El 14 de abril del año 2007 desperté dándole vueltas a la posibilidad de romper un compromiso que, con una ligereza inexplicable, había aceptado seis meses antes. Con tanto tiempo por delante se me había hecho fácil decir que sí y en cuanto la fecha me cayó encima me sentí desconcertado y arrepentido. Mi mujer y mis hijos habían salido temprano de casa, cada uno a hacer sus cosas, y yo me había quedado un rato más en la cama. La noche anterior me había desvelado viendo una película rusa y lo que más me apetecía era hacer café y sentarme a verla otra vez con una libreta y un bolígrafo para transcribir un poema que es la sustancia de esa película, un hermoso y contundente poema dicho en ruso, una lengua que no entiendo y cuya traducción subtitulada al español debe de tener las lagunas propias del género: el subtítulo es un añadido orientativo que va supeditado a la imagen, debe entenderse a toda velocidad, de un solo golpe de ojo y no admite relecturas ni mucha reflexión, porque inmediatamente después ya está uno leyendo el siguiente, y luego el próximo. Con todo y eso había atesorado un verso que, aun cuando no fuera exactamente lo que el poeta ruso quería decir, me había impresionado profundamente. El compromiso que con inexplicable ligereza había aceptado era participar en una charla pública que tendría lugar en el sur de Francia, en Argelès-sur-Mer, un sitio oscuro de mala memoria, un punto geográfico maldito, una playa que durante décadas ha sido tabú para mí y para toda mi familia, y como no tuve valor para dejar plantado a quien me había invitado, para sentarme en pijama a beber café y a repasar de arriba abajo la película rusa, unas horas más tarde, procurando mantener a raya mis fantasmas, ya estaba en Argelès-sur-Mer hablando otra vez de la puta guerra, con los codos hincados en la bandera republicana que cubría la mesa, ante un grupo de lectores que vivía en esa ciudad. Al final del acto se acercó a la mesa una mujer que llevaba vestido negro, la cabeza cubierta con una pañoleta y un trapo pardo y ruinoso amarrado al cuello que hacía las veces de foulard; media hora antes la había visto sentada en la última fila y había pensado que era un personaje verdaderamente extraño, e inmediatamente después, porque el profesor que conducía el acto hablaba sin parar y yo tenía tiempo de pensar en ésta y otras cosas, me había preguntado qué parte de mi libro, que era el motivo de ese acto, podía interesarle a esa mujer que parecía una vagabunda. A fuerza de empujones fue abriéndose paso entre la docena de personas que se habían acercado a la mesa para que les firmara el libro, utilizaba una violencia excesiva y la gente no se atrevía a decirle nada porque su aspecto era raro, era feo y siniestro para decirlo con toda precisión. Lo primero que hizo cuando por fin llegó a la mesa fue dedicarme una mirada larga, reprobatoria y cargada de sorna, acentuada por una encía despoblada que afloró debajo de su media sonrisa; sin dejar de mirarme ni de sonreír se puso a buscar algo entre sus ropas y al cabo de unos segundos de tensa expectación, porque de aquellos trapos podía salir desde un libro hasta un arma de fuego, sacó una fotografía, acompañada de un papel sucio doblado en cuatro que me entregó sin decir palabra. Después dio media vuelta y se fue, ya sin violencia porque la gente se había alejado de ella, y me dejó con un par de preguntas en la punta de la lengua. En un intento por encajar con naturalidad aquel encuentro estrambótico, guardé en el bolsillo de la americana lo que me había dado y, como si no hubiera pasado nada, me puse a firmar ejemplares y a departir con mis lectores. Pero antes de guardar los documentos había visto fugazmente, y mal porque no llevaba puestas las gafas, que la fotografía era una vieja imagen de tres soldados en el campo, de los tiempos de la Guerra Civil. El instante que me había tomado ver lo que la vieja acababa de darme fue suficiente para sentir un poco de asco, porque el papel estaba sucio y lleno de lamparones, parecía una fracción, una costra de su cuerpo maltrecho y ruinoso. Veinte minutos más tarde, cuando pasamos a la terraza para clausurar el acto con una copa de vino, había olvidado completamente el incidente; después de todo no es raro que a los escritores que tocamos el tema de la Guerra Civil se nos acerque gente con documentos, con cartas y fotografías con la esperanza legítima de que su historia o la de su padre o abuelo, ese episodio que ha marcado su vida y la de sus descendientes, se sepa y, si es posible, se difunda. Yo estaba ahí invitado por la asociación FFREEE (Fils et Filies de Républicains Espagnols et Enfants de l’Exode), que está formada por los hijos de los republicanos que en 1939 perdieron la guerra y tuvieron que exiliarse al otro lado de los Pirineos, un grupo de entusiastas que tienen la convicción de que es imprescindible cultivar, proteger y preservar la memoria de aquel cisma que hasta hoy, a unos cuantos millones de personas, nos define y nos distingue. Al presidente de la asociación, el hombre que me había invitado y a quien, por alguna razón, no había tenido el valor de decirle que no, le parecía importante mi libro porque en sus páginas aparece uno de los campos de concentración donde el gobierno francés, al final de la Guerra Civil, había encerrado, en unas condiciones infames, a los republicanos españoles que iban huyendo de la represión franquista. Aquel campo estaba ahí mismo, en la playa de Argelès-sur-Mer y mi abuelo Arcadi, como narro en aquel libro, estuvo ahí dieciséis meses prisionero, soportando un maltrato sistemático e ininterrumpido que hoy forma parte de uno de los episodios más negros de la historia de aquel país: los republicanos, perseguidos por la ira franquista, buscaban asilo en Francia y el gobierno francés los recibía como si fueran criminales y los encerraba en un campo de concentración. Explico esto para reiterar, y dejar bien asentado, que la invitación a celebrar el 14 de abril en aquella playa de nefasta memoria me pareció, de entrada, fuera de lugar y un poco sarcástica, pero el presidente de FFREEE me lo había puesto de tal manera que negarme había sido imposible y esa mañana, mientras valoraba la posibilidad de no asistir y quedarme en pijama viendo la película rusa, había pensado que hablar del campo de concentración in situ, en ese territorio maldito y tabú, era una forma impagable de normalizar mi relación con esa playa y, todavía mejor, era mi manera particular de combatir el olvido, un olvido que por otra parte denunciaba yo mismo en aquel libro diciendo que la playa de Argelès-sur-Mer tenía una especie de amnesia porque hoy es un sitio de veraneo altamente frívolo lleno de bares y cuerpos tomando el sol en la misma arena, en el punto exacto donde decenas de miles de españoles agonizaban de hambre, de enfermedad o de frío, hace no tantos años. Hay muy pocas cosas, en realidad, que puedan hacerse contra el olvido, plantar un monumento, colocar una placa, escribir un libro, organizar una charla y poco más, porque lo natural, justamente, es olvidar, y en este punto, y a estas alturas de la historia que voy contando me pregunto: ¿y si toda esta monserga de la puta guerra y sus secuelas no es simplemente un lastre? Por otra parte, estamos en el siglo XXI y España y Francia ya no son lo que eran en 1939, ya no hay pesetas ni francos, ni siquiera hay frontera entre los dos países: para viajar hasta el lugar donde iba a efectuarse la charla, me había subido al coche que estaba aparcado en casa, en la calle Muntaner, en Barcelona, y había conducido durante dos horas, sin hacer una sola parada, hasta Argelès-sur-Mer; había hecho en dos horas la misma ruta que a Arcadi, mi abuelo, y a gran parte del éxodo republicano, le había tomado semanas completar en 1939. Las huellas de aquel exilio han quedado sepultadas debajo de una autopista de peaje por la que puede conducirse a ciento cuarenta kilómetros por hora y de una turbamulta de turistas que untados de cremas exponen, en la playa larga de Argelès-sur-Mer, sus cuerpos al sol. Lo que puede hacerse contra el olvido es muy poco, pero es imperativo hacerlo, de otra forma nos quedaremos sin cimientos y sin perspectiva, esto fue lo que pensé y por lo que al final renuncié a mi mañana doméstica, me quité el pijama y me subí al coche pensando obsesivamente en ese verso de la película rusa que había memorizado y que me había quitado el sueño: «Vive en la casa, y la casa existirá».
El Ayuntamiento de Argelès-sur-Mer, y esto ilustra claramente lo mucho que han cambiado las cosas, está ahora administrado por los hijos de los hombres que en 1939 eran prisioneros del campo de concentración; de esto me enteré en el cóctel que se servía, como punto final del acto, en esa terraza enorme que tenía vistas al viñedo, de donde salía el vino que bebíamos, con el mar de fondo, un mar plateado por la primavera que acababa de caerle encima. Era una tarde estupenda y yo, a esas alturas, comenzaba a sentirme muy bien de haber aceptado la invitación y de haber hecho lo poco que puede hacerse para combatir el olvido; en ese momento me sentía capaz de asegurar que la Guerra Civil y sus secuelas son un lastre en la medida en que se ignoran, y constituyen un vehículo importante para proyectar el futuro si se desvelan a fondo todos sus detalles. Lleno de optimismo me acerqué a la mesa para rellenar mi copa, era una mesa larga que ocupaba el centro de la terraza, estaba cubierta con unos manteles blancos que tocaban el suelo y de cuando en cuando eran levantados por un golpe de viento, y esto hacía que a la mesa le quedaran las patas al aire y que pudiera verse lo que había debajo, cajas con botellas, unas cuantas sillas plegadas, una pila de manteles blancos, una cazuela enorme donde probablemente se había cocinado algo de lo que había sobre la mesa, y en medio de todo esto, ajenos a los vistazos intermitentes que me procuraba el viento, dos gatos se arrebataban una pieza de pollo, escenificaban una batalla violenta y muda con una rabia y una saña que me dejó estremecido; durante unos pocos segundos, en los dos vistazos que me permitió el mantel, vi a los gatos tirarse zarpazos y volar y rodar por el suelo, y unos instantes después los vi escapar corriendo a toda velocidad. Rellené mi copa de una de las jarras que había repartidas a lo largo de la mesa, unté de foie una galleta que me llevé a la boca, después cogí un poco de jamón y aprovechando que me había quedado solo y que no tenía que sostener ninguna conversación, me escabullí para disfrutar de las espléndidas vistas que ofrecía la terraza, todavía impresionado por el encono y la fuerza y la ira que habían desplegado los gatos debajo de la mesa; sobre todo me había impresionado la discreción, la forma sorda en que habían liberado esa tremenda energía que desbocada hubiera dado para arruinar la fiesta y sin embargo, a pesar de su estallido de rabia, ninguno de los invitados, excepto yo, había reparado en las fieras, probablemente porque siempre he tenido mucha debilidad por esos bichos. El episodio había sido una simpleza y a mí me había dejado inexplicablemente nervioso, exageradamente inquieto, quizá no era del todo cierto que yo estaba ahí normalizando mi relación con esa zona de Francia que hasta entonces había sido un tabú, un territorio del que nunca se habla y mucho menos se visita, sino que en realidad, por más que el tiempo lo ha limado casi todo, yo estaba ahí comprobando que justamente hace falta un monumento, y una placa y una charla pública de vez en cuando para dejar asentado que aquella playa, donde murieron tantos soldados republicanos, no podrá ser nunca una playa normal; pensaba en esto, sumido en ese desaliento súbito que por alguna razón habían motivado los gatos, trepado en una piedra grande que me permitía ver todo el viñedo y más allá la nefasta playa, la playa infausta de áspera memoria que se veía a lo lejos. Miraba el horizonte y a sorbos de vino trataba de diluir las contradicciones que me sacudían, cuando recordé a la mujer que se había acercado al final de la charla para darme la fotografía y el papel lleno de lamparones. Dejé la copa en un hueco que había en la piedra donde estaba encaramado y metí la mano en el bolsillo de la americana. Era una carta escrita a mano, con algunas tachaduras y una letra infantil que exigía más atención de la que yo estaba dispuesto a invertir ahí mismo, de pie en mi mirador, frente a ese paisaje que agudizaba todavía más mis contradicciones, así que pospuse la lectura de la carta que estaba fechada dos días antes en un sitio de nombre Lamanere, y miré la fotografía, ahora con detenimiento y descubrí, con una mezcla de sorpresa y miedo, que en la foto aparecía Martí, mi bisabuelo, flanqueado por Arcadi, mi abuelo, y por Oriol, mi tío, el hombre que había desaparecido en la cumbre del Pirineo en 1939. Completamente aturdido me senté en la piedra, y al hacerlo tiré la copa que había dejado en el hueco, la golpeé sin querer con el pie y salió volando y se hizo añicos contra el suelo. Volví a mirar la foto con incredulidad, le di la vuelta y leí lo que estaba escrito con tinta de estilográfica azul, con una letra manuscrita que era seguramente la de Oriol: «1937. Frente de Aragón». Mi agobio que hacía un minuto se avivaba con el paisaje se desvaneció de golpe (¿qué hacía con esta foto de mi familia aquella señora?), y me preguntaba esto cuando reparé en que con la otra mano seguía sujetando la carta, la fracción de la vieja llena de lamparones y caligrafía infantil que en ese instante comencé a leer con una ansiedad que se estrellaba contra su intricada caligrafía y, sobre todo, contra su léxico que campeaba entre el francés y el catalán. Primero la leí, como pude, a trompicones, y después hice una segunda lectura para confirmar lo que había entendido y que, desde la escasa capacidad de raciocinio que me quedaba en ese momento, me parecía una historia poco menos que imposible. La persona que firmaba la carta, un o una tal Noviembre Mestre, expresaba su enfático desacuerdo con el destino que Oriol, el hermano de Arcadi, tenía en el libro que yo había escrito y del que acababa de hablar esa misma tarde. Su enfado parecía desproporcionado y dejaba la impresión de que, más que haber leído el libro, alguien le había contado de qué trataba. Aunque esta ambigüedad, claro, podía deberse también a la torpeza con que estaba escrita la carta; para reconstruir el destino que Oriol había tenido, una reconstrucción francamente escueta pues el hermano de mi abuelo, en aquella historia, era un personaje secundario, me había basado en esa carta que había escrito Rodrigo y que había enviado a La Portuguesa en 1993. En esa página de mi libro, que tanto había molestado a Noviembre, dice textualmente: «Oriol fue visto por última vez cerca de la cima, todavía de pie, batallando contra una ráfaga mayor que corría por el espinazo de la cordillera, a unos cuantos pasos de atacar la pendiente que desembocaba en Francia». Esto era lo que hasta ese día se sabía de Oriol, que había estado muerto durante décadas hasta esa tarde en que, encaramado en la piedra con vistas a la nefasta playa, atónito, aturdido, estupefacto, supe que el hermano de Arcadi había estado vivo todo ese tiempo, había sido amigo de Noviembre Mestre y como prueba me enviaba esa foto que Oriol había conservado hasta el «verdadero día de su muerte». La palabra «verdadero» que utilizaba Noviembre acentuó la tormenta interior que me sacudía en la cima de la piedra porque yo había cometido una especie de crimen; si bien era cierto que entre todos habíamos urdido la falsa muerte de Oriol, también era verdad que había sido yo quien lo había matado por escrito y esta reflexión, que quizá en otro momento me hubiera dado risa, me pareció entonces muy grave, me hizo pensar que mi deber era hacerle una visita a esa mujer, a ese hombre o a ese seudónimo, para enterarme, aunque fuera por un tercero, de lo que había sido de mi tío durante todo ese tiempo en que para nosotros había estado muerto. La carta de Noviembre era mucho más que la precisión de un lector que ha pillado en falta al escritor de un libro, como aquellos que se toman la molestia de escribir para decirte «se ha equivocado usted, no era el siglo XI sino el XIII», o «ese viento que usted describe no es el mistral sino la tramontana», era mucho más que una precisión, era la denuncia de un asesinato. Eché una última mirada a la fotografía y vi, con algo de dificultad porque el atardecer ya iba a pique contra el mar, la cara sonriente de Oriol, la cara del hombre que ignora que unos meses más tarde perderá la guerra, y a su mujer y a su familia, y convalecerá abatido en un hospital, arrinconado por el dolor y la gangrena, y que paulatinamente se irá convirtiendo en un cadáver y que décadas más tarde llegará el día en que el nieto de su hermano le pegará por escrito el tiro de gracia. Oriol sonríe y se le ve relajado, casi feliz, en la mano izquierda lleva un cigarrillo al borde de la extinción que se ha ido fumando entre risa y risa, la risa de un soldado que de improviso, en el campo de batalla del frente de Aragón, se ha encontrado con su padre y con su hermano; o quizá sonríe porque el fotógrafo lo ha sugerido, porque era uno de esos cretinos que piensan que en las fotos se sale mejor sonriendo, aunque se esté en medio de una puta guerra. Regresé la fotografía y la carta al bolsillo de la americana pensando en cuánta razón tenía Arcadi cuando, para minimizar la información que en 1993 había llegado en la carta de Rodrigo, decía: «Y qué va a saber este francés de mi hermano». Quizá Arcadi no estaba tan equivocado y su hermano, pensé, efectivamente, había sido un notable solista de piano, no en Sudamérica pero sí en Francia, o en algún otro país de Europa. Respiré profundamente antes de bajarme de la piedra y lamenté lo complicado que iba a ser reintegrarme al cóctel. Después de lo que acababa de saber, no quedaba más que posponer mi atribulamiento, así que mientras caminaba hacia el centro de la terraza tracé rápidamente un plan, estaría quince minutos más en el cóctel, media hora a lo sumo y después regresaría a Barcelona. Había rechazado la invitación de dormir en Argelès-sur-Mer porque al día siguiente había prometido a mis hijos que los llevaría a ver un partido de baloncesto, y si dormía ahí iba a tener el tiempo muy justo para llegar, aunque ahora que voy poniendo esto por escrito, me parece que el juego de básquet, ese compromiso que, a pesar del viaje, me había empeñado en sostener, era un pretexto para no dormir en la nefasta playa. Llegué al centro de la terraza, a la mesa larga de los manteles largos, a beber otra copa de vino y cuando estaba por reintegrarme a alguna de las conversaciones que seguían animando el cóctel, llamó mi atención un gato que se había echado debajo de un arbusto, y al mirarlo mejor vi que era uno de los que habían protagonizado la violenta batalla que tanto me había conmovido. Siempre he tenido debilidad por esos bichos, como dije, así que me acerqué al arbusto con la intención de acariciarlo y cuando llegué hasta él vi que tenía sangre en el cuerpo, la mitad de la cara mordida y que estaba muerto.