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Se sabe que con el asalto a los Grotowsky Oriol traspasó una línea o quizá, he llegado a pensar, puede que con demasiada complacencia, esa línea llegó hasta él, como una ola. El período difícil por el que atravesaba Francia, como he dicho antes, había empujado toda suerte de criaturas a los bosques del gigante, y en unas cuantas semanas aquello se había poblado de forma considerable, se había ido llenando de una runfla de gente perseguida por diversas razones que encontraba en esa maleza refugio y escondite, más una conveniente cercanía con la frontera, dos características que lo mismo les servían a los maleantes que a los perseguidos. «En aquella temporada», me contó el gigante, «cada vez que ponía un pie dentro del bosque oía cómo alguien corría a ocultarse entre los arbustos. Al principio trataba de hablar con ellos, de animarlos para que salieran de su escondite, pero poco a poco fui dándome cuenta de que aquello era inútil e incluso peligroso», añadió Noviembre con cierta ingenuidad, porque a mí me parece que toparse con ese gigante en el bosque haría correr a cualquiera, bueno o malo, y también creo que cuando trataba de animarlos para que salieran lo único que conseguía era aterrorizarlos todavía más. Pero estaba en la línea que cruzó Oriol cuando asaltó a los Grotowsky, o que lo alcanzó como una ola; aquel acto, de bajeza inconcebible, podía haber sido una maniobra coyuntural, una operación para hacerse con un dinero que le permitiera salir del impasse de la montaña y dirigirse a algún sitio donde pudiera, por ejemplo, ganarse la vida tocando el piano o, cuando menos, en algún empleo de oficina que paulatinamente lo hubiese ido regresando a su existencia anterior de ciudad y de familia. Aunque es probable que yo me esté confundiendo al querer dotar a Oriol de una vida civil y social que a lo mejor no lo atraía, quizá vivir en la montaña como un salvaje le gustaba, lo hacía sentirse liberado de las servidumbres y las ataduras de la vida convencional que tenía en Barcelona; pero aquí otra vez estoy coligiendo demasiadas cosas, porque si algo he descubierto en esta reconstrucción que voy escribiendo de mi pariente es que Oriol era un hombre al que le costaba tomar decisiones, lo hacía una vez y después era incapaz de modificar el rumbo que le imponían los acontecimientos, había estudiado piano porque en el salón de su casa había uno que nadie usaba; se casó con la primera, y la única, que se le puso a tiro; lo de enrolarse en el bando republicano había sido pura imitación de su padre y de su hermano, y aquel episodio en la montaña cuando, gravemente herido, había arrastrado cuesta arriba a su colega moribundo, tenía más que ver con las exigencias de la situación y del entorno que con el espíritu heroico que en las primeras páginas de esta historia me empeñé en ver. Por esto me parece que la decisión de convertirse en delincuente tampoco pudo haber sido suya, no del todo; la idea de la línea que cruza porque le ha llegado como una ola a los pies, quiero decir «al pie», me parece bastante precisa, y es probable que si en vez de esto se le hubiera cruzado en el camino un monasterio, hoy mi familia y yo tendríamos un monje orando por nosotros en la celda de un edificio románico en el sur de Francia. Este carácter débil que ha ido aflorando a fuerza de irlo escribiendo explica por qué Oriol se tomó con esa irresponsable ligereza el suicidio de su mujer y por qué nunca hizo el esfuerzo de comunicarle a alguien de su familia que seguía vivo. No se sabe qué hizo Oriol con las joyas y el dinero que robó a la familia Grotowsky, ni tampoco con lo que sacó en sus robos posteriores, probablemente los enterró en algún sitio en el bosque o en los alrededores de la cabaña. Días después de aquel asalto iniciático, exactamente veintiuno según las actas, el hermano de mi abuelo salió de la cabaña armado con la escopeta, dispuesto a dar otro golpe idiota, y lo califico así porque, hasta donde se sabe, esa actividad infame no le produjo ningún beneficio. Había esperado a que Noviembre se fuera a dar su rondín humanitario por el espinazo de la montaña para coger la escopeta e irse, le quedaba claro que su bondadoso amigo reprobaría esa actividad que iba, precisamente, en sentido contrario de la suya, aunque en el caso de los Grotowsky era todavía peor porque Oriol había desvalijado a personas que el gigante acababa de salvar. Durante esos veintiún días Oriol había explorado los alrededores y había detectado un punto, un paso entre dos taludes de piedra, por donde necesariamente tenía que meterse quien quisiera escapar por ahí de Francia. Ese paso se conserva tal cual hasta hoy, como todo ese territorio, y yo he podido comprobar que no hay manera de seguir el ascenso hacia la cima de la montaña si no se pasa por ahí, por ese caminillo estrecho, parcialmente cubierto por la vegetación, donde hay que agacharse y andar un par de metros de rodillas para salir del otro lado. Esto lo sé porque entre las actas que denuncian a Oriol hay un plano, impreso en mimeógrafo, que vendían mercenarios espontáneos a la gente que veían desesperada por huir del país en los pueblos de la zona; más que un plano se trata de un dibujo, con la factura de un plano pirata del tesoro, que a pesar de sus trazos pueriles es de una asombrosa precisión. Se sabe que durante esos veintiún días Oriol descubrió ese paso, o quizá la señora Grotowsky traía ese plano y él lo añadió al botín. Todo el esfuerzo que hizo Oriol aquella mañana fue apostarse ahí y esperar a que pasara alguien, tan desvalido como los Grotowsky, porque, según las actas, los seis asaltos de mi pariente que quedaron registrados fueron a mujeres solas, o a mujeres acompañadas por una familia indefensa, no hay registro de que Oriol haya asaltado a ningún hombre. El método no podía haber sido más rupestre, más cimarrón: Oriol se apostaba, oculto detrás de la vegetación, a vigilar la entrada del estrecho y en cuanto veía una presa apetecible se desplazaba, a brincos con su muleta, hasta el otro extremo, donde los sorprendía, de una manera artera y poco elegante, como era ponerle a la jefa de tropa, o a la dama solitaria cuando iba por su cuenta, el cañón de la escopeta en la nuca y pedirle a quemarropa su dinero y sus pertenencias de valor. Algunas accedían inmediatamente y sin rechistar, y otras trataban de defenderse, discutían y apelaban a la piedad y a la decencia, y una de ellas, la señora Virginie Rosenthal, que a pesar de que se fue con sus pertenencias intactas lo denunció en cuanto fue aprehendida por la Guardia Civil, cuenta cómo, al percatarse de que el asaltante nada más tenía una pierna, y estaba precariamente afianzado en una piedra, tiró del cañón de la escopeta con que la amenazaban y el maleante cayó al suelo «desde una considerable altura», cayó a sus pies y «quedó a nada» de aplastar a uno de los niños, sus hijos, que la acompañaban en su huida. «Lo único que se me ocurrió», escribe la señora Rosenthal, «fue irme de ahí con la escopeta y dejarlo ahí tirado. Cargué con el arma varios kilómetros y al llegar a España la escondí entre unos arbustos, porque pensé que en un país en plena posguerra andar cargando un arma era más un riesgo que una defensa». En orden cronológico la narración de la señora Rosenthal ocupa el lugar número cuatro, después de ella todavía hubo dos señoras que denunciaron por escrito a Oriol, una de estas al día siguiente, y en todas esas actas mi tío aparece con una escopeta, con la única escopeta que tenía a su alcance, que era la que Noviembre colgaba de una alcayata en la pared. Esto quiere decir que Oriol recuperó el arma inmediatamente después de que la señora la hubiera escondido entre unos arbustos al cruzar la frontera, y la única forma de hacerlo con tanta rapidez era que Oriol la hubiera visto esconderla, quiero decir que después de que Virginie Rosenthal lo hiciera caer desde una piedra al suelo, Oriol debe de haberse sacudido el musgo y los yerbajos y luego debe de haber cogido su muleta para ir en pos de la señora, debe de haberse ido renqueando detrás de ella y de sus hijos, ocultándose detrás de un arbusto o un árbol cuando era necesario, arrastrándose como una alimaña a cierta distancia hasta que logró ver dónde dejaba la escopeta; debe de haber esperado un tiempo prudencial, hasta que la familia Rosenthal hubiese desaparecido de su vista, para acercarse al arbusto y recuperar el arma. La reconstrucción de este proceso añadió un elemento importante a la imagen que iba reconstruyendo de mi tío; su vida en el Pirineo me producía rabia y vergüenza pero también, a partir de ese momento, bastante pena, Oriol era un malvado, un desalmado, pero también daba lástima; a este perfil complejo, con todos sus detalles, llegué de manera accidental, por azar, aunque ahora que voy poniendo todo esto por escrito tengo la impresión de que la forma en que llegué, mi encuentro con Isolda, ese encuentro breve y hondo, abismal, que me puso de golpe tras la pista del verdadero Oriol, estaba ahí esperándome, como una coordenada fija, desde el principio de los tiempos. Meses después de que lo hubiera ofrecido, una tarde en que me sentía especialmente animado, especialmente resistente a su horrible aspecto, pedí a la vagabunda que me llevara a casa de Isolda, la mujer que en 1939 le había amputado la pierna a Oriol con unos recursos de instrumental e higiene mínimos, con una operación mayor que me era muy difícil concebir. Había tardado en decidirme por la aversión que me producía la vagabunda, por el compromiso que iba a tener con ella después de aceptar su ofrecimiento, o esto era lo que yo argumentaba entonces para justificar esa tardanza inexplicable, porque ahora que he sabido lo que sé, me queda claro que la dilación obedecía a que no estaba seguro de querer llegar al corazón de la historia, y el asco que me producía la vagabunda no era más que un pretexto. Caminamos durante una hora bosque adentro, improvisando un sendero que corría paralelo al espinazo del Pirineo, quiero decir que no subíamos ni bajábamos, yo iba siguiendo a la vagabunda, viendo cómo sus largos velos acariciaban la maleza y abrían en la niebla una raya fugaz que se cerraba inmediatamente, una hendidura huidiza que me hizo pensar en una herida. La mujer se conducía como si hubiera recorrido muchas veces esa ruta, aunque de vez en cuando se detenía en seco y, exactamente igual que lo hacía el gigante, olisqueaba el aire levantando la nariz hacia cierto punto cardinal, y en un par de ocasiones, en que el radar de la nariz se le quedó corto, abrió la boca de par en par, como si fuera a pegar un potente aullido. «C’est là-bas», dijo señalando con una mano un punto específico en el bosque y con la otra, que era una pieza despellejada y nudosa que estaba a medio camino de la garra, me apretó con fuerza el antebrazo. Mientras yo intentaba localizar entre los árboles algo que pareciera una vivienda, agregó: «Me voy», y dicho esto, sin darme tiempo para protestar por esa deserción sorpresiva, dio media vuelta y se alejó con sus velos al aire. Me quedé ahí tratando de vislumbrar algo en el punto que me había señalado y como no veía nada simplemente seguí avanzando hacia allá, sintiéndome un poco huérfano sin su experimentada conducción, teniendo que vérmelas yo solo con el breñal, con las zarzas, con las raíces invasoras y las ramas llenas de espinas, echando francamente de menos a esa mujer que, hacía unos minutos, me repugnaba. Cuando consideré que estaba extraviado y pensaba que la solución era llegar a Serralongue y subirme a un taxi para que me llevara por carretera hasta el sitio donde estaba mi coche, vi una casita pequeña que se mimetizaba con el bosque. Tenía las paredes completamente tomadas por la vegetación; era una cabaña, de proporciones incalculables, de la que sólo se distinguían la puerta y dos ventanas, y ya mirando con más cuidado podía verse el tejado y sobre todo la chimenea, de la que salía un humo tenue que se confundía con la niebla. Asomé la cabeza dentro y dije: «Bon dia». El interior era de una oscuridad intimidante, el bosque había tomado esa casa con tanta determinación que había logrado convertirla en una extensión de su reino, en una parcela húmeda y umbría donde flotaba un manto de bruma vegetal, una suerte de fantasma. «Endevant, no rest pas a la porta», me dijo una mujer de la que apenas se adivinaba la silueta, en una mezcla de catalán y francés. «Acosta’t», me dijo y yo obedecí inmediatamente. Me interné en la casa, que ya desde dentro me pareció pequeñísima. «¿Isolda?», pregunté a la mujer que, ya con las pupilas más ajustadas a la oscuridad, se había hecho más visible. Estaba sentada en una silla frente al fuego, «Sóc jo», dijo con lo que me pareció una sonrisa, pero un instante después, cuando llegué hasta ella y pude verla más de cerca, reparé en la increíble cantidad de arrugas que le cruzaban la cara y entendí que cualquier gesto de ella, una sonrisa o un mohín, estaba destinado a malograrse, a irse por esos surcos que indicaban, como los anillos del tronco de un árbol, los años que esa mujer había vivido, y que debían de constituir una cifra insólita puesto que ya era adulta en los tiempos en que le había amputado la pierna a Oriol. A la luz rojiza del fuego que había en la chimenea pude apreciar sus ojos, dos pozos claros agitados por una mirada tan viva que relegaba al resto de la cara y del cuerpo a la circunscripción de las corazas, de aquellas durezas que protegen un núcleo frágil de los embates del exterior, como si todo lo que no eran sus ojos estuviera ahí exclusivamente para proteger la eterna juventud de su espíritu. «¿Y qué lo trae por aquí?», dijo con cierto recelo. No era difícil imaginar que aquella vieja no recibía muchas visitas. «Estoy haciendo una investigación sobre la medicina tradicional en la zona del Pirineo», mentí, «y me han dicho que usted practica operaciones», añadí con la intención de abordar rápidamente el tema que me interesaba, porque el interior de la cabaña era un poco agobiante y no pensaba permanecer ahí mucho tiempo. «Ya no», dijo mirando el fuego, «soy demasiado vieja para esos esfuerzos», e inmediatamente después, cuando pensé que añadiría algo más, recargó la barbilla en el pomo del bastón que sostenía entre las manos y entró en una especie de trance que también podía ser una siesta, una situación adversa para mí que quería averiguar rápidamente lo que pudiera y largarme pronto, así que antes de que se quedara traspuesta, lancé una pregunta hosca: «¿Es verdad que amputaba miembros?», dije. La vieja se desperezó, quitó los ojos del fuego y me miró con una dureza que, contenida por ese cuerpo frágil y enjuto, parecía inverosímil. Parecía que me miraba con los ojos de otra persona. «Es verdad», dijo, me parece que con cierto orgullo porque, al margen del gesto que subyacía bajo las arrugas y que podía significar cualquier cosa, se levantó de la silla apoyándose en el bastón y caminó con entereza hacia una estantería abarrotada de objetos de donde extrajo el único libro que había en la casa, un libro grueso que cogió con cierta dificultad y después depositó en una mesa que estaba también atestada de objetos, en el único espacio libre que había y que probablemente usaba para comer. Yo había contemplado la maniobra sin atreverme a intervenir, me parecía que Isolda era una de esas personas a las que no puede ayudarse sin que se sientan ofendidas. Mientras acomodaba el libro, que era excesivamente grande, me explicó de forma breve que ese oficio lo habían practicado durante varias generaciones sus antepasados y que se acababa en ella, porque a su hija no le interesaba y había emigrado a Lyon «a hacer una vida moderna» que nada tenía que ver con ella. «Es una mujer de otro tiempo», dijo, y yo, no sé bien por qué, quizá porque me pareció que esa vertiente de la conversación restaría rudeza a mis intervenciones anteriores, pregunté: «¿Tiene usted una hija?». Isolda, sin dejar de pasar las manos sobre el libro, como si intentara liberarlo de una capa de polvo, zanjó el tema: «Tenía dos, pero una murió hace tiempo». «Lo siento», balbuceé, pero ella ya estaba abriendo el libro y haciéndome un gesto para que me acercara a ver lo que quería enseñarme, un gesto donde había un vestigio de coquetería, algo que me hizo pensar que tenía que haber sido una mujer muy guapa. En el libro que Isolda puso ante mis ojos había un minucioso dibujo a tinta del interior de un cuadrúpedo, quizá un burro, con flechas que señalaban cada miembro y cada órgano, y anotaciones que explicaban, con una caligrafía de la que yo podía leer muy poco, nombres, funciones, características y pormenores. En el resto de las páginas había más dibujos, igualmente rústicos, de otros animales y también de personas; era una extraña colección de láminas anatómicas trazadas por un dibujante espontáneo, quizá la misma Isolda. Ni sé ni tampoco pude saber de qué forma se servía ella de ese manual porque al terminar de hojearlo dije lo que no tenía que haber dicho, me equivoqué, aunque quizá sea mejor decir, aun cuando parezca una contradicción, que di en el blanco. En todo caso me quedé con la impresión de que Isolda había aprendido su oficio de una forma rigurosamente original, había extraído el conocimiento directamente de la fuente, de manera directa y sin intermediarios; su libro de láminas, que algo tenía de escalofriante, no debía nada a ningún otro libro, era una obra solitaria, única y espontánea; era un tratado de anatomía que corría al margen de cualquier academia, una anatomía empírica que había llegado más o menos a las mismas conclusiones que la anatomía, digamos, oficial. Yo tenía la impresión, mientras pasaba las gruesas páginas de carnaza, de estar asistiendo al origen mismo de la ciencia en pleno siglo XXI, al capítulo inicial donde una inteligencia inquieta observa, anota, prueba, comprueba y saca conclusiones; un sistema parecido al ímpetu que en ese momento me movía a mí, que me tenía mirando, preguntando, investigando, coligiendo. En más de una ocasión reprimí el impulso de sacar el teléfono móvil que llevaba en el bolsillo para hacer unas fotografías de las láminas; lo hice por respeto a la señora, porque me quedaba claro que ese acto, nada común ni simple dentro de esa casita tomada por el bosque, abriría una brecha entre su mundo y el mío, una vía, una lanzadera desde donde, en un instante que no iría más allá del clic de la cámara, entrarían en tropel los cuatrocientos años que nos separaban, y aquello hubiera sido una chingadera que no tenía derecho a perpetrar. Cuando terminé de ver el libro, todavía emocionado por esa obra única que acababa de mostrarme Isolda, cedí a la tentación de decir lo que no debía; quería desvelar de una vez por todas el misterio de la operación de Oriol, el misterio de aquella pierna perfectamente amputada en una cabaña, a la luz de las velas y con un instrumental que debía de ser, pensé en ese momento, el de la pléyade de objetos que llenaba la mesa, un montón de instrumentos que parecían más propios de una carpintería; cedí a la tentación de decir lo que no debía, una tentación donde había culpa por haber engañado a Isolda, por haberle dicho que yo era un investigador, y también voracidad por conocer absolutamente todos los detalles de la historia, así que sin pensar, guiado por un impulso irreflexivo, dije: «Usted le amputó la pierna a mi tío, en 1939, en la cabaña de Noviembre Mestre». Isolda me miró de una forma que me obligó a retroceder dos o tres pasos en dirección a la puerta y me hizo tirar, del aspaviento, una mesilla llena de frascos. Había quedado traspasada por una furia súbita que ardía en el fondo claro de sus ojos y, en medio del escándalo que hicieron los frascos al estrellarse contra el suelo, me apuntó con un dedo y dijo: «Oriol». Yo asentí y ella, más furiosa todavía, levantó la mano para decirme algo que no podía salirle de la boca, algo demasiado grande que la tenía ahí paralizada, clavada frente a la mesa, con un gesto donde, a pesar de las arrugas, no cabían las dobles interpretaciones, un gesto aterrador que me hizo huir. Ya estaba cerca de la puerta y simplemente me fui, di media vuelta y corrí hacia fuera y seguí corriendo por el bosque porque en ese momento no se me ocurría nada mejor que subirme al coche y regresar a Barcelona. Me fui de la casa de Isolda sin nada, sin haber desentrañado ni el misterio ni la magia que rodeaban a la pierna amputada de Oriol. Aunque es verdad que, a partir de ese momento, al ver cómo se había puesto Isolda cuando salió a relucir mi tío, tuve la certeza de que la información que me proporcionaba el gigante era insuficiente y decidí, mientras conducía de regreso por la carretera, que ampliaría mi investigación a la alcaldía de la zona. Y así fue como empecé a desenterrar episodios vergonzosos como el de la señora Grotowsky y el resto de las familias indefensas que asaltaba mi tío en el bosque a punta de escopeta y, poco a poco, un acta tras otra, fui adentrándome en el verdadero corazón de la historia y fui descubriendo eso que hoy sé y que quizá preferiría no haber sabido. Cruzando la frontera, ya en la autopista que me llevaría directamente a casa, pensé que no era del todo cierto que había huido con las manos vacías de aquella casita en el bosque. Isolda me había puesto en la verdadera pista de Oriol, ahí estaba precisamente su magia, y su misterio.