Todo esto me lo fue contando Noviembre desde ese sillón que crujía y que, cada vez que se movía, parecía que iba a venirse abajo; me lo fue contando en una serie de soliloquios frente al televisor, que estaba invariablemente encendido, una manía que al principio me molestó pero que, poco a poco, fui asimilando como parte indisociable del proceso. El televisor encendido lo ponía de un ánimo, digamos, narrativo y lejos del aparato, cuando salíamos a caminar por la montaña, el gigante se volvía silencioso, introvertido, hosco incluso cuando trataba de sacarle alguna cosa. En todos esos meses de viajes a su casa fui desarrollando un fuerte apego a su persona, un apego donde simultáneamente había compasión y admiración. Su vida solitaria en ese pueblo y la miseria en la que vivía me daban lástima pero, paralelamente, salir a caminar con él al bosque me producía un orgullo que tenía mucho de infantil, ir andando a la sombra de ese hombre que yo, desde mi altura estándar, veía tan alto como los árboles. Y con frecuencia imaginaba que lo llevaba conmigo a Barcelona y llegaba a casa y lo presentaba a mis hijos. «Miren, es Noviembre, mi amigo del que tanto les he hablado», y mis hijos lo miraban, con cierto resquemor, mientras él batallaba para meterse por la puerta y acomodarse, con los omóplatos tocando el techo y la cabeza gacha, en medio del salón. Por otra parte el gigante se había convertido en una suerte de nexo con la verdad, en la pieza que me permitía liberar a Oriol de la muerte que le habíamos inventado, aunque conforme me fui enterando de los pormenores de su vida real, me ha quedado claro que el destino que le habíamos inventado era más piadoso, más aséptico, mucho mejor en todo caso que esa otra historia oscura y perturbadora de la que el gigante no me dijo nunca nada, porque no quería o porque la ignoraba, o quizá simplemente porque era un poco idiota. Una historia tras la que me puso esa misma mujer que me había abordado en Argelès-sur-Mer con la carta sucia y la fotografía. Esa misma vagabunda apareció ruidosamente una tarde en casa de Noviembre, con el gesto burlón que ya le conocía, e interrumpió el soliloquio con una violencia inaudita, con una brusquedad propia de las parejas que han convivido demasiados años y han podido comprobar que la relación no puede romperse por más que se falten al respeto. Aunque la verdad es que no podría esclarecer qué clase de relación tenían esa mujer horrible y el gigante que, como he dicho, era un poco idiota. Aquella tarde el soliloquio fue de esa mujer que, como primera medida, le apagó el televisor a su amigo y se puso a contarme, ahí mismo de espaldas a la pantalla, la forma en que se habían enterado de que yo había matado a Oriol en mi libro; a mí me quedaba claro, por dos o tres cosas que había dicho, que Noviembre no lo había leído y hasta ese día no había logrado hacer que me contara cómo habían dado conmigo en aquella presentación. «Muy sencillo», comenzó a explicar la vagabunda mirándome con la misma sorna que me había dedicado en Argeles y, de vez en cuando, buscando con los ojos la complicidad de Noviembre, que seguía impávido en su sillón, como si la mujer fuera uno de los personajes que veía en la tele. «Te oímos en la radio», dijo, «y por lo que contaste y el apellido que tienes, pensamos que se trataba del mismo Oriol». Luego dijo que se habían enterado del sitio donde iba a hablar por un afiche que ella había visto en Serralongue y añadió que al principio habían pensado que se habían equivocado. «Porque en cuanto te di la foto no tuviste ninguna reacción», me dijo la vagabunda desafiante, como si mi pasmo de aquel día hubiera sido un acto deliberado y no producto del desconcierto que me había provocado su cercanía y su mugriento obsequio. «No es él», le había dicho de regreso al gigante y lo habían confirmado al pasar los días, durante todo ese tiempo que a mí me había costado decidirme a ir, a reabrir aquel episodio familiar que parecía definitivamente resuelto. «No reaccioné ante la foto porque no pude verla bien, acababa de quitarme las gafas en ese momento», le dije a la mujer y ella se echó a reír como una loca frente al gigante que seguía mirándola como si estuviera dentro del televisor. Desde aquella tarde, la vagabunda, que en realidad se llama Sonia, aparecía de vez en cuando, irrumpía en la casa para buscar algo en la cocina, o en un armario, o para exigirle a Noviembre algo en una lengua veloz, salpicada de francés y catalán, que yo no alcanzaba a comprender del todo. Una noche, cuando me subía al automóvil para regresar a Barcelona, esa mujer extraña cuya cercanía me resultaba incómoda, me cogió de un brazo y arrimó demasiado su cara a la mía para decirme: «Tendrías que ir a ver a Isolda». «¿A quién?» pregunté, haciéndome instintivamente para atrás, intentando que no notara la repugnancia que me producía su mano. «Es una mujer que sabe cosas de tu tío». «¿Qué cosas?», pregunté con cierta violencia porque su mano huesuda y pelada por el frío y la intemperie pasaba ya demasiado tiempo en mi antebrazo y yo empezaba a sentirme un poco crispado. «Las cosas que Noviembre no va a contarte, porque adoraba a tu tío y prefiere hacerse de la vista gorda», y mientras me iba diciendo esto liberaba, demasiado cerca de mi cara, un aliento espeso donde había un siglo de olores condensados, agrios, pútridos, una concentración del poso de todas las cosas. «Algún día puedo llevarte a su casa, si quieres», me dijo antes de enviarme un vaho nauseabundo que quedó ahí, como un nubarrón de tormenta, en cuanto se fue y me dejó solo con las llaves del coche en la mano, con la angustiosa sensación de que estaba a punto de desenterrar algo que quizá era mejor dejar como estaba.