9

Había pasado la mañana buscando el rastro de algún animal, olisqueando la hierba y el tronco de los árboles y el aire, a veces erguido sobre las dos patas, alto, expectante, listo para tirarse sobre su presa; había dejado su cueva, todavía con la modorra de la hibernación y con una inaplazable necesidad de saciar no sólo el hambre, también el vértigo de moverse rápido, el ansia de disparar las patas como un látigo, la urgencia de llevar en las sienes el galope del corazón; se trataba de una necesidad completa, integral, sobre todo atávica, no había forma de diluirla, ni de aplazarla, ni era posible desvanecerla, ese animal que acababa de dejar su cueva necesitaba cazar algo, acecharlo, perseguirlo y después devorarlo, era su método para volver a la vida, era la forma en que durante cientos y miles de años se habían puesto a tono los de su especie; a la entrada de un valle divisó un grupo de cabras, más que entrada era una boca, una abertura estrecha que terminaba en un pastizal y después volvía a cerrarse, era un claro en medio de la montaña, una especie de ojo constreñido por dos taludes de piedra, un sitio ideal para pastar y para ser acechado y atacado y devorado, y la mujer que cuidaba del rebaño parecía ignorarlo, llevaba un vestido oscuro y grueso, un abrigo y un gorro de lana tosca y controlaba a sus animales con un bastón, de vez en cuando regresaba a alguno al rebaño, hacía a conciencia el trabajo que le habían encomendado, era demasiado joven para que esos animales fueran suyos, pero por más atención que ponía, por más que cuidaba meticulosamente el orden de las cabras, le faltaba instinto y experiencia para saber que en esa época y en ese descampado era una temeridad, una imprudencia que la fiera, que se había quedado inmóvil, agazapada detrás de una roca en la boca del valle, iba a aprovechar; no tenía más remedio, era un comando genético que no podía aplazar, ni diluir, ni desde luego desvanecer, así que raptado por el golpe de adrenalina que le había producido la visión de las cabras, salió disparado corriendo valle abajo y generó un tremor en la montaña, una turbulencia en el ambiente que hizo que las cabras dejaran de pastar y ella de marcarles el espacio con su bastón, tocando un anca con la punta, una cabeza o una pata; nada de esto siguió haciendo porque el oso, en una fracción de segundo había recorrido medio valle y antes de que ella, o sus cabras, pudieran parpadear, una garra furibunda ya había arrancado las tripas y la pata de una cabra que miraba a su asesino impávida e inmediatamente después, ante el terror creciente de la muchacha, la cabra, sin darse todavía cuenta de lo que acababa de hacerle el oso, trató de huir pero todo lo que pudo hacer fue irse de cara contra la hierba, levantarse y volver a caer y por último desplomarse, ya sin vida, sobre un reguero de sangre, y en lo que ésta agonizaba el oso había logrado derribar otras dos, que habían quedado igualmente malheridas, inmovilizadas, y miraban con desesperación al rebaño que se dispersaba a toda velocidad rumbo al bosque, lejos de ese descampado que la muchacha, que seguía impávida, había elegido imprudentemente sin pensar en que una fiera podía divisarla y acecharla y echarse encima de las cabras, y estaba valorando si correr detrás del rebaño o quedarse inmóvil cuando, todavía impávida, miró cómo el oso, que tenía una garra y el hocico llenos de sangre desatendía el festín que había montado para clavar los ojos en ella, que seguía impávida, abrazada a su bastón, soportando un viento que le movía los faldones del vestido y le revolvía la fracción de cabellos rubios que le salía por debajo del gorro; la muchacha no podía creer que esa bestia ignorara el festín que tenía servido para atacarla a ella que estaba ahí sola, golpeada por el viento, mirando con horror las tres cabras y abandonada por su rebaño, era la viva imagen del desamparo, de la desolación, de la desprotección y el oso, aunque parezca absurdo, se incorporó, abandonó el festín y avanzó hacia ella, que seguía impávida, y en cuanto estuvo lo suficientemente cerca comenzó a olisquearle los faldones del vestido y luego las manos y ella, que seguía impávida, sentía su nariz húmeda en los nudillos y miraba, de reojo, las manchas de sangre que le había embarrado el oso en el vestido, en el oleaje del faldón y más arriba, en la cintura y mientras posaba su nariz húmeda y blanca en los nudillos y en la palma y en la muñeca ella, que seguía impávida, supo con una lucidez que no admitía cuestionamientos que el oso no iba a hacerle daño, y lo supo como se saben esas cosas, por la manera en que el otro se acerca y se conduce, por la mirada y el gesto que son inequívocos cuando el que se acerca va a matarte, y a pesar de que supo con mucha lucidez que no iba a devorarla siguió sin moverse, el oso era enorme y en cualquier aspaviento, por amistoso que fuera, podía hacerle daño y también seguía impávida porque a su alrededor yacían las tres cabras que habían sido víctimas del oso, dos muertas de manera brutal, llenas de sangre y con un pedazo de cuerpo arrancado de cuajo y la otra, igual de rota y sangrante, soltando un quejido largo y agónico, casi póstumo, que rebotaba con saña en los taludes del valle y producía un eco trágico; mientras el oso pasaba de olisquearle las manos a pasarle la nariz con insistencia por el vientre, la muchacha comenzó a liberar una fila de lágrimas tibias y a estremecerse, primero con discreción, de manera sorda y sosegada, y al cabo de unos instantes con unos sollozos crecientes y violentos que la llevaron a taparse la cara con las manos y a caer de rodillas, doblada sobre sí misma con la frente apoyada en la hierba mientras sus sollozos se convertían en gemidos e inmediatamente después en un lloriqueo que comenzó a confundirse con el quejido largo y agónico de la cabra; el oso se había quedado quieto, en su sitio, mientras la pastora se derrumbaba y en cuanto la vio en el suelo comenzó a olisquearle la cabeza y la nuca y la composición integral de ese cuadro, las cabras despedazadas rodeando a una mujer que llora con la frente pegada a la tierra mientras es olisqueada por un oso, tiene fuerza suficiente para fundar sobre ella un rito, una cosmogonía, un punto de partida simbólico para comenzar a entender las fuerzas que tensan el mundo. El resto de esta leyenda pirenaica exige un poco de imaginación, lo que sigue después es difícil de explicar si no lo encuadramos como un mito, como el mito que ha alimentado, desde tiempos ancestrales, la celebración más importante del pueblo de Prats de Molló: la fiesta del oso. Aquel animal enorme, luego de olisquearla de arriba abajo, sin que ella opusiera resistencia ni dejara de sollozar ruidosamente, levantó en vilo a la muchacha y comenzó a caminar montaña arriba, rumbo a su cueva; la leyenda no especifica cómo un oso puede cargar una mujer: ¿delicadamente entre los dientes?, ¿erguido en dos patas y llevándola en brazos como lo haría una persona?; no lo sé, la leyenda ni lo especifica, ni es necesario que lo haga pues la mitología de los pueblos está ahí para creerse o no, cuestionarla, buscarle los puntos argumentales débiles, es tarea para los aguafiestas; el caso es que el oso, no importa cómo, se llevó a la muchacha montaña arriba, seguramente sollozante y todavía impávida, sin atreverse a saltar de la quijada, o de los brazos o del lomo del oso y en el fondo, me parece, sentiría algo de alivio porque el rapto del oso diluiría su imprudencia, su descuido, la torpeza enorme de exponer al rebaño en esos días en que, como todos los pastores sabían, los osos salían a buscar comida en la montaña, una torpeza, como he dicho, pero también una cosa natural en una muchacha que era casi una niña, una «pastora joven y virginal» como dice textualmente la leyenda del oso, una niña a la que evidentemente le habían encargado el rebaño y no iba a tener cómo explicar, probablemente a su padre, que una fiera se había comido tres de sus animales, una situación trágica que el secuestro del oso volvía relativa, nimia, aunque esta reflexión ya resulta excéntrica porque los personajes mitológicos devoran tranquilamente a sus propios hijos, o los dan sin culpa alguna en prenda y en ese universo no sería de extrañar que una hija valiera menos que una cabra, en fin, el oso se llevó a la muchacha montaña arriba y dos horas más tarde llegó a su cueva y la depositó en el suelo, justamente cuando un pastor, que iba sin rebaño camino a Prats de Molló, vio a las tres cabras muertas que había despedazado el oso; una hora más tarde el pueblo entero se había movilizado para buscar a la niña, los hombres se habían dividido en grupos y las mujeres se arremolinaban en la casa de la madre de la «pastora joven y virginal». En la época de la fundación del mito, Prats de Molló no podía haber tenido muchos habitantes, debió de ser un caserío de pastores donde todos sabían de todos y una situación como ésa debía de ser entendida como una tragedia colectiva; los hombres del pueblo buscaron mientras hubo luz de día y en cuanto oscureció, muy temprano porque era febrero, encendieron antorchas y así, diseminados en grupos por el bosque, recorrieron la montaña completa buscando rastros del oso; la leyenda describe aquella pesquisa nocturna con antorchas sirviéndose de una imagen tan desmesurada como efectiva, «eran tantos los hombres que buscaban a la pastora que la montaña refulgía en la oscuridad»; de lo que pudo haber pasado entre la muchacha «virginal» y el oso no da cuenta la leyenda, aunque resulta inevitable pensar en Hades y Proserpina, en una de esas metáforas de la fertilidad de la tierra, de los ciclos agrícolas, el caso es que a medianoche, luego de haber puesto a la montaña a refulgir, uno de los grupos encontró la cueva y dentro a la muchacha que yacía tranquilamente en el suelo, probablemente dormida, mientras era contemplada por el oso, una fiera mansa o mejor, amansada por la belleza de la muchacha, que no opuso resistencia alguna, ni manifestó siquiera su descontento, cuando los hombres lo ataron con cuerdas y lo sacaron a la fuerza de su cueva; la leyenda dice que la muchacha regresó al pueblo por su propio pie, caminaba al lado del oso que solamente se ponía fiero cuando la perdía de vista y en cuanto llegaron a Prats de Molló la procesión fue «recibida con vítores al amanecer», la muchacha fue llevada «en volandas hasta su casa» y el oso fue sometido a un curioso escarmiento, a un violento proceso de civilización que es la parte que se representa en las calles de Prats de Molló cada 18 de febrero, durante la jornada de la Fête de l’ours: los habitantes del pueblo deciden «afeitar» al oso, lo cubren de aceite y lo despojan de su tupida pelambre para humanizarlo y después, como castigo, lo ponen a hacer trabajos para la comunidad, reparar una puerta, levantar un bordillo, limpiar una calle; la representación de este episodio es el eje de esa fiesta popular que se celebra hasta la fecha, cada año, el oso es encarnado por varios hombres que se cubren el cuerpo con una pintura negra y aceitosa, son los noirs que persiguen a los blancs, otros hombres cubiertos de pintura blanca que, de cuando en cuando, son manchados por la mano de uno de los representantes del oso; se trata de una fiesta popular donde los habitantes del pueblo se vuelcan a la calle y hay música y puestos de comida y una feria con noria y tiovivo, quiero decir que se trata de un día pésimo para ir a hacer lo que yo iba a hacer en Prats de Molló, pues ignorando todo esto que acabo de contar, sin saber desde luego que había fiesta y de pura casualidad, llegué al pueblo justamente ese día, el día de la fiesta del oso.

Unos días antes, mientras regresaba a Barcelona, la misma noche que supe que Oriol seguía vivo, había pensado que, por factible que fuera el encuentro, no me apetecía verlo, reencontrarme con esa persona que para mí y para mi familia llevaba muerto varias décadas. Después de todo lo que sabía de él, ¿qué podía decirle?, ¿qué podía decirme él a mí?, y, sobre todo, ¿no había ya averiguado lo suficiente? El enfrentamiento físico con él era un acontecimiento que no me sentía capaz de soportar, ya bastante duro había sido conocerlo por las actas y por lo que me habían contado de él; la convivencia entre los dos, hasta ese momento, se había dado en un plano estrictamente narrativo, en un territorio hasta cierto punto controlado por mí que durante meses había ido dosificando y gestionando a mi aire y a mi ritmo, mi tío era entonces más personaje que persona, era casi una obra mía, y la posibilidad real de encontrarme con él, de verlo, de oírle hablar, de escuchar lo que probablemente tendría que decirme y de hacerle oír lo que tendría que decirle yo, me molestaba profundamente y, también es verdad, me atemorizaba la posibilidad de, por ejemplo, oírlo hablar y que su voz se pareciera a la mía, esto me llenaba, francamente, de horror; la tormenta interior era de tanta importancia que ni siquiera reparé en la carretera a Le Boulou, oscura y llena de curvas que a esas horas de la noche era la boca del lobo, ni tampoco tengo mucha conciencia de cómo recorrí la autopista hasta Barcelona y llegué a casa, perdido en una especie de borrachera que paulatinamente, en lo que fui quitándome la ropa y metiéndome en la cama fue transformándose en un sueño profundo. «¿Qué tal te ha ido?», preguntó mi mujer en cuanto sintió que me acercaba mucho a su cuerpo para escapar del mío. «No lo sé», le respondí con la boca pegada a su nuca, y me quedé dormido; en los días siguientes di vueltas obsesivamente a la idea de tener a Oriol vivo a dos horas de automóvil, era una tentación que me obligaba a estar todo el santo día pensando en él, en sus perrerías en el bosque, en su infame traición al gigante y en su atroz asesinato y tanto pensaba en su maldad que empecé a padecer, durante esos días de tentación e incertidumbre, una especie de enfermedad moral que se acentuaba cuando estaba con mis hijos, preparando el desayuno o en el parque o ayudándolos con los deberes; me parecía inconcebible que fueran, igual que yo, parientes de Oriol, que cargaran, como cargo yo, con una parte de su turbia sangre; me parecía inconcebible y, más que nada, sucio, inmundo y poco a poco fui llegando a la conclusión de que por desagradable que pudiera ser un encuentro con mi tío, con ese hijo de puta que por desgracia no había muerto en el Pirineo en 1939, había que juntar valor e ir a buscarlo a la prisión de Prats de Molló; el encuentro con él no podía ser peor que la invasión que había provocado en mi vida doméstica y, por otra parte, sin ese encuentro la historia seguiría estando incompleta y además también comenzó a quedarme claro que, siendo el único integrante de la familia que tenía la oportunidad de conocer la verdadera historia de Oriol, no ir a su encuentro era una irresponsabilidad, y justamente cuando pensaba en esto evoqué nuevamente esa línea de película rusa que, por alguna razón, se ha quedado grabada en mi memoria y, con el tiempo, ha ido llenándose de un significado especial, un sentido que tiene que ver con esta historia, con la idea de que las historias van existiendo en la medida en que se convive con ellas, conforme se habita en su interior, «Vive en la casa, y la casa existirá», y dicho esto me subí al coche y enfilé rumbo a Prats de Molló, con un plano de la población que había bajado de Google, donde se indicaba la forma más rápida de llegar a la dirección que me había dado la mujer de la comisaría de Serralongue, una dirección, a primera vista normal, que estaba señalada en el plano con un alegre globito color violeta, que desentonaba con el edificio hacia el que me dirigía, con la cárcel donde Oriol, haciendo cuentas, había pasado la mayor parte de su vida. Era el 18 de febrero y yo no sabía, como he dicho, que era el día de la Fête de l’ours, pero entrando al pueblo quedó claro que algo pasaba, las calles estaban llenas de gente y tuve que aparcar el coche a las afueras del pueblo y caminar, siguiendo el mapa, hasta la cárcel; todo parecía una conjura para que yo me olvidara de ese encuentro, enfrentarme con mi tío en medio de esa verbena era un acto excéntrico, me costaba pensar en un ambiente menos propicio para hacerlo, toda la gente que me rodeaba estaba de fiesta y eso me hacía sentir, con una intensidad especial, de un ánimo turbio y cenizo, y así llegué a la prisión, con la cabeza y los hombros llenos de confeti y casi tuve que gritar lo que quería, lo que me había llevado hasta ahí, para sobreponer mi voz al griterío de fuera, que se trenzaba con la música estentórea de una banda que estaba formada a base de trombones y trompetas. «¿En qué puedo ayudarlo?», preguntó el centinela que estaba detrás de un escritorio, vestido de policía, y que había dejado momentáneamente la chorcha que sostenía con otros dos colegas uniformados, una chorcha que incluía risotadas y vocablos como putain o mamelon que indicaban a las claras el tema que los ocupaba, un tema vital y caliente que era la antípoda del que me había llevado hasta ahí; expliqué brevemente lo que quería y añadí disculpas anticipadas por no haber hecho una cita y por no haber averiguado, como por otra parte tenía que haberlo hecho, qué días de la semana, o del mes, podían hacerse ese tipo de peticiones; cuando el centinela comenzaba a dedicarme una serie de profundos ¡ooolala-lalá!, le dije que reconocía mi ingenuidad al haberme presentado así de precipitadamente pero que, le suplicaba, entendiera mi situación, «se trata de un familiar al que durante años habíamos dado por muerto y en cuanto supe que vivía no tuve cabeza para pensar en las formalidades y todo lo que me importó fue verlo inmediatamente», dije con una efectiva teatralidad que incluso a mí me dejó sorprendido; el centinela intercambió un par de miradas con sus colegas que, conforme había yo ido explicando los motivos que me habían llevado hasta ahí, se les había ido congelando el entusiasmo y la risa y ya en ese momento eran un par de policías serios, atribulados y un poco cenizos. «Pues menudo día ha elegido usted para conocer a su tío», dijo el centinela y después añadió: «Veré qué puedo hacer», y ya sin oolalás y tomándose mi petición muy en serio desapareció por una puerta mientras sus dos camaradas, ya con el ánimo por los suelos, hacían un discreto mutis. Yo me quedé ahí solo, oyendo la algarabía que llegaba desde la calle, sintiéndome muy nervioso por primera vez ese día y casi deseando que el centinela saliera por la puerta y me dijera: «Lo siento, regrese otro día y asegúrese de haber hecho antes una cita», o mejor: «Ha habido un error lamentable, su tío murió hace veinte años y, por alguna razón, alguien se olvidó de trasladar su nombre a la lista de decesos»; pero nada de aquello ocurrió y el policía, al cabo de quince minutos eternos, salió por la puerta para decirme que, a pesar de la irregularidad de mi petición, el director me autorizaba, «como cosa excepcional», a ver a mi tío. «Es lo que quería, ¿no?», dijo el centinela al ver la cara de susto que puse. «Sígame, por favor», ordenó con energía mientras pasaba del otro lado del escritorio y enfilaba hacia la puerta por donde yo había entrado; lo que pasó durante los siguientes quince minutos me dejó muchos meses perturbado, sin saber qué hacer con lo que ese día había visto y sabido; regresé a Barcelona conduciendo mi coche como un autómata, bajo una persistente aguanieve, y días después, cuando logré salir un poco del sopor en que me había dejado la visita a Oriol, pensé que era el momento de ir a contárselo al gigante, Noviembre era la única persona que podía ayudarme a digerir lo que me había pasado en Prats de Molló, y además también me pareció que era una buena forma de redondear la historia, contarle quién era su amigo, si es que de verdad no lo sabía, contarle de su traición y de sus asaltos y del asesinato de la niña y contarle que aquello que le había dicho el cabrero de Toulouges era falso porque yo acababa de ver a mi tío vivo así que, por enésima vez, cogí el coche rumbo a Lamanere, convencido de que contarle todo a Noviembre, compartir con él esa carga, era imperativo porque, por otra parte, llevaba varios días en casa errático y meditabundo y mi mujer comenzaba a preguntarme si no estaba exagerando con esa historia de mi tío. «¿Por qué no simplemente pasas página?», me había dicho y yo pensé que contándoselo al gigante encontraría la manera de hacerlo, pero llegando a Lamanere me di cuenta de que algo no iba bien, era martes al mediodía y el bar estaba cerrado y afuera de casa del gigante había tres hombres fumando, toda una multitud para ese pueblo donde no había nunca nadie; aquellos dos elementos me hicieron pensar lo peor. «El gigante ha muerto», murmuré con aprensión y en cuanto lo dije sentí que no podía ser cierto. «Imposible», dije, «sería una casualidad siniestra, una cosa absurda», pero conforme fui acercándome a la casa esa cosa absurda fue consolidándose, el bar cerrado y los tres hombres fumando fuera no podían significar más que eso, o la fase previa, que mi amigo estaba en las últimas y esa gente, que no sabía de dónde podía haber salido, lo acompañaba en su agonía; en cuanto estuve suficientemente cerca vi que se trataba de tres cabreros, uno de ellos un viejo enjuto que ya había visto por ahí, rodeado por sus animales, algún día, me dedicó una mirada ambigua donde cabía el reproche y la empatía, aunque cuando me topé con la mirada de los otros dos, me pareció que más que una mirada específica, se trataba de una actitud conjunta de duelo y también me di cuenta, en ese instante, de que los tres sabían perfectamente quién era yo, de que mis visitas al gigante eran más notorias de lo que yo había pensado y que, seguramente, eran tema de conversación, quizá hasta un motivo de broma y de guasa como lo había sido en su tiempo la relación de Noviembre con mi tío, la historia aquella de la bête et le petit soldat que me había contado la dueña del bar probablemente con toda mala intención, a lo mejor motejándome como le petit-neveu du petit soldat, el sobrinito del soldadito, todo eso pensé en lo que me abría paso para entrar a la casa, pronunciando un indeciso bonjour, un bonjour titubeante cuando lo que tocaba era decir lo siento, qué pena, cómo ha podido pasar esto, lo bueno es que ahora ya descansa en paz, porque para esas alturas, justamente antes de entrar a la casa, yo ya estaba completamente seguro de que esa casualidad siniestra, esa cosa absurda, había efectivamente pasado y, un instante después, pude comprobarlo, vi a la vagabunda arrodillada tratando de meter en una bota enorme el pie descomunal del gigante que estaba tendido en el suelo, sobre una alfombrilla, con el gesto pacífico e inequívoco de quien acaba de morirse en paz. El cuerpo de Noviembre parecía todavía más grande ahí tirado sobre esa alfombrilla que debía de haber sido su cama porque yo, hasta ese momento, nunca me había preguntado dónde dormía mi amigo, qué hacía, cuando llegaba la noche, con ese cuerpo descomunal; la vagabunda advirtió inmediatamente mi presencia, me dedicó una mirada tan ambigua como la de los cabreros y siguió en lo suyo hasta que consiguió meterle en la bota el pie; yo me quedé ahí sin decidirme a ayudarla en su forcejeo, me sentía un intruso y además estaba profundamente conmocionado con la muerte de ese hombre, porque había aprendido a estimarlo y habíamos llegado a tener cierta amistad, cierta intimidad pero, sobre todo, porque se había muerto justamente ese día, precisamente antes de que yo hubiera podido contarle lo que sabía de Oriol, lo que acababa de ver en Prats de Molló, lo que había pensado y lo que pensaba hacer con esta historia; estaba profundamente conmocionado porque me había dejado solo, me había puesto tras los pasos de Oriol, me había enredado en esa aventura ingrata y al final, tranquilamente, me abandonaba. Mientras la vagabunda cogía la otra bota y se ponía a forcejear con el otro pie, empezó a invadirme una intensa sensación de mareo, tenía el estómago revuelto, sabía que lo correcto era ayudarle a la vagabunda con el zapato pero me sentía incapaz de hacerlo, de arrodillarme ahí junto a ella que en ese momento parecía muy pequeña con el pie gigantesco en su regazo, un pie desnudo, amarillo, sucio que era del tamaño de su tórax; la imagen provocaba compasión y risa, era penosa, era la suma de ese hombre colosal, magnífico, de vida miserable, había mucho de él en ese pie que terminaba de vestir la vagabunda con una bota desastrosa, sin calcetín; en cuanto terminó de amarrar el cordón me dedicó otra mirada no tan ambigua como la anterior, en ésta había hartazgo, rencor, se veía en sus ojos que mi presencia ahí era una verdadera molestia y sin decir palabra salió de la casa, se integró en silencio al trío de los cabreros y me dejó ahí, sin saber ni qué hacer ni qué pensar, desamparado ante ese cuerpo vencido y enorme que era mi amigo muerto, ese cuerpo que parecía la réplica de la montaña, su reproducción a escala con sus cumbres y sus valles, sus abismos y sus hendiduras, su magno corpus ramificándose y desvaneciéndose hacia la tierra plana, ese cuerpo tendido en medio de la casa era mi amigo muerto pero también era el final de la historia que él me había descubierto, el final de ese breve lapso en el que habíamos convivido, el punto final del azar que me había llevado a descubrir la otra vida de Oriol, eso me dio por pensar mientras lo contemplaba, me dio por suponer que de haber tardado más en ir a Argelès-sur-Mer, de haber ido después de ese día, después de la muerte del gigante, nadie me hubiera entregado la carta y la foto y esta historia se hubiera perdido, se hubiera quedado sin existir, hubiera sido como esa casa deshabitada de la película rusa, yo no hubiera tenido manera de enterarme de que Oriol no había muerto en 1939 y me hubiera quedado tan tranquilo, dando por válida la historia cómoda que le habíamos inventado en La Portuguesa; y aun cuando no me queda claro todavía si es mejor saberlo que ignorarlo, en ese momento de soledad acentuada por el cuerpo muerto del gigante, agradecí el hecho de que hubiera sucedido, di las gracias a Noviembre, a la horrible y rencorosa vagabunda, al azar que nos había reunido, a esa historia que involuntariamente hemos terminado habitando y convirtiendo en casa, a esa aventura que terminó en Prats de Molló, el día en que por fin me vi frente a frente con Oriol, ese episodio negro y perturbador que ya no pude contarle al gigante y que me tuvo inquieto, irritable y errático durante varios días, volviendo, con mi incómoda enfermedad moral, turbio el ambiente en casa hasta ese momento preciso, frente al cuerpo muerto de mi amigo, en que, todavía dudando si era mejor saberlo que ignorarlo, di las gracias, me quedé en paz, e inmediatamente después entendí que era hora de irme, que mi presencia ahí sobraba, que cualquier cosa que ofreciera, ayuda o mis condolencias, iba a causar tensión y malestar; me intrigaba cómo iban a hacer para sacar de la casa ese cadáver monumental, cómo iban a cargarlo hasta el sitio donde pensaban darle sepultura y, aunque esto me provocaba una gran curiosidad, sabía que mi papel era irme en silencio, despedirme con una inclinación de cabeza y no decir ni preguntar nada, y menos ese detalle que me haría quedar como un insensible; antes de abandonar la casa sentí el impulso de tocarlo, nunca había tenido ni el más mínimo contacto físico con él, no nos habíamos nunca ni estrechado la mano y me pareció que tenerlo entonces era una buena forma de despedirme, una cosa simbólica la de tocarlo ese día por primera y última vez, así que me acerqué a su cuerpo y me agaché para poner mi mano sobre la suya, fue un contacto fugaz y gratificante, la mejor manera que encontré para decirle gracias y adiós; al salir de la casa me encontré con la mirada hostil de sus cuatro conocidos, «¿Has terminado?», me preguntó la vagabunda con una malicia que hizo mella en la paz con que me iba y que también me animó, una vez inauguradas las insensibilidades, a preguntarle, a ella o a los otros tres, dónde pensaban enterrar a Noviembre; la vagabunda me dedicó su habitual mirada de sorna y después me dijo: «Lo enterraremos en el sitio donde se ha quedado muerto», y añadió buscándose algo, un cigarrillo, entre las ropas, «como se ha hecho siempre con los gigantes». Pero antes de la muerte de Noviembre estaba en Prats de Molló, calculando que después, cuando llegara el momento, iba a contarle todo lo que veía, no pensaba desde luego ni debatir con él lo visto ni esperaba ninguna clase de diagnóstico, ni de consejo, ni de apoyo moral, ya he dicho que el gigante era un poco idiota y todo lo que yo pretendía era, simplemente, contarle que Oriol estaba vivo y que yo acababa de verlo, aunque ahora que voy escribiendo esto y que el gigante está muerto, me pregunto si hubiera servido de algo que él supiera lo que ahora sé, y si es que no fue mejor que muriera sin saberlo; en todo caso yo iba pensando en contárselo todo, iba siguiendo al centinela con esos ojos, con ese objetivo que era en realidad un subterfugio, un mecanismo de defensa, un desplazamiento de la responsabilidad para que el encuentro con Oriol no me cayera a mí solo. «Sígame y procure no perderme de vista», me dijo el centinela en el momento en que cruzamos la puerta de la prisión y ante nosotros apareció la calle atestada de gente, familias completas, bañadas por un sol ambiguo, que avanzaban hacia un punto específico, en dirección a la plaza donde debía de estar tocando la banda que se oía a lo lejos, y había otras que se quedaban a mirar algo en los puestos, o a consultar un mapa, o a decirse algo o a reagrupar a los niños, quiero decir que no perder de vista al centinela no era tarea fácil, él lo sabía y por eso procuraba ir volteando continuamente para que no me perdiera en la multitud, y lo hacía con esa efectividad, con esa economía de medios con que suelen seguir los policías aunque aquel a quien siguen vaya detrás de ellos, le bastaba un movimiento de cuello mínimo, una ligera reorientación de la cabeza, un fugaz reojo para tenerme absolutamente controlado. «¿Adónde vamos?», le pregunté cuando apenas habíamos salido del edificio porque me parecía raro, si no absurdo, lo que estaba empezando a suceder. «Su tío está inscrito en un programa de servicio a la comunidad y hoy le ha tocado trabajar fuera», me respondió el centinela y yo recordé que algo de eso me había contado la mujer de la comisaría de Serralongue, algo de esa concesión que les daban a los presos que observaban buen comportamiento, aunque en el caso de mi tío, que nació en 1918, el buen comportamiento debía de ser más bien la pasividad y la poca movilidad propias de la vejez, pensaba mientras seguía muy de cerca al centinela, caminábamos prácticamente codo con codo, esquivando no con poca dificultad el río de gente que bajaba por la calle y que se arremolinaba en un puesto de comida, en una esquina o a mitad de todo para consultar el programa impreso de la Fête de l’ours; la palabrería continua de la muchedumbre y la música de trompetas y trombones de la banda que tocaba en alguna plaza, más la forma accidentada y errática en que nos íbamos desplazando, dificultaba la conversación que trataba de establecer, quería extraer toda la información posible antes de que llegara el momento de enfrentarme con mi tío, quería ir preparado, listo para verlo y preguntarle un par de cosas y después irme, había concluido que era importante evitar la relación, el compromiso a futuro con ese delincuente, la reconstrucción del lazo familiar; mi objetivo no pasaba de verlo, preguntarle dos o tres cosas y después largarme y no volver a entrar en contacto con él nunca más, el nunca más muy breve que debía de quedarle por la edad. «¿Y qué hace mi tío en la calle?», pregunté al centinela en un momento propicio, en el instante en que tuvimos que detenernos en una esquina para que pasara, con mucha lentitud porque iba tratando de abrirse paso entre la muchedumbre, una furgoneta del Ayuntamiento. «Está destacado en la plaza principal», me respondió y como la furgoneta seguía pasando alcancé a preguntarle: «¿En la plaza donde están tocando música?». «Justamente ahí», dijo, con una sonrisa de simpatía e inmediatamente después se echó a andar porque la furgoneta nos había dejado el paso libre y una nube espesa de humo del escape que me hizo toser, perder el paso y la oportunidad de preguntarle qué carajo hacía mi tío, un hombre condenado a cadena perpetua por asesinato, en la plaza pública el día de la fiesta del pueblo. Se trataba en realidad de una pregunta para confirmar lo que yo acababa rápidamente de deducir, que el «servicio social» que prestaba Oriol consistía en tocar en la banda municipal, que era lo único decente que, hasta donde yo sabía, era capaz de hacer, aunque la verdad no se entendía cómo podía insertarse un piano en aquella escandalera metálica; mientras intentaba recuperar mi paso junto al centinela, que iba un par de metros delante de mí, aplicando magistralmente su persecución inversa, pensé en el desternillante gracejo que significaba la participación de Oriol en esa banda estentórea de pueblo; durante varias décadas, en nuestro exilio en La Portuguesa, habíamos oído a Arcadi, su hermano, pronosticar que Oriol aparecería un buen día en México, convertido en un importante pianista; durante décadas lo habíamos imaginado entrando a la plantación, de traje negro impecable, cargando un pequeño portafolios bajo el brazo donde llevaba sus partituras, habíamos imaginado tanto y con tanta intensidad esa situación que había inventado mi abuelo que, durante todos esos años, la única posibilidad que nos planteábamos, en el caso remoto de que Oriol no hubiera muerto en la cima del Pirineo en 1939, era la de que fuera un pianista consagrado, y toda la teoría sobre la que mi abuelo se había basado para inventar aquello era que su hermano, antes de enrolarse en el bando republicano, había estudiado piano en Barcelona, eso era todo, en realidad nunca había tocado más allá de las aulas de música de la universidad, ni siquiera era uno de esos muchachos que animan las reuniones familiares tocando un instrumento, decía Arcadi cuando le preguntábamos sobre su hermano Oriol, sin darse cuenta de que diciendo esas cosas dinamitaba su propio mito; eso era todo, no había más datos que aderezaran la imagen de Oriol convertido en pianista célebre en Sudamérica, no había nada más y, en un descuido, ni siquiera era cierto que fuera pianista, o quizá sólo se había inscrito y había asistido a un par de clases, o probablemente ni eso, no hay documentos donde comprobarlo y todo lo que hay es lo que contaba su hermano que lo mismo hubiera podido decir que era escritor, o alquimista o campeón nacional de tenis pero, en todo caso, concediendo la importancia que tuvo el mito en nuestra concepción de Oriol, no dejaba de tener gracia, aunque también fuera un acontecimiento trágico y deprimente que Oriol estuviera tocando un instrumento, no un piano pero quizá un clarinete, cuando no dirigiendo esa banda metálica de pueblo que atronaba con una energía que llenaba las calles de Prats de Molló, se desbordaba por éstas como una inundación, como si se hubiera roto la represa que la contenía y su corriente desbocada estuviera a punto de ahogar a los habitantes con sus notas de metal agudo, una corriente que era un escándalo que ya no me permitió preguntarle al centinela por la clase de actividad que desarrollaba Oriol en la plaza principal, el ruido no permitía el intercambio de palabras y la velocidad y la destreza con la que iba desplazándose el centinela entre la multitud tampoco facilitaba el acercamiento, la cercanía necesaria para preguntarle, ¿mi tío está tocando en esa banda de metales agudos que nos ahoga?, una pregunta pertinente, necesaria para prepararme aunque fuera con extrema urgencia para el encuentro y para echar por tierra de una vez el mito del pianista, esa imaginería que durante años había promovido Arcadi en La Portuguesa y que yo, que toda la vida la había creído a pie juntillas, empecé a cuestionar a medida que había ido descubriendo, reconstruyendo y recreando la vida nefanda de Oriol, ¿cómo podía ese animal haber sido músico?, otra pregunta pertinente cuya respuesta estaba a punto de llegar porque la música se oía cada vez más cerca y yo caminaba cada vez más rápido abriéndome paso en la muchedumbre, tratando de no perder de vista al centinela que volteaba todo el tiempo, lanzaba sus reojos magistrales, para comprobar que no me había extraviado, y en el momento en que estaba a punto de alcanzarlo, a punto de cogerle con excesiva confianza del brazo para preguntarle eso que me parecía fundamental, en el momento preciso de estirar la mano, una fracción de segundo antes de que las yemas de mis dedos tocaran la manga de su abrigo, di un paso en falso sobre un desnivel que había en la calle y para evitar la caída, la rodada aparatosa por el suelo, me cogí instintivamente de un hombre, mucho más bajo que yo, que por poco rueda conmigo pero el caso es que nada pasó, conseguimos los dos mantener el equilibrio y yo pedí disculpas y él dijo cortésmente que no era nada, «¿Se encuentra usted bien?», todavía educadamente preguntó y enseguida regresó a lo suyo, al brazo de su mujer y al paseo alegre por la calle el día de la fiesta del pueblo, no pasó absolutamente nada, no fue más que un traspié trivial, uno de esos malos pasos que da uno a veces sin ninguna consecuencia pero aquí, esos segundos que perdí fueron suficientes para que el centinela desapareciera de mi vista, me quedé ahí de pie tratando de localizarlo entre la multitud, temiendo de pronto no volver a encontrarlo y perder la oportunidad de ver a Oriol, una cosa de la que había dudado hasta ese momento en que, agobiado porque la oportunidad podía desvanecerse, me parecía un deber, algo que tenía obligatoriamente que hacer, un episodio imprescindible en esa historia que llevaba meses reconstruyendo y que, sin ese encuentro, quedaría incompleta, trunca, inhabitada como la casa de la película rusa, perdida para siempre; me quedé quieto, inmóvil, volteando de un lado para otro, esperando que el centinela me repescara con uno de sus golpes de ojo magistrales, pero el tiempo empezó a hacerse largo, el centinela no me había repescado en el acto y eso me hizo pensar que debía moverme, debía dejarme guiar por la multitud, avanzar hacia delante porque al final de la calle, que era una arteria estrecha, parecía que se abría un espacio, podía adivinarse por la forma en que la gente, que llegaba hasta allá en una fila apretujada, se dispersaba y también porque el ruido de la banda aumentaba a medida que nos acercábamos a ese espacio que debía de ser la plaza principal, la plaza donde iba a encontrarme con mi tío, y mientras miraba a un lado y a otro, con creciente ansiedad, para ver si lograba localizar al centinela, pensé en el mapa de Google que había usado para localizar la cárcel y que traía en el bolsillo, no nos habíamos desplazado demasiado y encontrando el nombre de la calle donde estaba podía averiguar con toda exactitud si aquel espacio abierto que se adivinaba era una plaza, y empezaba a mirar las paredes en busca del nombre de la calle, y a palparme el bolsillo en busca del mapa cuando el centinela se me plantó enfrente. «Le dije que no me perdiera de vista», me dijo y enseguida, sin que yo pudiera decirle nada, se echó a andar delante de mí y yo no pude hacer más que salir pitando detrás de él e intentar no perderlo, tratar de irme colando entre la multitud de la misma forma que él lo hacía, moviéndose en diagonales, en breves corrimientos hacia un lado, presionando disimuladamente a los cuerpos que tenía a su alrededor un poco con el hombro, un poco con el antebrazo, de repente con la cadera, una efectiva coreografía que le permitía andar con rapidez entre la gente sin perder el paso y así, conmigo detrás, haciendo de su sombra, llegamos al final de la calle donde, efectivamente, estaba una plaza, varias calles confluían en ese espacio y en el centro se apeñuscaba una muchedumbre que gritaba, jaleaba y se divertía, lograba imponer su bulla a la música estentórea de la banda que, efectivamente, tocaba ahí mismo, entre la gente, montada en un templete que hacía que los músicos sobresalieran medio metro por encima de la muchedumbre, eran ocho, iban uniformados con una casaca azul y tocaban una pieza, con aires de sardana, fundamentada en una vigorosa melancolía; sin perder de vista al centinela que se abría paso en dirección a la banda, traté de mirar los rostros de los músicos, pero desde la distancia en que nos encontrábamos me era imposible, soy miope y aun con las gafas puestas no veo muy bien de lejos y sin embargo no podía quitarle los ojos de encima a esos ocho rostros borrosos que me producían un vacío en el estómago, cualquiera de ellos podía ser el rostro de Oriol, era posible que yo estuviera ya, sin darme cuenta, frente a mi tío, frente a esa mancha en la familia, frente a la parte más sucia de mi árbol genealógico y de pronto pensé que, aun cuando estuviera suficientemente cerca, me iba a ser muy difícil reconocerlo, la foto que me había enseñado la mujer de la alcaldía de Serralongue tenía varias décadas, tenía, sin ir más lejos, más años que yo, y en esas condiciones iba a ser muy difícil reconocerlo; el centinela había logrado colarse más allá de la mitad de la plaza y yo detrás de él, como su sombra, ya a una distancia más propicia para observar la cara de los ocho músicos que soplaban esa pieza vigorosa y melancólica, desde esa distancia podía apreciar, con una incomodidad creciente porque la multitud se apretaba a medida que nos acercábamos al centro, que la mayoría de los músicos eran viejos y en ese momento, procurando no perder de vista al centinela, caí en la cuenta de que Oriol debía de tener demasiados años para soplar en plena plaza pública un instrumento de viento, o quizá no, reculé a continuación, quizá su rusticidad, la vida de bruto que había llevado, su desasosegante animalidad lo había endurecido suficientemente, lo había vuelto correoso y longevo, quizá eterno como la mala yerba, perfectamente capaz de soplar una pieza tras otra por la boquilla de un clarinete, de un corno inglés o de una tuba, esto pensaba yo mientras intentaba descifrar los rostros, sacudido de un lado a otro por nuestro accidentado desplazamiento, estábamos ya muy cerca del templete y ya podía ver las caras, los rasgos de cada uno, el gesto deformado por el esfuerzo de soplar en su instrumento, los mofletes hinchados, una vena palpitante en la sien y otra bajando por la frente, estaba ya verdaderamente cerca con un hueco en el estómago y el corazón desbocado ante la posibilidad de que los ojos de alguno de los ocho dieran con los míos y se produjera el chispazo, el relámpago de reconocer a uno de los tuyos, de reconocerme en él, de identificar, con un golpe de ojo, el santo y la seña de la tribu, en ese trance me encontraba, hipnotizado por esos ocho rostros, cuando el centinela redujo su paso para quedar junto a mí y decirme con su boca pegada a mi oreja, porque era considerable el ruido que hacían de cerca: «Su tío debe de andar por aquí», gritó el centinela en mi oído y señaló con la mano un horizonte amplio que quedaba más allá del templete, en el fondo de la plaza. «¿Allá?», pregunté con un grito en su oído, desconcertado porque acababa de desbaratarme la historia del músico, esa historia de la que yo de por sí siempre había tenido dudas, pero durante los minutos que me había tomado llegar frente al templete esa historia se había vuelto posible, factible, incluso deseable porque verlo ahí, de casaca azul y soplando esa pieza vigorosa en un corno inglés, hubiera matizado un poco su escabrosa biografía, quiero decir que su vida hubiera tenido siquiera un destello positivo, era un asesino y un hijo de puta pero tocaba el clarinete, pensé y casi sonreí y en el acto concluí que ante su sólido historial criminal el matiz hubiera sido irrelevante «y ahora», pensé, «no le queda a Oriol ni esa irrelevancia», y seguí avanzando junto al centinela que había bajado el ritmo porque a medida que nos acercábamos al fondo de la plaza la gente se apretujaba más y más y aprovechando que estábamos codo con codo, atrapados en un momentáneo impasse, me dijo a gritos, para sobreponerse al escándalo: «Su tío sale a veces a hacer trabajos para la comunidad, reparar una puerta, levantar un bordillo, limpiar una calle, o ayudar en lo que haga falta cuando hay fiesta», dijo y con eso aniquiló, de forma definitiva, la carrera de músico de Oriol, su fulgurante trayectoria como pianista de la filarmónica de Buenos Aires, su llegada a La Portuguesa con las partituras bajo el brazo, aniquiló todo eso y además lo puso en su sitio, mi tío era un asesino y punto, un prisionero a cadena perpetua y lo que le correspondía no era ponerse una casaca azul y tocar la tuba, sino recoger la basura, limpiar las cloacas, acaso cargar los tablones para el templete de los músicos. «Venga, debe de andar por aquí», gritó el centinela mientras se abría paso, un poco a la fuerza, entre la gente y yo para no quedarme atrás, para no retrasar ni un segundo más esa expedición que ya empezaba a pesarme, me pegué a su espalda y me fui introduciendo por los mismos huecos que él abría, metiendo primero un hombro y luego la rodilla o la cadera, caminando de perfil, introduciéndome cada vez más hondo en esa masa compacta de personas que de pronto se reían o gritaban por algo que estaba pasando en el fondo y que era eso que los tenía ahí apretujados, algo que yo no alcanzaba a distinguir porque iba pegado a la espalda del centinela, concentrado en no separarme ni un milímetro porque empezaba a pensar que a mí solo me iba a ser imposible abrirme paso, en cuanto lograba meter un hombro entre dos personas, por el hueco que acababa de abrir el centinela, tenía que desatascar una pierna que se había quedado prensada atrás, en la capa anterior de gente, y meterla en la capa siguiente, donde ya había metido el hombro en el hueco que había abierto el centinela, y después tenía que hacer lo mismo con la otra pierna, iba adentrándome capa tras capa y en cierto momento, en que una señora gritó y me increpó que le había pisado un pie, volteé fugazmente para disculparme, para decirle que hacerle daño no había sido mi intención y lo que vi detrás de ella me llenó de agobio porque hasta ese momento no había reparado en todo el camino que había recorrido, en lo mucho que me había adentrado en esa multitud densa, compacta, estaba atrapado en medio del gentío y la marcha atrás era impensable, no tenía más remedio que seguir pegado al centinela y tratar de salir por el otro lado, donde se suponía que íbamos a encontrarnos con mi tío; al verme ahí atrapado, apretujado en esa multitud, comenzó a faltarme la respiración y una oleada de claustrofobia fue subiéndome desde el estómago y un instante después ya empezaba a solapar la posibilidad de abrirme paso con violencia y escapar de ahí por uno de los costados que parecía más accesible, el pánico de estar encerrado en esa multitud había relegado a un segundo plano el motivo por el que estaba ahí encerrado, el objetivo que me había llevado hasta ahí, en ese momento no pensaba más que en abrirme paso como fuera para escapar de mi encierro, de mi horrenda claustrofobia y empezaba a manotear y a mover los brazos y a tratar de pasar literalmente por encima de la gente cuando el centinela me cogió con autoridad de un brazo y me gritó: «¡Cálmese!, su tío está aquí, a unos cuantos metros», y esa noticia disipó mi claustrofobia, dejé de manotear y volví a pegarme sumisamente a la espalda de mi guía y unos segundos más tarde, como por arte de magia, llegamos al borde de la multitud y ante nosotros se abrió un espacio vacío por donde corría gente, los personajes de una representación que era lo que tenía a toda esa muchedumbre concentrada en ese punto, y no la banda de música como yo había creído, esos ocho músicos que seguían tocando la pieza vigorosa con aires de sardana y que ahí, en el borde de la multitud, ya era menos estentórea, era un fondo para las risas, los gritos y el jaleo que provocaba la representación. «C’est la Fête de l’ours», dijo el centinela señalando a los chavales disfrazados que corrían de arriba abajo, ya sin gritarme en el oído y con una sonrisa que, tuve la impresión, se debía menos a esa fiesta, que seguramente había visto demasiadas veces, que al alivio de haber llegado hasta ahí y de estar a punto de coronar esa engorrosa encomienda; estaba tan distendido el centinela, tan contento de haber cruzado con éxito ese mar de gente que, mientras me explicaba mecánicamente los pormenores de la representación, rebuscó en el bolsillo de su abrigo hasta que encontró un purete que se llevó a la boca; la representación era como cualquier fiesta pueblerina, una simpleza que la gente se tomaba en serio, una corrediza entre dos bandos de muchachos, unos pintados de blanco y otros de negro, que debían de estar haciendo lo mismo que hacían a su edad sus padres, y sus abuelos y sus bisabuelos cada 18 de febrero en ese pueblo, los negros corrían detrás de los blancos e intentaban ponerles las manos pintadas encima para mancharlos, y los blancos intentaban la misma cosa, era la representación, según me explicaba el centinela, de la historia del oso y la pastora, y a mí su explicación me parecía fuera de sitio porque yo lo que quería era ver a mi tío y desaparecer, el sol tibio que nos había acompañado todo el tiempo acababa de ser sepultado por una masa de nubes negras y un viento helado comenzaba a barrer la plaza, «Ahí viene la nieve», dijo el centinela mirando con displicencia el cielo, dedicándole un largo churro de humo, como si estuviera apoltronado en un bar criticando las humedades del techo, «Espero que se equivoque porque tengo que regresar a Barcelona», le dije, pensando en el lío que iba a ser el regreso con la carretera nevada, como hacía un buen día no había tomado la precaución de llevar las cadenas, una lamentable tontería. «Habrá nieve, se lo aseguro», dijo y me miró con cierta compasión, con esa condescendencia que tienen los hombres del campo, acostumbrados a interpretar la naturaleza, frente a los habitantes de la ciudad que no tenemos que interpretar nada: se abre el paraguas cuando llueve o se coge el metro o un taxi, no es casi nunca una amenaza la naturaleza en las ciudades, no como en la montaña donde puedes terminar tus días en medio de una tormenta de nieve, y al pensar esto regresé al gigante, y a Oriol y al asunto que me tenía en esa plaza abarrotada de gente y barrida por el viento, el centinela seguía fumando y añadía con bastante desgana datos y anécdotas para ilustrar la Fête de l’ours que, como he dicho, me parecía una simpleza, y mientras hablaba y fumaba el centinela noté que entre los chavales negros y blancos que se perseguían para mancharse unos a otros había un hombre vestido de harapos, cubierto de arriba abajo de una pintura aceitosa que se le apelmazaba en la greña y en las barbas y que sujetaban un par de muchachos con dos cadenas, a la muñeca una y al tobillo la otra, y esta sujeción excéntrica lo hacía moverse con dificultad e incluso irse de bruces al suelo, cosa que divertía mucho al gentío que, entonces me di cuenta, jaleaba a los muchachos para que tiraran de las cadenas: por lo que había entendido de la explicación mecánica del centinela, se trataba del hombre que representaba al oso en el momento en que los campesinos lo habían hecho prisionero y lo habían afeitado para humanizarlo y para que desempeñara tareas en el pueblo, como reparar una puerta o tapar un socavón en una calle, actividades que ese hombre simulaba hacer, las actuaba, las fingía con una rutina inverosímil, más bien ridícula, cogía tierra que no había con una pala imaginaria y, cada vez que ponía en práctica su falso quehacer, pasaba un muchacho negro o uno blanco y le daba una patada en el culo, o le pegaba con la mano abierta en la cabeza y después seguía a lo suyo, que era manchar de pintura a sus contertulios y el «oso», como la gente se dirigía a quien lo encarnaba, era el personaje trágico y cómico de la fiesta, nadie perdía oportunidad de darle un golpe y la muchedumbre celebraba a rabiar cada vez que caía al suelo, de todas las formas posibles, de cara, de culo, de costado sobre alguna extremidad, el pueblo completo le aplicaba la misma rutina, con la misma saña e igual crueldad que habían aplicado sus antepasados al oso real, a la bestia que había secuestrado a la pastora, ese pobre hombre lleno de aceite no lo pasaba mejor que el oso auténtico y encima los harapos no lo protegían del viento que barría la plaza ni del intenso frío que era, ya no me quedaba ninguna duda, el preámbulo de la nieve; no habían pasado ni cinco minutos desde que nos habíamos plantado ahí a ver la representación y yo ya estaba angustiado por el maltrato que le dispensaban al oso, un maltrato real que incluso le había abierto una brecha en la frente, de donde le brotaba un hilo de sangre que nada más salir se mezclaba con la pintura aceitosa, me parecía inexplicable que alguien fuera capaz de prestarse para representar ese personaje pero, pensé, también es verdad que cada pueblo tiene sus códigos y cada fiesta su elenco y a lo mejor salir de oso era un honor, un privilegio, una distinción que los vecinos comentarían el resto del año, sólo de esa forma podía explicarse que ese pobre hombre resistiera semejante maltrato y que la gente aplaudiera feliz cada vez que alguien le daba un golpe, o una patada, o cada vez que sus dos custodios tiraban de las cadenas para que se fuera al suelo, y la algarabía era tal cuando caía, los gritos y el jaleo eran de tal magnitud que la orquesta estentórea, que ya había pasado a un deshilvanado swing, quedaba sepultada debajo del griterío y yo empezaba a preguntarme qué hacíamos ahí, la nieve iba a caernos encima en cualquier momento y no me apetecía estar en medio de la plaza cuando eso sucediera. «¿Cuándo veremos a mi tío?», pregunté con cierta impaciencia y el centinela me hizo un gesto con la mano, un gesto que invitaba a la calma y a la tranquilidad, supuse que esperaríamos a que terminara la representación para cruzar hacia el otro lado sin interrumpir a los actores, más allá había dos menesterosos trabajando en el portal de un edificio, un par de hombres agachados que reparaban algo en la pared, una conexión, una toma de agua, una zona descascarada de la pintura, su trabajo llamaba la atención porque eran los únicos que no participaban de la fiesta del oso; desde la distancia donde me encontraba, que no era mucha, podía distinguir que uno de ellos era un viejo que podía tener la edad de Oriol y de pronto tuve la certeza de que era él, de que en cuanto terminara la representación nos acercaríamos, ¿quién más que un preso podía estar haciendo ese trabajo precisamente ese día?, e iba a decirle todo esto al centinela cuando sentí un violento empujón que casi me tiró al suelo, un par de personajes blancos se habían descontrolado, habían brincado hacia atrás para que el oso no los manchara de grasa y en cambio me habían manchado a mí de blanco una manga del abrigo y el pantalón al centinela, al tiempo que nos envolvía un chillido general, casi histérico, porque el oso al que todos maltrataban y del que todos huían había caído nuevamente al suelo, a un metro escaso de donde estábamos, y trataba de levantarse con dificultad, sin dejar de representar su papel, de fingirlo, de actuarlo, tirando zarpazos inofensivos y adoptando una actitud de oso enfurecido que contrastaba con el aspecto desvalido y lastimoso de su cuerpo, y al tenerlo tan de cerca vi que se trataba de un hombre mayor y me dio todavía más pena, debajo de los harapos se veía una espalda huesuda que según se moviera quedaba completamente a la intemperie. «¿Cómo pueden tratar a ese hombre así?», le dije al centinela, «tenerlo con tan poca ropa con el frío que hace», y el centinela se me quedó mirando de una forma que me desconcertó, me miró con una dureza que me dio incluso miedo; y cuando iba a preguntarle que por qué me miraba de esa forma, el oso, al tratar de levantarse, volvió a caerse casi encima de nuestros pies y pude ver de cerca su pelo grasiento, su barba revuelta y llena de porquerías y su boca sin dientes que emitía, hasta entonces lo percibí, un remedo de gruñido de oso y tanta lástima me produjo el viejo que, pasando por alto el protocolo de la fiesta, me agaché y lo cogí de una axila y en cuanto tiré hacia arriba para levantarlo vi que la pierna que tenía libre, la que iba sin cadena, era una pata de palo y en cuanto lo tuve frente a mí, precariamente de pie porque las cadenas amenazaban con llevarlo de nuevo al suelo, en cuanto sus ojos hicieron contacto con los míos sentí que el mundo se me venía encima, vi los ojos de mi madre y de mi hermano, vi en su rostro mis propios rasgos, vi en su gesto patético el santo y la seña de mi tribu, volteé a ver incrédulo al centinela y vi que seguía con esa expresión durísima, inquebrantable, donde no cabía ni una debilidad, ni una fisura donde pudiera yo apoyarme, encaré nuevamente a Oriol, la muchedumbre gritaba y sus custodios tiraban de las cadenas, el oso tenía que regresar a la fiesta y yo lo tenía cogido por las axilas, observándome con una mirada vacía, casi idiota, una mirada desoladora que me dejó sin palabras, sin argumentos, sin fuerza para seguir adelante y lo solté, lo dejé ir, lo regresé a la multitud que exigía verlo tropezar, caerse, derrumbarse.