7

Una noche el gigante salió, como lo hacía siempre, a su ronda de rescate por el espinazo de la montaña. Media hora más tarde tuvo que suspender su actividad, su otear taludes y picachos, su inspeccionar jorobas y túmulos de nieve, porque comenzó a caer una tormenta que lo obligó a refugiarse en una cueva y a improvisar un precario fuego con troncos que apenas ardían. La estancia en la cueva fue «excesivamente larga», me dijo el gigante, que insistía en relacionar ese episodio, la ronda interrumpida y los troncos húmedos y «reacios al fuego», con lo que le sucedió después. La relación que vio entre los dos sucesos hay que encuadrarla en el territorio del presentimiento, del pálpito, de cierta rareza que él percibió entonces y que una hora más tarde terminaría convertida, efectivamente, en el preámbulo de una desgracia. La tormenta escampó, dejó el cielo oscuro, recién lavado, con una luna que volvía la nieve refulgente, un tendido meteorológico benigno que permitió al gigante bajar cómodamente, aunque angustiado por el presentimiento y el pálpito, hasta su cabaña. Conforme fue acercándose notó que había alguien dentro, se veía luz y salía humo de la chimenea, una cosa normal puesto que Oriol vivía con él, pero a medida que se acercaba, dijo el gigante, «noté que había más de una persona, y pensé que podían ser cabreros que habían sido, igual que yo, sorprendidos por la tormenta, como ya había sucedido en un par de ocasiones». En cuanto abrió la puerta, una maniobra habitual que entonces hizo con el corazón en vilo, se encontró con cuatro guardias civiles armados que lo esperaban para llevárselo, esposado y a golpe de culata, al campo militar de Camprodon, del otro lado de la frontera. El gigante fue atando cabos por el camino, fue desmontando el mecanismo del pálpito, la naturaleza del presentimiento, un proceso habitual en un hombre de la montaña acostumbrado a atender las señas y los signos de su entorno. Uno de los soldados le había dicho que se le acusaba de ayudar a «elementos prófugos del bando enemigo», y esta información casaba con la imagen de un individuo turbio que había rescatado y hospedado en su cabaña durante dos o tres días y al despedirse de él, inopinadamente, había tirado cuesta arriba, hacia España, y no hacia Francia como habían hecho, hasta ese día, todos los demás. «Aquel individuo», me dijo Noviembre, «fue quien me denunció, y por su culpa me llevaron a España». Las huellas enormes que iba dejando el gigante, unos huecos profundos, demasiado grandes para ser lo que eran, más las huellas normales que dejaban alrededor los guardias civiles debían de componer un curioso rastro que a mí me resulta familiar porque más de una vez, cuando caminábamos por esos paisajes nevados, había reparado en la inverosímil disparidad que había entre sus huellas y las mías. A una persona que no haya caminado nunca en la nieve junto a un gigante de las proporciones de Noviembre le resultaría muy difícil descifrar los componentes disparatados del rastro; antes pensaría en un hombre con un artefacto, con una máquina. Decía el gigante que cuando los guardias civiles lo apresaron no opuso ninguna resistencia; aunque sospechaba de aquel individuo turbio, no excluía que esa aprehensión «fuera un error». Es lo que él decía para justificar su pasmo, su mansedumbre ante ese atropello flagrante que, tomando en consideración su fuerza y sus dimensiones, lo solo que estaba aquel paraje, podía haber anulado ahí mismo sacudiéndose a los policías como quien se espanta de encima una molesta cuarteta de moscas. El pitazo de «un gigante colabora con el enemigo en la cima del Pirineo» no entrañaba muchas opciones. Iban directamente por él y encima lo hacían guardias civiles españoles, que violaban olímpicamente la frontera para capturar a un ciudadano francés en Francia y llevárselo a una cárcel en España. Yo mismo lo primero que había hecho el día que descubrí la cabaña, después de oír esta historia, fue comprobar que sobre ésta irradia, con una calidad que no admite dudas, la señal de la compañía francesa Bouygtel, y no la española de Telefónica. Buscando las razones para la detención arbitraria que hizo la policía española de un francés en Francia, hurgando en los archivos de la alcaldía de Serralongue, me encontré con una respuesta general que puede sintetizarse así: es raro, pero en esa época turbulenta sucedía con cierta frecuencia. La historia del gigante en estas páginas tendría que acabarse aquí, en el momento de su aprehensión, pues a partir de entonces nunca volvió a ver a Oriol, «Cuando regresé de la cárcel se había ido, y hace unos años alguien me dijo que había muerto en Perpignan», me dijo el gigante en el primer soliloquio al que asistí en Lamanere. Aquel dato sobre la verdadera muerte de mi tío me había parecido, obviamente, importantísimo y en los días siguientes me dediqué a rastrear su deceso, recorrí los archivos del Registro Civil, de la Mairie y de la Prefecture en Perpignan sin ningún éxito, no encontré ni un acta, ni un documento que registrara su defunción. Tampoco aparecía su nombre en el registro de «muertos sin familia» que lleva el Ayuntamiento desde 1930; lo más cerca que llegué fue a un número, 219, la cifra de «muertos sin identificar» que se han despedido del mundo en Perpignan desde ese mismo año; una cifra que arroja la cantidad de tres muertos sin identificar por año, lo cual puede ser mucho o poco, o nada, aunque desde luego era suficiente para que cupiera Oriol. Cuando pregunté al gigante por ese «alguien» que le había informado sobre la muerte de Oriol, me respondió que era un cabrero de Toulouges, un pueblo cercano a Perpignan, que había coincidido un par de veces con Oriol, «cuando vivía en la cabaña». Y después añadió, en un tono hosco que parecía un reclamo: «Además, como te dije la primera vez que hablamos, fue él quien me dio la fotografía que te llevó Sonia a Argelès-sur-Mer, y que Oriol cargaba siempre en el bolsillo». Al final decidí dar por bueno lo que el gigante me dijo, mientras no hubiera un documento que probara lo contrario; en todo caso su versión tenía que estar más ajustada a la realidad que la nuestra y, ante aquella imaginería que habíamos cultivado en La Portuguesa sobre la muerte de Oriol, la foto donde aparece con mi abuelo y mi bisabuelo en el frente de Aragón parecía una prueba sólida. El gigante tendría que desaparecer aquí, como he dicho, pero a estas alturas me parece indecente prescindir de él, soslayarlo, simplemente desaparecerlo y dejarlo con la función de informante, que es lo que en buena medida ha sido. La interconexión entre estas dos historias, la del gigante y la de Oriol, que es tanto como decir la del gigante y la mía, me parece inevitable; en cuanto he empezado a desenterrar una ha comenzado a salir la otra, nuestras historias están conectadas y éstas, a su vez, están conectadas con otras, me siento como quien jala la punta de una raíz y al tirar de ella descubre que es mucho más larga de lo que había calculado y que toda esa longitud no es más que una mínima parte de la red de raíces que va ganando grosor conforme se acerca al tronco de un árbol enorme, que está muchos metros más allá, y que es la criatura que mantienen viva todas esas raíces, un árbol inmenso y saludable que me gustaría llamar La Guerra Perdida.

El gigante fue conducido al campo militar de Camprodon y ahí fue encerrado cuatro meses en una mazmorra de la que salía cada día, escoltado por dos guardias y encadenado por las muñecas y los tobillos, cinco minutos en la mañana y cinco al caer el sol. Ni para este encierro, ni para todo lo que vino a continuación, había un juicio como base, o siquiera un documento, o una línea donde apareciera el nombre de Noviembre Mestre; todo fue una operación arbitraria y clandestina, la consecuencia de un pitazo, una arbitrariedad de la que no queda huella, como he podido comprobar, en los archivos de la alcaldía de Camprodon y después en la de Mataró, la población donde iba a continuar esta historia. Pasados los cuatro meses (según el gigante, porque, como he dicho, de aquello no queda ningún rastro), el oficial que estaba a cargo habló con la comandancia en Barcelona para pedir instrucciones sobre ese prisionero, al que en todos esos meses no había reclamado nadie, y que entre sus peculiaridades contaba con las de ser un gigante, hablar un revoltijo entre el catalán y el francés y estar acusado de un delito que hasta ese momento no había podido probarse. En lugar de ser liberado y devuelto a su cabaña, donde ya sus cabras habían sostenido un severo episodio de canibalismo, fue remitido al cuartel de Mataró donde estaban haciéndose unas obras que bien podían servirse de su tamaño y musculatura. Para entonces el gigante, que nunca antes había traspasado los límites de su montaña, se sentía en el fin del mundo y, resuelto a no añadir problemas al ya desmesurado de estar muy lejos y en tierra enemiga, obedecía dócilmente todo lo que le ordenaba el coronel Chapejo, el oficial que se hacía cargo del cuartel: levantar una tapia, reforzar un muro, tapar un boquete que había en el techo. Para guardar las formas, para que su estatus de prisionero no terminara por desvanecerse, se le encerraba todas las noches junto con el resto de los prisioneros en una celda en la que bastaba correr un cerrojo para que él mismo se pusiera en libertad y saliera a caminar por las calles de Mataró y por sus playas, donde solía dar largos paseos memoriosos y nostálgicos, pensando en lo que sería de su cabaña y de sus cabras. Chapejo había percibido desde el primer momento que el gigante no mataba ni una mosca y poco a poco le había ido aflojando la vigilancia, sabía que todas las noches se iba a pasear por ahí y estaba completamente seguro de que a la mañana siguiente lo encontraría durmiendo en su celda. Con el tiempo Noviembre fue perdiendo su pátina de prisionero y empezó a convertirse en el encargado de intendencia del cuartel, e incluso meses más tarde, aunque seguía durmiendo en su celda, comenzó a percibir un salario, pírrico pero tremendamente simbólico, y a hacerse cargo de los prisioneros cuando Chapejo salía de juerga, lo cual ya era el colmo del absurdo pues él mismo era oficialmente un prisionero. Fue en una de esas noches cuando lo abordó el dueño de un circo que había montado su carpa en Mataró, un circo de nombre Hermanos Núñez de Murcia que, sin más programa que la disponibilidad del alcalde en turno, iba ofreciendo funciones por todos los pueblos de España. El dueño del circo, que era el único hermano Núñez que quedaba vivo, fumaba una noche afuera de su caravana, dejándose consumir por los nervios que le provocaba la función inaugural del día siguiente, cuando vio pasar por delante de sus ojos al gigante, que iba, como siempre, extraviado en su memoria nostálgica con la vista montada en el horizonte, apuntando hacia donde él suponía que estaba su cabaña, dando unos pasos trepidantes que cimbraban el suelo, de la misma forma en que lo hacían las bestias del circo, que en esa época de posguerra, y en ese circo provinciano y paupérrimo, se reducía a un par de changos famélicos, tres chivas nerviosas que desquiciaban la pista con sus brincos y un toro enorme que montaban los payasos y en el que se invertía la mitad de las ganancias del negocio, para conservarle su porte majestuoso, su volumen y su peso que hacía temblar la tierra de la misma forma que el gigante. Y quizá fue por ahí, por las vibraciones que los dos le infligían al suelo, que el dueño del circo vio inmediatamente en Noviembre al rival artístico del toro, y conforme lo iba viendo alejarse por la playa, enorme y meditabundo, errante y providencial, se puso a concebir, tirando al aire una serie de volutas de humo, un número estelar, con aires y vestimenta romana, donde batallarían su toro y el gigante, ese rumboso gigante que se alejaba a grandes pasos playa arriba y dejaba que un rayo completo de luna se posara, como un cuervo leal, en sus hombros magníficos. El único hermano Núñez que le quedaba al circo terminó su cigarro cuando el gigante ya había desaparecido detrás de una duna de la playa; lo había dejado ir de la misma forma en que, esa misma tarde, había descartado a una muchacha que tenía figura de equilibrista, a una dama obesa a la que podía pintársele una vistosa barba y a un chaval de flexibilidad ostentosa que, con un poco de práctica, podía haber sido «el asombroso niño elástico de Mataró»; así de visionario era el señor Núñez, y así de magra la economía de su negocio, que no admitía una boca más que alimentar y le imponía descartar, casi en el acto, su torrencial visión circense. Pero Núñez era básicamente un empresario y la idea del gigante batallando con su toro lo tuvo dando vueltas en la cama toda la noche, pringado de sudor, torturado por un conjunto de imágenes épicas que eran en realidad variaciones de la visión original, de esa implacable visión circense que le había puesto frente a los ojos al gigante, con una rodilla en tierra, sujetando al toro con un brazo alrededor de su cuello mastodóntico, obligándolo, a base de pura fuerza bruta, a tocar la pista del circo con su húmeda nariz. A la mañana siguiente despertó muy temprano (es un decir porque la verdad es que no había podido pegar ojo) y salió a preguntar por el pueblo dónde podía localizar a ese gigante. Iba con el chaqué que usaba para anunciar los números en la pista, sin afeitar y con los ojos rotos por la falta de sueño; más que el dueño del circo parecía un borrachín que emergía de una tenebrosa noche de copas, un aspecto que no le hacía justicia pues tenía por norma de vida no beber nunca ni un trago, veía en el alcohol a la muerte que se había llevado a sus dos hermanos, los otros dos Núñez que en las épocas de bonanza del circo se habían bebido hasta lo imbebible y habían terminado de forma prematura sus días, uno atenazado por una cirrosis desbocada, y otro en un mal paso, mejor dicho en un mal vuelo de un trapecio a otro, cuando se hallaba enceguecido por un exceso de Anís del Mono. Preguntando y preguntando llegó el señor Núñez al cuartel de Mataró; todos en el pueblo conocían al gigante; sus caminatas solitarias y meditabundas, y ciertamente trepidantes, se habían convertido en un referente horario, al grado de que había quien decía, y esto probablemente haya sido una exageración, un arrebato lírico del mismo Noviembre: «Nos vemos en la plaza después de que pase el gigante». En todo caso esto habla de la regularidad y el método con que el gigante efectuaba sus largos paseos, paseos largos y tristes como la caravana del circo Hermanos Núñez de Murcia, serpentosa y trashumante por las carreteras de España. En cuanto apareció el señor Núñez en el cuartel, perfectamente sobrio pero con un inequívoco aspecto de borrachín, se encontró con que el gigante no sólo hacía trabajitos y diligencias como le habían contado, también era en buena medida el dueño del cotarro, pues estaba él solo sentado en dos sillas, dormitando con sus ingentes pies trepados en el escritorio, a cargo de los presos que había en las celdas; todo esto lo interpretó rápidamente el señor Núñez, sólo tuvo que despejar la ecuación de los ingentes pies trepados, los ronquidos que salían como un tifón por la ventana del cuartel y el manojo de llaves que le colgaba del cinturón como una fruta. No obstante aquella precipitada conclusión, que se contraponía totalmente con su objetivo, dio un par de golpes en la puerta y carraspeó con fuerza para hacerse oír por encima de los ronquidos que provocaban un rítmico vaivén en la cortina de la ventana. Como sus intentos por despertarlo no producían ningún efecto, el señor Núñez optó por acercarse a él y tocarlo con suavidad en el hombro, un impulso imprudente del que se arrepintió en el acto pues Noviembre brincó en las sillas y cuando trataba de regresar los pies a tierra volcó violentamente el escritorio, una vieja pieza metálica que al caer provocó un cataclismo, un escándalo que sacó a los prisioneros de su modorra y los hizo pegar la cara a los barrotes y armar cierta bulla mientras el gigante se ponía de pie y miraba alternativamente el desaguisado que habían producido sus pies y la cara de pánico del señor Núñez que lo menos que esperaba, como represalia por su imprudente impulso, era que el gigante lo arrojara por la misma ventana que había servido de escape para sus ronquidos, y en cambio se encontró con un gigantón atribulado que lo miraba con miedo, como si el señor Núñez hubiera sido un superior que lo hubiese pillado en falta, y ante ese gesto licuado por la congoja, la compunción y la zozobra, no le quedó más remedio que consolar a ese hombre enorme que, unos segundos antes, parecía que podía arrancarle de un manotazo la cabeza. «Tranquilícese usted», le dijo mientras le ayudaba a regresar el escritorio a su sitio, «soy el dueño del circo y quería proponerle algo», añadió, y como pronto se dio cuenta de que el gigante no dominaba el español, comenzó a contarle su proyecto en un precario francés donde abundaban los gestos, la mímica y los «voilà». El gigante lo oía de pie, con esmerada atención y los brazos cruzados sobre el tórax, en una posición que resultaba incómoda para el señor Núñez pues tenía que dirigirse a él como quien llama a un amigo que se encuentra saludando arriba de una torre. El empresario salió del cuartel con la promesa de que el gigante pensaría en su propuesta y al día siguiente le diría algo concreto. Claro que aquí hay que tomar en cuenta el margen de incomprensión que había entre el francés mestizo del gigante y el francés gestual del empresario, un margen que daba lugar a toda clase de malentendidos. Unas horas después de que el empresario lanzara su oferta a las alturas de la torre, el gigante tuvo un diálogo, que quizá fue el primero y el último, con el coronel Chapejo, que llegaba al cuartel a mediodía, después de una noche loca, a retomar las riendas de la oficina. Más que los detalles del discurso en lengua híbrida que soltó el gigante, el coronel Chapejo entendió que le apetecía cambiar de aires y de vida, y una vez que hubo terminado su exposición maráñica y confusa, le dijo que era libre de irse a donde quisiera, que no había cargos contra él ni motivos para que permaneciera en el cuartel. El protocolo no fue más allá de un estrechamiento de manos, y el gigante, al verse súbitamente libre, olvidó la oferta de Núñez y emprendió, con una mano atrás y otra delante, sin efectos personales, como había vivido siempre, una caminata hacia el norte que no pararía hasta llegar a su añorada cabaña, una caminata maratónica que le llevó varios días y que empezó en la misma playa de Mataró, enfrente de la carpa del circo Hermanos Núñez de Murcia, donde ya tenía lugar la función vespertina y donde el empresario, que también esa noche perdería el sueño a causa del toro y el gigante, anunciaba el acto de los payasos con las cabras nerviosas, sin saber que Noviembre pasaba por ahí en su huida hacia el norte, con su silueta tremebunda recortada con saña por el último rayo de sol.

Noviembre Mestre se echó a andar y por el camino fue preguntando hacia dónde quedaba Camprodon, que era el punto de referencia desde el cual se sentía capaz de regresar a su cabaña. Como fuera de su territorio era muy despistado, iba siguiendo a pie juntillas todo lo que le decían, y como llevaba mucha urgencia no se detenía a valorar la información, aunque el informante no estuviera seguro, o fuera poco práctico o, como le pasó en una ocasión, fuera tan despistado como él mismo y lo enviara, por un camino sinuoso y lleno de flora enmarañada, de regreso a un pueblo donde había estado dos días antes, un pueblo anodino que, de no haber sido por los efusivos saludos y las carantoñas con que sus habitantes saludaban su regreso, el gigante ni siquiera hubiera recordado, así era de despistado, a ese grado le fallaban, fuera de su territorio, sus sensores de orientación y su desmedida vejiga natatoria; pero Noviembre Mestre, a pesar de sus garrafales equivocaciones y de su anárquico y gravoso errar, se movía a campo traviesa como pez en el agua, no había obstáculo que interrumpiera su andar rumboso, su trepidante cha-cha-chá, el ritmo grácil y a la vez demoledor con que iba andando los caminos y abriéndose paso en los sembradíos y en los breñales, y cruzando ríos y arroyos y hasta un lago en el Alto Ampurdán, ya muy cerca de la falda de sus amados Pirineos, que cruzó durante media hora, con la cabeza y el cuello de fuera, con un estilo que no desmerecía en lo rumboso ni en lo chachachánico y sin embargo recordaba la forma solemne con que cruzan los lagos los caballos. En su viaje hacia el norte el gigante dejó una estela de recuerdos que he ido recopilando, como quien pisca bolas blancas en un campo de algodón, en los pueblos de Fullabullida, Mataboja y Duaspastanagas, y en algunos otros por los que pasó en su viaje a Camprodon que, merced al despiste y a la desinformación que ofrecían sus informadores, desembocó en La Junquera. En todos estos pueblos, según he ido comprobando, hay siempre un par de viejos que recuerdan al gigante que pasó hace un montón de años por ahí, y para no abrumar citaré nada más uno, a Ferran Casademunt, habitante de Fullabullida, que dijo textualmente al micrófono de mi grabadora: «Era tan grande y su galope tan veloz que durante unos minutos pensé que lo que venía hacia el pueblo era un caballo»; de esta declaración del señor Casademunt es de donde he sacado la imagen de su paso rumboso y chachachánico, y de esta otra que será, lo prometo, la última que cito, he extraído la dimensión de su exuberante velocidad; la recopilé en Mataboja y fue dicha por Evangelina, una viejecita que no quiso revelarme su apellido por miedo a no sé qué, quizá a mi magnetófono que es un cacharro muy moderno y a sus ojos sospechoso: «Sus pasos iban dejando una nube de polvo».

Al llegar a La Junquera el gigante tuvo un momento de vacilación, iba a preguntar a dos señoras cuál era la ruta más directa a Camprodon pero apenas iba acercándose cuando salieron las dos huyendo despavoridas, horrorizadas por su tamaño que, al asociarse con la facha que le habían dejado tantos días de caminata rumbosa y vida a la intemperie, daban como resultado una criatura que invitaba a gritar de pánico, pues llevaba la barba salvajemente alborotada y la greña estructurada como un huracán donde convivían briznas, hojas y una rama con el colgajo goteante y festivo de dos moras salvajes. La huida de las señoras hizo que cambiase de estrategia, y también el movimiento policial que había alrededor de la frontera, de manera que, sin pausa para resollar, preguntó a un señor menos susceptible dónde quedaba el occidente y hacia allá apuntó sus baterías, se echó a la montaña, que era suya y lo suyo, y caminó durante un día y medio hasta su cabaña. En un ojo de agua con el que se encontró ya muy arriba en el Pirineo, hizo una parada mínima para refrescarse, para mojarse un poco la cara y en cuanto puso a patinar la mirada sobre la superficie se vio a sí mismo hosco y brutal y aprovechó para quitarse briznas, hojas y las moras silvestres que, después de una carcajada de ogro, con el huracán de sus greñas al viento, engulló con mucho júbilo, con una felicidad primitiva que lo llevó a darse una ráfaga de golpes en el pecho y a soltar una metralliza de gritos que provocó la carrera de una liebre y el vuelo arrebatado de un águila calva; así de tumultuosa era la felicidad que producía en Noviembre el aire y la altura de las montañas.

En cuanto avistó su cabaña desde lejos tuvo la impresión de que nada había cambiado; su casa y el cobertizo de las cabras seguían de pie, a simple vista no se percibía cambio alguno, pero él sabía que algo tenía que haberle pasado a sus animales, algo probablemente muy malo y definitivo, pues llevaba, según sus cálculos, alrededor de dos años ausente, y en ese tiempo, si las cabras no habían desaparecido, era porque ya pertenecían a otro cabrero. Con ese temor y esa zozobra se acercó el gigante al cobertizo, y lo que vio fue el rastro, la partitura, por decirlo así, de la catástrofe; de acuerdo a la interpretación de los restos, de los huesos que el tiempo y los roedores habían dejado limpios, de aquel osario de piezas largas y cortas revueltas con cráneos y mandíbulas, Noviembre sacó en claro que, al no poder salir, las cabras habían terminado por devorarse unas a otras; pero también pensó que quizá un depredador, un oso o un lobo, había conseguido colarse en el cobertizo y una vez adentro había perpetrado la masacre, sistemáticamente y con mucha calma, durante varios días. El caso es que Noviembre se encontró con ese saldo de huesos relucientes que se extendía por todo el cobertizo, en una imagen que por blanca y limpia, por lejana que estaba de la carne y de la sangre, de lo vivo, no guardaba proporción con el hecho espantoso que la había producido, como si la muerte a mordiscos y a dentelladas, lejos de la atrocidad del momento, no tuviera que ver con aquel montón blanquísimo de huesos.