3

A pesar de la tormenta, Noviembre había elegido bajar por la parte escarpada de la montaña. A cambio del riesgo que suponía el descenso por ahí, lograría llegar a casa más rápido y la cabra que iba cargando en los hombros, envuelta en una gruesa manta de lana, tendría más posibilidades de sobrevivir. Noviembre conocía al detalle ese camino y tenía presentes sus peligros, había perdido más de un animal en el desfiladero, y esa noche caía mucha nieve y las ráfagas lo obligaban periódicamente a detenerse, nunca a resguardarse porque Noviembre era un tipo enorme y entonces todavía era joven y prácticamente inamovible. La cabra que traía en los hombros se había perdido a mediodía, había bajado con todo el rebaño antes de que comenzara la tormenta y no fue hasta que las encerraba en el cobertizo cuando vio que faltaba una y, sin pensárselo dos veces y ya con la tormenta en sus prolegómenos, había vuelto a subir la montaña a buscarla hasta que dio con ella. La había encontrado echada, cubierta de nieve, con una pata atrapada entre dos piedras y emitiendo un balido permanente de baja intensidad que no servía tanto para pedir auxilio como para partir el alma. Cuando la envolvía en la manta notó que la cabra oponía muy poca resistencia y esto lo preocupó y lo hizo optar por el camino rápido, por la ladera escarpada donde tenía que mirar muy bien en qué sitio ponía el pie. Cada vez que lo golpeaba una ráfaga tenía que detenerse y fue en una de estas pausas, mientras recibía en el pecho y en la cara los porrazos del viento, que Noviembre tropezó con el cuerpo de Oriol, que estaba ovillado y parcialmente oculto en un socavón de la montaña. Al principio Noviembre pensó que se trataba de un animal, la situación era confusa, era noche cerrada y el viento, preñado de hielo, soplaba con furia, así que antes prefirió asegurarse y mover el cuerpo con el pie, un acto imprudente del que podía hacer gala ese hombre gigantesco frente al que las bestias preferían dar media vuelta antes que tirarle un mordisco o un zarpazo. Como el cuerpo no se movía se agachó para mirarlo de cerca y entonces descubrió que efectivamente se trataba de un hombre, de otro más porque durante las últimas semanas se había topado con media docena de soldados republicanos, con todos había intercambiado algunas palabras y a uno de ellos, que iba herido, lo había ayudado a bajar y le había ofrecido hospedaje y comida; pero aquel soldado había encontrado que la cabaña de Noviembre estaba demasiado cerca de la frontera, demasiado a tiro del ejército enemigo y encima la disposición y la gentileza de aquel gigante le habían parecido sospechosas, así que a pesar de sus heridas y del cansancio que arrastraba desde hacía semanas, había preferido seguir de largo y adentrarse un poco más en Francia. Con todos esos encuentros Noviembre, que era un hombre rústico que vivía en la montaña, al margen de la guerra que había terminado del otro lado del Pirineo, se hizo una idea general de lo que estaba sucediendo, un panorama esquemático que se reducía al deber de ayudar y ser solidario con los vencidos, por eso es que en cuanto vio que aquello que había removido con el pie no era un animal sino un soldado de esos que habían perdido la guerra, puso la cabra en el suelo, acercó su cara a la de Oriol y al ver que respiraba trató de reanimarlo. Cuando intentaba moverlo un poco para quitarle la nieve que le había caído encima, puso por accidente la mano sobre la herida y sintió una plasta lodosa que, en medio de tanto hielo, palpitaba a una temperatura volcánica. Con una maniobra rápida y precisa, patrimonio exclusivo de los hombres de su talla, despojó a la cabra de la manta y, con un aspaviento enérgico, envolvió el cuerpo perdido de Oriol. Inmediatamente después, sin pensarlo mucho ni perder el tiempo, se quitó el abrigo y envolvió a la cabra. En cuanto tuvo a los dos bien arropados se los echó encima, uno en cada hombro, de un solo envión digno de Goliat, y comenzó a descender la cuesta. Con las dificultades que generaba el peso que cargaba en la espalda, cada paso que daba se le hundía la pierna hasta la rodilla y en dos ocasiones tuvo que dejar a Oriol y a la cabra en el suelo para poder salir de un túmulo de nieve que le llegaba a la cintura. En esas condiciones, efectuando ese esfuerzo titánico en medio de la tormenta, sin más abrigo que una camisa ligera de lana, logró Noviembre bajar por la montaña cargando a Oriol y a la cabra. Cuando llegó a la cabaña pasaba de la medianoche, depositó cuidadosamente los dos cuerpos en el suelo y encendió un fuego en la chimenea.

Después de aquel exitoso rescate, Noviembre saldría todas las noches a recorrer la ladera de la montaña en busca de soldados perdidos o necesitados de su ayuda. Con el tiempo el gigante iría perfeccionando la ruta y aguzando el olfato y la vista, iría desarrollando una mirada experta que no sólo le serviría para ubicar su objetivo, también le proporcionaría un diagnóstico instantáneo sobre el hombre que deambulaba extraviado por la nieve, o por los pastos verdes o quemados por el sol según en qué época del año. Noviembre podía distinguir desde muy lejos si se trataba de un soldado o de un civil, y si éste tendría confianza en la ayuda que iba a ofrecerle o si era mejor dejarlo solo o señalarle nada más un referente, el punto hacia el cual debía dirigirse. La figura del gigante patrullando todas las noches esa ladera del Pirineo me fascinó desde la primera conversación que tuve con él.

Unos días después de mi visita a Argelès-sur-Mer fui a Lamanere, el pueblo donde estaba fechada la carta que me había entregado esa mujer horrible que parecía una vagabunda. Había resuelto que la única forma de hacerle justicia a Oriol, de reordenar nuestra genealogía y de paso matizar mi asesinato por escrito, era enterarme bien de esa historia que nos habíamos perdido por matar al tío antes de tiempo; la verdad es que yo en aquel viaje decidía muy poco, iba remolcado por las circunstancias rumbo a casa de un extraño que estaba enfadado conmigo, fundamentado en la idea, que podía no ser cierta, de que en el remitente de una carta que se entrega en propia mano hay una invitación implícita, una voluntad de ir más allá de lo que se ha dicho en el papel. Crucé la frontera y unos kilómetros después, a la altura de Le Boulou, tiré hacia el oeste, tierra adentro, por una carretera vecinal que corre a lo largo de los Pirineos, en dirección a Prats de Molló, la única población de esa zona que registraba el plano del sur de Francia que llevaba. El día anterior había rastreado en Google la poquísima información que hay en la red sobre Lamanere; además de un rudimentario plano que imprimí y que me sería de gran utilidad, encontré estos datos: en 1901 había 510 habitantes en el pueblo; en 1954, la cifra había decrecido a 284; en 1968 había caído hasta 198 y hoy, a principios del siglo XXI, la cifra ronda los 36 habitantes. También había aprovechado para averiguar si había rastros de Oriol en el ciberespacio. Tecleé lleno de suspense su nombre y añadí las palabras «piano, soliste», en francés, con la idea de dar con una nota periodística de su probable carrera de pianista en Francia e, inmediatamente después, al no obtener ningún resultado, cambié el soliste francés por un solo más universal; como tampoco encontré nada probé con otras combinaciones, consciente de que se trataba de una maniobra absurda porque lo que no aparecía por ningún lado era su nombre, pero de todas formas lo intenté con las palabras music, musique, «intérprete» y, por no dejar escribí «filarmónica de Buenos Aires», pero todo, desde luego, fue inútil, el nombre de Oriol no existía en la red, lo cual me pareció hasta cierto punto normal; su carrera de pianista, si es que la había tenido, debía de haber ocurrido en los años cincuenta, en los sesenta como mucho, y si, como era natural suponer, no había sido una superestrella del piano, no tendría registro en Internet. Hacía unas semanas también había buscado el nombre de un futbolista argentino, un crack internacional bastante famoso en los sesenta que había jugado parte de su vida en México, y había comprobado con amargura, porque había sido su forofo, que de él en la red no queda ni rastro; la Internet es demasiado nueva y desprecia todo lo que no es de rabiosa actualidad, pensé entonces como consuelo, para relativizar la decepción que me había producido la ausencia de mi tío en los anales electrónicos de la música europea. En cuanto dejé atrás Le Boulou y entré en la carretera vecinal, bajé las ventanillas para contagiarme del entorno, un bosque con parches de selva de un verde infeccioso lleno de marañas y tentáculos que inmediatamente me recordó, porque eran finales de abril y no había ni rastro de nieve y había sol, a la selva de Veracruz donde nací. La carretera, precariamente asfaltada, se iba angostando a medida que subía por la montaña y pasando Serralongue, el último pueblo antes de Lamanere, se hizo tan delgada que en algunos tramos sentía que iba a campo traviesa por el bosque, metiendo el morro del coche en la intricada vegetación. Aparqué en la orilla del pueblo, más bien apagué el motor cuando no había más carretera por donde seguir, bajé del coche y en lo que me ponía el anorak, porque con todo y el sol corría una tramontana de neumonía, vi que el pueblo estaba muy cerca de la cumbre de la montaña, tan cerca que me pareció un despropósito que el fundador de Lamanere no hubiese plantado su casa justamente en la cima, hubiera quedado igual de lejos de todo pero con unas vistas espléndidas. Sus razones habrá tenido el fundador, pensé, seguramente abajo con la protección de la montaña sopla menos el viento y desde luego las vistas son un valor en un piso en Barcelona pero no necesariamente lo son ahí, donde lo que sobra son vistas. Esa reflexión me hizo sentir un intruso y de ahí pasé a temer que ir a hablar con Noviembre fuera una pésima idea, que fuera una idea incluso violenta esa de aparecer súbitamente en su casa un martes de abril, y antes de subirme al coche y regresar por donde había llegado, me metí en el único bar del pueblo y pedí algo de comer y un poco de vino a una señora que no pudo disimular la sorpresa que le causaba ver un turista en ese pueblo que no visita nunca nadie, y mucho menos un martes. «¿Qué lo trae hasta aquí?», me preguntó en francés, y yo le respondí una cosa que me dejó tan sorprendido como a ella: «No estoy seguro», y después balbuceé algo sobre lo mucho que me interesa esa zona del Pirineo que la dejó satisfecha, tanto que regresó al partido de rugby que emitía el televisor y, mirando de reojo la tabla y el cuchillo, comenzó a partir con gran autoridad un salchichón. En cuanto liquidé el plato de embutidos y la media botella de vino que me había servido, le pregunté a bocajarro, un bocajarro inducido por el vino, que si sabía cuál era la casa de Noviembre Mestre. Mirándome de reojo como había hecho con el salchichón, me dijo que vivía en la última casa del pueblo, e hizo un ademán con la cabeza hacia esa dirección. Caminé por la única calle que pronto se convirtió en una escalera y subí hasta que llegué a la casa que estaba al final y que era, sin duda, la última. Era una sólida casa de piedra, recortada contra el cielo azul hiperoxigenado de la montaña, con un par de ventanas pequeñas y una puertecita de madera. Desde que había aparcado el coche no había visto más alma que la dueña del bar y a esas alturas comenzaba a parecerme que la cifra de 36 habitantes era puramente decorativa. Toqué la puerta un par de veces y oí que alguien se movía dentro y al fondo percibí que había un televisor encendido, con el mismo partido de rugby que veía la señora del bar. Estaba seguro porque las incidencias del juego iban siendo narradas por un locutor con voz pausada, de bajo profundo, impropia para las descargas agudas e histéricas que necesita una voz que narra gestas deportivas. En lo que esperaba a que alguien me abriera vi que junto a la puerta colgaba una jaula de pájaros deshabitada y llena de óxido y con unos signos de abandono que hacían pensar que el último pájaro que había vivido ahí lo había hecho en los tiempos gloriosos de las minas de carbón, cuando Lamanere tenía 510 habitantes según el censo, probablemente inflado, de aquella época. Como la puerta estaba entreabierta y no había vuelto a oír ningún movimiento, la empujé y asomé la cabeza al interior. «¿Noviembre?», pregunté, y desde el fondo de la casa el hombre que estaba sentado frente al televisor me hizo, sin siquiera voltear para ver quién acababa de entrar a su casa, una señal ambigua con la mano que algo tenía de bienvenida, de pase usted si quiere pero por favor no incordie que estoy viendo el rugby. Me desconcertó su frialdad, iba preparado para que ese hombre montara una bronca por la muerte prematura de Oriol, pero no para que me recibiera con esa indiferencia, y pensaba esto cuando, con los ojos ya más acostumbrados a la oscuridad que había dentro, pude distinguir con más precisión su cuerpo, y conforme fui liquidando los tres metros que había entre nosotros con la idea de saludarlo propiamente y acaso estrecharle la mano, fui viendo sus hombros enormes, su cabeza gigante, sus brazos interminables que eran tan anchos como mis muslos, y en cuanto estuve lo suficientemente cerca se puso de pie, levantó pesadamente ese cuerpo que descansaba en el sillón y que erguido, con todo y los noventa y tantos años que llevaba encima, era el cuerpo más grande que he visto en mi vida.

Aquella primera conversación fue más bien un soliloquio torrencial que, sin dejar de mirar el partido de rugby, fue soltándome Noviembre desde el sufrido sillón que lo soportaba; la historia era bastante sólida, parecía que el gigante la había contado muchas veces o que pensaba con frecuencia en ella, no titubeaba y los detalles eran de una precisión un poco artificial; daba la impresión de que era un texto que había aprendido de memoria, porque en las ocasiones en que le había pedido alguna explicación, o que incidiera en algún pasaje, se me había quedado mirando en silencio y después había retomado el hilo de su historia, como si yo no le hubiera preguntado nada. Desde aquel primer encuentro percibí que el gigante era un poco idiota, un idiota social, porque después iría descubriendo que poseía una gran inteligencia para relacionarse con la montaña. Aquel soliloquio duró casi dos horas y terminó con el gigante poniéndose de pie y diciéndome que estaba cansado, al tiempo que me despedía agitando una de sus manazas. Mientras regresaba por la estrecha carretera rumbo a Serralongue pensé que, para empezar, era necesario conocer el territorio de las proezas del gigante, tener la experiencia de caminar por ahí, de ver lo que él y Oriol habían visto, de oler la hierba y los pinos, de sentir en la cara los mismos golpes del viento y, sobre todo, encontrar y meterme en esa cabaña, colgada en la cima del Pirineo, donde había vivido Noviembre cuando era cabrero y rescataba republicanos perdidos, la cabaña donde había vivido mi tío esos años en que lo habíamos dado por muerto. Aquel empeño por recuperar todo lo que quedara de Oriol, los detalles de su biografía y los paisajes donde vivió después de su supuesta muerte, estaba fundamentado en la culpabilidad que yo sentía, pero sobre todo en la necesidad de esclarecer esa historia que de inmediato identifiqué como mía. Con el tiempo, porque después de aquella primera visita seguí yendo a su casa durante poco más de un año, desarrollé un genuino afecto por el gigante, y mis viajes, que al principio eran pura indagación sobre la vida de Oriol, comenzaron a transformarse en visitas caritativas; empecé llevándole latas de Coca-Cola o una barra de turrón, y acabé cargando en el maletero una caja llena de alimentos que compraba en el súper antes de coger la carretera para ir a Lamanere. Unos días después de aquella primera conversación, me subí al coche y seguí las instrucciones que yo mismo, basado en una fotografía aérea de la región y en la historia que comenzaba a revelarme Noviembre, había anotado en una libreta. Quería ir a ver esa cabaña donde Oriol, junto a la cabra maltrecha, había regresado a la vida, el punto específico donde el hermano de mi abuelo se había deshecho de sus coordenadas personales y se había convertido en otro. En la fotografía había visto que el sitio donde debía de estar la cabaña era más asequible desde el lado español del Pirineo, así que conduje hasta Camprodon, subí por una carretera angosta que terminaba en Espinavell y después recorrí parte del trayecto, un camino de tierra y pedruscos, trazado muy cerca de la cumbre, que desemboca en Francia, del otro lado de la montaña. Este acceso a la cumbre, que por su trazo difuso y escaso calado no aparece en los mapas, lo encontré hurgando en las vistas de satélite de Google Earth. La información que había destilado del soliloquio de Noviembre era sumamente vaga, sin embargo al encontrarme ahí, en la cima del Pirineo, viendo a lo lejos la mole del Canigó y la cadena montañosa que va dispersándose hasta llegar al valle, me pareció que, ante semejante inmensidad, no había otra forma de dar con la cabaña que la vaguedad, la corazonada y el instinto. Bajé del coche y comencé a andar, caminé más de una hora hacia el oriente, tratando de mantenerme en la cima, rumbo al punto donde calculé, con ayuda de la fotografía de Google, que estaba Lamanere. Haber llegado ahí en automóvil, en un viaje de dos horas desde Barcelona, me parecía un obstáculo para apreciar realmente las dimensiones de la montaña, y la sensación creció con un par de llamadas que me entraron al móvil y que tuve que contestar. El malestar se debía a la violenta irrupción que representa el sonido de un teléfono en medio del bosque. Algo no casaba entre la naturaleza y la tecnología y el teléfono era el eslabón, la referencia que me hacía saber, permanentemente, que ese paisaje milenario que se había conservado así desde el principio de los tiempos, ahora estaba bañado por las microondas y vigilado por el ojo en el cielo de Google, y esto lo convertía en territorio del mundo tecnológico, ese mundo que es la antípoda del bosque, lo contrario de la brisa ligera que en ese momento peinaba la cima de la montaña. Lo más sencillo hubiese sido desconectar el móvil, ignorar microondas y vibraciones de la modernidad y regresar la montaña a su estado original, pero resulta que el teléfono, además de ser un trasto molesto que obstaculizaba mi experiencia, era el indicador de la frontera entre los dos países. De un lado operaba una compañía telefónica, y del otro, otra, y cada vez que, en mi camino levemente errático por la cima, cruzaba la línea virtual que divide a España de Francia, mi incursión se registraba en la pantalla del teléfono, que cambiaba de Movistar a Bouygtel. Esto que puede pasar por un divertimento frívolo, «ahora estoy en Francia y ahora doy un paso y estoy en España», no lo era en absoluto porque yo necesitaba saber de qué lado de la frontera estaba la cabaña de Noviembre, pues ese dato iba a dimensionar la historia que acababa de contarme, iba a darle un peso específico a un episodio que me había revelado el gigante. Cuando llevaba caminando un poco más de una hora, tratando de mantenerme en la línea fronteriza gracias a la pantalla del teléfono móvil, divisé a lo lejos una cabaña de piedra, una casita construida en la ladera que parecía que en cualquier momento, a causa de una ventisca o por el topetazo de una cabra, podía bajar rodando hasta el valle. La cabaña tenía que ser ésa, no había otra más cercana al punto geográfico donde estaba Lamanere, y además se ajustaba perfectamente a su descripción. «Una cabaña solitaria, con dos chimeneas, que parece a punto de rodar cuesta abajo», había dicho Noviembre en su lengua de cabrero del Pirineo que campeaba entre el francés y el catalán. Aunque estaba clavada en plena ladera, no quedaba claro a qué país pertenecía, yo hubiera dicho que a Francia, pero durante mi caminata había comprobado que la frontera electrónica, que iba siendo trazada escrupulosamente por las dos compañías telefónicas, no era una línea recta que corría por el espinazo de los Pirineos, como yo había supuesto, sino que con mucha frecuencia se creaba una suerte de meandro electrónico que hacía que Francia invadiera el lado español y viceversa. Las fronteras en Europa, que antes eran un trazo en un plano, ahora las imponen los empresarios, los dueños de las compañías de teléfonos, por ejemplo, o los dueños de los bancos o de las líneas aéreas; basta pagar una llamada de España a Francia, o coger un avión o hacer una transferencia bancaria entre estos dos países, para comprender que en Europa no se han abolido las fronteras, simplemente han cambiado de administrador. En cuanto comencé a caminar hacia la cabaña, unos metros después del espinazo de la cordillera, quedó claro que ésta se hallaba en Francia. En la pantalla del móvil se había instalado la compañía Bouygtel, y cuando llegué a la puerta, imaginé al detalle la figura gigantesca de Noviembre cargando en los hombros a Oriol y a la cabra, agachándose y, probablemente, volviéndose de lado para poder meterse por esa abertura que estaba concebida y hecha para gente de dimensiones normales, desde luego no para un gigante con esos dos cuerpos encima que aumentaban notablemente su volumen. Noviembre tendió los cuerpos, el de Oriol y el de la cabra, en el suelo y después prendió un fuego en la chimenea. De la misma forma en que mi tío se deshizo en esa casa de sus coordenadas vitales, Noviembre reorientó las suyas. Después de aquel rescate le pareció que él, además de cuidar cabras, podía salvar gente perdida en la montaña y con esa simpleza, sin más elementos que aquello que tenía enfrente de las narices, se puso a hacerlo. Cuando Oriol abrió los ojos se encontró envuelto en una manta, dentro de una casa en la que no había estado nunca y acompañado por una cabra que le olisqueaba insistentemente las rodillas; lo último que recordaba era su batalla descarnada e inútil contra las borrascas del Pirineo; más allá de la cabra y de sus pies, vio a un hombre gigantesco, medio arrodillado frente a la chimenea, que alimentaba con troncos el fuego. Esa sorpresa inicial, que no duró más que un instante, fue interrumpida por el dolor que tenía en la pierna; sin el entumecimiento beatífico que le había procurado el frío de la montaña, el dolor era de una intensidad insoportable, tanto que soltó un quejido que hizo a la cabra replegarse contra la pared y al gigante girar en redondo e incorporarse con alguna brusquedad. Oriol lo vio desenrollarse y avanzar hacia él, encorvado porque el techo no podía con su estatura; una enorme llamarada solferina, que puso un punto infernal en el interior de la casa, estalló detrás del gigante, un rojo vivo que, durante un instante, hizo que Oriol se olvidara del dolor de pierna, del hambre y la sed que lo escocían y de todo lo que no fuera el miedo mortal a ese hombre que podía arrancarle la cabeza de un zarpazo. «Bonjour», dijo Noviembre con una sonrisa donde faltaba un colmillo y que era del todo insuficiente para atenuar el susto, la llamarada infernal, y el efecto del atizador que sostenía en la mano, un bártulo que tenía el aspecto y las calidades de un arma homicida. Un breve intercambio de palabras bastó a Noviembre para darse cuenta de que su huésped estaba en las últimas. Sin tomar en consideración que era más de medianoche, ni la tormenta de nieve que emborronaba la montaña, fue a buscar ayuda y regresó, una hora más tarde, con una mujer que llevaba un abrigo oscuro con los faldones blancos de nieve. Tenía la cabeza cubierta con un velo que, a medida que se arrodillaba junto al cuerpo agonizante, fue levantando con mucha parsimonia hasta que dejó al descubierto dos ojos de un verde abismal, que puso primero en la herida y después en el gesto suplicante de Oriol, que en esa hora había tenido tiempo y dolor suficiente para pensar que se moría. Se sabe que Oriol, después de entrar en contacto con los ojos de aquella mujer, perdió el conocimiento. También se sabe que en cuanto aquella mujer puso los pies dentro de la casa, la cabra, que hasta ese momento había observado una mansedumbre agónica, se incorporó y comenzó a brincar y a dar unos chillidos ensordecedores. De lo que pasó después se sabe poco, quiero decir que no se sabe más que el resultado de la intervención, que fue Oriol volviendo a la vida tres días después y descubriendo con espanto que le faltaba una pierna. ¿Cómo pudo aquella mujer practicar una operación de tal calibre en esa cabaña donde no había, ya no digamos instrumental, sino cosas muy básicas como agua corriente o una cama? La descripción que ha hecho Noviembre de lo que ahí sucedió escapa a la lógica y, sin embargo, coincide con las investigaciones que he efectuado, no sólo en esa zona del Pirineo donde aquello no era tan raro, también en tres hospitales de Barcelona, donde he consultado a cirujanos que amputan miembros, y no he tenido más remedio que creer que sucedió así, como me lo han explicado media docena de veces. Cuando trato de imaginarlo, más que una película lo que veo es una secuencia de instantáneas: el gigante sentado a horcajadas sobre el cuerpo de Oriol, la cabra aterrada que chilla pegada contra la pared, la mujer alumbrada por el fuego, tirante y tensada por el esfuerzo que demanda la operación, la musculatura pintada a rayas en el cuello y más allá hasta las clavículas, un hombro que ha quedado al aire y que refulge cada vez que crece en la chimenea una llamarada solferina, la vorágine del pelo, negro, espeso, milenario, pelo que más parece un dominio del reino vegetal, y los ojos verdes cada vez más hondos con frecuencia velados por un mechón de pelo espeso, milenario, negro, que ella se quita de la cara con una mano y se deja en la sien una traza de sangre y después más y más sangre, una cantidad inenarrable de sangre, sangre en las manos y en los antebrazos, sangre en el hombro y las clavículas, sangre en el pelo milenario y negro, sangre en la nieve que sigue en los faldones del abrigo y que, cada vez que la acometen las luces del fuego, lanza un destello.