Se sabe que Oriol estaba apostado en el bosque, oculto, seguramente esperando la aparición de una de esas familias desprotegidas que huían de Francia, cuando oyó un siseo entre las ramas, un movimiento veloz e irregular, muy ágil, como si alguien o algo antes de darse de frente contra él hubiera cambiado rápidamente de trayectoria. Todo sucedió súbitamente y a Oriol no le dio tiempo ni de ponerse en guardia, ni de asustarse ni de prevenir el palo, o el mordisco o el zarpazo. Sin embargo algo alcanzó a ver, algo de alguien porque distinguió, en una fracción de segundo, el vuelo de unas ropas, una greña, un muslo en fuga, el escorzo de una criatura del bosque, seguramente un niño de acuerdo con su tamaño y proporción. Oriol tardó un tiempo en reaccionar, un tiempo mínimo en lo que entendió que aquella criatura podía ser una oportunidad, para eso estaba ahí apostado, oculto, para tomar ventaja de alguien, así que salió tras ella tan rápido como pudo. Estaba habituado a seguir un rastro, el tiempo que había pasado en el bosque bajo la tutela del gigante le habían enseñado a acechar, a olisquear, a trazar mentalmente una ruta a partir de pequeños indicios, la hierba pisada, una rama partida, un cabello enganchado en la corteza de un árbol. Seguir el rastro era en realidad lo que Oriol hacía, el de las familias indefensas que huían, el de los huéspedes que pasaban por la cabaña, el de las idas y venidas del gigante antes de que se lo llevaran a España, una serie de rastros que iban conformando su rumbo, su trayectoria siempre a rebufo del rastro de los demás, el rumbo del depredador que se mueve según lo que acecha, y olisquea y persigue, ese mismo rastro que décadas más tarde, desde el futuro remoto, perseguiría yo con mis propios acechos, olisqueos y persecuciones por ese mismo bosque, y también con esta actividad frenética de ir escribiendo una palabra detrás de otra, de ir amontonando páginas escritas que al final no serán más que eso, el rastro de los rastros de Oriol. Salió tras la criatura tan rápido como pudo, salió dando tumbos, clavando ágilmente la muleta en los espacios que dejaba más o menos libres la vegetación. Era una zona de mucho bosque, de mucha rama cruzada que obstruía el paso y encima, como era habitual, una niebla espesa caía hasta el suelo, una niebla donde la criatura, en su paso veloz hacia lo profundo del bosque dejaba, durante un instante, su rastro pintado. Oriol salió tras ella sin saber que esa persecución era el principio de su ruina definitiva, salió dando tumbos, como dije, tratando de abrirse paso en la vegetación cerrada, golpeándose los hombros y los brazos contra los árboles, intentando cierta orientación en la espesura de la niebla con una energía y una fiereza que no iban con su temperamento más bien apático, más bien acomodaticio; en todo caso la decisión de perseguir a ese niño o lo que fuera con tanto empeño era un impulso raro en él, un chispazo repentino que lo obligaba a lanzarse al vacío; cada vez que Oriol perdía de vista a la criatura y que se detenía, sudoroso y acezante, a escrutar la niebla espesa y a tratar de oír algo que le indicara qué dirección seguir, ésta o ése o eso pasaba corriendo ante sus ojos, a una distancia en la que bastaba estirar el brazo para cogerla de las ropas o de los pelos. Se trataba, según los testimonios que han quedado asentados en las actas, de un juego, de un divertimento de niño que Oriol, desde luego, no veía así, él era un depredador persiguiendo a su presa, haciendo un esfuerzo enorme para andar rápidamente con su única pierna y la muleta en medio de la vegetación cerrada; su carrera hacia el corazón del bosque no podía ser, de ninguna manera, un juego, tenía que ser un suplicio, un sacrificio mayor que él hacía para alcanzar lo que sea que hubiera visto en esa criatura que iba huyendo delante de él, a veces tan cerca que lanzaba un manotazo para pescarla de un brazo pero la criatura se escabullía siempre y un minuto después, cuando Oriol se detenía para tratar de orientarse, reaparecía para nuevamente dejarse perseguir; era, efectivamente, visto de manera simple, una criatura divirtiéndose con un viejo tullido, pero también era una criatura ignorante e inconsciente que, entre juego y juego y sin darse mucha cuenta, se iba liando con ese hombre que no tenía demasiados escrúpulos. Pero en algún momento la criatura suspendió el juego, dejó de aparecer y de ponerse al alcance, de ponerse en peligro y a merced de ese viejo que por otra parte iba armado, y esto, en ese tiempo de guerra por todas partes, era un elemento que debía tomarse seriamente en consideración y quizá fue lo que ese día la criatura hizo, consideró lo que veía y suspendió el juego, dejó de aparecer, de provocarlo, de tentar al destino pertinaz, obcecado, necio, incontenible, puesto a cumplirse a rajatabla. El caso es que Oriol perdió de vista a la criatura, de pronto se detuvo y se encontró en medio del bosque y aislado por una niebla sólida, en una dimensión donde no había sonidos y los colores eran una palpitación que se negaba a sucumbir a tanto blanco, así de aislado se encontró Oriol, perdido y súbitamente abandonado por la criatura que perseguía, como si el acto de perseguir a alguien fuera una manera de no estar solo, de convivir, de entrar en contacto, como si perseguir a alguien, o a algo o a ésa o ése lo pusiera a salvo de sí mismo, de la monstruosidad de ser un hombre solo y viejo y tullido que acecha y busca y olisquea en el bosque; el caso es que Oriol se quedó ahí y por más que buscó el rastro no pudo seguir a la criatura y no tuvo más remedio que regresar sobre sus pasos, sobre los pasos trastabillantes que había dado su único pie, golpeando los hombros y las manos y los muslos contra las ramas y los troncos de los árboles, contra una piedra. Unos días más tarde, cuando Oriol, otra vez, como era habitual en ese período de su vida, acechaba agazapado en el bosque la llegada de alguna familia indefensa, volvió a pasarle por delante la criatura, volvió a verla entre las ramas, le vio un hombro, un zapato, el vuelo de la manta con que se protegía del fresco y un instante después vio cómo se desvanecía rumbo al interior del bosque con un siseo, con un surco puesto como señuelo en lo espeso de la niebla, un señuelo que Oriol nuevamente mordió. Cogió la muleta y el arma y salió disparado detrás de su objetivo, o más bien a remolque, manipulado en todo momento por esa criatura que desaparecía y reaparecía precisamente cuando Oriol se detenía desconcertado y perdido, sin saber hacia dónde dar el siguiente paso, el paso solo de su único pie, el paso suspendido mientras él acechaba, acezaba, intentaba olisquear u oír algo sin ningún éxito hasta que la criatura decidía seguir jugando con él, reaparecer, pasarle corriendo por delante, seguirse divirtiendo con el viejo tullido que acechaba en el bosque. Se sabe que la escena se repitió idéntica varias veces y que Oriol, según confiesa él mismo en el acta, comenzó a obsesionarse con la criatura. Un día, luego de haber cumplido con la ruta que se le iba revelando a trozos (un codo, un muslo, un violento latigazo del pelo), la criatura, no se sabe si aposta o por descuido, lo guió hasta su casa; aunque también es probable que, como declaró él mismo en esa acta judicial que yo he leído y releído primero con el alma en vilo y después muchas veces con el alma caída en los pies, Oriol diera solo con la casa guiado por su orientación, por sus oteos y sus olisqueos, por su instinto depredador. Sea como fuere, Oriol llegó a una casa en medio del bosque; la criatura que había perseguido durante las últimas semanas apilaba afuera un montón de troncos, iba poniendo uno sobre otro con un cuidado que parecía excesivo, daba la impresión de que había pasado la mañana recolectando leña y que la construcción del cuadrángulo que iba haciendo con los troncos era la culminación de un esfuerzo que la llenaba de orgullo. Desde el sitio donde estaba agazapado observando podía distinguirse claramente que la criatura del bosque era una niña y mientras miraba cómo ponía metódicamente un pedazo de madera sobre otro, vio cómo otra niña casi idéntica, de la misma complexión y con el pelo igual de largo, se aproximaba cargando un montón de leña que depositó de mala forma, dejó simplemente caer al lado del cuidadoso cuadrángulo que hacía la otra y esto originó una breve disputa, un rápido intercambio de reproches que acabó en cuanto la otra regresó al bosque, a buscar más leños. En realidad Oriol, que las miraba agazapado detrás de unos arbustos, no sabía quién era la que lo azuzaba para que la persiguiera, no podía distinguir a una de la otra ni tampoco, para completar el perfil de su desorientación, tenía una idea precisa de dónde estaba, el bosque ahí era sumamente espeso, de una densidad que se tragaba cualquier referente, tanta vida vegetal hacía alrededor de la cabaña una especie de vacío, era una zona de la montaña donde Oriol, desde luego, no había estado nunca y a la que el gigante prefería no meterse, el hábitat perfecto para esas niñas que se escurrían literalmente entre los árboles, que eran capaces de aparecer durante un instante ante los ojos de un viejo tullido y un instante después se desvanecían como espíritus del bosque, se disolvían entre las ramas y las hojas, se hacían una con la vegetación, y aunque eran dos niñas de carne y hueso como lo dicen las actas, a mí me gusta pensar que eran parte del bosque, los espíritus que representaban las fuerzas naturales, aquello que nos recuerda que somos unidad y fracción, lo mismo y simultáneamente lo otro. No sé exactamente qué veía Oriol en esas niñas, seguramente nada noble puesto que estaba ahí espiando, agazapado, al acecho, esperando la oportunidad para hacer algo. En este punto específico el acta es confusa, a la pregunta de «qué es lo que hacía escondido mirando a esas niñas», Oriol responde con ambigüedades, argumenta que «estar en el bosque mirando a alguien no es ningún delito» y que, en todo caso, «no puede culparse al que espía a quien lo ha estado espiando». Seguramente Oriol buscaba, con esto que decía, restar elementos a la condena que veía venir; independientemente de lo que hubiera pensado mientras las miraba, en algún momento salió de su escondite y, como si fuera un vecino que se acerca a la otra casa buscando un poco de intercambio social, apareció con su cara de buena gente, supongo que severamente contrastada por el arma, la muleta y la facha de vagabundo que ya para entonces tenía, un aspecto general que hizo a la niña desatender su mimado cuadrángulo de leños y meterse corriendo a la cabaña. Aquella huida debe de haber desconcertado a Oriol que en algún rincón de su persona debía de sentirse todavía un pianista barcelonés, de buena familia, que no estaba acostumbrado a asustar niñas con su aspecto; quiero decir que aunque Oriol era un delincuente al que tantos años en el bosque habían efectivamente animalizado, la huida de aquella niña debe de haberle enfrentado de golpe con el monstruo en que se había convertido, porque una cosa era que le tuvieran miedo esas familias a las que encañonaba con un arma y exigía a gritos todas sus pertenencias, y otra muy distinta que esa criatura, con la que por alguna razón buscaba empatizar, huyera despavorida. Y aquel desplante, según se entiende en el acta, no sólo desconcertó a Oriol, también encendió una chispa de resentimiento y algo de rabia y reconcomio contra esa niña que veía en él algo que no le gustaba nada porque, como he dicho, Oriol entonces no soltaba todavía las amarras, el pianista no había terminado de transfigurarse en bestia y, desde su punto de vista, todos esos asaltos arteros que había cometido eran un método desesperado, la acción a la que su «difícil vida de exiliado en las montañas» lo había orillado, para «hacerse de un capital» y comenzar a «rehacer su vida y su carrera en alguna ciudad de Francia», un proyecto maquiavélico que la niña que acababa de huir de él no alcanzaba, desde luego, a vislumbrar y todo lo que veía era un vagabundo tullido que se le echaba encima. Estaba en medio de su desconcierto, y de su rabia y reconcomio, cuando salió del bosque la otra niña, o quizá la misma que lo había estado provocando todos esos días, cargando unos troncos que llevaba a su hermana para que los ordenara en su mimado cuadrángulo; la niña salió del bosque y se topó con Oriol, chocó literalmente contra él y el susto y el impacto la hicieron soltar los troncos y a Oriol perder el equilibrio y caer de mala forma encima de ellos. Entre la huida de una y la aparición intempestiva de la otra habían pasado apenas unos cuantos segundos, Oriol no había tenido tiempo para digerir ni su desconcierto, ni el peligroso chispazo de rabia que acababa de experimentar y, quizá porque estaba así de confundido, quizá porque no iba a soportar que esa otra niña también huyera a toda prisa de su presencia, quizá porque no iba a resistir la consolidación de su mala sombra, largó un manotazo desde el suelo, desde su ingrata posición entre los troncos y pilló a la niña, que seguía paralizada por el susto y el asombro, de una pierna; con ese acto impulsivo, con ese zarpazo desmedido y loco, Oriol cruzó la línea que lo separaba del despeñadero, su mano sucia, de uñas negras y largas, sujetando el muslo blanco de una niña era la prueba de que ya no era quien él creía, sino el que esas niñas, la misma y la otra, habían visto en él, un malviviente, un animal rapaz del que era imperativo huir y de cuya garra había que zafarse a toda costa. La niña comenzó a gritar y a forcejear, a tratar de librarse de la mano tosca y sucia que le sujetaba como una trampa el muslo; los gritos de la niña y los resoplidos del hombre hicieron salir a la hermana y coger un madero y pegarle con él a Oriol en la espalda, sin mucha decisión ni fuerza, con una debilidad que le permitió a él golpearla con la muleta que todavía sujetaba con la mano que no agarraba el muslo; la escopeta estaba ahí tirada entre los troncos pero ninguna de las niñas había reparado en ésta; la niña cayó al suelo golpeada por la muleta y la otra, o la misma, comenzó a perder terreno frente a Oriol que, tullido y todo, comenzó a levantarse y a decir en francés «No temas», «No voy a hacerte nada», palabras absurdas que constan en el acta policial y que hacían a la niña gritar con más fuerza y forcejear con más empeño mientras veía cómo aquel monstruo que la tenía cogida con su sucia mano del muslo intentaba levantarse, una operación difícil si se toma en cuenta que a Oriol le faltaba una pierna, y que tenía ocupada la mano con la que sujetaba la muleta y en algún momento tenía que cambiar el muslo de la niña por el brazo o el cuello, una complicación que la niña alcanzó a ver y aprovechó; en cuanto sintió que la garra aflojaba tiró con fuerza y salió corriendo hacia el interior del bosque. A esas alturas de la batalla Oriol «era un animal furibundo», según el acta donde se recogió el escueto testimonio de una de las niñas; apoyándose con los dos brazos en la muleta e impulsándose a grandes trancos con su única pierna, se internó en el bosque detrás de su presa, regresó muy a su pesar al juego primigenio donde las niñas tenían ventaja, donde tenían la facultad de esfumarse, de fundirse con el entorno vegetal que entonces, como siempre, palpitaba cubierto por la niebla, y esto entorpecía todavía más la carrera furibunda de Oriol, que se golpeaba con fuerza contra las ramas y los troncos mientras la niña huía aterrorizada, no tanto del hombre tullido que la perseguía, y que era más lento y más torpe que ella, sino de la mano sucia que le había puesto encima. La mancha negra que le había dejado en el muslo blanco le subía por la cadera y le invadía los pechos y la garganta y le tiznaba la cara y la memoria y en general toda la vida y esa niña que era un espíritu del bosque no pararía de huir, en sentido más o menos figurado, hasta que consiguiera salir de ahí, de esa mancha, de ese bosque, de esa montaña, de esa parte de Francia que gracias a Oriol quedaría maldita para siempre; no pararía de huir hasta que una década después se instalara en una ciudad, en un piso con vistas a un patio, muy lejos del ogro y del bosque que en ese momento de la persecución veía por ella, protegía la carrera de su criatura, la volvía inalcanzable y la ponía a salvo mientras Oriol, acezante y cada vez más descompuesto, comprendía que una vez más aquella criatura se había mofado de él y regresaba sobre sus pasos, sobre su largo tranco, a la casa donde se había quedado la otra niña, todavía furibundo y sin ninguna esperanza de encontrarla, porque lo normal era que esa niña también hubiera huido, y sin embargo dispuesto a remover el bosque entero para clavar otra vez su garra sucia en otro pequeño muslo blanco y así, a grandes trancos, con la mirada tocada por la ira y la boca y la barba manchadas de espumarajos, con un tajo sangrante en la mejilla, se plantó nuevamente en la puerta de la cabaña y vio, con una sorpresa que casi lo hizo sonreír, que la otra niña seguía ahí tendida donde la había dejado, no había huido, ni siquiera se había incorporado, daba la impresión de estar lloriqueando y Oriol, temiendo que ella también se escabullera, la cogió con fuerza de un brazo pero enseguida la soltó porque no había ni la más mínima resistencia en ese cuerpo, la soltó lleno de pánico y la rabia que lo animaba cesó abruptamente, cayó de rodillas al suelo y volteó el cuerpo, que hasta entonces había estado bocabajo y vio con horror que detrás de la oreja izquierda había un golpe terminal, la destrucción de la piedra en la que había caído, la muerte anunciada en el pelo revuelto con sangre, en el trazo del cráneo fracturado, en los ojos velados por un reciente vacío. Lo primero que pensó Oriol fue en huir y dejar el cuerpo ahí tirado, pero enseguida se arrepintió. No se trataba de un gesto noble sino de pura estrategia, la otra niña había visto cómo golpeaba a su hermana con la muleta y la policía, que lo tenía localizado desde hacía meses, daría inmediatamente con él. Ocultar el cadáver tampoco solucionaba nada, pero le daría cierto margen de maniobra, cierta movilidad mientras se pensaba que la niña podía estar simplemente perdida (¿perdida esa niña que era el espíritu del bosque?). Era difícil que alguien se tragara esa historia pero Oriol, de esta forma lo pensó y así consta en el acta, no tenía más remedio que intentar ganar tiempo, así que recogió su escopeta que seguía tirada entre los troncos, se la colgó en bandolera por la espalda y haciendo un esfuerzo de equilibrio con la muleta levantó del suelo a la niña, en una operación que debe de haber sido hecha con suma torpeza, que debe de haber dejado el cuerpo de la niña desperdigado entre su espalda y sus hombros, con las piernas y la cabeza colgando hacia abajo y los muslos blancos, que Oriol ya ni pensaba en tocar, expuestos de manera casi obscena. «La cargaba como se lleva un saco», explica mi tío en el acta, exactamente igual que lo había llevado a él el gigante la noche en que lo había salvado de la muerte en la ladera del Pirineo; en esto por supuesto no repara Oriol, pero yo sí, me resulta inevitable hacer notar esa macabra simetría. En esas condiciones, manteniendo un precario equilibrio entre la muleta y su única pierna, comenzó a internarse Oriol en el bosque rumbo al oeste, rumbo a Lamanere y a la cabaña que ya era suya, desde que la Guardia Civil había aprehendido al gigante. El camino hasta la cueva donde escondió a la niña en lo que pensaba qué hacer fue, según su propia declaración, «un suplicio» en términos físicos pero también, así lo dice textualmente, «morales», y después explica lo que iba pensando mientras cargaba el cadáver, sus reflexiones y su «insoportable arrepentimiento» que «pesaba más que el mismo cuerpo que llevaba encima», un discurso inverosímil, piadoso y llorón que leí en el archivo de la comisaría de Serralongue, un cuarto oscuro, húmedo, sin ventanas, sentado en el borde de una silla de plástico, con una creciente sensación de asco y repugnancia que me subía del estómago a la garganta y de ahí a la memoria como esa mancha negra que le había dejado Oriol a la otra niña en el muslo, una sensación intensa donde campeaba también la pena y la vergüenza de que ese animal, ese depredador y yo, somos de la misma familia, una sensación profunda que me hizo suspender la lectura, dejar el volumen de las actas encima de la silla y salir a la intemperie a tomar el aire, a caminar sin rumbo por la periferia del pueblo mientras concluía que la única manera de matizar esa mancha, la mía y la del muslo blanco de la otra niña, era escribiendo estas páginas, poniéndolo todo por escrito y una hora más tarde, cuando me sentía con entereza suficiente para regresar al cuarto oscuro donde había dejado, bocabajo encima de la silla, el tomo del caso de «le Républicain», como bautizó la policía a Oriol para más escarnio, reparé en la extravagante circularidad que tiene ese período de su vida, ese período que hasta hace muy poco no existía porque durante décadas lo habíamos dado por muerto: Oriol, mientras caminaba por el bosque dándole rienda suelta a sus lamentables reflexiones, cargaba en el hombro a la niña, como he dicho, de la misma forma en que el gigante lo había cargado a él la noche en que le había salvado la vida; pero también, por segunda vez en esos años, cargaba cuesta arriba con un cuerpo muerto, como lo había hecho con el de Manolo, aquel soldado que en 1939 había intentado llevar a la cima de la montaña. Me parece que aquella gesta heroica de remolcar un cuerpo en medio de la borrasca, con nieve hasta las rodillas y una pierna en avanzado estado de putrefacción, queda totalmente anulada por este ascenso de Oriol con la niña muerta en brazos, una imagen devastadora, escalofriante que, pensándolo bien, anula todo lo que he averiguado de él, todo lo que de él he sabido; todo lo que importa está en esa imagen espeluznante, como un compendio, como la suma de todos los actos que componen su biografía, su camino vital que se concentra ahí, no en lo que había sido, en el pianista lleno de talento que nos habíamos empeñado en recordar, sino en lo que terminó convirtiéndose, en un asesino sin pierna que erraba por el bosque buscando en dónde ocultar temporalmente un cadáver, en una cueva, en un pozo o en un foso, en un lugar donde no hubiera que enterrarla pero que tampoco estuviera a los cuatro vientos. Dos horas más tarde, según consta en el acta, después de caerse en repetidas ocasiones con el cuerpo de la niña en el hombro, una de ellas con el añadido de rodar unos metros cuesta abajo por una pendiente, encontró una cueva, bien camuflada detrás de unos arbustos, donde depositó el cadáver. «¿Y no pensó usted en lo que podían hacerle los animales al cuerpo?», pregunta el oficial que lo ha estado interrogando. «No pensaba dejarla ahí para siempre», responde Oriol. «Entonces, ¿qué pensaba hacer?», insiste el oficial. «Descansar un poco en la cabaña, pensar con calma las cosas». «¿Entregarse a la policía?, ¿confesar su crimen?», lo acosa el oficial, y Oriol responde: «Puede ser, ésa era una de las posibilidades». «¿Y cuáles eran las otras?», insiste el oficial. «No lo sé, le he dicho que estaba alterado y confundido, necesitaba pensar las cosas con detenimiento». El caso es que Oriol dejó en la cueva el cuerpo de la niña y después enfiló para la cabaña que estaba a media hora andando a su paso, a su tranco largo de muleta y una sola pierna. Llegando a la cabaña encendió un fuego en la chimenea y se sentó a reflexionar. «Pensé varias veces en quitarme la vida, incluso en una ocasión me introduje en la boca el cañón de la escopeta», dice Oriol en el acta, pero el hecho es que al final optó por vivir, por dejar que los acontecimientos se fueran sucediendo sin su intervención, por quedarse a merced del destino que apareció a la mañana siguiente, muy temprano, encarnado por dos policías y la madre de la niña, los tres con una actitud expectante, casi seguros, pero no del todo, de que estaban ante el culpable de la desaparición de la criatura. Bastó una respuesta del sospechoso para que la policía se diera cuenta de que Oriol, que ya era conocido en la comisaría, no estaba en un plan muy cooperativo; su reflexión nocturna frente al fuego había desembocado en la decisión de negarlo todo, era «su manera de ganar tiempo», dice tranquilamente en el acta, como si esa frase manida no tuviera dentro el cuerpo de una niña muerta. «No sé de qué hablan», dice el acta que repetía Oriol sistemáticamente, el acta que a esas alturas del caso, con el testimonio de los policías, se diversifica y se vuelve, si se me permite el desliz, polifónica; esto de «no sé de qué hablan», a mi entender, lo sitúa un círculo más abajo, porque ya no se trata del hombre aterrorizado que ha matado sin querer y que reacciona con torpeza, sino del asesino que ante la adversidad conserva la sangre fría y miente para «ganar tiempo». La madre de la niña, que había permanecido todo el tiempo detrás de los policías, tenía la vista fija en Oriol, esperaba que en cualquier momento revelara algún dato que le permitiera dar con su hija, pero pronto comprendió que el sospechoso no diría nada. Ella tenía la certeza de que Oriol era culpable, sabía que en ese bosque, en ese microcosmos donde había un orden inalterable del que ella conocía cada latido, no había más culpable que ese hombre que lo negaba todo, así que intempestivamente, interrumpiendo el interrogatorio de los policías que de por sí no iba hacia ningún lado, se plantó delante de Oriol y le dijo que estaba segura de su culpabilidad, que si le quedaba «algo de alma en el cuerpo», así consta en el acta, le dijera qué había pasado con su hija y una vez dicho esto, que había sido escuchado por un Oriol inmóvil que no dejaba de mirar el fuego, le cogió la barbilla con la mano y le dijo: «Regarde-moi, ¿no sabes quién soy?». Oriol miró desconcertado la furia súbita que ardía en el fondo claro de sus ojos. «En esta misma cabaña te corté la pierna y te salvé la vida», dijo la mujer. En cuanto leí aquello, como ya me había pasado y me seguiría pasando a lo largo de la lectura del acta, tuve que levantarme, dejar el volumen despatarrado contra el asiento de la silla de plástico y salir a caminar a la intemperie, a tratar de digerir mi encuentro de hacía unas semanas con Isolda, su justificada furia, su rabia y su desconcierto, el gesto que me había dedicado y la manera en que se había quedado inmóvil, petrificada y la forma en que yo había salido de ahí huyendo, horrorizado por su mirada y por su gesto, por lo que, a partir de ese momento, me había condenado a averiguar. El acta no abunda sobre este episodio, inmediatamente después del punto pasa a la detención de Oriol. ¿Qué hace una madre en esa situación?, ¿le escupe en la cara?, ¿le saca los ojos?, ¿le dicta una maldición atroz? Me gustaría pensar que algo le hizo esa mujer a mi tío, algo tan fuerte que el redactor del acta decidió no consignar, para no perjudicar a Isolda, para que, si se daba el caso, esa agresión no fuera a servirle de atenuante al sospechoso. A pesar de que lo había negado todo, los policías esposaron a Oriol y lo llevaron, primero andando y después a lomos de caballo, a la comisaría de Serralongue, querían interrogarlo en forma, presionarlo para que ofreciera coartadas y orillarlo a caer en falsedades, a que confesara por cansancio o por arrepentimiento; en aquella detención, según se desprende del acta, hubo todo tipo de irregularidades, si es que éstas deben tomársele en cuenta a un sospechoso que era un flagrante culpable, con el que encima la policía había sido demasiado benigna y meses antes había dejado que se fuera, con sus delitos impunes, y si es que era factible la irregularidad en aquella época convulsa, y si es que es conveniente hacer notar esta minucia frente a la enormidad de su delito; como quiera que sea, en el acta consta que Oriol estuvo dos días soportando un feroz interrogatorio del que han quedado doscientas sesenta y cinco páginas, en un tomo anexo al expediente principal, que no es más que la reiteración obsesiva de cuatro o cinco preguntas que obtienen siempre la misma obsesiva respuesta, «yo no he hecho nada», «yo no he sido», «ya bastante tengo con haber perdido un país, una mujer y una pierna», todo esto dicho de distintas formas, en infinitas combinaciones por un hombre que, dice el acta, era tan displicente, al que le interesaba tan poco lo que se le preguntaba, que a cada momento parecía que iba a echarse a dormir. «Por eso tuvimos», explica el responsable del interrogatorio, «que usar métodos de interrogatorio más eficaces»; de esta línea se infiere que Oriol se llevó algún grito, algún bofetón o algún golpe, quizá hasta le metieron la cabeza en un cubo de agua, o en un retrete lleno de mierda, para llevarlo al borde de la asfixia y después invitarlo amablemente a confesar, cualquier cosa que le hayan hecho al gran hijo de puta de mi tío me parece poco. El caso es que dos días más tarde tenían la confesión firmada de su crimen, en un acta cochambrosa, sucia como la carta que me había dado la vagabunda en Argeles, que leí en el borde de esa silla de plástico, dentro de ese cuarto oscuro y húmedo de la comisaría, abatido por el desarreglo que me producía la confesión de ese hombre, de ese tío mío que durante años en La Portuguesa, en aquella plantación de café donde vivíamos en ultramar, imaginábamos como un exitoso intérprete que recorría los teatros de Sudamérica triunfando con sus piezas para piano solo, y después como un muerto en los desfiladeros del Pirineo en 1939, una bochornosa imaginería que no tenía ninguna relación con la realidad. Mientras Arcadi, mi abuelo, pensaba en el momento glorioso de encontrarse con su hermano, el pianista supuestamente galardonado en toda América asaltaba familias de judíos indefensos en el Pirineo, y mataba a una niña y escondía durante tres días su cadáver. Llegado a ese punto, sentado en el filo de la silla de plástico, con el acta temblándome en la mano, me pregunté si valía la pena saber todo eso, si no era mejor haber dejado enterrado el pasado y agarrarme a la historia cómoda de la muerte aséptica de Oriol en 1939. Inmediatamente después de firmar la confesión, Oriol condujo a dos policías, y a un médico forense, a la cueva donde había escondido el cadáver de la niña; los «métodos de interrogatorio más eficaces», según puede inferirse de la narración del acta, lo habían dejado con el «paso mermado»; el redactor del acta hace referencia a esto porque, en determinado momento del camino, dos policías tuvieron que cargar a Oriol, que no podía dar un paso más y la cueva estaba todavía lejos, otro episodio para redondear el perfil de ese hombre que siempre cargaba o era cargado por alguien en los momentos que definen su biografía. Lo que encontraron en esa cueva quedó registrado en otro anexo del tomo principal que contiene las actas que escribió el médico forense; ese anexo es el final del viaje de Oriol a los infiernos, es la caída, la materialización de ese período de su vida que va de 1939 a los primeros meses de 1944, apenas cinco años, donde un pianista de buena familia de Barcelona, con educación, ideales y una mujer con la que se había casado, se transforma en un animal, en una bestia que asola a las criaturas del bosque, en una fiera que llegó cargada por dos policías al lugar donde había dejado el cuerpo de la niña, «una cueva cubierta de vegetación», escribió el forense en el acta, «donde aparentemente no había nada», nada que se viera a simple vista pero tampoco que oliera como se esperaba de un cadáver que llevaba ahí encerrado tres días; Oriol, que se había sentado en el suelo y se negaba a entrar a la cueva, «no quería ver lo que había dentro porque conocía muy bien a los animales del bosque, sabía que era difícil que el cuerpo de la niña hubiera sorteado la ronda nocturna de los depredadores», explica el forense. El policía que forcejeaba con Oriol le dio la linterna al médico para que fuera examinando el lugar en lo que él lograba poner de pie al sospechoso, o decidía, como al final sucedió, quedarse afuera vigilándolo. Oriol miraba fijamente la entrada de la cueva, estaba sentado en una piedra con la barbilla apoyada en la muleta, atento a cualquier cosa que pudiera decir el forense, o los otros dos policías que habían entrado con él; al ver ahí sentados a Oriol y al policía, que iba vestido de paisano, cualquiera hubiera pensado que se trataba de dos colegas que descansaban después de un largo paseo por el bosque, no había relación entre esa imagen francamente bucólica y el descuartizamiento atroz que el forense analizaba dentro de la cueva, ayudado por uno de los policías que iba apuntando el haz de luz de la linterna hacia donde se lo pedía el médico, un retazo de ropa, un zapato, un mechón de pelo, un trozo blanco de hueso, los elementos de la masacre que iban coleccionando en un saco y que más tarde analizaría en el laboratorio, un simple trámite que serviría para encerrar de por vida a Oriol. Aquella colección de pedazos de ropa y de huesos y de mechones de pelo «había sido limpiada de tal forma por los animales que, una vez reunidos en el saco, no despedían absolutamente ningún olor», un dato inverosímil este que escribió el médico forense, o cuando menos así me lo parece, resulta difícil creer que un puñado de restos humanos que tres días antes eran parte de un cuerpo con vida no despidieran «absolutamente ningún olor», aunque en realidad no lo sé, no sé más que lo que he leído en las actas y probablemente sea posible erradicar cualquier rastro de vida, hasta el olor, de un pedazo de cuerpo que estaba vivo hasta hacía muy poco. Quizá somos así de pasajeros, así de poca huella dejamos, desaparecemos deprisa y todo lo que fuimos cabe en un saco y, en todo caso, ese montón de huesos blancos, limpiados a fondo por los dientes de un depredador, se parecían a lo que había quedado de las cabras del gigante, el protocolo post mórtem que se repetía idéntico en esa montaña, una imagen que por blanca y limpia, por lejana que estaba de la carne y de la sangre, de lo vivo, no guardaba proporción con el hecho espantoso que la había producido. Cuando emergió deslumbrado de la cueva, el forense cargaba el saco de huesos, iba parcialmente cegado por el sol, alterado por la carga sombría que llevaba en la mano, alterado por su descenso a los lodazales de la especie y enfurecido en cuanto sus ojos, todavía velados por el sol, se encontraron con los del asesino que seguía sentado debajo de un árbol, con la barbilla todavía apoyada en la muleta, una imagen que por altisonante sacó de quicio al médico y, según cuenta él mismo en su informe, en un arranque de rabia se plantó frente a Oriol con el saco abierto y le «exigió» que mirara dentro, «y él, con mucha frialdad, miró lo que había y después desvió la vista hacia la cueva, no dijo absolutamente nada», escribe el forense con la idea, dice él mismo, «de añadir datos para la mejor comprensión del asesino»; y es verdad que gracias a este desplante lírico suyo, a esta descripción sucinta de lo que pasó en cuanto le puso el saco enfrente, yo empecé a pensar que Oriol, en esos años de bosque y vida prehistórica, efectivamente se había animalizado, se había insensibilizado ante esas situaciones que, quiero pensar, antes de la guerra lo hubieran destruido, aunque quizá me estoy dejando llevar por esa imagen del pianista barcelonés de buena familia, por la imaginería familiar del tío Oriol triunfando con su piano en Sudamérica, esa iconografía mental con la que pretendo matizar la maldad de ese hombre y a lo mejor, a estas alturas de la historia, después de todas estas páginas que he escrito, ya vaya siendo hora de aceptar que Oriol simplemente era así, un hombre despreciable que llevaba mi apellido.
Lo que vino después fue encerrar a Oriol de por vida, a partir de las evidencias y de su confesión firmada, en la prisión de Prats de Molló, un pueblo del Pirineo que está al oeste de Lamanere; la confesión, la declaración oficial que lo condenaría, es esa página cochambrosa escrita a máquina, donde admite haber asesinado a la niña, que cierra el volumen principal de las actas, una página más de los cientos de páginas que conforman el caso, pero ésa tiene la particularidad de la firma de Oriol, un garabato escrito con tinta negra donde puede leerse con toda claridad mi apellido; frente a ese garabato, abismado otra vez al borde de la silla de plástico, en esa habitación húmeda de la alcaldía de Serralongue, pensé que era la segunda vez que veía la letra de Oriol, la segunda vez que me enfrentaba a su rastro verdadero, ese que había dejado él mismo con su puño y letra, un rastro que me produjo escalofrío porque lo que había en ese momento entre Oriol y yo era exclusivamente tiempo, yo tenía en mis manos algo que él había escrito con la suya, y también pensé que era la mejor forma de terminar esta investigación que había empezado con otra línea de su puño y letra, esa que pone detrás de la foto que me dio la vagabunda aquella tarde en Argelès-sur-Mer: «1937. Frente de Aragón», esa ecuación compuesta de una fecha y de un lugar, esa fórmula escrita con su letra que me llevó a Lamanere y a Noviembre, y a esa zona innoble de mi árbol genealógico que fuimos maquillando durante décadas en La Portuguesa, esa fórmula de su puño y de su letra termina ahí, en esa última hoja del volumen de actas de su caso que estuvo dormida más de sesenta años hasta que me tocó enfrentarme a ella. Con la firma de Oriol todavía frente a mis ojos pensé que en ese momento terminaba la pesquisa, que la historia desconocida de Oriol había quedado escrupulosamente perfilada y que, aunque era bastante desgraciada, aunque era una vergüenza, también era la verdad, una verdad robada a la que había llegado por casualidad y que, pensé entonces, tenía que comunicar cuanto antes a mi familia, tenía que llamar con urgencia a México para anunciar que Oriol no había muerto en 1939 en el Pirineo, que había vivido todavía algunos años, y en este punto concluí que había hecho bien al desenterrar ese episodio, y en esta fase final estaba, en ese proceso de cerrar la historia, cuando caí en la cuenta de que el verdadero final tendría que ser el acta de defunción que no había encontrado en Perpignan y que tampoco aparecía en ese tomo y en ese momento, pensando en narrarle a mi familia la historia completa, me parecía imprescindible conocer los detalles de la muerte de mi tío, ¿de qué había muerto?, ¿había muerto en su celda?, y, sobre todo, ¿cómo encajaba la cadena perpetua con su muerte en Perpignan?, ¿lo habían trasladado de cárcel?, ¿lo habían indultado para que saliera a morirse? A estas preguntas siguieron otras: ¿de verdad Noviembre no sabía que Oriol había ido a parar a la cárcel?, ¿nadie le había contado nunca del crimen de su amigo? Cerré el volumen de actas y husmeé un rato en las estanterías buscando el tomo de las defunciones, o algún anexo donde hubiera información de los años que Oriol había pasado en la cárcel, algo necesariamente tenía que haber, algún parte médico, un acta sobre alguna revisión de su caso; buscaba en realidad sin mucha esperanza pues lo lógico era que esa información estuviera en el archivo de la prisión de Prats de Molló. Empezó a hacerse de noche, un detalle irrelevante en ese archivo donde reinaba la oscuridad permanentemente, pero yo tenía que regresar a Barcelona y la carretera angosta y sinuosa hasta Le Perthus comenzaba a agobiarme un poco, así que rápidamente abandoné la búsqueda desesperanzada y salí al vestíbulo, el vientecillo fresco que entraba por la puerta me produjo un gran alivio. «Se está muy solo ahí dentro, ¿no?», me dijo, reprimiendo un bostezo, la mujer que custodiaba la comisaría; se veía que estaba a punto de irse y, por lo que había podido observar durante mis visitas al archivo, su trabajo parecía más de bibliotecaria que de policía, no había mucho movimiento policial en ese pueblo y los delitos debían de caerle cada corpus al escritorio. «Sí», le respondí, «es un poco claustrofóbico, la verdad», y me acerqué con un bolígrafo para apuntar, en un cuaderno enorme de registro, mi hora de salida, un trámite que había hecho cada vez y que me producía cierta desazón, me sentía como el que se registra para visitar a un pariente en la cárcel; para entrar al archivo había que dejar un documento de identidad en prenda y en una bandeja cualquier elemento metálico que uno llevara encima, que en mi caso había sido siempre un manojo de llaves, el teléfono móvil y el cinturón; mientras recuperaba mis cosas y trataba con torpeza de ponerme el cinturón, pensaba que eso, un hombre recogiendo sus cosas y recomponiéndose los pantalones, tenía que ser lo más interesante que había pasado en la comisaría de Serralongue desde la última vez que el mismo hombre, es decir yo, había ejecutado los mismos movimientos frente a la misma mujer soñolienta; en todas las ocasiones en que había estado ahí no me había cruzado con un solo policía, ni había patrullas fuera con oficiales a bordo bebiendo café, ni pasaba nada de lo que suele ocurrir en esos sitios, se trataba, sin duda, de un pueblo verdaderamente tranquilo y pacífico, una comunidad donde el horrendo crimen de Oriol debe de haber caído como una bomba y sin embargo no hay más registro de éste que el de las actas, no fue noticia en ninguno de los periódicos de la región ni, quizá porque era un período en Francia donde ocurrían demasiadas cosas, la gente recuerda el caso, vivían demasiado pendientes de la guerra, de la ocupación, de la crisis, esos grandes temas que no dejaban espacio para un crimen rural en medio del bosque, en el extremo sur del país; al final la época en que ocurrió todo aquello le sirvió a Oriol de camuflaje, porque si todo lo que hizo entonces lo hubiera hecho ahora, en esta época de estricta vigilancia de los medios de comunicación, el crimen de Oriol se hubiera conocido en toda Francia y en España, la investigación hubiera sido seguida por periódicos y cadenas de televisión y su condena de por vida hubiera sido saludada con alivio por millones de personas que, a partir de esa noticia, se lo pensarían más de una vez cuando se les ocurriera ir a buscar setas al Pirineo; al final Oriol había corrido con suerte, su crimen había sido un asunto local, se había librado del repudio masivo y con los años la historia, en la memoria de los pocos que habían estado al tanto, se había ido diluyendo. «¿Encontró lo que andaba buscando?», preguntó la mujer soñolienta en el momento en que terminaba de ponerme el cinturón; aunque ya tenía que irme, y lo más sensato era volver otro día y enfrentar inmediatamente la endemoniada carretera que me esperaba, le dije que me había faltado encontrar el acta de defunción de Oriol, para enterarme de la fecha exacta en que había muerto y también, si es que existía, algún documento que me diera una idea de la vida que había llevado en la cárcel, «las actas del médico, o las del director de la prisión por ejemplo», dije para ilustrar un poco mi petición que al decirla me había sonado excéntrica y volátil y agregué, para no tener que esperar a oír lo que seguramente iba a decirme: «Pero supongo que estos datos tendré que ir a buscarlos a Prats de Molló». «Si es que quiere hacer el viaje hasta allá», dijo la mujer, «porque del año 1960 hasta hoy tenemos todos los documentos digitalizados en el ordenador», y dicho esto señaló la máquina que tenía en su escritorio, enfrente de ella. «La verdad es que no sé si mi tío vivió hasta 1960», dije, porque el dato de que había muerto en Perpignan carecía de fecha, Noviembre no había podido decirme nada concreto. «¿Cuál era el nombre de su familiar?», preguntó solícita, contenta de hacer alguna actividad que, probablemente, sería la primera y la única que ejecutaría en toda la jornada. Desde la primera vez le había explicado a grandes rasgos los motivos de mi pesquisa y ella se había mostrado siempre muy interesada en mis progresos, porque no tenía otra cosa más que hacer y esa noche, sin quererlo, acababa de darle la oportunidad de involucrarse y a mí su intromisión me venía muy bien, la oscuridad en la endemoniada carretera era ya total e irreversible y yo no perdía nada enterándome de una vez por todas del final de la historia; incluso iba a ahorrarme un engorroso viaje a Prats de Molló. Le dije el nombre y los dos apellidos de Oriol y luego tuve que escribírselos en un papel para que ella, después de ponerse unas gafas demasiado grandes, los tecleara lentamente con una atención extrema, con un cuidado excesivo, un tanto reverencial, que bien podía ser temor a los bichos tecnológicos; la información tardó un rato en llegar a la pantalla, era un sistema obsoleto que acusaba el rezago tecnológico de esa región limítrofe de Francia y además la mujer, cuyas gafas enormes la distanciaban todavía más de su naturaleza policial, tuvo que meter dos claves, con el mismo cuidado excesivo, para poder acceder al archivo electrónico; yo estaba de pie frente a ella, con el manojo de llaves que acababa de devolverme apretado en el puño, disfrutando todavía del vientecillo fresco que entraba por la puerta, contaminado por los ruidos del pueblo, el paso veloz de una bicicleta, el ladrido lejano de un perro, un coche que se acercaba a la comisaría, pasaba de largo y después se perdía en el horizonte de mis oídos; la mujer daba golpecitos en su escritorio con el tapón del bolígrafo y yo veía el reflejo doble de la pantalla palpitante del ordenador en los vidrios enormes de sus gafas. «Voilà!», dijo, y yo me incliné un poco encima del escritorio para ver lo que había encontrado. «Coja esa silla», me dijo invitándome a sentarme junto a ella, una situación altamente irregular que, supongo, no pasa en una comisaría normal donde hay movimiento de policías y detenidos. «¿Hay celdas aquí?», le había preguntado yo algún día, cuando todavía no alcanzaba a hacerme una idea de qué clase de institución era ésa. «Pero claro», me había contestado con contundencia, «tenemos incluso un detenido, un hombre que ha interpretado a su manera las ideas de José Bové y ayer rompió con una piedra el cristal de la carnicería», y dicho esto se me había quedado mirando con un gesto ambiguo donde cabía incluso la posibilidad de que me estuviera jugando una broma; yo por si acaso no había dicho nada más pero la siguiente vez que aparecí por ahí la mujer, a manera de saludo, me había dicho: «Ayer en la tarde liberamos al hombre de la carnicería», y yo nuevamente, por precaución y por si acaso, no había dicho nada. Acerqué mi silla y lo primero que vi fue la fotografía de un hombre con el pelo desordenado, no propiamente largo, más bien parecía que se le había quedado así después de pasarse la tarde expuesto a un ventarrón, tenía una barba espesa debajo de la cual alcanzaba a distinguirse la cara de Oriol, aunque es verdad que de no haber sabido que era él me hubiera resultado imposible reconocerlo, no se parecía nada a las pocas fotografías que había visto de él, tenía un aire primitivo, salvaje, se le veía más robusto, más grueso, quizá por el ejercicio que debe de implicar desplazarse por el bosque con una muleta; incluso hubo un momento de duda en el que estuve a punto de preguntarle a la mujer si no se estaría equivocando de fotografía, pero duró poco, porque enseguida empecé a detectarle los rasgos de la familia, vi en sus ojos los de mi madre y los de mi hermano y reconocí mi nariz en la suya, un par de evidencias que confirmaban el parentesco y que me provocaron una punzada en el estómago. Mientras analizaba la fotografía había pensado que pediría una copia para enviársela a mi madre, pero al llegar a mi nariz descarté la idea, no quería volver a enfrentarme nunca con esa imagen; detrás del hombro robusto se veía esa línea de centímetros con la que se establece la altura de los reos y en las manos tenía un rótulo que ponía su nombre, un número largo y debajo la leyenda: «Le Républicain», y más abajo, entre paréntesis, «Assassin de Serralongue», una pista, supongo, para que décadas más tarde se supiera qué carajo hacía ese señor en la cárcel. La mujer se dio cuenta de la atención con que miraba la fotografía y dijo, seguramente porque la leyenda y la facha de mi tío eran un escándalo que a mí se me notaba en la cara: «No se parece nada a usted». «Es verdad», mentí, «parece increíble que fuera hermano de mi abuelo». Más abajo en la página venía toda la información, una imagen amplia de sus huellas digitales, cada una enmarcada en un rectángulo y dispuestas todas en una fila, era una composición donde había una inquietante armonía, las líneas sinuosas en negro sólido contra el blanco eléctrico de la pantalla del ordenador producían cierto cosquilleo estético, siempre y cuando pudiera omitirse que aquello también eran los dedos que habían sujetado la muleta que había matado a la niña. Debajo de las huellas había un breve informe sobre los delitos que se le imputaban al acusado, en unas cuantas líneas se explicaba el crimen y se añadía, en calidad de información, que la pena que le tocaba por la serie de asaltos que había perpetrado en el Pirineo había sido conmutada y no era «cuantificable para efectos penitenciarios», y después de esa frase excesivamente técnica, venía un número largo de referencia. «¿Y ese número?», pregunté a la mujer y ella me respondió que terminando con el expediente averiguaríamos su significado. «En aquella época pasaban cosas extrañas», me dijo mientras anotaba el número largo en un papel, «era una época turbulenta donde la ley tenía que irse improvisando». Al final del informe venía un anexo con los puntos relevantes de la vida que había llevado Oriol en la prisión, había tenido tifoidea, una crisis de úlcera que lo había mantenido veinte días fuera de la cárcel, recuperándose en el hospital público de Prats de Molló. «¿Público?», preguntó la mujer con sorna, «si no hay otro», dijo y después se rió, se dejó sacudir de pies a cabeza por una sola risa, un estertor único que la obligó a recolocarse las enormes gafas, con la punta del dedo índice, en el puente de la nariz; yo también me reí por reflejo, por cortesía y sin muchas ganas porque ese paseo por el expediente de Oriol comenzaba a deprimirme, una cosa era su historia enterrada en un archivo perdido en el culo de Francia, y otra su presencia, para toda la eternidad, en el archivo virtual del sistema penitenciario francés, una red donde bastaba meter un par de claves y teclear mi apellido para que brincara inmediatamente a la pantalla el asesino de Serralongue. En el anexo también aparecía el informe de un ortopedista que, según puede deducirse, trató de colocarle una prótesis a Oriol pero éste «no logró habituarse y prefirió seguir utilizando su muleta»; también decía que la prótesis, que a finales de los años cuarenta debió de haber sido poco más que una pata de palo, había sido donada por la Sociedad de Damas de la Cruz del Alto Pirineo, un grupo de señoras altruistas que, a saber por qué motivo, ayudaban a los presos de esa cárcel. En la última parte del anexo se explicaba que en 1975 Oriol se había inscrito en una brigada social, compuesta por «presos Alfa», que prestaba servicios al Ayuntamiento de Prats de Molló. «¿1975?», pregunté sorprendido de que mi tío hubiera vivido tanto, de que esa otra vida que habíamos ignorado durante décadas hubiera sido tan larga; aquella nueva fecha volvía su muerte en el Pirineo todavía más ridícula e injusta. «Los presos Alfa eran los que observaban buena conducta y, como reconocimiento, les permitían salir los sábados a orearse, los ponían a barrer las calles, o a pintar una casa», añadió a manera de información, ignorando la sorpresa que acababa de producirme la fecha, y después agregó, con otra de esas risas que la sacudían de arriba abajo: «Menudo reconocimiento, ¿no?». El informe terminaba ahí. «¿No hay más?», pregunté y la mujer, reacomodándose las gafas, me dijo que seguramente el historial continuaba en el anexo cuyo número había anotado en el papel. «¿Me lo puede dictar?», me dijo y yo comencé a decirle toda la tripa de números para que ella los fuera metiendo, con el mismo temor, en un rectángulo que había en la pantalla. «Lo que sospechaba», dijo la mujer, «Casos Especiales», esa parte del archivo que, según me explicó inmediatamente, se reactivó en cuanto comenzaron a digitalizarse las actas, «antes formaban parte del archivo muerto, estaban en cajas cerradas que a nadie se le había ocurrido abrir, hasta el día en que comenzamos a pasar los documentos por el escáner y descubrimos que esa parte del archivo era útil para redondear algunos casos, por lo de la jurisprudencia, ya sabe usted», dijo, y yo asentí sin estar muy seguro de haberla entendido, pensé que aquello era como la historia extraoficial del crimen, la memoria opaca del archivo cuya función, paradójicamente, era arrojar luz sobre ciertos documentos, justamente como pasaba, en ese instante, con los de mi tío. «Voilá», dijo la mujer y movió un poco la pantalla del ordenador para que yo no perdiera ni un detalle, media cuartilla sólida, escrita con una vieja máquina donde la «r» y la «e» brincaban fuera del renglón, no más de catorce líneas que tuve que leer dos veces porque pensé que no había entendido bien, lo que por desgracia no era cierto. El documento decía que la condena penal que correspondía a Oriol, «por la serie de asaltos perpetrados entre las poblaciones de Lamanere y Serralongue», había sido conmutada por la «valiosa información» que había brindado «voluntariamente» sobre un peligroso «elemento subversivo» que ayudaba y prestaba auxilio a los «enemigos de Francia y de Europa» en el Pirineo, cerca de la frontera, y que gracias a esa información la policía española, interesada en la captura de «elementos simpatizantes del bando republicano», y con la anuencia de la policía francesa, había capturado «a dicho elemento, que respondía al nombre de Noviembre Mestre». «No juzgue tan severamente a su tío», dijo la mujer poniéndome una mano maternal en el hombro, «en aquella época pasaban cosas terribles». La miré todavía más desconcertado y dije: «Noviembre era su amigo, le había salvado la vida y no puedo creer que lo haya traicionado». La mujer me envió una mirada compasiva desde el fondo de sus gafas enormes y, en un intento por aliviar la espesura en que me había sumido ese documento electrónico, dijo: «Ahora veamos en qué fecha murió y así tendrá usted la historia completa». «Perfecto», dije, y así podré irme de aquí cuanto antes, y deshacerme de esta historia pronto, como quien se deshace de una camisa sucia, pensé, y me sorprendí del símil de la camisa que era, por lo menos, descabellado, aunque incluía un elemento de suciedad, de mugre que es preciso quitarse de encima, que sin duda estaba relacionado con lo sucio que me hacía sentir la historia. La mujer comenzó a recorrer lentamente con el cursor una fila interminable de nombres y bajó todavía más la velocidad en cuanto llegó a la zona de la primera letra de mi apellido; se ajustó las gafas y acercó la cara a la pantalla para que no se le escapara lo que andaba buscando; yo la veía ahí pegada hurgando entre los nombres de los muertos, todavía sin poder creer la traición de Oriol y aunque más tarde concluiría que esa traición tenía un peso menor frente al crimen de la niña, en ese momento sentía que eso era lo peor que había sabido de mi tío, sus delitos eran sin duda una infamia, pero la traición a su amigo, al hombre que le había salvado la vida, terminaba de desdibujarlo como persona, confirmaba que Oriol había cruzado la línea, había perdido las amarras que lo unían con su vida anterior, se había deshecho de la lealtad, ese valor imprescindible que respetan incluso los criminales. «¿Cuál era el segundo apellido de su tío?», preguntó la mujer y en cuanto le respondí se lanzó pantalla arriba para rastrear a Oriol, según explicó mientras maniobraba, por su apellido materno. Al cabo de un rato de ir para arriba y para abajo con el cursor, con la cara pegada a la pantalla, dijo: «Es muy raro, no aparece»; y luego explicó que quizá por tratarse de un ciudadano español su muerte había sido registrada en Casos Especiales de Extranjeros. «Empiezo a pensar que Oriol cumplía con todas las irregularidades habidas y por haber», le dije a la mujer y simultáneamente, mientras ella abría otra página en la pantalla y se internaba con su cursor lentísimo en otra lista, pensé que quizá el final consecuente para la historia de ese hombre que ya había muerto en 1939 era no dejar rastro de su verdadera muerte, y que probablemente lo mejor era dejar las cosas como estaban, ya había averiguado mucho, sabía más de lo que quería saber y empezaba a estar harto de Oriol y ya no tenía ni ganas ni energía para empezar una nueva pesquisa por otras comisarías de la zona. «Voilá!», gritó nuevamente la mujer y su voz llena de entusiasmo me sacó violentamente de mis cavilaciones. «¿Cuándo murió?», pregunté yo y comencé a palparme los bolsillos para echar mano del bolígrafo y apuntar la fecha y con eso dar de una vez por terminada mi pesquisa. La mujer me miró desde el fondo de sus gafas enormes y con un gesto extraño, repartido entre la alegría y la piedad, me dijo: «No ha muerto, sigue prisionero en la cárcel de Prats de Molló».