan.

—A ti te encantan los morreos —aclaró Laurel.

—Sí, sí, es verdad. Había imaginado que Carter sería del tipo sexy, lento y tímido.

—Puede que en líneas generales lo sea, porque cuando la cabeza me iba a estallar, se detuvo, se disculpó un par de veces y luego se escabulló hacia el coche. Ya se había marchado cuando recuperé el habla.

Parker apartó su plato y se acercó la taza de café.

—Bien, vas a tener que ir a buscarlo. Eso esta claro.

—Clarísimo —intervino Emma mirando hacia Laurel para pedir su aprobación.

—Puede haber problemas —terció Laurel encogiéndose de hombros—. Carter no es su tipo y hace cosas que no cuadran con su manera de ser. Me huelo complicaciones.

—¿Por qué es un tío simpático, dulce y un poco patoso que besa como un guerrero? —Emma dio un puntapié a Laurel por debajo de la mesa—. A mí me huele a historia de amor.

—Tú hueles historias de amor incluso en un embotellamiento de la 95.

—Es posible. Pero no me negaras que una querrá saber qué va a pasar después. No puedes dejar correr un beso de éstos —añadió Emma dirigiéndose a Mac.

—Quizá sí, porque tal como veo las cosas, ha sido una bonita historia erótica para el desayuno y nadie ha salido herido. Bueno, ahora tengo que llamar al banco para tirar tres mil dólares como si fueran confeti. —Mac salió del rincón en el que estaban sentadas—. Nos vemos fuera, con la pala. —Y se marchó.

—No lo dejara correr —dijo Parker cogiendo una frambuesa del cuenco—. Se volverá loca si lo hace.

—El segundo contacto será dentro de cuarenta y ocho horas —coincidió Laurel. Y entonces frunció el ceño—. Maldita sea, se ha largado sin ayudarnos a fregar los platos.

Carter, sentado en su aula vacía de la academia, repasaba los puntos de discusión que quería plantear en la última clase del día. Mantener la energía y el interés eran claves en esa última clase, cuando sólo faltaban 50 escasos (o interminables, dependiendo del punto de vista) minutos para recuperar la libertad. Si acertaba enfocando el tema, podría captar la volátil atención de los alumnos que no paraban de controlar el reloj.

Quizá incluso aprenderían algo.

Por desgracia, ahora era a él a quien le costaba concentrarse.

¿Tendría que llamarla y volver a disculparse? Quizá debería escribirle una nota. Se le daba mejor escribir que decir las cosas. Casi siempre.

¿Debería dejarlo correr? Habían pasado un par de días. Bueno, un día y dos noches si se ponía muy puntilloso.

Carter sabía que se comportaba de un modo obsesivo con ese tema.

Quería dejarlo correr, dejarlo todo como estaba y anotarlo en la larguísima lista de «Los momentos bochornosos de Carter».

Ahora bien, no podía dejar de darle vueltas, ni de pensar en ella.

Estaba en el mismo punto en que había estado trece años antes enamorado perdidamente de Mackensie Elliot.

«Lo superarás», se recordó Carter. Ya lo había conseguido antes. Casi del todo.

Había perdido la cabeza por un momento, nada más. Y era comprensible, considerando cual había sido su experiencia.

De todos modos, quizá debería escribirle una nota de disculpa.

«Querida Mackensie: Quiero pedirte mis disculpas más sinceras por el comportamiento inapropiado que tuve la otra tarde. Mis actos fueron inexcusables y lo lamento profundamente. Saludos cordiales, Carter».

¿Era posible ser más envarado y estúpido?

Mac debía de haberlo olvidado todo a esas alturas, y se habría reído un rato con las amigas. ¿Quién iba a culparla por ello?

Dejarlo correr, eso era lo que tenía que hacer. Dejarlo correr y no volver a pensar como enfocaría el debate en clase sobre Rosalinda como mujer emblemática del siglo XXI.

La sexualidad. La identidad. La astucia. El valor. El ingenio. La lealtad. El amor.

¿Cómo empleaba Rosalinda su doble sexualidad en la obra para convertirse en la mujer del final en lugar de seguir siendo la joven del principio y el muchacho que fingía ser durante toda la obra?

«Di “sexo” y captarás la atención de estos adolescentes —pensó Carter—. ¿Cómo puedo…?».

Seguía repasando notas cuando pronunció un ausente «entre» al oír que alguien llamaba a la puerta. «Ah, la identidad y el valor cambian gracias al disfraz y a…».

Alzó los ojos y parpadeó. Con la encantadora Rosalinda en el pensamiento, Carter descubrió que Mac estaba frente a él.

—Hola, siento interrumpirte.

Se levantó de golpe, y cayeron al suelo algunos de los papeles que estaba leyendo.

—Ah, no pasa nada. No te preocupes. Sólo estaba… —Se agachó para recoger los folios al mismo tiempo que ella y se dieron un cabezazo—. Lo siento, lo siento. —Todavía agachado, cruzó su mirada con la de ella—. Mierda.

Mac sonrió, y volvieron a dibujarse sus hoyuelos.

—Hola, Carter.

—Hola. —Tomó los papeles que ella le ofrecía—. Estaba repasando varios puntos de vista desde donde entablar un debate sobre Rosalinda.

—¿Qué Rosalinda?

—Ah, la Rosalinda de Shakespeare. ¿Te suena Como gustéis?

—Pues… ¿es aquella en la que sale Emma Thompson?

—No, esa es Mucho ruido y pocas nueces. Rosalinda, la sobrina del duque Federico, es desterrada de la corte y se disfraza del joven Ganímedes.

—Su hermano gemelo, ¿verdad?

—No, eso pasa en Noche de Reyes.

—Las confundo todas.

—Bueno, aunque existen ciertos paralelismos entre Como gustéis y Noche de Reyes en lo que respecta el tema y a los recursos, las dos obras presentan marcadas divergencias en… Lo siento, da igual. —Carter dejó los papeles, se quitó las gafas de lectura y se preparó para enfrentarse a las consecuencias—. Quería disculparme por…

—Ya lo hiciste. ¿Te disculpas con todas las mujeres a las que besas?

—No, pero dadas las circunstancias en que… —«Déjalo correr Carter»—. En fin, ¿puedo hacer algo por ti?

—He venido a traerte esto. Iba a dejarlo en el despacho de enfrente, pero me han dicho que estabas libre, en esta aula, y se me ha ocurrido venir a entregártelo en persona. —Mac le dio un paquete envuelto en papel marrón—. Puedes abrirlo —dijo al verlo confundido—. Sólo es una muestra… de aprecio por haberme dejado desahogar la otra noche y haberme ahorrado una resaca. Me ha parecido que te gustaría.

Carter lo abrió con cuidado arrancando la cinta adhesiva y desdoblando el envoltorio por las puntas. Ante sus ojos apareció una fotografía orlada con un sencillo marco negro. Recortado contra el blanco y negro de la nieve y de los árboles en invierno, un cardenal, como una llamarada de vivo fuego, se había posado en una rama.

—Es precioso.

—Es bonito —coincidió Mac examinando la foto a su vez—. Fue un golpe de suerte. La hice ayer por la mañana, muy temprano. No es un uapidón de vientre empenachado, pero es nuestro pájaro.

—Nuestro… Ah, claro. Y has venido a regalármelo. —La satisfacción le hizo ruborizarse casi tanto como el bochorno—. Creí que estarías molesta conmigo después de que yo…

—¿Después de que me noquearas con un beso? Sería ridículo. Además, si me hubiera enfadado, te habría pateado el culo en ese mismo momento.

—Supongo que tienes razón. De todos modos, no tendría que haber…

—Me gustó —lo interrumpió Mac dejándolo sin palabras. Luego se dio la vuelta y paseo por el aula—. Así que aquí es donde das clases, donde pasa todo.

—Sí, es aquí. —¿Por qué, por qué diablos no podía lograr que el cerebro se le conectara con la boca?

—Hacía años que no había pisado el instituto. Todo está como antes, es idéntico. ¿No dicen que ves la escuela más pequeña cuando la visitas de adulto? A mí, en cambio, me parece más grande. Grande, espaciosa e iluminada.

—El diseño es potente, el del edificio, quiero decir. Con zonas abiertas y… Pero te referías a eso metafóricamente.

—Puede que sí. Creo que estudié en esta aula. —Rodeando los pupitres, Mac se acercó al trío de ventanales de la pared meridional—. Solía sentarme aquí y mirar por la ventana en lugar de prestar atención. Me encantaba este sitio.

—¿De verdad? La mayoría no tiene buenos recuerdos del instituto. Están inmersos en politiqueos y conflictos de personalidades por culpa del bombardeo de las hormonas.

Mac esbozó una sonrisa.

—Podrías estampar eso en una camiseta. No, tampoco es que me gustara tanto el instituto. Me encontré a gusto en esta academia porque Parker y Emma estudiaban aquí. Sólo vine un par de semestres, en cuarto de secundaria una vez y en primero de bachillerato la otra, pero me gustó más que el instituto Jefferson. Aunque Laurel estudiaba allí, aquello era tan grande que era difícil quedar a menudo para salir. —Mac se volvió de espaldas—. Políticas y conflictos aparte, el instituto sigue siendo una bestia social. Y como veo que has vuelto al aula, deduzco que tú disfrutaste como un loco.

—Para mí, el instituto representó practicar la supervivencia. Los empollones ocupamos uno de los niveles más bajos de los estratos sociales, y los demás no paran de menospreciarnos, ignorarnos o insultarnos. Podría escribir un artículo sobre el tema.

Mac lo miró con curiosidad.

—¿Hice yo eso alguna vez?

—¿Escribir un artículo? No, claro, te refieres a lo otro. No fijarse en alguien es distinto a ignorarlo.

—A veces es peor —murmuró Mac.

—Me preguntaba si podríamos volver a lo que pasó la otra noche, y a ese comentario de que te gustó. ¿Podrías ser más especifica, a ver si lo he interpretado bien?

La pregunta de Carter le hizo sonreír.

—Me parece que sí lo has interpretado bien, pero te diré…

—¿Doctor Maguire?

Una muchacha vestida con el remilgado uniforme azul marino de la academia titubeaba en la puerta irradiando frescura y juventud. Mac detectó las típicas señales: un pálido rubor, los ojos húmedos… «Enamoramiento grave del profesor».

—Ah… Julie, dime.

—Me dijo que podía venir a esta hora para hablar de mi examen.

—Muy bien. Dame un minuto para…

—Me marcho, no quiero molestarle —intervino Mac—. De hecho, no ando muy bien de tiempo. Me ha encantado volver a verle, doctor Maguire.

Mac pasó junto a la joven y bella Julie y salió por la puerta. Cuando ya había bajado la mitad de la escalera, Carter logró alcanzarla.

—Espera.

Mac se volvió y Carter la cogió por el brazo.

—Que no haya malinterpretado tu comentario ¿significa que puedo llamarte?

—Puedes llamarme. O podríamos vernos para tomar una copa cuando termines las clases.

—¿Sabes dónde está El Café de la Amistad?

—Vagamente. Lo encontraré.

—¿A las cuatro y media?

—Me irá mejor a las cinco.

—A las cinco. Perfecto. Te… veo luego.

Mac se volvió cuando llegó al pie de la escalera. Carter seguía inmóvil a medio camino, con las manos metidas en los bolsillos de sus pantalones de algodón, la chaqueta de tweed arrugada y el pelo revuelto.

«Pobre Julie —pensó Mac dirigiéndose a la salida—. Pobrecita Julie. Sé exactamente cómo te sientes».

—¿Has quedado con ella en El Café de la Amistad? ¿Pero tú estás bien de la cabeza?

Carter, con el ceño fruncido, metió sus informes y libros en el maletín.

—¿Qué tiene de malo esa cafetería?

—Es donde se reúnen los profesores y los alumnos. —Bob Tarkinson, un profesor de matemáticas que se autoproclamaba experto en asuntos del corazón, sacudió la cabeza con tristeza—. Cuando quieres ligarte a una mujer, te la llevas a tomar una copa. A un bar agradable, Carter. Un lugar con cierto ambiente, íntimo.

—Salir con una mujer no quiere decir ligar con ella.

—Si no ligas con una, ligas con otra.

—Estás casado —señaló Carter—. Y, además, con un bebé en camino.

—Por eso sé exactamente de qué hablo. —Bob se apoyó en la mesa de Carter y su agradable rostro adoptó una expresión sabia—. ¿Crees que conseguí que una mujer como Amy se casara conmigo invitándola a una taza de café? Y una mierda. ¿Sabes lo que inclinó la balanza en nuestro caso?

—Sí, Bob. —«Lo sé porque me lo has contado mil veces»—. Cocinaste para ella en vuestra segunda cita y Amy se enamoró gracias a tus croquetas de pollo.

Bob, con cara de sabio, levantó el dedo a modo de advertencia.

—Nadie se enamora delante de un café con leche, Carter. Créeme.

—En realidad, ella ni siquiera me conoce. Por lo tanto, todo esto del enamoramiento no cuenta para nada. Estás poniéndome nervioso.

—Estabas nervioso antes. Vale, has metido la pata con el café, pero veamos qué pasa. Si después de esto todavía te interesa, mañana la llamas otra vez. Mañana como muy tarde. Y la invitas a cenar.

—No pienso preparar croquetas de pollo.

—Pero si cocinas que da asco, Maguire… Además, esto de quedar a tomar café no es una primera cita oficialmente. Invítala a cenar fuera. Cuando estés listo para cerrar el trato, te daré una receta. Será sencilla.

—Joder… —Carter se frotó el entrecejo para aliviar la tensión—. Por eso prefiero no quedar con mujeres. Menuda tortura.

—No sales con mujeres porque Corrine hundió tu autoestima. Es estupendo que vuelvas a salir al ruedo, sobre todo si es con alguien de fuera de nuestro ambiente. —Bob dio unas palmaditas a Carter en el hombro en señal de apoyo—. ¿A qué me habías dicho que se dedica?

—Es fotógrafa. Tiene una empresa y organiza bodas con tres amigas más. Les hemos encargado la boda de Sherry. Nosotros… Mackensie y yo… coincidimos en el instituto unos cinco minutos.

—Espera, espera… ¿Mackensie es la pelirroja de quien te enamoraste en el instituto?

Carter, vencido, volvió a frotarse el entrecejo.

—No hubiera tenido que contártelo. Por esto es por lo que nunca bebo.

—Pero, Carter, esto es el destino. —El entusiasmo de Bob saltaba a la vista—. El regreso del empollón. Tienes la gran suerte de retomar una oportunidad perdida.

—Solo tomaremos un café —musitó Carter.

Henchido de entusiasmo, Bob se incorporó de un salto, cogió una tiza y dibujó un círculo en la pizarra.

—Está claro, estás en el círculo. Estás completándolo, y eso significa que tomamos el punto A y el punto B… —Bob marcó dos puntos en el interior del círculo y los conectó en sentido horizontal— y los llevamos hasta el punto C. —Dibujó otro punto en el vértice, que luego unió a los restantes trazando dos diagonales—. ¿Lo ves?

—Sí, veo un triángulo dentro de un círculo. Tengo que marcharme.

—¡Es el triángulo del destino dentro del círculo de la vida!

Carter levantó su maletín.

—Ve a casa, Bob.

—No puedes ir en contra de las matemáticas, Carter. Siempre perderás.

Carter atravesó a toda rapidez la escuela, casi vacía ya, mientras sus pasos resonaban tras de sí.