3

Escabullirse antes de la reunión permitió a Mac atender el teléfono, concertar citas y añadir una selección de las fotografías más recientes a la página web. Como tenía libre el resto de la tarde o lo que quedaba de ella, decidió dedicarla a un último pase de la boda de Nochevieja.

El timbre del teléfono volvió a importunarla, pero se recordó a si misma que el trabajo era lo primero y atendió la llamada.

—Mac, fotógrafa de Votos.

—Mackensie.

Mac cerró los ojos instantáneamente e hizo el gesto de clavarse un puñal en la cabeza. ¿Por qué no se acostumbraba a mirar el visor aunque llamaran por la línea del trabajo?

—Mamá…

—No has devuelto mis llamadas.

—He estado trabajando. Ya te dije que esta semana estaría muy liada. Mamá, te he pedido que no llames por la línea de la empresa.

—Al menos has contestado, ¿o no? Que es más de lo que hiciste las tres últimas veces que telefoneé.

—Lo siento.

«Haz malabares —se dijo Mac—. Trampeando la situación acabaremos antes; no servirá de nada que le diga que no puedo charlar en horas de trabajo».

—¿Qué tal Nochevieja? —preguntó la joven.

La respiración entrecortada que oyó le anunció que se avecinaba tormenta.

—He roto con Martin, cosa que te habría dicho si te hubieras molestado en devolverme las llamadas. Fue una noche espantosa. Horrible, Mac. —Su respiración se volvió más dificultosa al mezclarse con las lágrimas—. Estoy desolada desde hace días.

Martin, Martin… Mac no estaba segura de hacerse una idea exacta del aspecto del ahora ya ex novio de su madre.

—Lo siento mucho. Romper en fiestas es duro, pero supongo que podría ser una oportunidad para empezar el año haciendo borrón y cuenta nueva.

—¿Qué? ¡Tú sabes que yo quería a Martin! Tengo cuarenta y dos años, estoy sola y completamente destrozada.

Cuarenta y siete, la corrigió Mac mentalmente. Bueno, ¿qué eran cinco años entre madre e hija? La joven, que estaba sentada frente al escritorio, se frotó la sien.

—Fuiste tú quien rompió, ¿verdad?

—¿Qué diferencia hay? Se acabó. Se acabó, y estaba loca por él. Ahora estoy sola otra vez. Tuvimos una discusión terrible y él estuvo intolerante, insoportable. Me llamó egoísta, dijo que era demasiado emocional y… ay, unas cosas tremendas. ¿Qué iba a hacer yo? Sólo podía cortar con él. Martin no era como yo creía.

—Ya. ¿Ha vuelto Eloisa a la escuela? —preguntó Mac refiriéndose a su hermanastra con la esperanza de cambiar de tema.

—Volvió ayer. Me abandonó en éste estado. Piensa que no puedo levantarme de la cama por las mañanas. Tengo dos hijas a las que he dedicado la vida, y ninguna de las dos me apoya cuando me siento hundida.

A Mac empezaba a dolerle la cabeza; se inclinó hacia delante y se dio unos golpecitos contra la mesa.

—Ha empezado el semestre y tiene que regresar. Quizá Milton…

—Martin.

—Vale, puede que se disculpe y entonces…

—Se acabó. No hay vuelta atrás. Nunca perdonaré a un hombre que me ha tratado mal. Lo que necesito es reponerme, volver a encontrarme a mí misma. Necesito tiempo para mí, un lugar tranquilo para desintoxicarme de la angustia que me provoca ésta espantosa situación. He reservado una semana en un balneario de Florida. Justo lo que necesito. Marcharme, perder de vista éste horripilante sitio, alejarme de los recuerdos y del dolor. Pero me hacen falta tres mil dólares.

—Tres… Mamá, no esperarás que afloje tres de los grandes para que puedas hacerte tratamientos faciales en Florida porque te has cabreado con Marvin.

—Martin, diablos, y es lo menos que puedes hacer. Si necesitara un tratamiento médico, ¿tendrías tantas manías a la hora de pagar el hospital? Necesito ir. Ya he hecho la reserva.

—¿No te envió dinero la abuela el mes pasado? Como regalo de Navidad antici…

—Me lo gasté. Compré a ése fresco un reloj de pulsera, un reloj de pulsera, un TAG Heuer de edición limitada, en Navidad. ¿Cómo iba a saber que se convertiría en un monstruo? —Se echó a llorar en tono lastimero.

—Deberías pedirle que te lo devolviera o…

—Jamás haría una vulgaridad así… No quiero el dichoso reloj, ni a él tampoco. Lo que quiero es marcharme.

—Muy bien. Ve a algún lugar que puedas permitirte o…

—Necesito ir al balneario. Como es natural, tengo que apretarme el cinturón después de tantos gastos navideños y vas a tener que ayudarme. Tu negocio va muy bien, como siempre me sueltas tan feliz. Necesito tres mil dólares, Mackensie.

—¿Cómo los dos mil que me pediste el año pasado para que Elo y tú pudierais pasar una semana en la playa? Y como…

Linda se echó a llorar. Ésta vez Mac no golpeó la cabeza contra la mesa, sino que se quedó recostada en ella.

—¿No vas a ayudarme? ¿No vas a ayudar a tu propia madre? Supongo que si me echaran a la calle, mirarías hacia otro lado. Seguirías haciendo tu vida sabiendo que la mía se acaba. ¿Cómo puedes ser tan egoísta?

—Haré una transferencia a tu cuenta por la mañana. Que tengas un buen viaje —dijo Mac, y luego colgó.

Se levantó, fue a la cocina y sacó una botella de vino.

Necesitaba una copa.

Aturdido después de pasar casi dos horas entre tules, rosas, tocados, listas de invitados y Dios sabe cuántas cosas más… y con el organismo saturado de café y galletas (unas galletas buenísimas, por cierto), Carter regresó al coche. Lo había dejado aparcado más cerca del estudio de Mac que de la casa principal. Y dada su elección geográfica, le habían encargado que entregara a Mac un paquete que había llegado a la mansión por error.

Mientras caminaba con el bulto bajo el brazo, empezaron a caer unos finos copos de nieve. Más le valía regresar a casa pronto. Tenía que terminar de preparar unas clases y acabar de idear un examen sorpresa para finales de semana.

Quería estar con sus libros, en silencio. Ésa tarde de estrógenos, azúcar y cafeína lo había agotado. Además, volvía a dolerle la cabeza.

La nieve y la casa ensombrecían tanto el paisaje que habían encendido las luces que bordeaban el sendero. Sin embargo, el joven se fijó en que ni una sola iluminaba el estudio de Mackensie.

«A lo mejor ha salido —se dijo Carter—. Quizá se ha echado una siesta o va por la casa medio desnuda». Sopesó la idea de dejar el paquete en la puerta principal, pero no le pareció sensato. Por otro lado, aquel paquete era la excusa perfecta para volver a verla… y analizar de nuevo la secreta atracción que había sentido por ella a los diecisiete años.

Así que llamó a la puerta, se cambió de mano el paquete y aguardó.

Ella fue a abrirle completamente vestida, para su alivio y decepción. Permaneció de pie, sumida en la penumbra, sosteniendo una copa de vino mientras asía el pomo de la puerta.

—Ah, sí, Parker me ha pedido que te trajera esto al marcharme. Sólo…

—Bien, perfecto. Entra.

—Sólo iba a…

—Toma un poco de vino.

—Voy a conducir, así que…

Sin embargo, Mac ya se alejaba de la puerta, con unos andares que a Carter le parecieron sinuosos y sexis.

—Estoy bebiendo vino, como puedes comprobar —aclaró Mac cogiendo otra copa y llenándosela copiosamente—. No querrás que beba sola, ¿verdad?

—Supongo que ya es demasiado tarde para eso.

Con una carcajada, Mac le endosó la copa de vino.

—Bien, a ver si me pillas. Solo he tomado un par. No, tres. Creo que ya llevo tres.

—Ah, vaya… —Si no estaba equivocado, percibía rabia y tristeza disimulada bajo la alegría etílica. En lugar de beber, Carter encendió la luz de la cocina—. Está oscuro aquí dentro.

—Supongo que sí. Hoy te has portado muy bien con tu hermana. Hay familias geniales. Soy observadora, y por eso me doy cuenta. Recuerdo que la tuya lo era. No os conocía demasiado a ti y a Sherry, pero lo recuerdo. Una familia muy agradable. La mía es una mierda.

—Bueno.

—¿Sabes por qué? Yo te diré por qué. Tienes una hermana, ¿verdad?

—Sí. De hecho, tengo dos. Quizá deberíamos sentarnos.

—Dos, sí, sí. Una hermana mayor también. No la conocí. Tienes dos hermanas. ¿Sabes lo que tengo yo? Tengo una, media y medio. Una medio hermana y un medio hermano, de padres distintos, que podríamos juntar en una sola persona. Y eso sin contar la cantidad de hermanastros que he tenido durante todos estos años. Ahí ya me pierdo. Van y vienen, y tal como vienen, se van, porque mis padres se casan alegremente. —Mac bebió un trago de vino—. Seguro que tú has pasado unas Navidades en familia cojonudas, ¿eh?

—Ah, sí, nosotros…

—¿Sabes qué hice yo?

«Vale, lo he pillado. No estamos conversando. Solo soy una tabla de resonancia».

—No.

—Como mi padre está… quién sabe dónde, puede que en la estación de esquí de Vail —reflexionó Mac frunciendo el ceño—, o posiblemente en Suiza, con su tercera esposa y su hijo, no pinta nada. Eso sí, me envió una pulsera de un precio indecente, y no lo hizo porque se sintiera culpable o porque sea un padre devoto, porque no es ni lo uno ni lo otro. Lo hizo porque lo criaron con unos fondos fiduciarios, vive de rentas y no da ninguna importancia al dinero.

Mac se interrumpió, torció el gesto y siguió bebiendo vino.

—¿Por dónde iba? —preguntó.

—Estábamos en Navidad.

—Exacto, eso es. Qué representa una Navidad en familia para mí… Hice la visita de rigor a mi madre y a Eloisa, que es mi media hermana, el veintitrés, porque ninguna de nosotras estábamos interesadas en pasar la Navidad juntas. Ni hablar de compartir un capón. Nos dimos los regalos, tomamos una copa, nos deseamos felices fiestas y salimos zumbando. —Mac sonrió, pero sin alegría—. No cantamos villancicos junto al piano. En realidad, Elo se fugó antes que yo porque quería salir con unos amigos. No la culpo. Mi madre puede volverte adicta a la bebida. ¿Lo ves? —Le enseñó la copa.

—Sí, ya lo veo. Vayamos a dar una vuelta.

—¿Una qué? ¿Por qué?

—¿Por qué no? Está empezando a nevar. —Como quien no quería la cosa, Carter tomó la copa de la mano de la joven y la dejó, junto con la que él no había tocado, sobre el mármol—. Me gusta caminar bajo la nieve. Mira, ahí está tu abrigo.

Mac le puso mala cara cuando le cogió el abrigo y la ayudó a embutirse en él.

—No estoy borracha. Todavía no. Además, ¿no puede una muchacha echarse una fiestecilla etílica en su propia casa para aliviar las penas si le apetece?

—Por supuesto. ¿Tienes un sombrero?

Mac metió la mano en el bolsillo de su abrigo y sacó la gorra de color verde intenso.

—No creas que me paso las noches soplándome una botella de vino o lo que tenga a mano.

—Seguro que no. —Carter le puso la gorra, le anudó la bufanda al cuello y le abrochó el abrigo—. Con esto bastará. —La cogió del brazo, la condujo hasta la puerta y salió con ella al jardín.

Oyó resoplar a Mac cuando el frío les golpeó en la cara y no la soltó del brazo por si acaso.

—Prefiero el calor —musitó Mac, pero aunque intentó girar en redondo, Carter siguió caminando y tirando de ella.

—Me gusta cuando nieva de noche. Bueno, todavía no es de noche, pero parece que pronto oscurecerá. Me gusta ver nevar en la ventana, el blanco contra el negro.

—No estamos viendo nevar por la ventana. Estamos metidos en la nieve hasta las cejas.

Carter se limitó a sonreír y siguió caminando. Había varios senderos, pensó. Y todos estaban perfectamente despejados antes de que se pusiera a nevar.

—¿Quién retira todo esto? —preguntó.

—¿El qué?

—La nieve, Mackensie.

—Nosotras, o se lo encargamos a Del o a su amigo Jack. A veces pagamos a unos adolescentes. Depende. Hay que mantener limpios los caminos. Tenemos un negocio y hay que cuidarlo. Para las zonas de aparcamiento llamamos al quitanieves.

—Es mucho trabajo teniendo en cuenta el tamaño de la finca, sobre todo porque vuestra empresa toca muchos temas.

—Todo forma parte de todo, y además es nuestra casa, o sea que… Oh, estás cambiando de tema. —Mac entrecerró los ojos bajo su gorra bien calada—. No soy idiota, sólo estoy un poco borracha.

—¿De qué hablábamos?

—Del coñazo de mi familia. ¿Por dónde iba?

—Creo que lo dejaste en la Navidad y en que tu madre era la causa de que te tiraras a la bebida.

—Es cierto, eso decía. Te contaré cómo me ha empujado a la bebida en esta ocasión. Mi madre ha roto con su último noviete. Y digo «noviete» a propósito, porque su mentalidad es la de una adolescente en lo que toca a los hombres, las relaciones y los matrimonios. En fin, un drama de aquí te espero; claro, y ahora tiene que ir a un balneario a recuperarse de la gran tragedia, de la enorme presión, y a lamerse las heridas. Gilipolleces, pero ella se lo cree. Y como es incapaz de tener diez dólares en el bolsillo durante más de cinco minutos, espera que sea yo quien corra con los gastos. Tres mil del ala.

—¿Vas a dar a tu madre tres mil dólares porque ha roto con el novio y quiere ir a un balneario?

—Si tuviera que operarse, ¿dejaría que se muriera? —Intentando imitar a su madre cuando la atacaba, Mac agitó los brazos en el aire—. No, no, no, esta vez no usó este argumento. Ésta vez dijo que viviría en la calle, sin un techo. Es uno de sus muchos argumentos. A lo mejor ha usado los dos. Ya ni me acuerdo. Y sí, se supone que voy a pagarle el viaje. Mejor dicho, se lo pago porque no parará de molestarme y pegarme la paliza hasta que lo haga, y por eso aflojo la pasta. Y de ahí también lo del vino, porque me duele y me da rabia ver que siempre cedo.

—No es asunto mío, pero si te mantuvieras firme y le dijeses que no, ¿no crees que tendría que rendirse? Si siempre le dices que sí, no hay motivo para que cambie de táctica.

—Eso ya lo sé —repuso Mac dándole unos golpecitos en el pecho—. Claro que lo sé, pero es incansable y yo sólo quiero que se largue. No paro de pensar en que ojalá se case otra vez… Que tenga suerte y encuentre al número cuatro… y se largue. Lejos, muy lejos, como, por ejemplo, a Birmania. Que desaparezca de verdad, como mi padre. Y que sólo aparezca de vez en cuando. A lo mejor conocerá a alguien en el balneario, tumbada en la piscina, bebiendo zumo de zanahoria o lo que sea, y se enamorará, cosa que para ella es tan fácil como comprarse unos zapatos. No, más fácil todavía. Que se enamore, se vaya a Birmania y me deje en paz.

Mac suspiró y alzó la cabeza. Se dio cuenta de que ya no notaba tanto el frío. La nieve, ahora más espesa, era hermosa y sosegante. Tuvo que admitir que caminar bajo la nieve había sido una buena idea, más que la de beber.

—Eres un salvador, ¿verdad?

—¿Quieres decir si soy un iluminado?

—No, me refiero a que rescatas a las personas. Seguro que siempre abres la puerta a quien va con las manos ocupadas, aunque tengas prisa, y que escuchas los problemas personales de tus alumnos, aunque tengas otras cosas que hacer. —Mac ladeó la cabeza para observarlo mejor—. Y también llevas de paseo bajo la nieve a mujeres que de vez en cuando se emborrachan.

—Me ha parecido lo más adecuado. —Menos alegría etílica, pensó Carter perdiéndose en aquellos fascinantes ojos verdes que le miraban. Pero más tristeza.

—Supongo que te has hartado de las mujeres.

—¿Quieres decir en general o sólo en este momento?

Mac sonrió.

—Seguro que eres un tío encantador.

Carter logró controlar un suspiro.

—Me han acusado de eso. —Miró alrededor buscando un tema de inspiración. Ya era hora de llevarla a casa, pero quería estar un rato más con ella. En la nevada oscuridad—. Dime, ¿qué clase de pájaros viven en el jardín? —preguntó, y señaló dos bonitos comedores.

—De los que vuelan. —Mac se metió las manos en los bolsillos. A ninguno de los dos se le había ocurrido coger los guantes de la joven—. No sé gran cosa de aves, la verdad. —Ladeó la cabeza de nuevo—. ¿Eres uno de esos que se entretienen avistando pájaros?

—No, en plan serio no. Sólo como aficionado. —«Caray, pareces un tipo raro. Corta el rollo, Carter, y lárgate antes de que sea demasiado tarde»—. Vale más que volvamos. Empieza a nevar en serio.

—¿No vas a decirme qué clase de pájaros debería avistar? Emma y yo llenamos los comederos porque nos pillan de camino entre su casa y la mía.

—¿Su casa?

—Sí, mira. —Mac señaló una preciosa casa de dos plantas—. Es la antigua casa de invitados, y Emma usa los invernaderos que hay detrás. Yo me quedé con la caseta de la piscina. Laurel y Parker ocupan el tercer piso del edificio principal, las alas este y oeste, y así también tienen su propio espacio. La casa es de Parker, más que de Laurel, pero Laurel necesita la cocina, yo un espacio donde meter mi estudio y Emma, los invernaderos. Por eso este arreglo nos pareció lo más sensato. Siempre andamos por la casa principal, pero todas tenemos nuestro espacio privado.

—Sois amigas desde hace tiempo.

—Desde siempre.

—Eso es muy parecido a tener una familia, ¿no? Una familia que no es una mierda.

Mac lo obsequió con una tímida carcajada.

—Qué listo eres… En cuanto a los pájaros…

—Es muy fácil observar a los cardenales en esta época del año.

—Vale, todos sabemos cómo es un cardenal. Un cardenal fue el responsable de que me vieras los pechos.

—¿Cómo dices…? ¿Qué…?

—Se dio contra la ventana de la cocina cuando yo estaba a punto de beber un refresco, y del susto me manché la blusa. Hablábamos de aves. Aparte de las rojizas que se estampan contra una ventana. Y ahora mismo, pienso en él… no sé, el uapidón de vientre empenachado o algo así.

—Por desgracia, el uapidón de vientre empenachado se ha extinguido, pero en invierno podrías avistar algún gorrión chillón rayado por esta zona.

—Gorrión chillón rayado. He conseguido pronunciarlo sin que se me trabara la lengua. Se me debe de haber pasado la borrachera.

Caminaron por el sendero, entre las luces y las sombras del camino, bajo una nieve densa como la que sale en las películas Hollywood. «Una noche preciosa, como las que suele haber en enero —pensó Mac—. Me la habría perdido si él no me hubiera obligado con su voz grave a ir a dar una vuelta».

—Ha llegado el momento en que debería decirte que no tengo por costumbre beberme varias copas de vino antes de que anochezca. En general, canalizo mi frustración hacia el trabajo o bien me planto en la casa grande para que me aguanten Parker y compañía. Hoy estaba demasiado rabiosa para ninguna de las dos cosas. Y no me apetecía helado, que también es mi recurso personal en los momentos duros.

—Lo suponía, todo menos lo del helado. Mi madre prepara sopa cuando está muy triste o enfurecida. Menudas ollas de sopa. He tomado mucha en mi vida…

—Aquí no cocina nadie, salvo Laurel y la señora G.

—¿La señora G. es la señora Grady? ¿Sigue trabajando aquí? Hoy no la he visto.

—Sigue al pie del cañón. Gobierna la casa y a nosotras también. Gracias a Dios. Ahora tiene vacaciones de invierno. El uno de enero se larga a la isla de San Martín en las Antillas holandesas con la puntualidad de un reloj, y no vuelve hasta el mes de abril. Como siempre, antes de irse atiborró el congelador de cazuelitas, sopas, estofados, etcétera, para que ninguna de nosotras se muriera de hambre en el caso de que se desencadenara una ventisca o una guerra nuclear.

Mac se detuvo frente a la puerta de su casa y se volvió para observarlo.

—Menudo día. Tienes aguante, profesor.

—Ha sido una experiencia muy interesante. Ah, Sherry ha decidido que elegirá el número tres, con el buffet.

—Bien hecho. Gracias por el paseo, y también por haberme escuchado.

—Me gusta caminar. —Carter se metió las manos en el bolsillo porque no sabía qué hacer con ellas—. Vale más que me vaya porque va a ser un pelín difícil conducir. Además… es mi noche de tareas escolares.

—Tu noche de tareas escolares —repitió Mac, y sonrió. Luego le tocó las mejillas con las manos calientes de haberlas tenido metidas en el bolsillo, y le rozó los labios con un beso leve, amistoso, casi fraternal.

Carter se quedó en blanco. Se movió sin pensarlo, actuó sin reflexionar. La cogió por los hombros, la atrajo hacia sí y, manteniendo la espalda de la joven pegada contra la puerta, convirtió el simple roce de sus labios en un beso largo y penetrante.

Lo que había imaginado a los diecisiete se convertía en realidad a los treinta. El sabor de esa mujer, su sensación. El momento en que se tocan los labios y la lengua, en que la sangre se calienta. Mientras la nieve caía silenciosa, ese susurro elemental, la respiración de ella, sus suspiros, resonaron en su mente como un trueno.

Se estaba preparando una tormenta.

Mac no lo apartó de un codazo, tampoco de un empujón; ni siquiera protestó porque él hubiera aprovechado su amistoso gesto para cometer un acto tórrido y salvaje. Su primer pensamiento fue: «¿Quién iba a decirlo? ¿Quién iba a decir que el catedrático de literatura, un tío simpático que se da de bruces contra las paredes, podría besar así?

»Como si quisiera arrastrarme hacia la cueva más cercana para, una vez dentro, arrancarme la ropa con ansia y yo arrancársela a él».

Luego ya ni siquiera pudo pensar, sólo meramente seguirle.

Transportada. Nunca se había creído esa imagen, pero era así como se sentía: transportada.

Sus dedos, que hasta ese momento acariciaban las mejillas de Carter, ascendieron y se enroscaron en el pelo de él. Luego lo asieron con fuerza.

Ése movimiento fue como un mazazo. Carter retrocedió y casi resbaló en la nieve que cubría el sendero. Mac no se movió no se movió ni un palmo, sino que clavó sus ojos en él, unos ojos que resplandecían en la oscuridad.

Dios mío, pensó Carter. Dios… Había perdido la cabeza.

Lo siento —farfulló debatiéndose entre el deseo y la mortificación—. Lo siento mucho. Esto no es… no ha sido… De verdad… lo siento.

Mac siguió con la mirada a Carter, que se apresuró a marcharse con paso inseguro por la nieve recién caída. Entre los sonidos que se agolpaban en su mente, notó el pitido que desbloqueaba la cerradura del coche, y vio que Carter abría la portezuela y se metía en el interior iluminado del automóvil.

Sonó el motor antes de que Mac hubiera podido recuperar el aliento y la voz. El coche ya había empezado a moverse cuando la joven logró articular un débil:

—No pasa nada.

Entró en la casa sintiendo una confusión mayor que la que le había causado el vino. Fue a la cocina, vació en el fregadero la copa que Carter no había probado y luego la suya. Miró a su alrededor, aturdida, se volvió y apoyó la espalda en el mostrador.

—Uauu…