De lo que pasó inmediatamente después de que le amputaran a Oriol la pierna se sabe muy poco. Noviembre la enterró antes de que su huésped recuperara la conciencia, de esa forma resolvió el penoso asunto, lo zanjó y le puso punto final porque, hasta donde se sabe, Oriol no quiso ir nunca a mirar el sitio del entierro, ni tampoco hizo nada para enterarse de los detalles. Sin embargo mi tío debe de haber pensado un montón de cosas el día que despertó y se vio sin pierna. ¿Qué piensa un hombre en ese trance?, ¿cómo se asume que una parte tuya ha muerto y ha sido enterrada?, ¿qué cosas se preguntan y cuáles se dicen?; me parece que aquél fue el momento en que Oriol se convirtió en otra persona, así lo indica la cronología de los hechos que he ido sabiendo y, además, resulta difícil ignorar la carga simbólica de esa pierna amputada que por una parte es la pérdida, el doloroso desprendimiento de la vida anterior y, por otra, la metamorfosis, la transformación del hombre completo en hombre tullido que, en el caso de Oriol, terminó desembocando en un proceso irreversible de envilecimiento, de animalidad, de descenso al pantanal de la especie. De aquel período, después de que Oriol, al parecer sin rechistar, se hubiera convertido oficialmente en un tullido, se sabe que una madrugada en que nevaba con mucha intensidad irrumpió el gigante en la cabaña con el ímpetu y los modos de una locomotora, cimbró las paredes con su pisada sobrenatural y soltó un bufido que fue a repercutir hasta las llamas de la chimenea. Se sabe que llevaba la barba y las greñas manchadas de nieve, y un soldado desfallecido en el hombro que iba cubierto de hielo de los pies a la cabeza. Se sabe que aquel soldado, a pesar de la costra de hielo que llevaba encima, no tenía más que un cansancio que lo dejó un día completo fuera de combate, deshelándose junto al fuego que el mismo Oriol iba morosamente alimentando. Ya para entonces el gigante salía todas las noches en busca de republicanos perdidos; cogía sus bártulos de rescatista y salía por la puerta sobrado y contundente como un tren. El desconcierto del soldado al volver en sí en aquel entorno extraño se diluyó al ver a Oriol, un hombre con el uniforme de su propio ejército que tiraba ramas al fuego con una displicencia casi plástica; antes de que pudiera decir algo, porque la inconsciencia y el deshielo le habían dejado una especie de óxido en las quijadas, una tumescencia, digamos, reverenda, se sintió apaciguado por la feliz certeza de que no había caído en manos del enemigo, y eso era más de lo que podía desear y merecer. Había escapado de España unas semanas después que Oriol y eso le había permitido constatar la magnitud de la represión franquista: la ponzoña del dictador llegaba más allá de los soldados que habían perdido la guerra, llegaba hasta sus familias, hasta cualquier individuo al que pudiera notársele un mínimo gesto de simpatía por la república. Una sola conversación bastó para que Oriol entendiera que no sólo el regreso a su país era imposible, también lo era cualquier contacto con los suyos, que hasta entonces, según se sabe, no había hecho, porque una carta, un mensaje, o una llamada telefónica fugaz y furtiva podía ser interceptada por la policía de Franco y perjudicar seriamente a su mujer y al resto de la familia. Ahora que voy poniendo esto por escrito y que conozco la historia completa, me pregunto si perjudicar a su mujer y a su familia era impedimento suficiente para que Oriol no escribiera o llamara; quiero decir que es probable que a Oriol aquella restricción revelada por el soldado lo hubiera aliviado de la obligación de comunicarse. Supongo que no sería fácil para él escribir o llamar para decirle a su mujer: «Vivo en la montaña como un vagabundo, en la cabaña de un cabrero gigante, y encima me he convertido en un inválido porque me han cortado una pierna». Con lo fácil que era, supongo que mi tío habrá reflexionado, ignorarlo todo y simplemente seguir tirando, con lo fácil que era para un descastado como él. Oriol fue convirtiéndose en una especie de pariente del gigante, o en una rémora casi sería mejor decir. Su relativa invalidez, más su tendencia a la abulia y al inmovilismo, lo tenían postrado en una quietud, en una mansedumbre de la que no salía más que para acompañar al gigante en sus incursiones a Lamanere. La vida en aquella cabaña colgada en la cima del Pirineo giraba en torno al ciclo fisiológico de las cabras. Se sabe que Oriol echaba la mano cuando tocaba ordeñarlas, o cuando había que reparar algo en el cobertizo, y que se quedaba solo, echando displicentes ramas al fuego, cuando el gigante llevaba al rebaño montaña arriba; se quedaba solo postrado en su jergón, a darle vuelo a su deprimente monólogo interior y a su inconcebible vida vegetativa. Se sabe que la única variación que registró aquel período la constituyeron los republicanos que caían de cuando en cuando en la cabaña; el paso de aquellos soldados que iba rescatando el gigante le fue dando a Oriol un panorama bastante preciso de lo que sucedía en España, y de los grupos guerrilleros que empezaban a formarse en las inmediaciones del Pirineo. Se sabe que durante esos meses salió a ratos de su monólogo interior para conversar al menos con una docena de republicanos y que más de uno regresó para intentar convencerle de que se uniera, en la medida en que su invalidez se lo permitiera, a ese esfuerzo de resistencia contra Franco que más adelante, ante la ocupación del ejército alemán, fue fundiéndose con la resistencia francesa. Se sabe que esta situación cambió radicalmente el paisaje alrededor de la cabaña, y también que terminó removiendo la quietud y transfigurando, de la peor manera posible, la abulia de Oriol. Por alguna razón, que tiene que ver seguramente con la orografía del territorio, muy propicia para el desplazamiento clandestino, de un día para otro comenzaron a aparecer individuos, parejas o familias completas, que iban huyendo de los alemanes e intentaban introducirse por esa ruta a España, para después escapar a Inglaterra o a América. Yo a estas alturas de la historia todavía me empeñaba en encuadrar el inmovilismo de Oriol como otra de las reacciones del hombre que, al perderlo todo, más una pierna, se encierra en una catatonia de la que sale al cabo de unos años, una vez trascendido el temporal; una reacción no tan extraña en la gente que pierde la guerra y tiene que irse y dejarlo todo de golpe; y a veces, buscándole un filón a esa catatonia, un lustre menos psiquiátrico, tratando de encontrar un destello de su voluntad en ese inconcebible inmovilismo, me daba por pensar que mi tío sencillamente ponía en práctica esa virtud estúpida, tan apreciada por el universo judeocristiano, que se llama resignación.
La mujer que atiende el único bar de Lamanere, esa señora que también pasa el día con el televisor encendido, y que me indicó la primera vez dónde quedaba la casa del gigante, recuerda las incursiones en el pueblo de aquella pareja dispar; los veía venir de lejos bajando la cuesta, dando tumbos, Noviembre con su andadura trepidante, con dos tambos de leche cogidos de una cuerda sujeta a su cuello, y Oriol acurrucado en sus brazos, con la muleta cogida entre los muslos y agarrado con una fuerza histérica de su cuello. «Como un niño temeroso de caerse», me dijo la mujer mientras rebanaba un embutido. Llegando al pueblo, presionado por un pudor que iba creciendo a medida que se acercaban a las primeras casas, Oriol le pedía al gigante que lo bajara a tierra y a partir de ahí hacían el camino uno al lado del otro, al ritmo lento y vacilante que imponía la muleta. El recorrido que hacían era siempre el mismo, pasaban por la tienda para comprar bastimentos y vender la leche que habían ordeñado, saludaban a unas cuantas personas en la calle, porque los más preferían ocultarse o hacerse los desentendidos, y después recalaban en el bar de esta señora que, fuera del televisor con rugby y de los años que le han pasado a ella por encima, se conserva exactamente igual y ejecuta exactamente la misma actividad que hace un poco más de siete décadas. La pareja no pasaba desapercibida en el pueblo, le parecía simpática a unos cuantos pero la mayoría veía en ellos una asociación contranatura, una afrenta a esa apacible comunidad donde pronto se les bautizó como «la bête et le petit soldat», un gracejo del que estoy al tanto, no por el gigante al que no debe de gustarle nada, si es que alguna vez se enteró de ello, sino por un dibujo que conserva la regenta del bar y que me enseñó, de manera pretendidamente casual, otra vez que recalé ahí, nuevamente con un apabullante encuentro de rugby en el televisor. «Regardez a votre ami», me dijo con una mala leche compleja y subida, e inmediatamente después, cuando calculó que yo había visto lo suficiente, que me había quedado claro que mi amigo, en su lejana juventud, hacía rarezas socialmente cuestionables, me quitó el dibujo de las manos y en su lugar puso la cuenta del salchichón y el vino. Se sabe que en una de aquellas vistosas incursiones a Lamanere, Oriol decidió que haría una llamada, la llamada a Barcelona, una llamada impulsiva y tardía porque ya hacía más de dos años que había desaparecido y su familia lo daba ya por muerto, una llamada para ver cómo iban las cosas y para anunciar que estaba vivo, aunque tullido, y supongo que para vislumbrar si había alguna posibilidad de regresar. Eso es lo que supongo yo, y más o menos lo que piensa el gigante, porque la verdad es que a medida que me adentro en la vida y obra de ese pariente mío, entiendo menos sus decisiones, sus acciones y sus móviles. En fin, el caso es que, al parecer, para no comprometer a su familia llamó a Pepín, un primo de su mujer que se había quedado en Barcelona y que, según sus cálculos, debía de estar al tanto de la situación de su prima. Pepín le dijo, de manera veloz y concisa, que su prima, desde el final de la guerra, había pasado por una temporada turbulenta, salpicada de ataques de ira y de ansiedad, que el desequilibrio que la había acompañado siempre se había acentuado en los últimos meses a causa del ambiente enrarecido que había en la casa, la policía de Franco había irrumpido para llevarse al padre de Oriol y de Arcadi a la prisión Modelo y su propia ausencia, la falta de algún signo o gesto que le permitiera saber si Oriol vivía o había muerto en la huida, había ocasionado que unos meses antes de esa llamada desastrada su mujer se ahorcara en el vacío de la escalera, con un cinturón suyo que había amarrado con un nudo iracundo del barandal. Se sabe que unos días después de aquella desafortunada llamada, el primo Pepín fue aprehendido en su casa e inmediatamente después fusilado en el campo de La Bota, en las afueras de Barcelona, acusado de conspirar contra el nuevo régimen, un delito que nada tuvo que ver, hasta donde se sabe, con la desafortunada llamada de Oriol. La muerte intempestiva de Pepín se llevó entre otras cosas, a la fosa común, el dato de que Oriol seguía vivo; ahí se perdió, para nosotros, la oportunidad de saber que el tío no había muerto en febrero de 1939, cerca de la cumbre del Pirineo. Se sabe que a partir de entonces Oriol no vuelve a entrar en contacto con nadie, con ningún conocido de su vida anterior quiero decir, y se concentra en su vida nueva, esa vida elemental y siniestra, impropia de ese hombre con muchos años de escuela y cierta cultura, impropia de ese pianista llamado a ejecutar solos históricos en Argentina, en Francia o en Inglaterra. Quizá sea el momento de asumir que es un poco artero juzgar cualquier cosa a siete décadas de distancia, desde el siglo XXI, juzgar una situación que no he experimentado nunca, la de perderlo todo en una guerra, una línea que se dice fácil y que de tanto decirla ha perdido su hondura y su calado; con la de guerras que hay en todo el mundo, con la de ensayos y novelas y películas que existen sobre la Guerra Civil, todas llenas, estofadas y engordadas por la frase, mil veces repetida, «perderlo todo en una guerra» y sin embargo, en cambio, y a pesar de todo, basta detenerse un momento, abstraerse un segundo para captar que esa línea es grave, dura y determinante y que es capaz de trastocar a un individuo, de volverlo loco. Escribo esto sin pretender que sea una disculpa para lo que voy a contar de Oriol, haciendo un intento por no juzgarlo, simplemente voy contando lo que hasta hoy he sabido. En esa época en que el Pirineo empezó a llenarse de peregrinos, los rescates del gigante comenzaron a diversificarse; de vez en cuando, y con creciente frecuencia, tenía que ayudar a una familia judía, o a una de comunistas especialmente significados, que casi siempre tenían la misma configuración, una señora sola con dos o tres hijos, o con un par de ancianos, gente a la que es preciso ayudar, orientar y acaso defender y brindar asilo, como lo hacía el gigante que, desde el final de la guerra, se había convertido en el anfitrión, en el guía, en el sherpa y en el salvador de esa zona del Pirineo en la que había nacido y que conocía palmo a palmo. En aquella multiplicación de los peregrinos que animaba los bosques en el invierno de 1941, el gigante rescató a una señora, a sus tres hijos pequeños y a un anciano que era su suegro. Estaban, según Noviembre, «hechos una piña en mitad del temporal», abandonados a su suerte, sin ninguna posibilidad de salvación pues era impensable que en esas condiciones lograran encontrar el camino de descenso, y no había cueva, ni socavón ni piedra donde pudieran resguardarse, no había nada más que la Providencia encarnada por el gigante, que se echó en un hombro a dos de los niños, en el otro al viejo y fue seguido por la señora, y por el mayor de sus hijos, que en su asombro no sabían si estaban siendo rescatados por un espíritu del bosque o secuestrados por el hombre de las nieves. El gigante irrumpió en la cabaña con el salvamento más tumultuoso de su historia, e inmediatamente fue ayudado por Oriol y por un guerrillero español que convalecía ahí de una hipotermia. Entre los dos reanimaron al viejo mientras el gigante y el hijo mayor acomodaban a los niños frente al fuego de la chimenea. «Nunca tuvimos tanta gente en la cabaña», dice el gigante que no podía evitar sonreír cada vez que hablaba de aquellos rescates, de aquella actividad heroica, de aquel oficio que él se inventó para salvar un montón de vidas, no recordaba cuántas, o quizá nunca quiso decírmelo porque era un hombre modesto que seguía pensando que aquello que hizo lo hubiera hecho cualquiera en su lugar, y también insistía en minimizar su heroísmo asegurando que se trataba de algo muy fácil para él, que conocía al dedillo ese territorio. Quizá en lugar de escribir sobre su gesta heroica debería haber aprovechado esta energía para hablar con un alcalde o con un ministro para que se reconociera, de manera oficial y pública, a este hombre que prestó sus servicios a españoles y franceses, a judíos y a comunistas, un reconocimiento que le hubiera permitido siquiera pasar una vejez sin estrecheces, o cuando menos que algún funcionario hubiera incrementado la pírrica pensión que mensualmente recibía. Más de una vez, durante el proceso de investigación, me planteé esto y acto seguido regresé a estas líneas que son, en rigor, lo que a mí me toca hacer, lo que me atañe y corresponde. Por otra parte, el gigante ha muerto y ya es demasiado tarde para este tipo de lamentaciones. Una vez dispuesta la familia frente al fuego, mientras devoraban el caldo tenue que Oriol había confeccionado a toda prisa, la señora, una mujer que según el gigante «era menuda y rubia, de treinta y cinco años aunque parecía de cincuenta», comenzó a contar una historia que era su carta de presentación y también la única manera que tenía de agradecer el providencial rescate y el techo, y el fuego y el leve caldo tenue que sorbía como un pajarillo de la cuchara mientras desplegaba su agradecimiento contando los pormenores de su desgracia, como quien decide pagar un favor contando algo muy caro y muy íntimo, algo que le contaría exclusivamente a alguien muy especial. O quizá esta señora se sentía agobiada por el silencio que había dentro de la cabaña y decidió que contaría algo para romperlo, para acabar con el protagonismo de los chisporroteos explosivos del fuego y de los golpes de las cucharas contra los cantos del plato y el esmalte de los dientes; por la razón que fuere la señora, ese pajarillo con las mejillas peladas por el frío y unos ojos acuosos donde repercutían las llamas de la chimenea, contó que venían huyendo de París, donde hasta entonces habían vivido, porque una noche de hacía dos meses cuatro soldados alemanes habían irrumpido de manera brutal en su casa, habían disparado contra la cerradura de la puerta y habían trepado como caballos hasta el dormitorio de ellos, de ella y de su marido, con una velocidad y un aplomo que después la habían hecho pensar que aquellos cuatro caballos sabían a lo que iban, porque se trataba de una casa grande, de dos plantas, con siete habitaciones y ellos habían ido directamente a la suya; la velocidad del procedimiento no permitía otra conclusión: en cuanto los había despertado el disparo contra la cerradura, un instante después, ya estaban los cuatro metidos en el dormitorio, encañonándolos con unas armas largas. Llevaban unos cascos y unas botas y unos gestos que contrastaban con las sábanas revueltas por el sueño, con el desorden de las almohadas, con las gafas encima de la cubierta de un libro, con el vaso de agua bebido a la mitad y sobre todo, recordaba la señora mientras sorbía nerviosamente su caldo, con los pantalones de su marido que colgaban del respaldo de una silla, con el cinturón todavía puesto, listos para que la sirvienta los llevara a la tintorería o para que el marido, que quizá fuera un hombre austero y ahorrativo, se los volviera a poner a la mañana siguiente. El contraste de los cuatro soldados se agudizaba frente a esos pantalones, según recordaba la señora, ese pajarillo maltratado por la vida y por los reflejos de la nieve y las ventiscas, ya sin el plato en la mano porque el guerrillero diligente, al ver que no quedaba sopa, se lo había quitado y no había podido hacer lo mismo con la cuchara porque ella la tenía bien cogida, con una mano del cuenco y otra del mango, como si fuera agarrada del manubrio de un patinete. Nadie en la cabaña le quitaba los ojos de encima, su suegro y sus hijos la miraban con extrañeza, con cierta recriminación anticipada por lo que estaba a punto de contar, y el gigante, Oriol y el guerrillero con franca expectación, con auténtico suspense, tanto que este último, en cuanto ella se cogió de la cuchara la animó para que siguiera, para que no huyera de la historia en ese patinete hipotético que agarraba con una energía desmesurada, como si ese mango y ese cuenco fueran su sostén y como si sin ellos no pudiera contar lo que venía sin venirse abajo. La señora contó, de acuerdo con las actas a las que he tenido acceso, que todos aquellos contrastes, las gafas y el libro contra las botas, los cascos contra las sábanas y las armas contra los pantalones desmayados de su marido, los fue viendo a retazos en lo que seguía el haz luminoso de las linternas, que cuando no daban contra uno de estos símbolos de su intimidad, la enceguecían con su luz, y esto la dejó paralizada, sembrada en la cama sintiendo un terror que se despeñaba hacia adentro desde los ojos, y cuando éste «le llegaba al estómago», dijo literalmente la señora, cuando se sentía «totalmente paralizada», uno de los soldados metió medio cuerpo encima de la cama para sacar, casi en vilo, a su marido, que en lugar de preguntar a sus agresores de qué se le acusaba, volteó a verla a ella, con una expresión donde más que sorpresa había resignación, otra vez la maldita virtud, como si el hombre ya esperara, ya supiera que alguna noche los soldados alemanes irrumpirían en su casa, porque era un empresario judío conocido y a los que eran como él les pasaban entonces esas cosas, eran hechos prisioneros y su caso servía de escarmiento, redondeaba el mensaje del Reich, no se puede ser judío y empresario, no se puede ser judío y significarse, no se puede ser judío y vivir como si no se fuera judío, no se puede ser judío y punto, y aquel que lo sea se expone a que vayan los soldados a su casa y se lo lleven, como le pasó al marido de esa señora que, cogida con fervor a su cuchara, ante los ojos atónitos de sus anfitriones, contaba cómo su marido, en camiseta y calzoncillos, la había mirado y ella, y esto era lo que más le dolía y no se perdonaba, no había podido liberarse del terror ni salir de su parálisis para hacer algo, para interponerse entre los soldados y su marido, para arrebatárselos y regresarlo a la cama, o cuando menos para gritar algo, una razón o un alarido de auxilio, pero al final no había hecho nada, se había quedado ahí, sentada en la cama, sin moverse ni abrir la boca, mansa, cobarde y, otra vez la palabra, resignada ante ese flagrante atropello. «No podía haber hecho usted nada, aunque se lo hubiera propuesto», le dijo entonces el guerrillero diligente y caballeroso, y la señora le respondió que eso no la disculpaba, que la utilidad del grito o del forcejeo era irrelevante, que lo importante hubiera sido manifestarse de cualquier forma contra esa injusticia y decirle con ese gesto a su marido: «Me duele que te arranquen de mi vida», «Estoy contigo», «Ya verás, no pararé hasta que te liberen estos canallas». Cuatro semanas después del arresto la señora no había recibido ninguna información, iba todos los días a intentar hablar con alguna autoridad alemana y todo lo que había conseguido eran desplantes y largas de una secretaria «demasiado voluptuosa y bella para ser exclusivamente secretaria», sostenía con rencor la señora, y por más que había pedido auxilio a la gente importante de París que se relacionaba con ellos antes de la ocupación, no había conseguido absolutamente nada, nada tangible o cuantificable quiero decir, porque palabras y mensajes de solidaridad había recibido algunos, no tantos como lo ameritaba la situación, y todos escuetos y breves y poco comprometidos, porque en unos cuantos días los parisinos habían aprendido los peligros que entrañaba relacionarse con judíos, y ella, en esas cuatro semanas, había terminado por aceptar que estaba sola, que por su marido no podía hacer nada y que por más que insistiera no le darían ninguna información, así que decidió hacer lo mismo que el resto de las familias que estaban en situación parecida, y cogió todo el dinero y las joyas que tenía a su alcance, cerró la casa y se fue con los niños y el suegro siguiendo el éxodo de la gente que por temor dejaba París, y así, luego de un vía crucis que incluía jornadas interminables a pie, días sin comer y noches al raso con sus tres niños y el suegro, había llegado hasta ese punto en el Pirineo de donde el gigante providencialmente los había rescatado. El plan de la señora, según decía, era ir a Venezuela, donde vivía su cuñada, la hija de su suegro y hermana de su marido, que era la coordenada fija que habían convenido cuando estalló la guerra. Él le había dicho a ella, por si acaso, previendo un desastre que entonces les parecía ajeno y lejano pero del que ya se hablaba como posibilidad remota, que en caso de separación violenta la consigna era encontrarse en Venezuela, en casa de Irene, un dato que la señora, esa noche de la confesión, tenía entre ceja y ceja. Estaba convencida de que su marido los alcanzaría allá una vez que fuera liberado por el ejército alemán, no consideraba que en ese momento, mientras ella hablaba con sus anfitriones, su marido podía estar recluido en un campo de concentración fuera de Francia, de donde difícilmente saldría, y no lo consideraba porque le parecía otro asunto lejano y ajeno, otra catástrofe que no podía pasarle a ella, y también es verdad que considerar aquello no iba a ayudarla en nada sino al contrario, podía suprimir la única fuente de energía que le quedaba; quiero decir que es probable que la señora, deliberadamente, hubiera optado por no pensar en eso. Lo que he podido averiguar sobre ella se reduce a los días que pasó en la cabaña. Se sabe que se apellidaba Grotowsky, que tenía cuarenta y un años de edad, no treinta y cinco como suponía el gigante, que había trabajado como enfermera voluntaria en el hospital Notre-Dame du Bon Secours y que había nacido en Cracovia, ciudad que había abandonado a los cuatro años de edad, un dato que, también se sabe, le resultaba incómodo; en todo caso, consideraba Francia su país y París su ciudad, ahí habían nacido sus tres hijos y de ahí era su marido y toda su familia política y ahí se había «convertido en persona», dice textualmente el acta de donde he extraído estos datos, un viejo documento que encontré en el archivo de la alcaldía de Serralongue, mientras buscaba información sobre Oriol. Esto es lo que se sabe de aquella señora rubia y avejentada que se confesó frente a la chimenea del gigante. Se sabe que unos días más tarde llegó con sus hijos y su suegro a España puesto que ahí, en la comisaría de Beget, luego de que los aprehendiera la Guardia Civil, asentó el acta de denuncia que acabaría archivada en la alcaldía de Serralongue, inutilizada y despojada de todo poder legal, supongo que a causa de la posguerra que había de un lado y la guerra que había del otro, un período turbulento donde la denuncia de un robo, dentro de un informe policial, no interesaba demasiado a ninguna autoridad. No se sabe si logró seguir adelante después de su arresto, ni si logró alcanzar algún puerto español y embarcarse, con sus hijos y su suegro, a Venezuela. Tampoco se sabe qué fue del señor Grotowsky, su marido, si pudo sobrevivir a los rigores de la detención, si llegó a alguno de los campos de exterminio o si, al contrario, fue puesto en libertad, o indultado o absuelto, o logró escapar y eventualmente alcanzar la coordenada fija de su hermana Irene. Nada de esto se sabe y desde luego no es mi papel averiguarlo; la familia Grotowsky ha irrumpido en esta historia porque en cierto momento se ha cruzado con la mía, nada más, y en cuanto termine esta breve intersección desaparecerán para siempre de estas páginas, aunque no descarto nombrar alguna vez a la señora, exclusivamente como referencia, como otro punto a partir del cual Oriol se convirtió en otra persona o quizá, pensándolo bien, es que Oriol empezaba a dar rienda suelta a la persona que de verdad era. Después de asegurar que en el futuro inmediato su marido se reuniría con ellos en Venezuela, la señora interrumpió abruptamente su relato, se puso de pie, dejó en la mesa la cuchara que le había servido de sostén, dirigió una mirada exhausta a su público y se acurrucó al lado de sus hijos. Al día siguiente se fue el guerrillero. «Se desvaneció», dijo el gigante, «cuando abrí los ojos ya se había ido y no he vuelto a verlo nunca». «Supongo que tendrá que ver con el modus operandi de los guerrilleros», le dije yo, «la clandestinidad tiene su propio protocolo». «No lo sé», dijo Noviembre y luego añadió, para terminar su historia, que la señora y su familia también desaparecieron un día después, cuando él patrullaba la montaña y ejercitaba a sus cabras, «siguiendo el mismo protocolo del guerrillero, sin avisar de que se irían ni despedirse». «¿De Oriol tampoco se despidieron?», pregunté para enterarme de cuánto sabía el gigante de aquel episodio, porque yo a esas alturas ya había hurgado en la comisaría y sabía algunas cosas de él que el gigante ignoraba, o sabía y prefería no recordar. «Oriol no estaba en la cabaña cuando ellos se fueron, tampoco él los vio irse», me dijo y yo batallé unos instantes con la posibilidad de decirle, o no, lo que sabía, lo que había averiguado en esa acta donde la señora hizo un minucioso recuento de los hechos, quizá sin mucha esperanza de que se le hiciera justicia; era difícil por lo poco que significaba, en aquel contexto, el delito que iba a denunciar. Además aquello no era más que una pequeña parte del informe que hizo la Guardia Civil sobre esa familia de «clandestinos en territorio español», y no se sabe en realidad si aquella familia logró salir de la comisaría, o si fue remitida a otro sitio; lo cierto es que la señora Grotowsky quería, cuando menos, dejar constancia de lo que le había sucedido, que hubiera un documento para que alguien en el futuro pudiera enterarse de lo que le había pasado a esa señora insignificante en una cabaña todavía más insignificante, perdida en la inmensidad del Pirineo. La única forma de darle cierta relevancia a lo que acababa de sucederle era explicando los hechos por escrito, era una forma de conseguir que aquello tuviera algún sentido. Después del «desvanecimiento» del guerrillero, el gigante salió a hacer sus cosas, como era su costumbre, y Oriol se quedó solo con la familia Grotowsky, los llevó a dar un paseo por los alrededores, les contó sus últimos días de soldado republicano y, señalando aquí y allá puntos del paisaje, narró su «petit geste héroïque dans la montagne», dice textualmente el acta. Más tarde los llevó a pasear por el bosque, «un paseo muy lento por el esfuerzo que debía hacer para avanzar por la montaña con la muleta». Durante todo el día se comportó como un «anfitrión ideal», dice la señora Grotowsky, «jugó un buen rato con los niños y se enfrascó en una entretenida conversación con mi suegro, acerca de los materiales y del proceso de construcción de los violines Stradivarius». El gigante regresó a la cabaña cuando caía la noche, cenaron todos frente a la chimenea, «otra vez el mismo caldo tenue que habíamos cenado la noche anterior y desayunado y comido ese mismo día», y después de una conversación nocturna cuyo tema no quedó especificado en el acta, se quedaron dormidos, igual que la noche anterior, frente a la chimenea. A la mañana siguiente, después de beberse un café y un plato del mismo caldo tenue, el gigante salió a hacer sus cosas y anduvo a la intemperie todo el día. «¿Y cómo es que un hombre tan grande como tú puede subsistir con un caldo tenue y un café?», le pregunté a Noviembre la tarde en que intentaba reconstruir el episodio de la señora Grotowsky; hasta ese momento no habíamos compartido la mesa y a mí no se me había ocurrido pensar en sus hábitos de alimentación que debían de ser, desde cualquier punto de vista, desmesurados. «Me gusta comer a la intemperie», me respondió entonces con una solemnidad que me impidió ahondar en el asunto, aunque imaginé que a media mañana cazaría algún animal, lo pondría al fuego y se lo zamparía sentado en una piedra. Esto era lo que pensaba hasta que vi algo que no tendría que haber visto; un día llegué a la casa mucho antes de mi hora habitual, venía cargado de provisiones que había comprado en Barcelona y entré, aunque ya había notado que no estaba, para dejar la caja en la cocina. Esperé un rato sentado en un pequeño taburete donde era imposible que cupiera mi amigo, apreciando el silencio que reinaba en esa casa cuando no había rugby en el televisor, o cualquier otro programa de los que veía el gigante. Veinte minutos más tarde salí a caminar por el bosque pensando que probablemente me lo encontraría; a esas alturas tenía una idea bastante precisa de sus rutinas, andaba siempre por los mismos sitios, caminaba en una especie de elipse que tocaba la zona que recorría cuando vivía en la cabaña, era un hombre de costumbres arraigadas que, salvo el período que pasó en prisión, no había salido nunca de la zona donde habían nacido él y sus ancestros, una tribu de pastores del Pirineo que, hasta donde alcanzaban las investigaciones genealógicas de Noviembre, había contado con un gigante, o giganta, en cada generación. En su caso particular la giganta había sido la madre, una mujer de nombre Marzo, de muy buen corazón, casada con un hombre más bien bajito, que se prestaba a asistir cada año a un desfile que se celebraba en Perpignan donde había un contingente de gigantes, todos disfrazados y subidos en zancos menos ella. Noviembre había ido a verla desfilar un par de veces cuando era niño, pero había desistido pronto porque los organizadores insistían en incluirlo en el desfile, «y eso que entonces medía la mitad de lo que mido ahora», me contó alguna vez. Las rutinas de Noviembre, las rutas por donde le gustaba desplazarse, las había yo recorrido varias veces durante esa temporada, había dado algunos paseos con él y tenía trazados, en el mapa aéreo de Google Earth, los caminos que seguía en la época de Oriol y los de su época en Lamanere; por eso sabía que se trataba de dos elipses. Después de dejar la compra en la cocina y de esperarlo un rato decidí, como he dicho, salir a buscarlo; recorrí la primera elipse montaña arriba hasta que llegué a la altura de la segunda, la que tenía como punto de partida la cabaña de piedra; después comencé a caminar hacia el este tratando de mantenerme dentro del perímetro que había señalado en mi mapa satelital, seguí montaña arriba más o menos media hora y cuando estaba cerca de la cima lo vi de espaldas, desnudo de la cintura para arriba, sentado a horcajadas y medio oculto entre los árboles; habría entre nosotros no más de veinticinco metros; él no podía verme porque estaba de espaldas y porque yo me encontraba subido en un peñasco, en un sitio visualmente inaccesible para él, salvo que hubiese dejado lo que con tanta concentración estaba haciendo y se hubiese puesto de pie y dado la vuelta en redondo; comencé a bajar del peñasco en dirección hacia donde estaba él, pero en cuanto tuve ángulo para ver lo que hacía me detuve en seco y me quedé petrificado sin saber qué hacer; el gigante estaba sentado a horcajadas encima de un ciervo y cogía con las dos manos una pata que le había arrancado y la acometía a dentelladas con una violencia que me desconcertó, que me pareció imposible en una persona; devoraba su alimento con una violencia que lo hacía verse como un animal, con los antebrazos y el pecho y la barba y la greña llenos de sangre. Procurando no hacer ruido retrocedí sobre mis pasos; me ayudó que tenía el viento de cara, un viento ruidoso y espeso que impidió que el gigante me oyera, o me oliera, porque en más de una ocasión, paseando con él, lo había visto inspeccionando el aire con la nariz, con la cabeza echada hacia atrás, la boca abierta y las aletas nasales dilatadas, como un oso. Caminé de regreso a Lamanere con prisa, corriendo en las zonas que la montaña me lo permitía; no quería que el gigante me viera, no podía soportar la idea de que supiera que lo había visto. Llegando a su casa dejé una nota apresurada encima de la caja de víveres donde le explicaba que lo había esperado un rato y al ver que no aparecía había tenido que irme de regreso a Barcelona, que regresaría la semana siguiente para seguir con nuestra conversación. Según el acta, la señora Grotowsky y su familia se quedaron con Oriol en la cabaña, una vez que el gigante, luego de beberse el café y el caldo tenue, saliera a «hacer sus cosas a la montaña», así dice textualmente, una frase que pinta a la señora Grotowsky como una mujer probablemente muy conservadora que veía con cierta reserva las labores de rescate que llevaba a cabo el gigante. Aunque probablemente la presencia del guerrillero aquella noche en la cabaña, más lo que debe de haberse conversado sobre los rescates, le hubieran dejado una imagen distorsionada de lo que hacía el gigante, de esa actividad generosa y altruista que a mí me parece heroica. La señora Grotowsky cuenta que ella y su suegro habían acordado, «con la complacencia de monsieur Oriol», que permanecerían otro día en la cabaña, «esperando a que la tormenta escampara». Después ella había salido al toilette. El resto de la familia permaneció dentro de la cabaña porque afuera nevaba copiosamente. Cuando regresó, después de su breve incursión en el bosque, se encontró con una situación que le «heló la sangre»: Oriol encañonaba a su suegro y a sus tres hijos con una escopeta, estaban los cuatro arrinconados a un lado de la chimenea, con las manos en la cabeza. Antes de que la señora Grotowsky pudiera decir nada, Oriol le dijo que le entregara el dinero y las joyas; la señora trató de argumentar que si le daba lo que le pedía los dejaría sin medios para llegar a Venezuela, pero a Oriol ese argumento lo conmovió poco y se puso a gritar como «une bête sauvage» y a decirle que si no le entregaba inmediatamente el dinero y las joyas iba a disparar contra el grupo, que lo miraba azorado y tembloroso desde la chimenea. La señora Grotowsky, según explica, no podía entender lo que pasaba, faltaba un capítulo que explicara por qué ese hombre que hasta aquel momento había sido un amable anfitrión se había convertido, de pronto, en un bandido. Asustada, impotente, y temiendo que «monsieur Oriol» se hubiera «vuelto loco» y comenzara a disparar contra sus hijos, se sentó de golpe en el suelo y se quitó las botas y un pequeño saco que traía amarrado a la cintura, debajo de la ropa, y entregó lo que le habían pedido. Oriol le arrebató todo de un «brutal manotazo» y después, con un movimiento de cabeza, le indicó que se colocara al lado de su familia. Así los tuvo, de pie y con las manos al aire «el tiempo interminable» que utilizó para contar el dinero y revisar las joyas, sin dejar ni un momento de encañonarlos con la escopeta. Una vez que terminó su «exhaustivo análisis», dice la señora con un rencor que va creciendo conforme el acta avanza, les dijo que se fueran, que no quería volver a verlos merodeando por la zona y que el gigante y el guerrillero apoyaban incondicionalmente ese acto que serviría para «apoyar a las fuerzas de la Resistencia». También les dijo que «iban a arrepentirse» si contaban a alguien lo ocurrido. A la señora Grotowsky le costaba trabajo creer que los amigos de Oriol apoyaran ese atraco, pero al final, según se desprende de su narración de los hechos, acabó creyendo que era verdad. Yo ahora sé que no era verdad, que aquello fue un vulgar asalto perpetrado por Oriol en solitario, el primero de una serie que también ha quedado documentada en media docena de actas en la alcaldía de Serralongue, actas que, igual que en el caso de los Grotowsky, eran parte del informe que hacía la Guardia Civil de los «clandestinos en territorio español» que iban siendo arrestados en cuanto cruzaban la frontera. Luego de hablar con el gigante sobre este tema, me había quedado muy claro que él pensaba que la señora Grotowsky se había ido de la cabaña por su voluntad; es más, se había quedado con la idea de que aquella señora era una malagradecida porque se había ido sin decirle ni adiós, después del rescate in extremis que había hecho; o cuando menos esto es lo que me dijo entonces. Luego del asalto, y del «exhaustivo análisis del botín», Oriol echó a los Grotowsky de la cabaña, «en el peor momento de la tormenta», asegura la señora. Tuvo la cortesía de salir con ellos a la intemperie para indicarles con la punta de la escopeta hacia donde tenían que caminar. La señora le hizo caso, «no tenía otro remedio», y al cabo de una larga y dificultosa jornada, «de la que pensé que no saldríamos vivos», llegaron a España y comenzaron a bajar hacia Beget. Por lo visto, en su penosa jornada no se encontraron ni con republicanos ni con resistentes ni con ninguna de las otras familias que trataban de huir a España por esa ruta; o quizá sí se encontraron con alguno pero no dijeron nada del atraco que acababan de sufrir; de otra forma, si lo hubiesen dicho, me parece que alguno de los que trashumaban por ahí hubiera ido a hacerle una visita a Oriol, a ponerlo en su sitio y a quitarle el dinero y las joyas, para quedárselos o para devolvérselos a la señora. Aun en aquel río revuelto entre la posguerra y la guerra, el acto de Oriol era de una enorme bajeza; en todo caso nada de esto quedó escrito en el acta, que es muy completa y registra hasta los detalles mínimos, y además, cosa curiosa puesto que fue levantada en una comisaría española, está escrita en impecable francés. Aunque según la mujer que me dejó husmear en los archivos de la alcaldía, no era raro que la policía española, cuando desconocía la lengua del que presentaba una denuncia, le extendiera un folio y una estilográfica para que él mismo levantara el acta y después la remitían a alguna comisaría del país en cuestión, que en este caso había sido la del pueblo que estaba del otro lado de la montaña. Esto podría explicar el exceso de detalle con que está hecha y, de ser así, tendría el valor de haber sido escrita de puño y letra por la señora Grotowsky, un valor nada superfluo cuando pienso que este capítulo turbio de la vida de Oriol que aquí voy reconstruyendo ha llegado hasta mí directamente de su mano, una transmisión directa y limpia donde, por nombrar alguna de sus bondades, queda suprimido el tiempo, los casi setenta años que separan su puño del mío desaparecen, de golpe, en el trazo hermoso de su letra.